Magic: Children of the Nameless – Capítulo 2, Tacenda

Tacenda pasó casi media hora entrando en casas, buscando en vano supervivientes. Incluso aquellas familias que habían huído hacia la iglesia habían perecido. Se cruzó con un cuerpo detrás de otro, la luz había abandonado sus ojos, y la calidez había sido arrebatada de su sangre.

Sus padres habían sufrido el mismo destino, diez días antes. Ellos, al igual que Willia, se encontraban de camino a realizar sus ofrendas a la ciénaga. El Señor de la Mansión les había interceptado y atacado, por razones desconocidas. Él superaba en poder a Willia quien, a pesar de su descomunal fuerza, había resultado no ser oponente para su terrible magia.

Willia había escapado y huido hacia el monasterio a por ayuda. Para cuando volvió acompañada de soldados de la iglesia, tan solo encontraron dos cadáveres. Sus padres, sus cuerpos ya fríos. También esa noche, los Susurradores aparecieron por vez primera. Extraños, retorcidos espíritus que asesinaron a quienes se habían alejado de las aldeas. Los testigos juraban que trabajaban bajo las órdenes del Señor de la Mansión.

Incluso entonces, Tecenda tenía esperanzas de salvación. Tenía fé en que la ciénaga les protegería. Hasta que finalmente el Señor de la Mansión había venido a por Willia, asesinándola. Y ahora…

Y ahora…

Tacenda traspasó umbral de la casa de los Weamer, llevándose las manos a la cabeza, alumbrada únicamente por la tenue luz de la luna. Los clérigos y Willia querían proporcionar un entierro religioso a sus padres, pero Tacenda había insistido en que sus cuerpos fueran devueltos a la ciénaga. Los clérigos podían impartir enseñanzas sobre los ángeles todo lo que quisieran, pero la mayoría de los los habitantes de las Cercanías sabían que, al final, pertenecían a la ciénaga.

Pero… ¿Quién devolvería todos estos cadáveres a la ciénaga? ¿La villa entera?

De repente, tuvo la impresión de que los ojos de todos esos cuerpos la estaban mirando. Con una mano dolorida, Tacenda tocó el colgante de su hermana, que llevaba enroscado en la muñeca. La sencilla cuerda de cuero lucía un icono del Ángel Sin Nombre colgando. Ello, junto a su viola, eran las únicas dos cosas de importancia que le quedaban en la vida. Así que no había motivo para quedarse aquí, bajo aquellos ojos escrutadores, muertos.

Sintiéndose torpe, Tacenda recogió su viola y simplemente empezó a andar. Se alejó de la ciudad, más allá del campo de dustwillows, donde el cadáver de Willia había sido encontrado. Aquel día… bueno, una parte de Tacenda se había congelado. Quizás fuera por eso, que ahora que había terminado, se sentía demasiado cansada como para llorar.

Caminó hacia el bosque oscuro, un lugar al que ninguna persona en su sano juicio se acercaría. Viajar de noche por el bosque era como ir llamando al infortunio, una invitación a perderse, o a quedar expuesto a las garras de alguna bestia al acecho. ¿Pero, por qué debería importar eso ahora? Su vida carecía de sentido, y no podía perderse si no pensaba regresar jamás.

Y a pesar de todo… cuando cerraba sus ojos, podía sentir dónde la oscuridad era más pura. Casi se parecía a la segunda oscuridad que temía. Pocos años atrás, había conocido a una muchacha ciega de la ciudad, que estaba de visita con unos mercaderes. Willia se había emocionado mucho ante la posibilidad de hablar con alguien que pudiera entender la Segunda Oscuridad, pero aquella chica se quedó confundida ante sus descripciones. Ella no temía la oscuridad, ni podía entender que alguien pudiera.

Fue entonces cuando Tacenda empezó a comprender de verdad. Aquello que veían cuando la maldición se apoderaba de ellas era algo más profundo, extraño. Algo más que simple ceguera.

Se dirigió hacia la oscuridad, su falda enganchándose en un arbusto, pasando cerca de árboles tan antiguos que a buen seguro habría perdido la cuenta de sus anillos. Más de una noche, estos árboles habían sido su único público, el viento entre sus hojas su aplauso. El resto de la aldea había dormido el intermitente sueño de una lámpara con escaso aceite. Si te despertabas luchando por tomar aliento, al menos sabías que habías despertado con vida.

La interminable copa del árbol, que ocasionalmente permitía entrever la metálica luz de la luna, parecía ser el propio cielo. Sostenido por oscuras columnas de árboles, extendiéndose hacia el infinito, como reflejos de un reflejo. Caminó durante más de media hora, pero nada vino a por ella. Quizás los monstruos del bosque estaban demasiado atónitos al ver a una solitaria muchacha de quince años merodeando en la noche.

Pronto, pudo percibir el olor de la ciénaga: podredumbre, musgo, y cosas estancadas. No poseía nombre, pero todos los aldeanos sabían que les reclamaba. La ciénaga era su protección, porque incluso las cosas que causaban terror en las oscuras cercanías del bosque, incluso las pesadillas hechas realidad, temían a la ciénaga.

Y aun así, esta noche nos ha fallado.

Tacenda apareció en un pequeño claro. Conocía los sonidos de la ciénaga con la misma familiaridad que conocía los latidos de su propio corazón, un retumbar sordo, como el que emite una olla al hervir, acompañado de chasquidos ocasionales, que recordaban a huesos quebrados. Había venido muchas veces con sus padres, a traer ofrendas, pero más allá de eso, jamás había venido de noche.

Era… más pequeño de lo que había imaginado. Un estanque de redondez perfecta, colmado de aguas oscuras. A pesar de que el terreno de esta parte del bosque estaba repleto de lodazales y pantanos traicioneros, este estanque en particular se había conocido siempre como la ciénaga entre su gente.

Tacenda se acercó justo al borde, recordando el suave sonido no tanto como el de una salpicadura, si no más bien como el de un suspiro, que habían emitido los cuerpos de sus padres al deslizarse en el agua. No necesitabas colocar peso en los cuerpos al alimentar a la ciénaga. Los cuerpos se hundían para no reaparecer jamás.

Se balanceó sobre el borde del estanque. Había nacido para proteger a su gente, poseedora de un poder protector como no se había visto por generaciones. Pero esta noche había fracasado en su deber, y ni siquiera los Susurradores la habían querido. Todo lo que le quedaba era unirse a sus padres. Deslizarse bajo esas aguas demasiado tranquilas. Era su destino.

No, pareció susurrar una voz desde su interior. No, no te he creado para esto…

Ella dudó. ¿Se había vuelto loca también?

“¡Ey!” dijo una voz detrás suyo. “Ey, ¿qué es esto?”

Una luz estridente e intrusiva surgió de la nada bañando la zona cercana a la ciénaga. Tacenda se giró para encontrarse con un anciano de pie en la puerta de la cabaña del cuidador. Portaba una linterna, y llevaba una barba desaliñada, gris en su mayoría, aunque sus brazos todavía poseían cierto tono y su porte era sólido. Rom había sido cazador de hombres lobo una vez, antes de venir a vivir al convento de las Cercanías.

“¿Señorita Tacenda?” dijo, para luego prácticamente tropezarse consigo mismo mientras intentaba acercarse a ella. “Tranquila. ¡Apártese de ahí, niña! ¿Qué sucede? ¿Por qué no está cantando en Verlase?”

“Yo…” Ver a alguien con vida la dejó aturdida. No estaba… ¿no estaba todo el mundo muerto? “Vinieron por nosotros, Rom. Los Susurradores…”

Él la apartó de la ciénaga, acercándola hacia la cabaña. Era un lugar seguro, protegido por las guardas de un clérigo. Por descontado, esas mismas guardas no había protegido esta noche a los aldeanos. Ella ya no sabía qué era y qué no era seguro.

Los clérigos del convento se quedaban aquí, en esta cabaña, vigilando por turnos. Hacía poco, habían intentado prohibir que la gente trajera ofrendas a la ciénaga. Los clérigos no se fiaban de la ciénaga y pensaban que las gentes de las Cercanías debían liberarse de su ancestral religión. Pero un extraño, incluso uno amable como Rom, jamás podría entenderlo. La ciénaga no era simplemente su religión. Estaba en su naturaleza.

“¿Qué sucede, niña?” preguntó Rom, acomodándola en un taburete dentro de la cabaña del cuidador. “¿Qué ha pasado?”

“Se han ido, Rom. Todos ellos. Los espectros que tomaron a mis padres, a mi hermana… vinieron en gran número. Se llevaron a todos.”

“¿A todos?” preguntó. “¿Qué hay de la hermana Gurdenvala, en la iglesia?”

Tacenda agitó su cabeza, sintiéndose torpe. “Los Susurradores traspasaron las guardas.” Levantó su cabeza para mirarle. “El Señor de la Mansión. Él estaba allí, Rom. Escuché sus pasos, su respiración. Él dirigía a los Susurradores y se llevó a todo el mundo, dejando nada más que ojos muertos y pieles frías…”

Rom quedó en silencio. Después, se apresuró a tomar una espada que se encontraba detrás del pequeño catre de la cabaña, y se la ciñó. “Tengo que ir al convento. Si el Señor de la Mansión realmente ha… Bueno, ella sabrá qué hacer. Vamos.”

Ella agitó su cabeza. Se sentía agotada. No.

Rom estiró de ella, pero ella permaneció sentada.

“Llamas del averno, niña.” dijo. Él miró en dirección a la puerta, hacia la ciénaga, y después entornó sus ojos. “Las plegarias sobre esta cabaña deberían protegerte de las peores cosas del bosque. Pero… si esos espectros llegaran a la iglesia…”

“De todas formas, los Susurradores no me quieren.”

“Mentente alejada de la ciénaga”, dijo. “Prométeme eso al menos”.

Ella asintió, sintiéndose atontada.

El anciano clérigo-guerrero inspiró un profundo aliento, y luego le dejó una vela encendida antes de levantar su linterna y adentrarse en la noche. El seguiría el camino, que le llevaría hacia Verlasen. Y luego ya vería.

Todo el mundo se había ido. Todo el mundo.

Tacenda estaba sentada, mirando hacia fuera, hacia la ciénaga. Y poco a poco, empezó a sentir algo nuevamente. Una calidez creciendo en su interior. Una furia.

No habría castigo para el Señor de la Mansión. Rom podría quejarse a la priora todo lo que quisiera, pero el Señor, el nuevo amo de la región, estaba más allá de toda condena. Los clérigos no tenían poder real sobre él. Gritarían un poco, pero no se atreverían a más, por miedo a ser exterminados. Las gentes de las dos aldeas gemelas de Verlasen mirarían hacia otro lado y seguirían adelante con sus vidas, con la esperanza de que el Señor estuviera satisfecho con aquellos a quienes ya había asesinado.

Los peligros del bosque eran una cosa, pero los verdaderos monstruos de esta tierra habían sido siempre los señores. Enarbolada por la furia, Tacenda empezó a rebuscar en la pequeña cabaña. Rom se había llevado la única arma de verdad, pero ella encontró un herrumbroso pica hielo dentro de la vieja heladera. Serviría. Apagó la vela, y luego salió fuera, hacia la luz de la luna.

La ciénaga murmuraba en aprobación cuando empezó a andar por el camino que llevaba a la mansión. Este era un ridículo acto de desafío, lo sabía. El Señor la mataría sin duda alguna. La torturaría, utilizaría su cadáver para algún horrible experimento, alimentando con su alma a sus demonios.

De todas formas, siguió adelante. No iba a arrojarse por sí misma a la ciénaga. No era su destino.

Al menos intentaría matar al Señor de la Mansión.


Publicada originalmente por Wizards of the Coast en su web.

Traducción de Tamara Tonetti (a.k.a. Ysondra)

CHILDREN OF THE NAMELESS
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www.MagicTheGathering.com
Written by Brandon Sanderson
Cover art by Chris Rahn

Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.

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