Nacidos de la Bruma VII – El Metal Perdido: Prólogo

El pasado fin de semana, durante la JordanCon, la convención anual de fans de Robert Jordan, Brandon leyó el prólogo del Metal Perdido, que hoy os traemos gracias a Nova y Manu Viciano. esperamos que lo disfrutéis, y que sirva de muestra de lo que nos espera cuando por fin tengamos este libro en las manos.

avance de nacidos de la bruma VII, el metal perdido: prólogo. traducción de manu viciano.

leído por brandon durante la jordancon, EL 17 de julio DE 2021

Wayne sabía lo que eran las camas. Había niños en el asentamiento que las tenían. Sonaban mucho mejor que una estera en el suelo, sobre todo si tenía que compartirla con su madre cuando la noche era fría porque no tenían carbón que quemar.

Además, bajo las camas había monstruos. Wayne había oído las historias que contaban los otros niños sobre espectros de la bruma. Se escondían bajo tu cama y robaban las caras de la gente a la que conocías. Sí, las camas tenían una pinta estupenda: suaves y mullidas por arriba, y ocupadas por alguien abajo con quien hablar. ¡Tenían que ser como el herrumbroso paraíso!

A los demás chicos les daban miedo esas cosas, pero Wayne suponía que era porque no sabían negociar como era debido. Él podía hacerse bastante amigo de algo que viviese bajo una cama. Solo había que entregarle algo que quisiera, como otra persona a la que comerse. A lo mejor Wayne podía pedir a su madre que le diera un hermanito.

De todos modos, Wayne no tenía cama, ni tampoco sillas de verdad. En casa había una mesa que había hecho el tío Gregor, antes de que lo aplastara el millón de rocas de un desprendimiento y lo dejara hecho una papilla sanguinolenta que ya no podía pegar a nadie. A veces Wayne daba patadas a la mesa, por si el espíritu de su tío estaba mirando desde algún sitio, porque él había hecho aquella mesa y a lo mejor se enfadaba. Bien sabía la herrumbre que en aquella casucha de una sola ventana no había ninguna otra cosa que hubiera importado al tío Gregor en su vida.

Lo mejor que Wayne tenía para sentarse era un taburete, así que en él estaba sentado, jugando con las cartas, repartiendo manos e intentando esconderse naipes en la manga mientras esperaba. Era un momento del día en el que siempre se ponía nervioso, pensando que a lo mejor ella no regresaba. No porque no quisiera a Wayne: su madre era un estallido de flores primaverales en aquella fosa séptica que era el mundo, y él estaba dispuesto a liarse a puñetazos con cualquiera que dijese lo contrario. No, lo que lo inquietaba era que un día su madre ya no volviera, sin más. Su padre un día ya no había vuelto. Su tío Gregor —Wayne dio un puntapié a la mesa— un día ya no había vuelto. Así que…

«No pienses en eso —se dijo Wayne, mientras metía mal las cartas al barajar y las esparcía por toda la mesa y el suelo—. Y no mires. No hasta que veas la luz.»

Podía sentir la mina allí fuera. Nadie quería vivir al lado, claro, que era por lo que Wayne y su madre lo hacían. Bajo la ventana estaba amontonada la colada de la que Wayne se había ocupado ese día. Era el antiguo trabajo de su madre, que no daba mucho dinero, la verdad. Así que lo hacía él mientras su madre empujaba carros en la mina. No le importaba trabajar: se pasaba la mitad del día probándose todas las prendas, desde las que enviaba el abuelo hasta las de mujeres jóvenes, y fingía ser ellos. Su madre le había pillado unas cuantas veces con ropa ajena puesta y, con cara de enfado, le preguntaba por qué lo hacía. Wayne no lograba comprender por qué se irritaba tanto. ¿Por qué no iba a querer probarse toda la ropa? ¡Para eso estaba! No era nada raro, a él le gustaba y ¿qué daño hacía a nadie? Ninguno. Además, a veces la gente se dejaba cosas en los bolsillos, como barajas de cartas.

Recogió los naipes, volvió a barajar mal y no miró por la ventana. No hasta que viese venir la luz. De todas formas sentía la mina, aquella arteria abierta como un agujero en el cuello de alguien, roja por dentro y escupiendo vida como sangre y fuego. La gente entraba, excavaba en las entrañas de la bestia buscando metales y luego escapaba de su ira. Y la buena suerte no podía durar para siempre.

Luz. Lleno de alivio, como el fuego en una noche gélida, Wayne miró por la ventana y vio que llegaba alguien por el camino, sosteniendo en alto una lámpara para iluminarse. Wayne se apresuró a esconder las cartas bajo la estera y luego se tumbó encima con la lámpara apagada, fingiendo que intentaba dormir con la puerta abierta. Ella habría visto la luz de dentro, claro, pero siempre agradecía que Wayne se esforzara en fingir.

Su madre se sentó en el taburete y Wayne entreabrió un ojo. Iba vestida con pantalones y una camisa abotonada, con el pelo recogido, la ropa y la cara manchadas. Se quedó allí sentada mirando la luz de la lámpara, contemplando cómo titilaba y danzaba, y parecía tener la cara más macilenta que antes, como si alguien le hubiera dado con un pico en las mejillas igual que en la roca de una pared. «Esa mina se la está comiendo —pensó—. Aunque no se la haya zampado entera como hizo con papá, le va dando mordiscos como las ratas a la pared de un granero.»

Su madre parpadeó y enfocó la mirada en algo: una carta que Wayne se había dejado en la mesa. Vaya, hombre. Su madre la cogió y lo miró a los ojos. Wayne dejó de fingir que dormía para que ella no le echara agua encima. No sería la primera vez.

—Wayne —dijo su madre, girándose en el taburete para mirarlo—, ¿de dónde has sacado las cartas?

—No me acuerdo.

—Wayne…

—Me las he encontrado —dijo él.

Ella le hizo un gesto con la mano y Wayne, a regañadientes, sacó el resto de la baraja de debajo de la estera y se la entregó. Su madre metió en la caja la carta que había encontrado. Wayne sabía por experiencia que su madre era capaz de pasarse el día entero buscando por el asentamiento hasta encontrar a quien hubiera perdido la baraja. No tenía tiempo para esas cosas, y Wayne no quería que perdiera más horas de sueño por su culpa.

—Es de Tarn Vestingdow —murmuró Wayne—. Estaba en un bolsillo de su mono.

—Gracias —dijo ella en voz baja.

—Mamá, tengo que aprender a jugar a las cartas. Así podré sacarme un buen dinero y cuidar de nosotros.

—¿Un buen dinero? —preguntó ella—. ¿De las cartas?

—No te preocupes —se apresuró a decir él—, que haré trampas. No se saca dinero si no ganas, ¿verdad?

Ella suspiró, frotándose las sienes. Wayne miró la baraja guardada en su caja.

—Tarn es terrisano —dijo—, como papá.

—Sí —respondió ella.

—Los terrisanos siempre hacen lo que se les dice —dijo Wayne—. ¿Qué me pasa a mí?

—A ti no te pasa nada, cariño —repuso ella—. Es que no has tenido a nadie bueno que te ayude.

—Mamá. —Wayne se levantó de la estera y le cogió el brazo—. No digas esas cosas. ¡Tú eres una madre estupenda!

Su madre lo abrazó de lado, pero Wayne notaba la tensión en ella. Ay, ay, ay, ¿qué habrían encontrado allí abajo?

—Wayne —dijo ella con voz suave—, ¿le quitaste la navaja a Demmy?

—¿Se ha chivado? —exclamó Wayne—. ¡A la herrumbre con ese cabrón herrumbroso!

—¡Wayne, nada de palabrotas!

—¡A la herrumbre con eso! —replicó él con acento de ferroviario—. ¡Es un cabrón herrumbroso!

La miró con cara de inocente y ella lo recompensó con una sonrisa que no fue capaz de contener. Las voces tontas siempre la hacían sonreír. Al padre de Wayne se le habían dado bien, pero él era mejor, sobre todo desde que su padre había muerto y ya no podía poner voces, al menos.

Pero entonces la sonrisa de su madre se evaporó.

—No puedes quedarte con cosas que no son tuyas, Wayne. Eso es de ladrones.

—No quiero ser un ladrón —dijo Wayne en voz baja—. Quiero ser buen chico. Es que… ¡pasa y ya está!

Ella lo abrazó más fuerte.

—Ya eres un buen chico. Siempre has sido buen chico. —Cuando lo decía ella, él se lo creía—. ¿Quieres que te cuente un cuento, cariño?

—Ya soy mayor para cuentos —mintió él, pero deseando que su madre no hiciera caso a la objeción—. Tengo once años. Uno más y ya podré beber en la taberna y demostrar lo mayor que soy.

—¿Qué? ¿A ti quién te ha dicho eso?

—Doug.

—¡Pero si Doug tiene nueve años!

—Sabe muchas cosas.

—Doug. Tiene. Nueve. ¡Años!

—¿Estás diciéndome que tendré que sacarle yo la bebida el año que viene, porque él aún no podrá pedirla?

La miró a los ojos y soltó una risita cuando vio que ella sonreía. La ayudó a sacar la cena: gachas frías con unas pocas alubias. Pero al menos no eran solo alubias, y había gachas. Luego Wayne se acomodó entre las mantas sobre la estera, fingiendo que volvía a ser un niño y escuchaba. Eso era fácil de fingir, porque a fin de cuentas aún llevaba la misma ropa.

—Voy a contarte la historia —empezó ella— de Descarado Barm, el Bandolero Cochino.

—¡Uuuh! —exclamó Wayne—. ¿Era muy malo?

Su madre sonrió de oreja a oreja, se inclinó hacia él y meneó la cuchara mientras seguía hablando.

—Era el peor de todos, Wayne, el más malo, el más miserable y el más apestoso. Nunca se bañaba, ¿sabes?

—Claro, porque ensuciarse bien da mucho trabajo —dijo Wayne.

—No, porque… Un momento, ¿ensuciarse da trabajo?

—Tienes que revolcarte a conciencia —respondió Wayne.

—En nombre de Armonía, ¿por qué querrías hacer eso?

—Para pensar como el suelo.

Ella sonrió de nuevo.

—Ay, Wayne, qué bonito eres.

—¡Gracias! —dijo él—. ¿Por qué no me habías hablado nunca de ese tal Descarado Barm, si tan malo era? ¡Tendría que ser el primero del que me contaras historias!

—Eras muy pequeño —respondió ella, enderezándose—, y esta historia es de las que dan miedo.

—¡Oooh, va a ser de las buenas! —dando saltitos sobre el trasero—. ¿Quién lo pilló? ¿Fue un alguacil?

—Fue Alomante Jak.

—¿Tenía que ser él? —dijo Wayne con un gemido.

—¿Qué le pasa?

—Que Jak siempre los detiene —protestó Wayne—. Nunca dispara a ninguno.

—Esta vez sí —dijo su madre, y dio una cucharada a las gachas—. Todavía era joven. Sabía que Descarado Barm era de los peores asesinos que había. Hasta sus dos compinches, Gug el Matón y Venga-Ya Joe, eran diez veces peores que cualquier otro forajido que haya pisado jamás los Áridos.

—¿Diez veces? —se sorprendió Wayne.

—Sí.

—¡Pero eso es muchísimo, casi el doble!

Su madre se quedó callada un momento y luego se inclinó de nuevo hacia delante y prosiguió.

—Robaban los cargamentos de nóminas, y no solo se llevaban el dinero de los gordinflones de Elendel, sino también los salarios de la gente normal.

—¡Menudos cabrones! —exclamó Wayne.

—Wayne.

—Vale. ¡Menudos mierdas normales y corrientes, entonces!

Su madre titubeó de nuevo.

—¿Sabes lo que significa la palabra «cabrón»?

—Sí, es como una cagada normal y corriente pero a lo bestia. ¡De las que de verdad tienes que soltar, pero te las aguantas demasiado!

—Y eso lo sabes porque…

—Me lo dijo Doug.

—Claro, cómo no. Bueno, el caso es que Jak no iba a permitir que nadie robara a la gente humilde de los Áridos. Una cosa es ser un bandolero, pero todo el mundo sabe que tienes que quedarte solo con el dinero que va hacia la ciudad. El problema era que Descarado Barm se conocía muy bien la zona, así que huyó a la parte más inaccesible de los Áridos y dejó a sus hombres vigilando en otros dos puntos del camino. Jak no iba a tener más remedio que luchar contra los tres.

—¿Por qué siempre son tres cosas en las historias, mamá? —preguntó Wayne—. Tres bandoleros, tres pistolas, tres minas.

—Bueno, ¿hasta cuánto crees que sabe contar la mayoría de los bandidos?

—Supongo que no hasta mucho —reconoció Wayne. Su madre siempre tenía buenas respuestas para esas cosas.

—Por suerte, Jak era el más valiente de todos —dijo ella—, y el más fuerte.

—Si era el más valiente y el más fuerte —la interrumpió Wayne—, ¿por qué era alguacil? Si se hubiera hecho bandido, nadie podría detenerlo, ¿verdad?

—Ya, pero ¿qué es más difícil, cariño? —preguntó ella—. ¿Hacer lo correcto o hacer el mal?

—Lo correcto.

—Y entonces, ¿quién se vuelve más fuerte? ¿Quien hace lo fácil o quien hace lo difícil?

—¡Anda! —Wayne asintió—. Sí, ahora lo entiendo.

Ella se inclinó más, sonriendo a la luz de la lámpara.

—La primera prueba que tuvo que superar Jak fue el río Humano, la enorme corriente que delimitaba lo que antes había sido territorio koloss, pero que en esa época ya estaba controlada del todo por los bandoleros. El agua se movía a la velocidad de un tren. ¡Era el río más rápido de todo el dichoso mundo! Y estaba lleno de rocas. Gug el Matón se había apostado en la otra orilla y vigilaba por si llegaba algún alguacil. ¡Tenía tan buen ojo y la mano tan firme con el rifle que podía soltar un braguero a trescientos pasos de distancia!

—¿Por qué querría hacer eso? —preguntó Wayne—. Es mejor disparar a un hombre en el braguero, ¿verdad? ¡Eso tiene que doler cosa mala!

—Tú estás pensando en la bragueta, cariño —dijo su madre.

—Bueno, ¿y qué hizo Jak? ¿Se acercó a hurtadillas? Eso no es muy de alguacil. Seguro que eso no lo hacen nunca en la vida. ¿A que no fue a hurtadillas?

—Pues… —dijo su madre. Wayne se agarró a la manta, ansioso—. Jak era incluso mejor tirador —susurró ella—. Cuando Gug el Matón le apuntó, Jak le disparó desde el otro lado del río.

—¿Cómo murió Gug? —preguntó Wayne, casi sin voz.

—Por una bala, cariño.

—¿En todo el ojo?

—Supongo que sí.

—¡Entonces, Gug apuntó y Jak apuntó también y le metió un balazo en todo el ojo! Fue en todo el ojo, ¿verdad, mamá?

—Esto…

—¡Y le explotó la cabeza! —exclamó Wayne—. Como una fruta de las crujientes, bien madura pero con una corteza que se destroza de todas formas. ¿Pasó así, pasó así?

—Eh… Sí.

—¡Caray, mamá! ¡Pero qué horror! ¿Seguro que deberías estar contándome este cuento?

—¿Quieres que pare?

—No, ni hablar. ¿Cómo cruzó Jak el agua?

—Voló —respondió su madre. Apartó el cuenco ya vacío con gesto distraído e hizo una floritura con ambas manos—. Porque Jak tenía poderes. Poderes de alomancia. Volaba, y hablaba con los pájaros, y comía piedras.

—¡Hala! ¿Comía piedras?

—Ajá. Así que voló por encima del río, pero su siguiente prueba fue todavía peor. El Cañón de la Muerte.

—Oooh. Seguro que era un sitio bonito.

—¿Por qué lo dices?

—Porque nadie va a visitar un sitio llamado el Cañón de la Muerte si no es bonito. Pero alguien lo visitó, claro, o no sabríamos cómo se llama. Por tanto, es bonito, ¿a que sí?

—Precioso —dijo su madre—. Era un cañón que atravesaba un puñado de agujas de roca dispersas y a medio derrumbar, con picos partidos de muchos colores. Pero también era un lugar mortífero, tan letal como hermoso.

—Ya —respondió Wayne—. Eso me lo imaginaba.

—Y Jak no podía pasar al otro lado volando, porque en el cañón estaba escondido el segundo bandolero, Venga-Ya Joe. Era un maestro con las pistolas y también podía volar, y convertirse en dragón, y comer piedras. Así que si Jak intentaba escabullirse, Joe le dispararía por la espalda.

—Es la mejor manera de disparar a alguien —dijo Wayne—, porque así no pueden dispararte a ti.

—Cierto —convino su madre—. Y Jak no quería que le pasara eso. Tenía que meterse en el cañón. Pero estaba lleno de serpientes.

—¡Menuda cabronada!

—Wayne…

—Menuda cagada normal y corriente, pues. ¿Cuántas serpientes había?

—Un millón de serpientes.

—¡Menuda cabronada!

—Pero Jak era listo —dijo la madre de Wayne—, además de tener muy buena puntería y poder comer piedras. Así que se le había ocurrido llevar comida para serpientes.

—¿Un millón de trozos de comida para serpientes?

—Qué va, solo uno, pero hizo que las serpientes se pelearan por él y casi todas se mataron entre ellas. Pero la que quedó viva era la más fuerte, claro.

—Claro.

—Así que Jak la convenció de que mordiera a Venga-Ya Joe.

—¡Y Joe se puso morado! —exclamó Wayne—. Y sangró por las orejas, y los huesos se le fundieron porque el veneno era muy fuerte, así que el tuétano derretido le salió por la nariz mientras se desangraba y al final se derrumbó convertido en un charco de piel deshinchada, mientras siseaba y burbujeaba porque los dientes también se le derritieron.

—Exacto.

—Caray, mamá, tus cuentos son los mejores.

—Pero espera —dijo ella en voz baja, agachándose más desde el taburete mientras la lámpara empezaba a agotarse—, porque el final tiene sorpresa.

—¿Qué sorpresa?

—Tendrás que esperar —respondió ella—. Porque cuando Jak hubo superado el cañón, que olía a serpientes muertas y huesos fundidos, vislumbró su último desafío: la Meseta Solitaria. Un enorme altiplano en el centro de una extensa llanura.

—Tampoco parece mucho desafío —dijo Wayne—. Podía volar por encima.

—Y lo intentó —susurró ella—, ¡pero es que la meseta era Descarado Barm!

—¿Cómo?

—¡Lo que oyes! Se había juntado con los koloss, pero los que pueden transformarse en monstruos grandísimos, no los normales como la anciana señora Remuerde. Le habían enseñado a convertirse en un monstruo gigantesco, así que cuando Jak intentó aterrizar en la meseta, la meseta lo engulló entero.

Wayne dio un respingo.

—¿Y entonces? —dijo—. ¿Lo machacó entre los dientes? ¿Le destrozó los huesos como…?

—No —lo interrumpió su madre—. Intentó tragárselo. Pero Jak no solo tenía muy buena puntería, y no solo era listo. También era otra cosa.

—¿Qué era?

—¡Una mosca cojonera de mucho cuidado!

—¡Mamá, eso es una palabrota!

—Pero la decía en el buen sentido, cariño.

—Ah, bueno, entonces no pasa nada.

—Jak siempre se dedicaba a hacer el bien, a ayudar a la gente, a complicar la vida a los malos. Metía las narices en todo, hacía preguntas. Y sabía exactamente cómo arruinarle el día a un bandido, ya lo creo que sí. Estiró las piernas y empujó y bloqueó la garganta de Descarado Barm para que el monstruo no pudiera respirar. Porque los monstruos necesitan mucho aire, ¿sabes?, así que Alomante Jak lo asfixió desde dentro. Y después, cuando el monstruo cayó muerto al suelo, salió pavoneándose por su lengua como si fuese una alfombrilla cara de esas que ponen para que los ricachones bajen de sus carruajes.

—¡Vaya! Qué cuento más bueno, mamá.

Ella sonrió, se acercó y dio un beso a Wayne en la frente.

—Mamá —dijo él—, ¿esto era una historia sobre la mina?

—Bueno —respondió ella—, supongo que todos tenemos que meternos en la boca de la bestia de vez en cuando, así que podría ser.

—¿Y tú eres como el alguacil, entonces?

—Todo el mundo puede serlo —dijo ella, y apagó la lámpara de un soplido.

—¿Hasta yo?

—Tú más que nadie. —Le dio otro beso en la frente—. Tú eres mi amor, Wayne. Tú eres todo lo que quieras. Eres el viento, eres las estrellas, eres todo lo interminable.

Era el poema que le gustaba, y a Wayne también le gustaba porque, cuando ella hablaba, la creía. Su madre no decía palabrotas y nunca mentía.

Así que Wayne se acurrucó en las mantas y dejó que el sueño empezara a llevárselo. Porque había muchas cosas malas en el mundo, pero unas pocas eran buenas. Y mientras ella estuviera con él, las historias significaban algo. Eran reales.

Hasta que un día hubo otro derrumbamiento en la mina. Y esa noche su madre no volvió a casa.

¿Te has quedado con ganas de más? 

También puedes leer el avance de los dos primeros capítulos.

Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.

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