Avance - Yumi y el pintor de pesadillas, capítulos 1 y 2

AVANCE – Yumi y el pintor de pesadillas: Caps. 1 & 2

¡Esta es una gran semana!

El próximo sábado 1 de julio estará disponible para los patrocinadores del Kickstarter Un año de Sanderson la nueva novela secreta de Brandon, Yumi and the Nightmare Painter que se podrá leer en español a partir del 20 de julio bajo el título Yumi y el pintor de pesadillas.

Al igual que Trenza del mar Esmeralda, se trata de una historia auto conclusiva y enmarcada en el Cosmere que transcurrirá en un lugar que no hemos visto todavía, y que ha generado enormes expectativas ya que de las diferentes novelas secretas esta es la que más ha gusta tanto Brandon como su mujer, Emily, y además Manu Viciano (el traductor) también ha dicho que le ha gustado incluso más que Trenza, que ya había dejado el listón muy alto y se ha ganado un merecidísimo hueco en nuestros corazones. Y. al igual también que Trenza, será una novela que servirá de punto de entrada para nuevos lectores, ya que si bien tendrá seguro detalles del Cosmere, Brandon ya comentó que la historia fue escrita para poder disfrutarse por sí misma.

DETALLES:

Salida: 20/07/23
Publica: Nova
Páginas: 560
Precio: 26,90€
Formato: tapa dura, ebook
Ahora que ha cerrado Book Depository, una buena alternativa (fiable y que no manda los libros como si fueran sacos de patatas) para ediciones en inglés es Blackwells, que también envían internacional (edición UK Gollancz, edición USA Tor)

Además, como viene siendo costumbre, para quienes vivan en España la librería Gigamesh tiene una preventa con lámina exclusiva de regalo (hasta agotar existencias).

Y mientras tanto…. para matar el gusanillo, ¡¡¡desde hoy hasta el lunes 17 de julio compartiremos la traducción de los capítulos que Brandon publicó en su web!!!

avance: yumi y el pintor de pesadillas, caps. 1 & 2.

traducción de manu viciano

Capítulo 1

La estrella brillaba más de lo normal esa noche cuando el pintor de pesadillas salió a hacer la ronda.

La estrella. Singular. No, no era un sol. Una mera estrella. Un agujero de bala en el cielo de medianoche, sangrando una luz pálida.

El pintor de pesadillas se quedó un momento en la puerta de su edificio residencial, con los ojos fijos en la estrella. Siempre la había encontrado amistosa. Muchas noches la estrella era su única compañera. Suponiendo que las pesadillas no contaran.

Tras perder el duelo de miradas, el pintor de pesadillas recorrió la calle, silenciosa salvo por el tenue zumbido de las líneas de hion. Surcaban ininterrumpidas el aire como bandas gemelas de energía pura, gruesas como una muñeca, a unos seis metros de altura.

Una línea era de un indeciso color entre el verde y el azul. Podría llamarse aguamarina, pero en ese caso sería de una variedad eléctrica. O cerceta, quizá. El primo pálido del turquesa, ese que se queda siempre en casa escuchando música y no deja que le dé el sol.

La otra era de un fucsia brillante. Si se le pudiera asignar personalidad a una simple línea de luz, esa sería alegre, bulliciosa, descarada. Era un color que solo te pondrías si quisieras que todas las miradas te juzgaran. Un poquitín demasiado púrpura para ser un rosa fuerte, pero al menos sí era un rosa que estaba más o menos en forma.

Para los residentes de la ciudad de Kilahito, mi explicación quizá resultara innecesaria. ¿Por qué molestarse tanto en describir algo que todo el mundo conoce? Sería como describiros el sol a vosotros. Pero debéis tener ese contexto, porque las líneas de hion, la fría y la cálida, eran los colores característicos de la ciudad. Sin postes ni cables que las sostuvieran en alto, recorrían cada calle, se reflejaban en cada ventana, iluminaban a cada habitante. De las líneas principales se desviaban cintas de ambos colores, finas como alambres, que llegaban a cada edificio y alimentaban la vida moderna. Eran las arterias y las venas de Kilahito.

Igual de necesario que las líneas, aunque de otro modo, era el joven que caminaba por debajo de ellas. Sus padres le habían puesto Nikaro al nacer, pero por tradición a muchos pintores de pesadillas se los llamaba por su título, excepto entre ellos. Pocos lo tenían tan interiorizado como él. De modo que lo llamaremos como él se llamaba a sí mismo: sencillamente Pintor.

Supongo que vosotros diríais que Pintor parecía veden. Rasgos parecidos y el mismo pelo negro, pero tenía la piel más pálida que el típico alezi. Pintor se habría quedado perplejo si le hicieran esa comparación, ya que no había oído hablar de esas tierras. De hecho, hacía muy poco que su gente había empezado a plantearse si su planeta estaba solo o no en el Cosmere. Pero no adelantemos acontecimientos.

Pintor. Era un hombre joven, a un año todavía de la veintena, tal y como vosotros medís el tiempo. Su pueblo usaba una numeración diferente, pero, por no complicarnos, lo dejaremos en que tenía diecinueve años. Larguirucho y vestido con una camisa suelta abotonada de color gris azulado y un chaquetón hasta las rodillas, era de esos que se dejaban el pelo largo por los hombros porque creían que así requería menos esfuerzo. En realidad requiere mucho más, pero solo si se hace bien. También pensaba que le daba un aspecto más imponente. Pero, de nuevo, solo es verdad si se hace bien. Cosa que él no hacía.

Quizá lo consideréis demasiado joven para cargar con el peso de proteger toda una ciudad. Pero lo cierto es que lo hacía junto a otros centenares de pintores de pesadillas. En consecuencia, era una persona importante al mismo modo brillantemente moderno en que los profesores, los bomberos y los enfermeros son importantes: como un trabajador esencial a quien le corresponden  sus caprichosos días de apreciación en el calendario, sus halagos en boca de todos los políticos y sus murmullos de agradecimiento en los restaurantes. Y de hecho, resaltar el gran valor de esas profesiones siempre ahogaba otras conversaciones más prosaicas. Como las relativas a los aumentos de sueldo.

El resultado era que Pintor no ganaba mucho dinero, apenas lo justo para comer y llevar algo suelto para gastos. Vivía en un piso de una sola habitación que le proporcionaba su patrono. Todas las noches salía a trabajar. Y lo hacía, incluso a esas horas, sin temer que lo atracaran o lo agredieran. Kilahito era una ciudad segura, si no se tenían en cuenta las pesadillas. No hay nada como unos vacíos de oscuridad desbocados y semiconscientes para reducir los índices de criminalidad.

Como es de esperar, la mayoría de la gente se quedaba en casa por la noche.

La noche. Bueno, la llamaremos así. Me refiero al intervalo de tiempo en que la gente dormía. No veían estas cosas igual que vosotros, ya que su pueblo vivía en una oscuridad constante. Sin embargo, durante su turno, podría decirse que daba la sensación de ser de noche. Pintor recorrió las calles vacías entre atestados edificios residenciales. La única actividad visible estaba en la calle Tumulto, a la cual podríamos llamar, siendo caritativos, una zona comercial de baja estofa. Por supuesto, la calle larga y estrecha estaba en la periferia de la ciudad. A lo largo de ella, el hion estaba plegado y curvado para darle forma de letreros, que destacaban en una tienda tras otra como manos gesticulando para llamar la atención.

Los letreros, compuestos de letras, dibujos y formas, se habían creado utilizando solo dos colores, aguamarina y magenta, mediante líneas continuas. Sí, allí tenían otra fuente de luz. Las bombillas, tan comunes en muchos planetas. En Kilahito solían usarse dentro de casa. Pero el hion funcionaba sin necesitad de maquinaria ni repuestos, así que mucha gente recurría a él, sobre todo en el exterior.

Pintor tardó poco en llegar al límite de la ciudad. Al final del hion. Una última calle envolvía Kilahito, y al otro lado estaba la mortaja, una interminable y densa oscuridad que asediaba la ciudad y a todos los habitantes del planeta.

Se cernía sobre Kilahito como una cúpula contenida por el hion, que también se empleaba para crear caminos y corredores entre ciudades. Solo la luz de la estrella atravesaba la mortaja. Ni siquiera a día de hoy estoy totalmente seguro de por qué. Pero fue cerca de allí donde Virtuosismo se Astilló a sí misma, y sospecho que tuvo algún efecto.

En el perímetro de la ciudad, ante la mortaja, Pintor se cruzó de brazos, confiado. Aquellos eran sus dominios. Allí él era el cazador por su cuenta. El vagabundo solitario. El hombre que merodeaba en la inacabable oscuridad, sin temor a…

Una risa tintineó en el aire a su derecha.

Pintor suspiró y desvió la mirada hacia el lugar por donde otros dos pintores de pesadillas recorrían el perímetro a paso tranquilo. Akane vestía con falda verde brillante y blusa blanca, y llevaba el largo pincel de pintora de pesadillas como si se tratase de una porra. Tojin, que caminaba dando zancadas a su lado, era un joven de brazos abultados y rasgos planos. A Pintor siempre le había dado la impresión de que Tojin parecía incompleto, como si las Esquirlas hubieran tomado una persona inacabada y redondeado hacia arriba.

Volvieron a reírse ambos de algo que había dicho Akane. Entonces lo vieron allí de pie.

—¿Nikaro? —lo llamó Akane—. ¿Vuelves a tener el mismo turno que nosotros?

—Sí —dijo Pintor—. Hum, está en el cuadrante, esto… creo.

¿Se había acordado de rellenarlo esa última vez?

—¡Qué bien! —respondió ella—. ¿Nos vemos luego, si podemos?

—Eh… sí —dijo Pintor.

Akane se marchó dando taconazos contra la piedra, pincel en mano, lienzo bajo el brazo. Tojin hizo un leve encogimiento de hombros a Pintor y la siguió, con su material en una gran bolsa. Pintor los vio alejarse mientras contenía las ganas de seguirlos.

Él sí que era un cazador por su cuenta. Un vagabundo solitario. Un… ¿callejeador desacompañado? En todo caso, no quería trabajar en pareja ni en grupo, como sí hacían muchos de los demás.

Estaría bien que alguien se lo pidiera. Así podría demostrarles a Akane y Tojin que tenía amigos. Rechazaría tales ofertas con estoica firmeza, por supuesto. Porque Pintor trabajaba solo. Era un caminante individual. Un…

Suspiró. Era difícil mantener un aire taciturno como era debido tras un encuentro con Akane. En particular si aún le llegaban los ecos de su risa desde dos calles de distancias. Pintar pesadillas tal vez no fuese un trabajo tan… solemne como Pintor lo hacía parecer.

A él lo ayudaba pensar que sí. Lo ayudaba a no tomarse tanto a sí mismo como un error. Sobre todo en los momentos en que se iba a la cama y lamentaba las decisiones que lo habían llevado a una vida en la que iba a pasar las próximas seis décadas en esa misma calle noche tras noche, silueteado por el hion. Solo.

 

Capítulo 2

Yumi siempre había pensado que la aparición de la estrella diurna era alentadora. Un presagio de buena fortuna. Un signo de que los haijo primordiales se mostrarían abiertos y acogedores con ella. De hecho, la estrella diurna parecía más brillante de lo normal ese día, un resplandor azul claro en el horizonte oriental mientras el sol salía por el oeste.

Una señal poderosa, para quien creyera en esas cosas. Dice el viejo chiste que los objetos perdidos tienden a estar en el último lugar donde se busca. Los presagios, por el contrario, suelen aparecer en el primero donde alguien mira.

Yumi creía en las señales. Qué remedio: pese a que ya apenas dedicaba tiempo a pensar en ellas, el acontecimiento más importante de toda su vida había sido un presagio. El que había aparecido justo después de su nacimiento. El que la había marcado como elegida por los espíritus.

Se acomodó en el cálido suelo de su carromato mientras entraban sus asistentes, Chaeyung y Hwanji. Hicieron sendas reverencias en la postura ritual y empezaron a darle de comer, con palillos maipon y cucharas, un plato de arroz y estofado que habían dejado en el suelo para que se cocinara.

Yumi se quedó sentada y tragó, sin cometer jamás la grosería de intentar alimentarse por sí misma. Aquello era un ritual, y Yumi era experta en ellos. Pero no pudo evitar sentirse distraída. Pasaban diecinueve días de su decimonoveno cumpleaños.

Un día para las decisiones. Un día para la acción.

¿Un día, tal vez, para pedir lo que quería?

Quedaban cien días para el gran festival de Ciudad Torio, la gran capital, donde residía la reina. Era la muestra anual del mejor arte, el mejor teatro y los mejores proyectos del país. Yumi nunca había ido. Quizá… esa vez…

Pero antes, tenía obligaciones. Cuando sus asistentes terminaron de darle la comida, se levantó. Le abrieron la puerta y saltaron del carromato privado. Yumi respiró hondo y bajó también a la luz del sol, metiendo los pies en sus zuecos.

Sus dos asistentes se apresuraron a sostener en alto unas frondas gigantescas que la ocultaban de la vista. Por supuesto, la gente del pueblo se había congregado para verla. A la elegida. A la yoki-haijo. A la chica que daba órdenes a los espíritus primordiales. (No es que sea un título precisamente conciso, pero suena mejor en su idioma).

Aquella tierra, el reino de Torio, no podía ser más distinta del lugar donde vivía Pintor. No había ni una sola línea, fría o cálida, que surcara el cielo. No había edificios residenciales. No había calles pavimentadas. Ah, pero sí que tenían luz solar. Un sol dominante rojo anaranjado, del color de la arcilla cocida. Más grande y más próximo que vuestro sol, y con nítidas manchas de colores variados, como un bullente estofado del desayuno, removido y ondulándose en el cielo.

Ese sol carmesí pintaba el paisaje de… bueno, de unos colores normales y corrientes. Así funciona el cerebro. Después de pasar allí unas horas, ya no te dabas cuenta de que la luz tenía un matiz más rojizo. Pero nada más llegar, era impactante. Como el escenario de una masacre sangrienta ante la que todo el mundo estaba insensibilizado. También permitía hacer descripciones dinámicas a los poetas cuando cuentan historias, cosa que siempre está bien.

Oculta tras las frondas, Yumi caminó en sus zuecos por el pueblo hasta llegar al manantial fresco de la zona. Una vez allí, sus asistentes le quitaron el camisón, porque una yoki-haijo nunca se vestía ni se desvestía ella sola, y dejaron que se metiera en el agua un poco fría, estremeciéndose por su chocante beso. Al poco, Chaeyung y Hwanji la siguieron con una bandeja flotante que contenía jabones cristalinos. La frotaron una vez con el primero y luego Yumi se enjuagó. Una vez con el segundo y ella se enjuagó. Dos veces con el tercero. Tres veces con el cuarto. Cinco veces con el quinto. Ocho veces con el sexto. Trece veces con el séptimo.

Quizá te parezca un poco exagerado. De ser así, ¿es posible que nunca hayas oído hablar de la religión?

Por suerte, la devoción particular de Yumi también tenía sus aspectos prácticos. Los últimos jabones solo podían considerarse como tales según la definición más amplia imaginable. Vosotros los llamaríais cremas perfumadas, con un marcado componente hidratante.

(A mí me resultan particularmente agradables en los pies, aunque es probable que acabe necesitándolos en todo el cuerpo cuando vaya a la versión toresa del infierno por desperdiciar sus componentes para rituales en aliviarme los juanetes).

El último enjuague de Yumi consistía en hundirse bajo el agua mientras contaba hasta ciento cuarenta y cuatro. Bajo la superficie, su cabello oscuro fluía en torno a ella, serpenteando en la corriente de su movimiento como si estuviera vivo. El baño obligatorio le dejaba el pelo limpísimo, lo cual era importante, dado que su vocación religiosa le prohibía cortárselo jamás, con lo que le llegaba hasta la cintura.

Aunque el ritual no lo exigía, a Yumi le gustaba mirar hacia arriba a través de la resplandeciente agua y ver si encontraba el sol. Fuego y agua. Líquido y luz.

Salió de golpe justo al llegar a ciento cuarenta y cuatro, dando un respingo. Se suponía que cada vez debía ser más fácil. Se suponía que Yumi debía emerger serena, renovada y renacida. Pero ese día se vio obligada a faltar al decoro tosiendo un poco.

(Sí, para ella toser era faltar al decoro. No me preguntéis qué opinaba de llamar a la gente por su nombre de pila).

Después del baño ritual llegaban las vestiduras rituales, de las que también se ocupaban sus asistentes. El tradicional fajín bajo el busto y luego el echarpe blanco más grande sobre el pecho. Unas calzas interiores sueltas. Y por fin el tobok, en dos capas de tela gruesa y colorida, con su gruesa falda acampanada. De brillante color magenta, como dictaba el ritual para ese día de la semana.

Volvió a ponerse los zuecos y de algún modo anduvo sobre ellos con naturalidad y fluidez. (Yo me considero una persona bastante hábil, pero los zuecos toreses, llamados getuk, siempre me han parecido llevar ladrillos atados a los pies. No es que cueste equilibrarse en ellos, porque solo tienen quince centímetros de altura, pero confieren a la mayoría de los forasteros la grácil desenvoltura de un chull borracho).

Una vez hecho todo eso, Yumi por fin estaba preparada… para su siguiente ritual. Tenía que ir al templo del pueblo y suplicar a los espíritus sus bendiciones. Así que permitió de nuevo que sus asistentes la ocultaran con las frondas y salió para rodear el pueblo en dirección al parterre.

Allí, unas flores de vivo color azul, ahuecadas para atrapar la lluvia, flotaban en las corrientes termales. Levitaban como a medio metro de altura. En Torio las plantas nunca se atrevían a tocar el suelo, o el calor de la piedra las marchitaría. Las flores tenían unas hojas amplias a los lados que les permitían flotar, como lilas con finas raíces colgantes que absorbían nutrientes del aire.

El paso de Yumi hizo que se arremolinaran y chocaran entre ellas. El templo era una estructura pequeña de madera, bastante abierta por los lados pero con una celosía abovedada. Lo curioso es que también flotaba con elegancia unos palmos sobre el suelo, en su caso gracias a un espíritu elevador que había debajo. El espíritu adoptaba la forma física de dos estatuas con semblantes grotescos encaradas entre ellas. Una vagamente masculina, otra vagamente femenina: dos partes separadas, aunque formaban parte de un mismo espíritu. Una estaba agachada en el suelo y la otra aferraba el suelo del templo.

Yumi se aproximó entre las flores mientras las suaves corrientes termales le ondulaban la falda. La gruesa tela no se levantaba lo suficiente para avergonzarla, sino tan solo lo justo para dar forma y esplendor al vestido acampanado. Se quitó de nuevo los zuecos al llegar al templo y subió a la madera fresca. La estructura apenas osciló, sostenida con firmeza por la fuerza del espíritu.

Se arrodilló y comenzó con la primera de las trece oraciones rituales. Si creéis que mi descripción de sus preparativos se ha alargado un poco, era a propósito. Tal vez os ayude a entender, aunque sea una pizca, cómo era la vida de Yumi. Porque aquel no era un día especial en lo relativo a sus deberes. Eso era lo típico. Desayuno ritual. Baño ritual. Vestimenta ritual. Plegarias rituales. Y más.

Yumi era una de las elegidas, las señaladas al nacer, quienes poseían la capacidad de influir en los haijo, los espíritus. Era un gran honor entre su pueblo. Y jamás permitían que Yumi lo olvidara.

Las oraciones y las meditaciones que las seguían le llevaron alrededor de una hora. Al terminar alzó la mirada hacia el sol matutino, mientras las rendijas en el dosel de madera del templo le decoraban el vestido con líneas alternas de luz y sombra. Se sintió… afortunada. Sí, estaba convencida de que esa era la emoción apropiada. Era una bendición ocupar su puesto, ser una de las pocas privilegiadas.

Con sus deberes cumplidos por el momento, Yumi se relajó, aunque probablemente no debería hacerlo, y contempló el mundo que proporcionaban los espíritus. El cálido sol, de un vivo rojo anaranjado, brillando a través de unas resplandecientes nubes amarillas, escarlatas, violetas. Un campo de flores flotantes que temblaban cuando unos diminutos lagartos saltaban de unas a otras. La piedra por debajo, tibia y vibrante, la fuente de toda vida, calor y crecimiento.

Y ella formaba parte de aquello. Una parte crucial.

Sin duda era maravilloso.

Sin duda era todo lo que iba a necesitar en la vida.

Sin duda no debería anhelar más. Aunque… aunque ese día fuese afortunado. ¿Aunque… quizá, por una vez, podría preguntar?

«El festival —pensó—. Un día en el que visitarlo, vestida como una persona corriente. Un día en el que ser normal».

Un roce de tela y el sonido de unos zapatos de madera sobre la piedra hicieron que Yumi se volviera. Solo una persona se atrevería a acercarse a ella durante la meditación: Liyun, una mujer alta vestida con un sobrio tobok negro de lazo blanco. Liyun, su kihomaban, palabra que significaba en su idioma algo a medio camino entre tutora y mecenas. La llamaremos su guardiana, por simplificar.

Liyun se detuvo a unos pasos del templo, con las manos a la espalda. En teoría atendía las necesidades de Yumi, como sirviente de la chica que daba órdenes a los espíritus primordiales. (Creedme, al final terminas cogiéndole cariño a la expresión). No obstante, había un cierto aire exigente incluso en la forma en que Liyun se quedaba de pie sin moverse.

Quizá fuesen los zapatos a la moda, unos zuecos con gruesa madera bajo los dedos de los pies pero de elegante tacón. Quizá fuese cómo llevaba el pelo, corto por detrás y más largo por delante, evocando la forma de una hoja afilada a cada lado de la cabeza. No era una mujer cuyo tiempo pudiera desperdiciarse, lo cual de algún modo se aplicaba también a los momentos en los que no estaba esperándote.

Yumi se apresuró a levantarse.

—¿Ya es la hora, guardiana-nimi? —preguntó con un inmenso respeto.

El idioma de Yumi y el de Pintor tenían la misma raíz, y en ambos había una cierta afectación que me cuesta expresar en vuestra lengua. Se conjugaban las frases o se añadían modificadores a las palabras para indicar alabanza o desdén. Lo curioso es que en ninguno de esos idiomas existían maldiciones ni palabrotas. Se limitaban a cambiar una palabra a su forma más baja posible. Haré lo posible por indicar ese matiz añadiendo las palabras «alto» o «bajo» en varios lugares claves.

—Todavía falta un poco para el momento, elegida —dijo Liyun—. Debemos esperar a la erupción del pozo de vapor.

Por supuesto. La erupción renovaba el aire, así que mejor esperar unos minutos, si ya estaba cerca. Pero eso significaba que tenían tiempo. Unos pocos y valiosos momentos sin trabajo ni ceremonias programadas.

—Guardiana-nimi —dijo Yumi, haciendo acopio de valor—. El Festival de las Revelaciones será pronto.

—Dentro de cien días, sí —respondió Liyun.

—Y es un decimotercer año. Los haijo tendrán una actividad inusual. Ese día… no les haremos peticiones, supongo.

—Imagino que no, elegida —dijo Liyun, mirando el pequeño calendario en forma de cuadernillo que llevaba en su bolsa. Pasó unas páginas.

—Estaremos… cerca de Ciudad Torio, ¿verdad? Estamos viajando por la región.

—¿Y?

—Y… yo…

Yumi se mordió el labio.

—Ah —dijo Liyun—, y querrías pasar el día del festival en oración, agradeciendo a los espíritus que te concedieran un puesto tan elevado.

«Díselo de una vez —le susurró una parte de ella—. Dile que no y ya está. Que no es lo que quieres hacer. Díselo».

Liyun cerró el cuadernillo de golpe, sin dejar de observar a Yumi.

—Sin duda —dijo— es eso lo que quieres. Jamás desearías activamente hacer algo que traiga la deshonra a tu posición. Que sugiera que lamentas el lugar que ocupas. ¿Verdad, elegida?

—Nunca —susurró Yumi.

—De entre todos los nacidos ese año —dijo Liyun—, recibiste tú el honor de esa vocación, de esos poderes. Solo vivís catorce de vosotras ahora mismo.

—Lo sé.

—Eres especial.

Yumi habría preferido ser menos especial, pero le dio remordimientos solo pensarlo. ¿Quién era ella para cuestionar a los espíritus?

—Comprendo —dijo Yumi, recobrando la compostura—. Mejor no esperemos al pozo de vapor. Por favor, llévame al lugar del ritual. Estoy ansiosa por cumplir mi deber e invocar a los espíritus.

 

 

Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.

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