Odio los Dragones (versión extendida) – Capítulo 1
Brandon ha escrito muchos relatos que no se han publicado en castellano al no ser parte de ningún libro, y que él amablemente comparte en su web para que quien quiera pueda disfrutarlos, así que hoy os traemos un relato un poco distinto a los que hemos publicado en las semanas anteriores.
Existen dos versiones de esta historia, que nació como parte de un ejercicio de escritura propuesto por Brandon en el podcast Writing Excuses que graba cada semana junto a los también escritores Mary Robinette Kowal, y Dan Wells. La versión que vamos a publicar en estas semanas, cuyo primer capítulo podéis leer a continuación, es la extendida.
En esta historia nos encontramos con un mundo donde existe la magia, pero también los dragones, esos seres por los que Brandon tiene gran debilidad. Y bueno, donde existen dragones, suelen existir problemas, y suelen aparecer personas dispuestas a solucionarlos. En esta historia conocemos al joven Skip cuyo papel en esto de solucionar los problemas con los dragones no es nada envidiable, y a maese Johnston, un hombre sencillo, de pasado militar y hecho a sí mismo, cuyo nivel cultural dista un poco del de Skip, propietario de su propio negocio.
Esta es una historia sencilla, con toques de magia y humor, que nos hará asar un buen rato. Quizás en algún momento futuro, Brandon se anime a darle una forma final.
odio los dragones (versión extendida): CAPÍTULO UNO
un relato de brandon sanderson, publicado originalmente en su web
Esta es una versión un poco más extendida del ejercicio de escritura de diálogos que Brandon publicó en enero de 2011. Se colgó en el foro de Brandon en mayo de 2011 ya que por aquel entonces teníamos problemas con la web, pero ahora tiene un lugar más permanente.
CAPÍTULO UNO
—¿Maese Johnston?
—¿Sí, Skip?
—Me preguntaba si tal vez fuera posible revisar mi situación laboral.
—¿Cómo? ¿Ahora? Muchacho, este no es el momento.
—Esto… Lo siento, sire. Pero diría que este es, precisamente, el momento adecuado. Y, lo lamento, pero no pienso moverme hasta que lo hayamos hecho.
—Está bien. Está bien. Al grano, pues.
—Bien, maese Johnston, como sabréis, estamos aquí para matar al dragón, sire.
—Así es. Ese es nuestro trabajo. Cazadores de dragones. ¡Lo pone en nuestra condenada chaqueta, muchacho!
—Veréis, sire, técnicamente usted y el resto de muchacho son los cazadores.
—Pero tú eres una parte importante, Skip. Sin ti, ¡el dragón tampoco no vendría jamás!
—Creo que queréis decir «no vendría jamás», sire. Y, bueno, se trata de mi parte. Entiendo que es importante para usted tener alguien que atraiga al dragón.
—No puede pescarse sin cebo.
—«No se puede pescar sin cebo», sire. Y es lo que habéis dicho. Con todo, no puedo dejar de pensar en un detalle sobre mi papel en la cacería. Soy, como bien habéis indicado, el cebo.
—¿Ajá?
—Y tengo la impresión de que eventualmente, si usáis el cebo demasiado a menudo…
—¿Sí?
—Bueno, sire, eventualmente el cebo acaba devorado. Sire.
—Ah.
—Ahora veis mi preocupación.
—Ya hace un año que te dedicas a esto, y no te se ha comido jamás nada.
—Esa frase ha sido deplorable, sire.
—¿Qué tienen que ver las mates con eto?
—Estáis pensando en «divisible», sire. Pero en cualquier caso, sí, he sobrevivido un año. Solo que he estado pensando.
—Una costumbre peligrosa, esa.
—Me temo que es crónico. He estado pensando en la cantidad de veces en las que casi hemos fallado. He estado pensando en que, con el tiempo, usted y los muchachos serán incapaces de abatir al dragón lo suficientemente rápido. Pienso en la cantidad de reptiles bicúspidos que hemos visto en los últimos meses.
—Yo mismo he renegado más un par de veces.
—Así que…
—Está bien, muchacho. Veo a qué te refieres. Dos por ciento, y no hay más que hablar.
—¿Un aumento?
—Por supuesto. Un dos por ciento es bastante dinero, hijo. Cuando yo tenía tu edad, hubiera muerto por un aumento del dos por ciento.
—Preferiría no tener que morir por él, sire.
—Tres por ciento, pues.
—Me pagáis en comida, sire. No recibo nada de dinero.
—Ah. Se me olvidaba que eres uno de los listos. Muy bien. Cuatro por ciento.
—Sire, podrías duplicarlo, y seguiría sin marcar ningún tipo de diferencia.
—¡No seas tan arrogante! ¿El doble? ¿Acaso piensas que soy techo de monedas?
—La frase sería «estoy hecho de», sire.
—¿Eh? Es lo que he dicho. Cómo…
—No os preocupéis. Veréis, sire, no se trata de dinero.
—¿Quieres más comida?
—No. Veréis, esto…
—¡Suéltalo ya! ¡Ese dragón no va a matarse a sí mismo!
—Técnicamente, los dragones, al ser seres inteligentes, podrían tener el mismo porcentaje de suicidios que otras criaturas inteligentes. Así que, tal vez, este se mate a sí mismo. En cualquier caso, es estadísticamente posible. Pero no estamos debatiendo eso. Veréis, sire, creo que preferiría cambiar mi participación en las cacerías.
—¿Haciendo qué, exactamente?
—Me gustaría ser un cazador, sire. Ya sabéis. ¿Sostener el arpón? ¿Disparar una ballesta? Tampoco me molestaría recargar la de otros cazadores hasta que me habitúe.
—No seas bobo. ¡No podrías hacer eso estando en mitad del campo, siendo el cebo!
—No me refería a hacerlo mientras fuera el cebo. Me refiero a que preferiría hacer eso en vez de ser el cebo. Sire.
Ambos seguían agazapados tras una formación rocosa que a Skip incómodamente le recordaba a dientes. El dragón batió sus alas en el aire. Era, tal y como Maese Johnston había comentado, un «tipo enorme». Lo que lo dejaba más o menos en unos 10 metros de largo, con una envergadura tremenda.
En sus meses con Las Lanzas de Johnston, Cazadores de Dragones, Skip había aprendido a identificar varios tipos de dragones. Este era un Grummager, que se distinguía por el tono ennegrecido de sus escamas que brillaban con vivos colores al reflejarse el sol en ellas, así como por el patrón de la piel de sus alas, que recordaba más a una telaraña.
El dragón poseía un robusto y grueso cuello, y daba la impresión de poder engullir a Skip de una sentada.
Maese Johnston era un tipo de cintura ancha, con un poblado bigote rojo, y que lucía sobre su cabeza una gorra del ejército en el que había servido años atrás. Cargaba su ballesta de flechas gruesas al hombro, y estudiaba a Skip con expresión pensativa. En su caso, aquello implicaba un montón de ojos entrecerrados, cejas fruncidas, y un párpado que se movía espasmódicamente. Forzar a Maese Johnston a pensar era como intentar poner en marcha una bomba que no se había empleado por décadas. Posiblemente consiguieras ponerla en marcha, pero al principio iba a soltar bastante porquería.
—Veo que eres uno de los listos, hijo —dijo maese Johnston.
—Gracias.
—Cinco por ciento.
Skip suspiró. Su ropa, chaqueta, camisa, pantalones, toda de un tejido regio pero muy usada, chorreaba agua de rosas. Se la habían por encima con anterioridad para disimular su olor.
—Muchacho —dijo Johnston, acercándose—. Hablaremos de esto más tarde. Lo prometo. Pero ahora mismo, hay un lagarto en el cielo y una ballesta en mi hombro. No puedo prestar atención a las distracciones. ¿Cansao de ser el cebo? Bueno, veremos si puedo encontrar a otra persona más tarde.
»Pero chico, en todos mis años, jamás he encontrado a nadie como tú. Eres una súper estrella, y tienes verdadero talento. Es lo que la Gran Roca ta dao.
Maese Johnston, como la mayoría de los wingosianos, adoraba a Lusia, la diosa de la luna. Los científicos habían explicado hacía poco que, gracias al uso de la magia y telescopios combinados, habían determinado que la luna era simplemente una gran roca que se sostenía en el cielo gracias a la gravedad. Al ser gentes pragmáticas, los wingosianos habían adaptado su sistema de creencias para dar cabida a esa idea.
Maese Johnston se acercó, reposando un dedo carnoso sobre el hombro de Skip.
—Eres especial. Sería una lástima echar eso a perder, hijo. Haz aquello para lo que fuiste creado. Alcanza las estrellas.
—Las estrellas son bolas de gas gigantescas, que queman muy lejos.
—¿Ah sí?
—Sí. Intentar alcanzarlas, aún si fuera posible, sería como quemarse la mano. Sire.
—Lo increíble.
—Qué increíble.
—Eso he dicho. En cualquier caso, hijo, tienes que explorar tus talentos.
—Mi talento es ser devorado por dragones, sire. Diría que eso, más que explorar, es vivir la experiencia. Una vez. De un modo macabro, doloroso y abruptamente definitivo.
—¡Ese es el espíritu! ¡Vamos a ello! La hechicera está esperando a que finiquitemos este, y no sería sensato hacer esperar a una hechicera.
Skip suspiró mientras maese Johnston hacía señas a los demás para que continuaran con sus preparativos. Cerca, Rimbor, un enjuto cazador de dragones que llevaba el pelo largo recogido en una coleta, estaba acuclillado con un gran cubo de agua. Skip tendría que quitarse su chaqueta empapada en agua de rosas, para ser bañado en agua, y luego merodear a terreno descubierto ante las rocas. Eso captaría la atención del dragón.
Su propia esencia sería suficiente. La mayoría de integrantes del Sexto Rostro poseía talentos especiales, como medio para sobrevivir en una tierra mágica como esa. La magia es como la mala gramática: adóptala durante demasiado tiempo, y se te quedará pegada. La gente los llamaba trucos, y una persona solía tener unos pocos. Eran las cosas más sencillas. Skip tenía tres, pero la gente únicamente parecía prestar atención al primero.
Skip olía de maravilla para los dragones.
De hecho, lo encontraban irresistible. Era como hierba gatera para reptiles enormes y asesinos. Era olisquearle una vez y volverse completamente locos, capturando su atención por completo. La gente solía quedar bastante impresionada por esta habilidad. O, al menos, impresionada de que Skip hubiera sobrevivido tanto como había hecho, poseyéndola.
—Muy bien, pues —dijo Rimbor, alzando su cubo—. ¿Listo?
Skip suspiró, quitándose la chaqueta.
—Claro.
Rimbor le bañó en agua, eliminando el restante olor a rosas. Y entonces, Skip salió corriendo disparado hacia la rocosa superficie en campo abierto, delimitado por las piedras.