Nacidos de la Bruma VII – El Metal Perdido: Capítulos 1 y 2
Hace unos días, Brandon compartió en su canal de YouTube la lectura que hizo el año pasado durante la primera edición de la Dragonsteel Minicon, algo que viene siendo ya toda una tradición con cada nuevo lanzamiento de un libro en Estados Unidos. En esta ocasión, los asistentes pudieron en primicia disfrutar del primer capítulo y parte del segundo de El Metal Perdido, el esperadísimo cierre de Nacidos de la Bruma Era 2, también conocido como la saga de Wax & Wayne, que se publicará en inglés el 15 de noviembre de este año.
Como siempre, compartimos con vosotros la traducción de este avance, hecha por Manu Viciano, y os animamos a leer el prólogo antes de estos capítulos como recordatorio.
avance de nacidos de la bruma VII, el metal perdido: CAPS. 1 & 2. traducción de manu viciano.
leído por brandon durante la DRAGONSTEEL MINICON, EL 22 de noviembre DE 2021
Capítulo 1
Marasi no había estado nunca en una alcantarilla, pero la experiencia era exactamente tan horrenda como la había imaginado. Por supuesto, el hedor resultaba casi insoportable. Pero era incluso peor que de vez en cuando las botas le resbalaran durante un instante de infarto, amenazando con precipitarla al «fango» de abajo.
Sería malo, pero al menos manejable, si aquel lugar fuese resbaladizo de manera consistente. Los deslizamientos aleatorios eran mucho más espantosos. Por lo menos Marasi había sido previsora y ese día llevaba el uniforme con pantalones, además de resistentes botas de cuero hasta las rodillas. Nada de eso la protegía del olor, de la sensación ni, por desgracia, del sonido. Con cada paso que daba, mapa en una mano y fusil en la otra, las botas se liberaban del suelo con un sorbido de proporciones míticas. Sería el peor sonido del mundo si no lo superaran las quejas de Wayne.
—Wax nunca me trajo a una herrumbrosa cloaca —murmuró al lado de Marasi.
—¿Hay cloacas en los Áridos?
—Bueno, no —reconoció él—. Los pastos huelen casi igual de mal y sí que me hacía cruzarlos. Pero Marasi, al menos no había arañas.
—Seguro que sí —dijo ella, acercando el mapa a la lámpara de Wayne para interpretarlo—. Solo que no os dabais cuenta.
—Será eso —rezongó él—, pero es mucho peor si ves las telarañas. Y además, aquí tenemos… bueno, el agua de cloaca propiamente dicha.
Marasi señaló con la cabeza hacia un túnel lateral y echaron a andar en esa dirección.
—¿Quieres hablar de ello?
—¿De qué? —replicó él con voz brusca.
—Del humor que traes.
—A mi herrumbroso humor no le pasa nada —dijo él—. Es justo el humor que uno tiene cuando su compañera lo obliga a meter la parte delantera en un montón de pringue que sale por la de atrás.
—¿Y la semana pasada? —insistió Marasi—. ¿Cuando investigábamos una perfumería?
—Herrumbrosos perfumeros —dijo Wayne, entornando los ojos—. Nunca se sabe lo que esconden con esos olores tan repipis. No te puedes fiar de un hombre que no huele como debería.
—¿A sudor y bebida?
—A sudor y bebida barata.
—Wayne, ¿cómo puedes quejarte de que alguien se dé aires? Tú te pones una personalidad distinta cada vez que cambias de sombrero.
—¿Mi olor cambia?
—Supongo que no.
—Discusión ganada. Mi argumento no tiene ni el menor fallo, así que fin de la conversación. —Se miraron—. Debería hacerme con unos pocos perfumes, ¿no? —dijo Wayne—. Alguien podría descubrir que voy disfrazado si siempre huelo a sudor y bebida barata.
—No tienes remedio.
—Lo que no tiene remedio —repuso él— son mis pobres zapatos.
—Haberte puesto botas, como te sugerí.
—No tengo botas —dijo Wayne—. Me las robó Wax.
—¿Wax te robó las botas? ¿En serio?
—Bueno, las tiene en su armario —respondió él—, en lugar de tres pares de sus zapatos más caros, que terminaron en mi armario no sé cómo, por pura casualidad. —Le lanzó una mirada—. Fue un trato justo, ¿eh?, que esas botas me gustaban.
Marasi conservó el equilibrio por los pelos tras otro resbalón. Por todos los herrumbrosos infiernos, como se cayera, Wayne no dejaría de comentarlo en la vida. Pero lo cierto era que aquel parecía el mejor camino. La construcción de túneles para trenes subterráneos, llamados los Túneles sin más, estaba en marcha por toda la ciudad, y solo dos días antes un demoledor había presentado un informe advirtiendo de que prefería no hacer estallar la siguiente sección.
Al parecer, las lecturas sísmicas les habían indicado que estaban cerca de algún tipo de caverna. Aquella zona por debajo de Elendel estaba salpicada de cuevas antiguas, y el sismógrafo había sugerido al demoledor que por allí cerca había una desconocida. Justo en el mismo sector donde un grupo de matones de una banda local no dejaban de esfumarse y reaparecer, casi como si dispusieran de un acceso oculto a una guarida ignota e inadvertida.
Marasi consultó de nuevo el mapa, marcado con anotaciones de la construcción y donde estaba señalada una rareza cercana en la que habían reparado los obreros de las alcantarillas años atrás pero que nunca se había investigado.
—Creo que MeLaan va a dejarme —dijo Wayne en voz baja—. A lo mejor es por eso que mi ánimo general muestra una negatividad tan poco característica en los últimos tiempos.
—¿Por qué crees que va a hacerlo?
—Porque me dijo: «Wayne, lo más seguro es que tenga que dejarte dentro de unas semanas».
—Vaya, qué educado por su parte.
—Creo que el jefazo la envía a un trabajo nuevo o algo así —dijo Wayne—. Pero no está bien que la cosa vaya tan lenta. Esa no es manera de romper con alguien.
—¿Y cómo debe hacerse?
—Tirándole algo a la cabeza —respondió Wayne—, vendiendo sus cosas y diciendo a sus amigos que es tonto del culo.
—Veo que has tenido unas relaciones interesantes.
—Qué va, sobre todo malas —dijo él—. Pregunté a Jamie Walls qué pensaba que debía hacer. Tú la conoces, está casi todas las noches en la taberna.
—Sí que… la conozco —dijo Marasi—. Es una… mujer de mala reputación.
—¿Cómo? —exclamó Wayne—. ¿Quién va por ahí diciendo esas chorradas? ¡Jamie tiene una reputación estupenda! De todas las rameras del edificio, es quien hace las mejores…
—No me hace falta oír el final de esa frase, gracias.
—Mala reputación —rio él—. Voy a contarle a Jamie lo que has dicho de ella, Marasi. Le costó mucho ganarse su reputación. ¡Por eso cobra cuatro veces lo que las demás! ¡Mala reputación, dice!
—¿Y qué te aconsejó?
—Bueno, me dijo que MeLaan solo quería que me implicara más en la relación —respondió Wayne—, pero yo creo que en este caso no acertó, porque MeLaan no se anda con tonterías. Cuando quiere decir algo, lo dice. Así que… es lo que hay.
—Lo siento, Wayne —dijo Marasi, cogiéndolo del brazo.
—Ya sabía que no podía durar. ¡Herrumbre, es que lo sabía! ¿Cuántos años debe de tener, como unos mil?
—Más o menos la mitad —respondió Marasi.
—¡Y yo no tengo ni cuarenta! Diría que son más bien dieciséis, teniendo en cuenta mi físico ágil y juvenil.
—Y tu sentido del humor.
—¡Exacto! —exclamó él, y entonces suspiró—. Llevo una temporada mala, con Wax yendo de sofisticado desde hace unos años y MeLaan desapareciendo meses seguidos. Me da la sensación de que nadie me quiere cerca. A lo mejor mi sitio está en la alcantarilla, ¿no crees?
—No lo está —dijo ella—. Eres el mejor compañero que he tenido jamás.
—Y el único.
—¿Cómo que el único? —replicó Marasi—. ¿Gorglan no cuenta?
—No, porque no es humano. Tengo papeles que demuestran que es una jirafa disfrazada. —A pesar de todo, Wayne sonrió—. Pero gracias por preguntar, y por preocuparte.
Marasi asintió y abrió de nuevo la marcha.
Al imaginar su vida como experta detective y agente de la ley, no había visualizado aquella parte. Pero al menos el olor iba mejorando, o quizá era que ella empezaba a acostumbrarse. O que las entrañas de su nariz estaban muriendo. Aun así, fue muy gratificante encontrar, en el lugar exacto marcado en el mapa, una antigua puerta metálica incrustada en la pared de la alcantarilla.
Pidió a Wayne que levantara la lámpara, y no le hizo falta el ojo aguzado de una detective para darse cuenta de que habían usado la puerta hacía poco. Raspones plateados saliendo de los lados del marco, el pomo libre de la omnipresente mugre y las telarañas.
—Bien hecho —dijo Wayne, acercándose e inclinándose junto a ella—. Un detectivismo de primera clase, Marasi, a pesar de las cloacas. ¿Cuántos viejos sondeos e informes de edificación has tenido que leerte para encontrar esto?
—Demasiados —respondió ella—. Si hubiera sabido lo mucho que mi trabajo dependería de buscar en la biblioteca de documentos…
—Esa parte no la cuentan en las historias que escriben sobre nosotros —dijo Wayne—. Toda la investigación.
—¿Hacíais estas cosas en los Áridos?
—Bueno, era la versión de los Áridos —dijo Wayne—. Solía ser más bien aguantar a un tipo bocabajo en un abrevadero hasta que «recordaba» qué vieja escritura de prospección había afanado. Pero era la misma idea, en realidad, solo que con más palabrotas.
Marasi le pasó su fusil y estudió la puerta. A Wayne no le gustaba que Marasi resaltara el hecho de que ya podía sostener armas de fuego sin que le temblase el pulso. Nunca lo había visto dispararlas, pero decía que podría hacerlo si era necesario. De verdad estaba mejorando.
Llevaban trabajando juntos casi seis años ya, desde que Wax se retirara después del incidente relacionado con los Brazales de Duelo. Wayne era alguacil oficial, no un ciudadano haciendo sus funciones en una extraña situación apenas legal. Hasta se ponía uniforme de vez en cuando.
A ver, la puerta. Estaba cerrada a cal y canto, por supuesto, y no había cerradura en el lado de Marasi. Pero todo apuntaba a que la gente a la que perseguía también la había encontrado cerrada, ya que había marcas en el metal a un lado. Al fijarse, descubrió un hueco justo lo bastante ancho para deslizar algo entre la puerta y el marco.
—Necesito algo afilado para abrirla —dijo.
—Usa mi agudo ingenio.
—Por desgracia —repuso ella—, no eres el trasto que necesito ahora mismo, Wayne.
—¡Ja! —exclamó él—. Esa me ha gustado.
Wayne le pasó un cuchillo del macuto, donde llevaban material como cuerda y sus metales, por si se enfrentaban a algún alomante. Pero aquellos matones de banda callejera no deberían poder acceder a esas cosas. Ofrecían los típicos servicios obligatorios de protección a los tenderos de la zona. Sin embargo, Marasi tenía informes que la hacían recelar. Estaba cada vez más convencida de que a la banda la financiaba el Grupo y, si los atrapaba, quizá por fin la llevaran a las respuestas que había pasado años persiguiendo.
Moviendo el cuchillo, logró levantar el pestillo que mantenía cerrada la puerta desde el otro lado. El pasador cayó al suelo con un leve tintineo y Marasi abrió poco a poco la puerta, que reveló un túnel descendente e irregular tallado en la piedra. Uno de los muchos que existían en aquella zona, procedentes de los tiempos antiguos antes del Catacendro, de una época de mitos y héroes, de lluvias de ceniza y tiranos. Pasó al otro lado con Wayne y volvieron a colocar el pestillo para dejar la puerta como la habían encontrado. Atenuaron la luz de la lámpara por precaución y se internaron en las profundidades.
Capítulo 2
—¿Pañuelo? —preguntó Steris, leyendo de la lista.
—Anudado y sujeto con alfileres —dijo Wax, ciñéndoselo.
—¿Zapatos?
—Abrillantados.
—¿Prueba número uno?
Wax lanzó un medallón de plata al aire y lo atrapó.
—¿Prueba número dos? —preguntó Steris, haciendo una marca en su lista.
Él sacó un pequeño fajo de papeles doblados del bolsillo.
—Aquí mismo.
—¿Prueba número tres?
Wax echó mano a su otro bolsillo, se detuvo y miró alrededor por el pequeño despacho, su despacho de senador en la Casa de Procesos. La había dejado…
—¡En la mesa de casa! —exclamó, dándose una palmada en la frente.
—He traído copia —dijo Steris, buscando en su bolso.
Wax sonrió.
—Por supuesto que sí.
—Dos copias, en realidad.
Le pasó unos papeles doblados, que Wax se guardó en el otro bolsillo del gabán. Steris consultó su lista de nuevo.
El pequeño Maxillium llegó junto a su madre, con el semblante muy serio al repasar su propia lista, compuesta de poco más que garabatos. A los cinco años se sabía las letras, pero prefería inventárselas.
—Dibujo de perro —dijo Max, como si leyera el papel.
—Me vendría bien tenerlo —respondió Wax—. Muy útil.
Max se lo entregó con toda solemnidad antes de decir:
—Dibujo de gato.
—También me hará falta.
—No me salen bien —dijo Max pasándole otro papel—, así que parece una ardilla.
Wax abrazó a su hijo antes de doblar los papeles con cuidado y guardárselos con los otros. La hermanita de Max, Tindwyl —a Steris le gustaban los nombres tradicionales—, balbuceaba en el rincón atendida por la niñera, Kath.
Por último, Steris entregó a Wax sus pistolas, una tras otra. Ranette se las había diseñado con cañón largo y aspecto amenazador, pero llevaban doble seguro y estaban descargadas. Ya hacía tiempo que Wax no tenía que disparar a nadie, pero seguía aprovechando bien su reputación como el senador vigilante de la ley en los Áridos. La gente de ciudad, y en particular los políticos, tendían a sentirse intimidados por los revólveres. Preferían matar con armas más modernas, como la pobreza y la desesperación.
—¿En la lista viene un beso de mi esposa? —preguntó Wax.
—La verdad es que no —dijo ella, sorprendida.
—Qué descuido más raro. —Wax le dio un beso, que prolongó un poco antes de apartarse—. Deberías ser tú quien subiera hoy a la tribuna, Steris. Has trabajado más que yo preparando todo esto.
—Tú eres el señor de la casa.
—Podría designarte como representante para hablar en nuestro nombre.
—No, por favor —dijo ella—. Ya sabes cómo soy con la gente.
—Eres muy buena con la gente adecuada.
—¿Y los políticos son adecuados para algo?
—Espero que sí —dijo él, alisándose el chaleco y volviéndose hacia la puerta—. Porque ahora soy uno de ellos.
Salió de su despacho y recorrió el breve trecho que lo separaba de la cámara del senado. Steris subiría a mirar desde su asiento en el palco de invitados. A esas alturas, todo el mundo sabía lo quisquillosa que era con ocupar siempre el mismo. Wax entró en la espaciosa cámara, ajetreada con los senadores regresando de un breve receso.
No se dirigió a su escaño. Llevaban unos días debatiendo el proyecto de ley y le correspondía a él la última intervención. Wax la había situado justo después del descanso, con la esperanza de que así sus argumentos se recibirían mejor y le darían una última oportunidad de impedir una decisión desastrosa.
Le había costado muchos favores y promesas conseguir ese puesto en el debate, y no pocos de sus enemigos políticos estaban molestos con que lo hubiera logrado.
Se quedó a un lado de la tribuna de oradores cerca del centro, esperando a que los demás se sentaran, con una mano en la pistolera, intimidante. En los Áridos se aprendía a impresionar con la postura cuando se interrogaba a los prisioneros, y Wax no dejaba de sorprenderse de cuántas de aquellas habilidades funcionaban igual de bien en el senado.
El gobernador Varlance ni siquiera lo miró. Se limitó a ajustarse el pañuelo en el cuello y comprobar los polvos de la cara. Por algún motivo inescrutable, se había puesto de moda la piel pálida, casi fantasmagórica. Varlance dejó sus insignias en la mesa una tras otra, como de costumbre, haciendo esperar a todo el mundo.
«Herrumbres, cómo echo de menos a Aradel», pensó Wax. Tener a un gobernador competente para variar había sido toda una novedad. Era como probar la comida de hotel y que no fuera espantosa. O como pasar un rato con Wayne y luego descubrir que aún tenías el reloj de bolsillo.
Pero el puesto de gobernador era de los que masticaban y escupían a la buena gente, a quienes intentaban llegar al fondo del asunto. Era el tipo de trabajo por cuya superficie flotaban felices los mediocres. Aradel había dimitido dos años antes, y tenía cierto sentido que el nuevo gobernador electo fuese militar, considerando las tensiones que había con los malwish. Aun así, Wax se preguntaba de dónde habría sacado Varlance todas esas medallas. Que él supiera, el ejército no había entrado en combate. ¿Serían quizá medallas al mérito por el brillo de su calzado?
Varlance por fin hizo un gesto con la cabeza a su vicegobernadora, terrisana, por supuesto. La mujer tenía el cabello rizado y oscuro y vestía una túnica tradicional. A Wax le sonaba haberla conocido en la Aldea, pero quizá estuviera confundiéndola con su hermana y nunca había sabido cómo preguntárselo. En todo caso, siempre quedaba bien tener a terrisanos entre el personal, así que casi todos los gobernadores elegían a alguno. Los hacía parecer respetables. Casi como si los terrisanos fueran otra medalla que lucir.
Adathwyn se levantó y se dirigió a la cámara.
—El gobernador concede la palabra al senador de la Casa Ladrian.
Aunque Wax llevaba ya un tiempo esperando, en actitud amenazadora y demás, subió con parsimonia a la tribuna, iluminada desde arriba por un enorme foco eléctrico. Era curioso lo habituales que se habían vuelto esos aparatos. Si Wax entraba en una habitación y no encontraba un interruptor para la luz en la pared, pasaba un tiempo vergonzosamente largo buscándolo antes de recordar que algunos edificios todavía no estaban cableados.
Dio una lenta vuelta completa, estudiando la cámara circular. La luz del foco era lo bastante tenue para permitirle distinguir las caras a su alrededor. A un lado se sentaban los cargos electos, senadores que representaban a un gremio, oficio o grupo histórico. En el otro estaban los lores, senadores que ostentaban su puesto por derecho de nacimiento. El sistema de gremios dejaba a muchísima gente sin representación: según estimaba Marasi, hasta un veinte por ciento de la población trabajaba en empleos sin escaño en el senado. En teoría los lores compensaban ese déficit al hablar en nombre de todos los habitantes de su zona asignada de la ciudad, pero ¿en qué momento se había preocupado algún noble por los mendigos? Quizá en tiempos del Último Emperador y poco después, pero la gente ya no era así. Era mezquina y corta de miras.
—Este proyecto de ley —proclamó Wax, en una voz alta y firme que resonó por toda la cámara— es una soberana estupidez.
En otros tiempos, al principio de su carrera política, hablar tan a bocajarro le había granjeado como mucho la ira de los presentes. En esos momentos vio que muchos senadores sonreían. Esperaban de él esa franqueza. Parecía que a muchos hasta les gustaba, como si supieran cuántos problemas tenía la ciudad y se alegrasen de que alguien estuviera dispuesto a señalarlos saltándose los buenos modales y las necesidades políticas.
—Nunca hemos tenido tanta tensión con los malwish —dijo Wax—. Este es el momento de que la Cuenca entera se mantenga unida, no de sembrar la discordia entre nosotros y quienes deberían ser nuestros aliados más firmes.
—Y lo que busca este proyecto de ley es la unidad —replicó una voz. Era el senador de los estibadores, Maelstrom, a grandes rasgos un títere de las Casas Hasting y Erikell, que llevaban mucho tiempo siendo un doloroso clavo en el costado de Wax—. Necesitamos un líder oficial de toda la Cuenca.
—En eso estoy de acuerdo —dijo Wax—. Pero ¿cómo va a unir a la gente que asignemos ese puesto al gobernador de Elendel, un cargo que no vota nadie de fuera de la ciudad, Maelstrom?
—Les dará alguien a quien admirar, ¡un líder fuerte y capaz!
«¿Y esto es un líder fuerte y capaz? —pensó Wax mirando a Varlance—. Agradezcamos que preste atención a estas sesiones, en vez de pasarse el día consultando su agenda de apariciones públicas.» Durante el año que llevaba en el cargo, Varlance había inaugurado diecisiete parques a lo largo y ancho de la ciudad. Le gustaban las flores.
Wax no dijo nada al respecto. Steris le había advertido que no se enemistara con el gobernador. Una cosa era ser sincero y otra muy distinta ser tonto. Wax se pasaba el día haciendo equilibrios en la cuerda floja que las separaba. Así que se ciñó al plan, sacó su medallón y lo lanzó al aire hacia arriba.
—Hace seis años —dijo— tuve una pequeña aventura. Todos están al tanto de ella. Encontré una aeronave malwish derribada, de cuyos secretos intentaban apoderarse las ciudades exteriores para usarlos contra Elendel. Detuve esa conspiración y traje aquí los Brazales de Duelo para guardarlos en un lugar seguro.
—¡Y casi provocó una guerra! —murmuró alguien al fondo de la cámara.
—¿Habría preferido usted que dejara seguir adelante la conspiración? —replicó Wax. Al no obtener respuesta, volvió a lanzar al aire el medallón y lo atrapó—. Reto a cualquiera de esta cámara a poner en duda mi lealtad a Elendel. Podemos librar un pequeño duelo cuando quieran. Hasta dejaré que disparen primero.
Se hizo el silencio. Eso sí que era algo que se había ganado. A muchos de los presentes en la cámara no les caía bien Wax, pero sí parecían respetarlo, y sabían que no era un agente de las ciudades exteriores. Lanzó el medallón y le dio un empujón de acero hacia arriba, hasta el elevado techo de la cámara. Lo atrapó de nuevo cuando descendió cayendo a plomo, destellando a la luz del foco. Mientras lo hacía, se aseguró de estar mirando a la almirante Jons, actual embajadora de la nación de Malwish. Ocupaba un asiento especial en el senado, entre los que se asignaban a los alcaldes de las otras ciudades cuando visitaban Elendel. No había ninguno presente en ese debate, evidenciando a las claras que consideraban ridículo incluso votar aquella propuesta.
—Sé mejor que nadie la posición en la que estamos —dijo Wax, dando la vuelta al medallón en la mano—. Ustedes quieren hacer una demostración de fuerza a las ciudades exteriores, demostrarles que deben cumplir nuestras normas. Así que presentan este proyecto de ley, que elevaría a nuestro gobernador al cargo de presidente de toda la Cuenca. Pero no están teniendo en cuenta el motivo por el que, fuera de Elendel, todo el mundo está tan cabreado con nosotros. Los gobernantes que actúan a mala fe en algunas ciudades exteriores no habrían llegado tan lejos sin apoyo popular, si el ciudadano de a pie que vive fuera de Elendel no nos odiara tanto por nuestra política comercial y nuestra arrogancia generalizada. Esta ley no los apaciguará. No es una demostración de fuerza. Es una maniobra pensada con el objetivo explícito de enfurecerlos. Aprobar esta ley sería como exigir la guerra contra las ciudades exteriores.
Dejó que los senadores lo asimilaran. Todos lo sabían ya.
Pero procuraban no pensar en ello.
Tenían tanta necesidad de aparentar fuerza que, si nadie lo impedía, se forzarían a sí mismos a entrar en guerra, sin darse cuenta de que eso era justo lo que querían sus enemigos. Una excusa para rebelarse, una justificación para batallar.
Wax sacó el fajo de papeles del bolsillo izquierdo. Lo sostuvo en algo y empezó a dar la vuelta sobre sí mismo mientras hablaba.
—Tengo aquí sesenta cartas enviadas por políticos de las ciudades exteriores. Son personas razonables, dispuestas a negociar con Elendel, incluso ansiosas por hacerlo, pero tienen miedo, están preocupadas por lo que hará su gente si seguimos imponiéndoles medidas tiránicas e imperialistas. Temen que haya una guerra. Mi propuesta es que no aprobemos esta ley absurda y trabajemos en algo mejor, algo que de verdad pueda favorecer la paz y la unidad. Una especie de asamblea nacional en la que estén representadas todas las ciudades exteriores y que sea la encargada de elegir un cargo presidencial.
Wax esperaba abucheos, y en efecto recibió algunos. Pero la mayoría de la cámara guardó silencio y se lo quedó mirando mientras sostenía en alto las cartas. Tenían miedo a lo que estaba proponiendo. Miedo a permitir que el poder abandonara la capital. Miedo a que las particularidades políticas de las ciudades exteriores cambiaran la manera de hacer las cosas. En ese aspecto eran unos cobardes, y para colmo estaban siguiéndole el juego al Grupo, una organización clandestina entre cuyos altos mandos se contaban la hermana y el difunto tío de Wax, que llevaban años manejando los hilos.
El Grupo seguía activo en alguna parte. Quizá hasta tuvieran agentes infiltrados entre los senadores. Buscaban la guerra por encima de todo, aunque Wax no sabía muy bien por qué, ni siquiera después de tanto tiempo. Era un medio para obtener poder, sin duda, pero también había algo más. Las órdenes de alguien, o algo, conocido como Trell.
Por desgracia, Wax no podía basar sus argumentos en una organización que casi todo el mundo seguía sin creer que existiera. Siguió girando despacio, sin bajar las cartas, y sintió una punzada de alarma cuando dio la espalda a Maelstrom. «Va a disparar», le dijeron sus instintos.
—Con el debido respeto —intervino el senador Maelstrom—, usted es padre desde hace poco y salta a la vista que no sabe cómo deben educarse los niños. No se puede ceder a las exigencias infantiles. Hay que mantenerse firme, sabiendo que las decisiones que se toman son las mejores para ellos y que en algún momento entrarán en razón. Lo que un padre es para su hijo, Elendel es para las ciudades exteriores.
«En toda la espalda», pensó Wax mientras se volvía hacia él. Era curioso lo bien que funcionaban esos instintos en un lugar como aquel. Wax no contraatacó de inmediato. En una situación como aquella, había que apuntar bien antes de devolver el fuego. El caso es que ya había defendido muchas veces los argumentos que acababa de exponer, sobre todo en privado, discutiendo con muchos de los senadores presentes. Estaba haciendo avances, pero le faltaba tiempo. Después de recibir esas cartas y de haberlas mostrado a la cámara, necesitaría volver a hablar con cada senador indeciso y compartir las palabras, compartir las ideas, convencerlos. Tenía la sensación visceral de que, si el proyecto de ley se votaba ese mismo día, iban a aprobarlo. Y por tanto, no había subido a la tribuna para repetir los mismos razonamientos. Había subido con una bala cargada en la recámara, lista para disparar.
Volvió a doblar las cartas y se las guardó de nuevo con cuidado. Entonces sacó el fajo más fino, las dos hojas que llevaba en el otro bolsillo, las copias que había hecho Steris por si Wax las olvidaba. Lo más probable era que también hubiera sacado copias del primer fajo. Y de otras siete cosas que sabía que en realidad Wax no iba a necesitar, pero que se quedaría más tranquilla llevando en el bolso, por si acaso.
Herrumbres, era una mujer encantadora.
Wax levantó los folios y fingió buscar la mejor luz para leerlos en voz alta.
—«Querido Maelstrom, nos complace su disposición a actuar con lógica y seguir defendiendo la supremacía comercial de Elendel en la Cuenca. Nos hará ricos a todos, y le prometemos la mitad del uno por ciento sobre los ingresos de nuestras transacciones durante los próximos tres años, a cambio de su apoyo explícito a esta propuesta de ley y su posterior voto a favor. Atentamente, las Casas Hasting y Erikell.»
El caos se apoderó de la cámara, por supuesto. Wax se apoyó en la barandilla y rodeó la pistolera con el pulgar, esperando a que las voces indignadas remitieran a su debido tiempo. Miró a Maelstrom a los ojos y el hombre se hundió en su escaño. Con un poco de suerte, habría aprendido una lección importante: nunca hay que dejar pruebas documentales que demuestren que uno es corrupto cuando su adversario político es un detective bien entrenado.
Herrumbroso idiota.
Tamara Eléa Tonetti Buono
Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.