AVANCE OFICIAL – El Archivo de las Tormentas 5 – Viento y Verdad: Prólogo
Un año más, os damos la bienvenida a la tradicional lectura anticipada de los capítulos de avance del nuevo libro de Brandon Sanderson, un evento posible gracias a la editorial Nova, para que podamos disfrutar en primicia de la traducción oficial de Manu Viciano.
Así que hoy nos lanzamos ya de cabeza con la primera semana de avances de la quinta entrega de El Archivo de las Tormentas, Viento y Verdad, la esperadísima novela que, tras catorce años, cierra el primer arco de la saga más importante de Brandon Sanderson y que representa el nexo del Cosmere. A partir de este momento, y en palabras del propio Sanderson, todas las historias quedan ya conectadas y encontraremos referencias a personajes relevantes de otras sagas y posibles acontecimientos por lo que, en adelante, sería recomendable llevar el Cosmere al día.
Si queréis un repaso rápido para recordar qué es lo que había pasado en El Ritmo de la Guerra, os recomendamos este artículo escrito por Paige Vest para Tor que hemos traducido al español.
Esta semana podremos leer última versión del prólogo del libro.
Estad atentos, porque a partir de esta semana ¡volvemos con los CosmereCast en YouTube para hablar de los capítulos, reacciones, análisis y teorías!
Antes de que comencéis a leer la nueva novela de Brandon Sanderson, os dejamos con unas palabras de su traductor, Manu Viciano:
Como de costumbre, querría haceros un par de advertencias previas a los adelantos del libro nuevo. La primera es evidente, pero nunca está de más: los textos que vais a leer os destriparán por completo los libros anteriores de El Archivo de las Tormentas, y es posible que algunos otros del Cosmere. Ni se os ocurra pensar: «Bueno, como el prólogo narra el mismo día que los de anteriores novelas, no pasa nada si me lo leo». ¡Error! No leáis ni una palabra de estos avances si no lleváis el Archivo al día. En serio os lo digo. La segunda advertencia es que esto que tenéis a continuación es una traducción no definitiva de un texto original no definitivo. Aún pueden cambiar cosas antes de que el libro se publique, así que no os lo toméis todavía como canon. Sé que vais a especular igual, que nos conocemos, pero quien avisa no es traidor. Y dicho esto, ¡a disfrutar de los adelantos!
—Manu
Viento y Verdad: prólogo. traducción de manu viciano.
Título original: Wind and Truth, escrito por Brandon Sanderson, © 2024 Brandon Sanderson, © Manu Viciano por la traducción. Publicado por acuerdo con la editorial Nova, parte de Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
Dedicatoria
Para Adam Horne,
que es un campeón de los libros y merece su propia hoja esquirlada.
Prefacio
Os doy la bienvenida a Viento y verdad, la quinta novela de El Archivo de las Tormentas y la conclusión de su primer arco principal. Como tal, este libro me ha costado más que la mayoría, y le he dedicado buena parte de mis pensamientos, mi pasión y mi esfuerzo estos últimos cuatro años. Es, hasta la fecha, el libro más largo que he escrito, y de las mayores cantidades de tiempo que he invertido jamás en una novela. (Posiblemente la que más, sin contar los proyectos que aparco para volver a ellos años después). ¡Espero que consideréis que el esfuerzo ha merecido la pena!
Por favor, sentaos y disfrutad del espectáculo. Se avecina una alta tormenta.
Prólogo: Vivir
Siete años y medio antes
Gavilar Kholin estaba al borde de la inmortalidad.
Solo tenía que hallar las Palabras correctas.
Caminó en círculo bordeando las nueve hojas de Honor, clavadas por la punta en el suelo de piedra. El aire apestaba a carne quemada, y Gavilar había estado en las suficientes piras funerarias para conocer a fondo ese olor, aunque aquellos cuerpos no se habían quemado tras la batalla, sino durante.
—Lo llaman el Aharietiam —dijo, pasando junto a las hojas, dejando que su mano permaneciera un momento sobre cada una. Cuando se convirtiera en Heraldo, ¿su hoja esquirlada se volvería como aquellas, imbuidas de poder y conocimiento?—. El fin del mundo. ¿Era mentira?
Muchos de quienes lo llamaron así creían lo que estaban diciendo, respondió el Padre Tormenta.
—¿Y los propietarios de estas? —preguntó Gavilar, señalando las hojas—. ¿Qué creían los Heraldos?
Si hubieran sido sinceros por completo, dijo el Padre Tormenta, no estaría buscando un nuevo campeón.
Gavilar asintió.
—Juro servir a Honor y a Roshar como su Heraldo. Mejor que como lo hicieron ellos.
Esas palabras no son aceptadas, repuso el Padre Tormenta. No vas a encontrarlas haciendo intentos aleatorios, Gavilar.
Pensaba seguir probando, de todos modos. Durante el proceso de convertirse en el hombre más poderoso del mundo, Gavilar había logrado a menudo lo que otros consideraban imposible. Rodeó de nuevo el círculo de hojas, solo con ellas a la sombra de los monolitos. Después de visitar decenas de veces aquella visión, podía nombrar todas y cada una de las hojas junto con su Heraldo asociado. El Padre Tormenta, sin embargo, seguía siendo reacio a compartir información.
Daba igual. Gavilar obtendría su recompensa. Arrancó de la piedra la hoja esquirlada larga y curvada de Jezrien y la blandió, hendiendo el aire.
—Nohadon coincidió con los Heraldos y llegó a conocerlos bien.
Sí, reconoció el Padre Tormenta.
—Están ahí, ¿verdad? —dijo Gavilar—. ¿Las Palabras correctas están en algún lugar de El camino de los reyes?
Sí.
Gavilar tenía memorizado el libro entero; había aprendido a leer por sí mismo años antes, para ser capaz de buscar secretos sin revelárselos a las mujeres de su vida. Arrojó a un lado la hoja del Heraldo, dejando que tañera contra la piedra y provocando un siseo del Padre Tormenta.
Se regañó para sus adentros. Aquello era solo una visión, y las falsas hojas de Honor no significaban nada para él, pero necesitaba que el Padre Tormenta lo considerase devoto y digno, al menos por el momento. Empuñó la hoja de Chana. El diseño de esa le gustaba mucho, bifurcado, con una ranura abierta a lo largo del centro. Ese hueco sería muy poco práctico en una espada normal. Allí, simbolizaba que aquella hoja era algo increíble.
—Chanarach era militar —dijo—, y esta es la hoja de una soldado. Sólida y recta, pero con esa pequeña imposibilidad ausente en su centro. —Alzó la hoja esquirlada ante él y examinó su filo—. Tengo la sensación de conocerlos a todos muy bien. Son mis compañeros y, sin embargo, no podría distinguirlos en una multitud.
¿Tus compañeros? No te precipites, Gavilar. Encuentra las Palabras.
Esas tormentosas Palabras. Las más importantes que Gavilar pronunciaría en la vida. Con ellas, se convertiría en el campeón del Padre Tormenta… y, según había deducido, en algo más. Gavilar sospechaba que sería aceptado en el Juramento y ascendería más allá de la mortalidad. No había preguntado a qué Heraldo iba a reemplazar. Le parecía de mal gusto, y no quería quedar como un grosero ante el Padre Tormenta. No obstante, sospechaba que reemplazaría a Talenelat, el único que no había abandonado su hoja esquirlada.
Gavilar clavó la espada de nuevo en la piedra.
—Regresemos.
La visión terminó de inmediato y Gavilar se encontró en el estudio de la primera planta del palacio. Estantes con libros en la pared, un escritorio tranquilo donde leer, tapices y alfombras para amortiguar las voces. Llevaba sus mejores galas para el banquete de esa noche, una regia túnica, más arcaica que a la moda. Como su barba, la ropa destacaba entre los ojos claros alezi. Quería que lo considerasen como un ser antiguo, por encima de sus mezquinos jueguecitos.
En teoría aquel estudio estaba asignado a Navani, pero el palacio le pertenecía a él. La gente rara vez iba a buscarlo allí, y necesitaba un descanso de la gente pequeña y sus pequeñas preocupaciones. Tenía tiempo antes de sus reuniones, de modo que Gavilar seleccionó un libro pequeño que enumeraba las últimas exploraciones de la región que circundaba las Llanuras Quebradas. Estaba cada vez más convencido de que en ese lugar había una antigua Puerta Jurada sin bloquear. A través de ella, Gavilar podría encontrar la mítica Urithiru, y allí, los antiguos registros.
Nada le impediría encontrar las Palabras correctas. Ya estaba cerca. Tenía casi al alcance de la mano aquello que todo ser humano deseaba en secreto, pero que solo diez de ellos habían logrado jamás. La vida eterna, y un legado que abarcara milenios… porque uno mismo estaría presente para darle forma.
No es una cosa tan grandiosa como crees, dijo el spren. Y eso hizo pensar a Gavilar. El Padre Tormenta no podía leerle la mente, ¿verdad? No. No, ya había hecho experimentos al respecto. El spren no conocía sus pensamientos más íntimos, sus planes más profundos. Porque si supiera las intenciones de Gavilar, no se prestaría a colaborar con él.
—¿El qué? —preguntó Gavilar, devolviendo el libro a su sitio.
La inmortalidad, dijo el Padre Tormenta. Desgasta a hombres y mujeres, erosiona mentes y almas. Los Heraldos han perdido el juicio, por dolencias antinaturales de la psique exclusivas de entidades tan antiguas como ellos.
—¿Cuánto tiempo tardó en ocurrir? —preguntó Gavilar—. ¿Cuánto tardaron en aparecer los síntomas?
Cuesta saberlo. Mil años, tal vez dos mil.
—Entonces, tengo ese tiempo para encontrar una solución —replicó Gavilar—. Un plazo mucho más razonable que el siglo, con suerte, del que dispone un mortal, ¿no te parece?
No te he prometido ese don. Supones que es lo que te ofrezco, pero tan solo busco un campeón. De todos modos, dime, ¿aceptarías pagar el precio de convertirte en Heraldo? Todos aquellos a quienes conoces serían polvo cuando regresaras.
Y allá iba la mentira.
—El deber de un rey es para con su pueblo —dijo—. Al convertirme en Heraldo, podré salvaguardar Alezkar de un modo que jamás lo ha hecho ningún monarca anterior. Soportaré los sufrimientos personales que ello entrañe. Y si muero —añadió Gavilar, citando El camino de los reyes—, lo haré habiendo vivido bien mi vida. No es el destino lo que importa, sino cómo se llega a él.
Esas palabras no son aceptadas, dijo el spren. Intentar adivinarlas no te llevará a las Palabras, Gavilar.
Bueno, pero las Palabras estaban en algún lugar de ese volumen. Resguardadas entre la moralina mojigata como un espinablanca en los zarzales. Gavilar Kholin no era un hombre acostumbrado a perder. La gente recibía lo que esperaba. Y él no esperaba solo la victoria, sino la divinidad.
El guardia llamó a la puerta con delicadeza. ¿Ya era la hora? Gavilar le dijo a Tearim que pasara y el guardia lo hizo. Esa noche llevaba la armadura esquirlada del propio Gavilar.
—Mi señor —dijo Tearim—, vuestro hermano está aquí.
—¿Qué? ¿No traes a Restares? ¿Cómo me ha encontrado Dalinar?
—Sospecho que nos ha visto montando guardia, majestad.
Vaya, hombre.
—Que pase —dijo Gavilar.
El guardia se retiró. Un segundo después, Dalinar irrumpió desde el pasillo con la elegancia de un chull de tres patas. Dio un portazo y bramó:
—¡Gavilar! Quiero ir a hablar con los parshendi.
Gavilar inhaló una bocanada lenta y profunda.
—Hermano, la situación es muy delicada y no nos interesa ofenderlos.
—No los ofenderé —masculló Dalinar.
Llevaba puesta su takama, con la túnica del anticuado atavío de guerrero abierta y dejando ver su poderoso pecho, que ya lucía algunas canas. Dalinar apartó a Gavilar y se dejó caer en la silla del escritorio.
Pobre silla.
—¿Por qué te importan siquiera, Dalinar? —preguntó Gavilar llevándose la mano derecha a la frente.
—¿Por qué te importan a ti? —replicó su hermano—. Este tratado, este repentino interés por sus tierras… ¿Qué estás planeando? Dímelo.
«Mi querido y directo Dalinar. Tan sutil como una jarra de blanco comecuernos. E igual de listo».
—Dímelo a las claras —prosiguió Dalinar—. ¿Pretendes conquistarlos?
—¿Por qué iba a firmar un tratado si fuera esa mi intención?
—No lo sé —dijo Dalinar—. Es que… no quiero que les pase nada. Me caen bien.
—Son parshmenios.
—Me caen bien los parshmenios.
—Ni siquiera te has fijado nunca en un parshmenio a menos que tardara demasiado en traerte la bebida.
—Estos tienen algo —dijo Dalinar—. Me provocan… una afinidad.
—Bobadas. —Gavilar fue a la mesa y se inclinó junto a su hermano—. Dalinar, ¿qué te está pasando? ¿Dónde está el Espina Negra?
—Quizá esté cansado —respondió Dalinar—. O cegado. Por el hollín y las cenizas de los muertos, siempre en la cara…
¿Ya estaba otra vez Dalinar lloriqueando por la Grieta? Menudo incordio. Restares llegaría en cualquier momento, y luego… luego estaba Thaidakar. Cuántos cuchillos que mantener perfectamente equilibrados sobre la punta, para evitar que resbalaran y cortaran a Gavilar. No podía ocuparse de Dalinar y sus crisis de conciencia en ese momento.
—Hermano —dijo Gavilar—, ¿qué diría Evi si te viera así?
Era una lanza afilada con esmero y clavada por su mano experta en las tripas de Dalinar. Los dedos de su hermano aferraron la mesa y se encogió al oír el nombre.
—Ella querría que te alzaras como un guerrero —dijo Gavilar suavemente—. Y que protegieras Alezkar.
—Eh… —susurró Dalinar—. Ella…
Gavilar le tendió la mano y tiró de su hermano para levantarlo antes de acompañarlo a la puerta.
—Mantente firme.
Dalinar asintió, con la mano en el pomo.
—Ah —dijo Gavilar—. Otra cosa, hermano. Esta noche debes cumplir los Códigos. Hay algo extraño en el viento.
Los Códigos prohibían beber cuando la batalla pudiera ser inminente. Era solo un empujoncito para recordarle a Dalinar que era un banquete, y que tendría a mano cantidades ingentes de vino. Aunque Dalinar seguía pensando que nadie sabía que había matado a Evi, Gavilar había descubierto la verdad, lo que le permitía llevar a la práctica aquellas sutiles manipulaciones.
Dalinar había salido por la puerta un momento después, su lento y maleable cerebro centrado, con toda probabilidad, solo en dos cosas. La primera, lo que había hecho a Evi. La segunda, buscar algo lo bastante fuerte como para olvidar la primera.
Cuando Dalinar se hubo alejado pasillo abajo, Gavilar le hizo un gesto a Tearim para que se acercara. El guardia era miembro de los Hijos de Honor, un grupo que constituía un cuchillo más entre los que Gavilar mantenía en equilibrio, pues era imperativo evitar que supieran que sus planes se le habían quedado pequeños.
—Sigue a mi hermano —dijo Gavilar—. Que sea sutil, pero asegúrate de que tenga algo de beber. Podrías llevarlo a las reservas secretas que guarda mi esposa, por ejemplo.
—Ya me ordenasteis hacerlo hace unos meses, mi señor —respondió Tearim con un susurro—. Me temo que allí ya no queda mucho. Le gusta compartir con sus soldados.
—Bueno, búscale algo —insistió Gavilar—. Ya les abriré yo la puerta a Restares y los demás cuando lleguen. Vete.
El soldado hizo una inclinación y se marchó en la misma dirección que Dalinar, estruendoso en su armadura esquirlada. Gavilar cerró la puerta con firmeza. No se sorprendió al sentir la voz del Padre Tormenta entrando en su mente.
Ese hombre tiene un potencial que no alcanzas a ver.
—¿Dalinar? Por supuesto que lo tiene. Si me las ingenio para mantenerlo apuntado en la dirección correcta, quemará naciones enteras.
Gavilar solo tenía que hincharlo a alcohol el resto del tiempo, para que no quemara la suya.
Podría ser más de lo que crees.
—Dalinar es un instrumento grandote, romo y estúpido que aplicar a los problemas hasta romperlos —afirmó Gavilar.
Se estremeció al recordar la vez que vio acercarse a su hermano por un campo de batalla. Empapado en sangre. Con unos ojos que parecían resplandecer rojizos dentro del yelmo, anhelando la vida que tenía Gavilar…
Ese fantasma lo acosaba. Por suerte, el hombre era un borrachín amable, tanto el dolor de su hermano como su adicción lo hacían bastante fácil de controlar.
Al poco tiempo Gavilar se vio interrumpido por otra llamada a la puerta. La abrió él mismo y no encontró a nadie fuera. Entonces el Padre Tormenta le siseó una advertencia en la mente que le heló la sangre.
Cuando se volvió de nuevo hacia el interior, el viejo Thaidakar estaba allí. El Señor de las Cicatrices en persona, una figura embozada en una capa con capucha, raída por la parte de abajo. Tormentas.
—Se me hicieron promesas —dijo Thaidakar, su rostro oculto por la capucha—. Te he proporcionado información, Gavilar, de la más valiosa que existe. Como pago, te solicité a un solo hombre. ¿Cuándo vas a entregarme a Restares?
—Pronto —respondió Gavilar—. Necesito ganarme su confianza antes.
—A mí me da la impresión —dijo Thaidakar— de que estás menos interesado en nuestro trato que en tus propios motivos. Me da la impresión de que te dirigí hacia algo de gran valor que has decidido quedarte para ti solo. Me da la impresión de que estás jugando a algo.
—Pues a mí me da la impresión —replicó Gavilar, dando un paso hacia la figura encapuchada— de que no estás en posición de exigir nada. Me necesitas. Así que ¿por qué no… seguimos jugando?
Thaidakar se quedó quieto un momento. Luego, con un suspiro, levantó las manos enguantadas y se quitó la capucha. Gavilar se quedó petrificado, pues, aunque habían hablado en varias ocasiones, nunca había visto el rostro de ese hombre.
Thaidakar estaba hecho por completo de una tenue luz blanquiazul. Era más joven de lo que Gavilar había supuesto, de mediana edad, no el viejo decrépito por el que lo había tomado. Tenía un gran clavo, también azul, atravesándole un ojo. La punta asomaba por la parte trasera del cráneo. ¿Sería alguna clase de spren?
—Gavilar —dijo Thaidakar—, ve con cuidado. No eres inmortal todavía, pero has empezado a jugar con fuerzas que despedazan a los mortales por sus mismos ejes.
—¿Sabes cuáles son? —preguntó Gavilar, ansioso—. ¿Las palabras más importantes que pronunciaré jamás?
—No —respondió Thaidakar—. Pero escucha: nada de esto es lo que tú crees. Entrega a Restares a mis agentes y yo te ayudaré a recuperar los antiguos poderes.
—Eso ya lo tengo superado —afirmó Gavilar.
—No se puede «superar» la marea, Gavilar —replicó Thaidakar—. O nadas a su favor o se te lleva. Nuestros planes ya están en marcha. Aunque, siendo sincero, tampoco estoy seguro de que hiciéramos gran cosa. Esa marea iba a llegar de todos modos.
Gavilar dio un gruñido.
—Bueno, pues yo pretendo…
Lo interrumpió la transformación de Thaidakar. Su cara se derritió, dejando solo una simple esfera que flotaba en el aire, con una especie de runa arcana en el centro. La capa, el cuerpo y los guantes se esfumaron por completo en volutas de humo que terminaron evaporándose.
Gavilar no podía apartar la mirada. Aquello… aquello se parecía mucho a lo que había leído sobre los poderes de los Tejedores de Luz. Caballeros Radiantes. ¿Sería Thaidakar…?
—Sé que hoy vas a reunirte con Restares —dijo la esfera, vibrando, ya que no tenía boca—. Prepáralo y entrégaselo a mis agentes para que lo interroguen. O atente a las consecuencias. Te estoy dando un ultimátum, Gavilar. No te interesa ser mi enemigo.
La esfera de luz se encogió y se volvió casi transparente mientras se desplazaba hacia la puerta, y entonces descendió y salió por el hueco entre ella y el suelo.
—¿Qué era eso? —preguntó Gavilar con brusquedad al Padre Tormenta, enervado.
Algo peligroso, respondió el spren en su mente.
—¿Radiante?
No. Similar, pero no.
Gavilar se descubrió temblando. Lo cual era estúpido. Era un tormentoso rey, que pronto se transformaría en semidiós. Tenía un destino; no iba a permitir que lo pusieran nervioso unos trucos baratos y unas amenazas vagas. Aun así, apoyó la mano en la mesa, respiró hondo y sus dedos perturbaron unas cuantas notas y diagramas de la última obsesión mecánica de su esposa. No por primera vez, se preguntó si Navani podría resolver aquel interrogante. Añoraba cómo conspiraban en el pasado. ¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez que rieron todos juntos, Ialai, Navani, Sadeas y él?
Por desgracia, aquel secreto no eran de los que se compartían. Tanto Ialai como Sadeas le arrebatarían el premio si pudieran, y Gavilar no se lo reprocharía. Navani, en cambio… ¿Trataría ella de tomar la inmortalidad para sí misma? ¿Comprendería siquiera su valor? Era muy inteligente, muy astuta para ciertas cosas. Y, sin embargo, cuando Gavilar le hablaba de su aspiración a un legado más grandioso, Navani se perdía en los detalles. Rechazaba pensar en la montaña porque se preocupaba de dónde situar las estribaciones.
Gavilar lamentaba la distancia entre ellos. Aquella frialdad que crecía como… bueno, mejor dicho, que ya había crecido como una mala hierba sobre su matrimonio. Pensarlo le provocó una punzada de dolor en el corazón. Debería…
«Todos aquellos a quienes conoces serían polvo cuando regresaras».
Tal vez fuese mejor así.
Tenía planes para mitigar la longitud de su ausencia de aquel mundo, pero quizá requirieran varios intentos para perfeccionarlos. Por tanto… tal vez cuantos menos apegos tuviera, mejor. Así el corte sería más limpio. Como hecho por una hoja esquirlada.
Se obligó a volver a sus planes, y estaba bien preparado cuando llegó Restares. El hombre, de pelo ralo, no llamó a la puerta. Se limitó a asomar la cabeza para comprobar nervioso todas las esquinas antes de pasar al interior. Entró seguido por una sombra: un makabaki alto e imperioso, con una marca de nacimiento en una mejilla. Gavilar había dado instrucciones a los sirvientes de que los trataran a ambos como a «embajadores», pero aún no había tenido ocasión de hablar con aquel segundo hombre, a quien no conocía.
Caminaba con una cierta… firmeza. Rigidez. No era un hombre de los que cedían terreno. Ni al viento, ni a la tormenta, ni muchísimo menos a otras personas.
—Gavilar Kholin —dijo el hombre.
Ni le tendió la mano ni se inclinó ante él. Trabaron la mirada. Impresionante. Gavilar había esperado… bueno, a alguien más parecido a Restares.
—¿Una copa? —ofreció Gavilar, señalando hacia el aparador.
—No —dijo el hombre, sin agradecimientos ni cumplidos. Interesante. Intrigante.
Restares correteó hacia las botellas como un niño hacia unos dulces. Incluso a aquellas alturas, incluso después de unirse a aquella nueva encarnación de los Hijos de Honor, Gavilar encontraba a Restares… extraño. El hombre bajito y medio calvo olisqueó todos los vinos. Jamás había confiado en bebida alguna estando en presencia de Gavilar, pero las comprobaba siempre de todos modos. Como si quisiera encontrar veneno, para demostrarse a sí mismo que su paranoia estaba justificada.
—Lo siento —dijo Restares, estrujándose las manos, sin separarse de las botellas—. Lo siento. Hoy no… no tengo sed, Gavilar. Lo siento.
Gavilar ya estaba cerca de descartarlo y tomar el control de los Hijos de Honor. Solo que algunos de los demás, como Amaram, lo respetaban. Y además… ¿por qué estaba Thaidakar tan interesado en Restares? Sin duda, no podía ser alguien importante de verdad. Tal vez su amigo alto fuese el verdadero poder. ¿Era posible que hubieran logrado mantener engañado a Gavilar durante dos años sobre algo tan crucial?
—Me alegro de que aceptaras que nos reunamos —dijo Restares—. Sí, hum. Porque… hum. Bueno… anuncio. Tengo un anuncio que hacer.
Gavilar frunció el ceño.
—¿Qué sucede?
—He oído —dijo Restares— que pretendes, hum, ¿restaurar a los Portadores del Vacío?
—Tú fundaste los Hijos de Honor, Restares —repuso Gavilar—, para recuperar los antiguos juramentos y restaurar los Caballeros Radiantes. Bueno, desaparecieron a la vez que los Portadores del Vacío. Por tanto, si traemos de vuelta a los Portadores del Vacío, los poderes deberían regresar.
«Y lo más importante de todo —pensó—, los Heraldos volverán desde la tierra de los muertos para capitanearnos de nuevo. Lo que me permitirá usurpar un puesto entre ellos».
—No, no, no —dijo Restares, con una firmeza muy poco propia de él—. ¡Yo quería que regresara el honor de la humanidad! Quería que explorásemos lo que había hecho tan grandiosos a esos Radiantes. Antes de que las cosas se torcieran. —Se pasó la mano por el ralo cabello, sin cruzar la mirada con Gavilar—. Antes de que… yo… las torciera…
»Deberíamos… dejar de intentar restaurar los poderes —prosiguió Restares, pero su voz iba languideciendo, y miró a su adusto amigo como en busca de apoyo—. No podemos… permitirnos otro Retorno…
—Restares —dijo Gavilar, avanzando hacia el hombrecillo—. ¿Qué te pasa? ¿Hablas de traicionar todo en lo que creemos? —«O al menos, en lo que fingimos creer». Gavilar se situó con sutileza para cernirse sobre Restares—. ¿Has oído hablar de un hombre llamado Thaidakar?
Restares alzó la mirada y se le ensancharon los ojos.
—Está buscándote —dijo Gavilar—. Hasta ahora te he protegido. ¿Qué es lo que quiere de ti, Restares?
—Secretos —susurró Restares—. Ese hombre… no soporta… que nadie guarde secretos.
—¿Qué secretos? —preguntó Gavilar con firmeza, haciendo que Restares se encogiera—. Ya he soportado tus mentiras bastante tiempo. ¿Qué está pasando? ¿Qué pretende Thaidakar?
—Sé dónde está escondida —susurró Restares—. Dónde está su alma. Ba-Ado-Mishram. La Otorgadora de Formas. La que podría rivalizar con él. Aquella a la que… traicionamos.
¿Ba-Ado-Mishram? ¿Qué importancia podía tener para Thaidakar una Deshecha? Como pieza del rompecabezas, tenía una forma muy rara. Gavilar abrió la boca para hablar, pero entonces una mano lo agarró por el hombro, con dedos como tenazas. Se volvió y encontró al amigo makabaki de Restares detrás de él.
—¿Qué has hecho? —preguntó el hombre, con una voz gélida—. Gavilar Kholin, ¿qué actos has emprendido para lograr ese objetivo tuyo, hacia el que mi amigo cometió el error de encaminarte?
—No te haces una idea —dijo Gavilar, mirando al desconocido a los ojos hasta que por fin le soltó el hombro. Se sacó un saquito del bolsillo y, con gesto casual, dejó caer una selección de esferas y gemas a la mesa—. Estoy cerca. ¡Restares, no te vengas abajo ahora!
El desconocido las miró mientras se le separaban los labios. Extendió la mano hacia una de las esferas que brillaban con una luz oscura, casi invertida, de color violeta. Una luz imposible, un color que no debería existir. Cuando el desconocido tuvo cerca los dedos, los retiró de sopetón y miró a Gavilar con los ojos muy abiertos.
—Eres un necio —dijo el hombre—. Un necio de remate que embiste hacia la alta tormenta con un palo, pretendiendo combatirla. ¿Qué has hecho? ¿De dónde has sacado luz del vacío?
Gavilar sonrió. Ninguno de ellos sabía nada sobre el erudito secreto que mantenía en reserva. Un maestro de todo lo científico. Un hombre que no pertenecía ni a los Sangre Espectral ni a los Hijos de Honor.
Un hombre de otro mundo.
—Ya está en marcha —dijo Gavilar, lanzando una mirada hacia Restares—. Y el proyecto ha sido un éxito.
A Restares se le iluminó el semblante.
—¿Lo… lo ha sido? ¿Esa luz es…? —Se volvió en dirección a su amigo—. ¡Podría funcionar, Nale! Podríamos traerlos de vuelta y entonces destruirlos. Podría funcionar.
«Nale». Ay, tormentas. Gavilar sabía, aunque trataba de no pensar en ello, que Restares fingía ser un Heraldo para impresionar a los demás. El hombrecillo no sabía que Gavilar había entablado relación con el Padre Tormenta, quien le había dicho la verdad: que todos los Heraldos habían muerto hacía mucho tiempo y habían ido a Braize.
¿Así que aquel desconocido se hacía pasar por Nalan, Heraldo de la Justicia? Lo cierto era que… el aspecto sí que lo tenía. En muchas representaciones, Nalan aparecía como un imperioso makabaki. Y aquella marca de nacimiento… guardaba un sorprendente parecido con la que Gavilar había visto en varios de los cuadros más antiguos.
Pero no. Era absurdo. Si creyera aquello, tendría que creer también que Restares, nada menos, era un Heraldo.
El desconocido aún le sostenía la mirada a Gavilar. Inmóvil, con la expresión gélida. Un monolito en vez de un hombre.
—Esto es demasiado peligroso —dijo.
Gavilar no dejó de mirarlo. El mundo se plegaría a sus deseos. Siempre lo había hecho hasta entonces.
—Pero tú eres —terminó diciendo el hombre con un paso atrás— el rey. Tu voluntad… es la ley… en este territorio.
—Sí —respondió Gavilar—. Correcto. Restares, tengo más buenas noticias. Podemos transportar luz del vacío procedente de la tormenta al Reino Físico. Incluso podemos trasladarla de aquí a Condenación, como tú querías.
—Es una manera —dijo Restares, mirando a Nale—. Una forma… de escapar, quizá…
Nale hizo un gesto hacia los objetos de la mesa.
—Pero poder llevarlos y traerlos desde Braize no significa nada. Está demasiado próximo para suponer una distancia relevante.
—Era impensable hace solo unos pocos años —dijo Gavilar—. Esto demuestra que es posible. La Conexión no está cercenada y la caja permite los desplazamientos. Todavía no tan lejos como querríais, pero en algún punto debemos empezar el trayecto.
No estaba seguro de por qué Restares anhelaba tanto ser capaz de trasladar la luz por Shadesmar. Thaidakar también quería esa información. Una forma de transportar luz tormentosa, y también aquella nueva luz del vacío, a largas distancias. Mientras reflexionaba sobre eso, Gavilar vio algo. La puerta estaba entreabierta. Había un ojo observando desde fuera.
Condenación. Era Navani. ¿Cuánto había oído?
—Marido mío —dijo ella, entrando de inmediato en el estudio—, hay invitados esperándote en el recibidor. Parece que has perdido la noción del tiempo.
Gavilar contuvo su furia por descubrir que Navani lo espiaba y se volvió hacia Restares y su amigo.
—Caballeros, voy a tener que ausentarme.
Restares volvió a pasarse la mano por el ralo cabello.
—Quiero saber más sobre el proyecto, Gavilar. Y deberías saber que hay otra de los nuestros aquí esta noche. Antes he distinguido su obra.
¿Otra qué? Otra Hija de Honor.
No, Restares se refería a otra Heraldo. Cada vez deliraba más.
—Tengo que reunirme en breve con Meridas y los demás —dijo Gavilar con calma, tranquilizando a Restares—. Deberían tener más información que proporcionarme. Podemos volver a hablar después de eso.
—No —gruñó el makabaki—. Dudo que lo hagamos.
—¡Aquí hay más, Nale! —exclamó Restares, aunque fue tras su amigo cuando Gavilar los llevó hacia la puerta—. ¡Esto es importante! Quiero dejarlo. Es la única forma de…
Gavilar cerró la puerta. Entonces se volvió hacia su esposa. Condenación, ya debería saber que no había que interrumpirlo. Ya debería…
Tormentas. El vestido era hermoso, su cara aún más, incluso enfadada. Incluso mirándolo con aquellos ojos chispeantes, cuando casi parecía rodeada de un halo ígneo.
De nuevo, se lo planteó.
De nuevo rechazó la idea.
Si iba a ser un dios, lo mejor era romper lazos. El sol podía amar a las estrellas. Pero jamás como sus iguales.
Un poco más tarde, tras ocuparse de Navani, Gavilar se escabulló de nuevo. A sus aposentos esa vez, donde podría afrontar lo que había descubierto.
—Cuéntame —dijo, cruzando la mullida alfombra hasta el mapa de Roshar extendido en la mesa—. ¿Por qué está Thaidakar tan interesado en Ba-Ado-Mishram?
El Padre Tormenta creó una ondulación en el aire al lado de Gavilar, con la forma aproximada de una persona, pero imprecisa. Como el aire que titilaba sobre las piedras cuando hacía mucho calor.
Ella creó a vuestros parshmenios sin pretenderlo, respondió el spren. Hace mucho tiempo, justo antes de la Traición, Mishram intentó alzarse y reemplazar a Odium, otorgando poderes a los Portadores del Vacío.
—Qué curioso —dijo Gavilar—. ¿Y luego?
Y luego… cayó. Era una entidad demasiado pequeña para sostener a un pueblo entero. Todo se derrumbó, de modo que algunos Radiantes valerosos atraparon a Mishram en una gema para impedirle destruir todo Roshar. Un efecto secundario de ello creó a los parshmenios.
Los sencillos parshmenios. Eran los Portadores del Vacío. Un delicioso secreto que le había sonsacado al Padre Tormenta unas semanas antes. Gavilar fue paseando hasta la librería, donde el fervoroso Rushur Kris le había dejado uno de aquellos nuevos fabriales calentadores. Lo sacó de su envoltorio de tela y lo sopesó.
Gavilar había encontrado un modo de traer a vacíospren a través de Shadesmar hasta ese mundo, utilizando gemas y cajas de aluminio. ¿Quién iba a pensar que el campo de estudio al que se había aficionado Navani resultaría tan útil? Y si esa conspiradora de Axindweth se le escapaba de entre los dedos, tendría que hacer la siguiente parte sin ella. Contaba con su erudito, aunque, en realidad, Gavilar estaba perplejo por esa luz que estaba creando… ¿Una luz que de algún modo podía matar a los Portadores del Vacío? ¿Cómo había logrado Vasher hacer…?
Le pareció oír un tenue crepitar procedente del Padre Tormenta. ¿Relámpago? Qué mono.
—Nunca te has opuesto a lo que estoy haciendo —dijo Gavilar—. Cualquiera habría pensado que devolver a los Portadores del Vacío chocaría de frente con tu misma naturaleza.
En ocasiones la oposición es necesaria, respondió el Padre Tormenta. Necesitarás a alguien contra quien luchar, si te conviertes en campeón.
—Dámelo —dijo Gavilar—. Ya. Hazme Heraldo. Lo necesito.
El Padre Tormenta volvió una cabeza resplandeciente en su dirección.
Casi las tenías.
—¿Cuáles, esas? —preguntó Gavilar—. ¿Una exigencia?
Qué cerca. Y qué lejos.
Gavilar sonrió, todavía sopesando el fabrial y pensando en el llamaspren atrapado dentro. El Padre Tormenta estaba cada vez más suspicaz, más hostil. Si todo salía mal… ¿podría atrapar al propio Padre Tormenta en uno de esos?
Al poco tiempo llegó Amaram con un grupo reducido de personas: dos hombres, dos mujeres. Uno era el lugarteniente de Amaram. Los otros tres serían incorporaciones recientes e importantes a los Hijos de Honor, gente invitada al banquete y a la que se había concedido una audiencia exclusiva con el rey después. Era una molestia, pero merecía la pena. Gavilar identificó a las dos mujeres por las notas que tenía, pero no al hombre más mayor, que vestía con túnica. ¿Quién sería? ¿Un predicetormentas? A Amaram le gustaba tenerlos cerca para que le enseñaran su escritura, que le permitía conservar cierta fachada de devoción vorin. Era importante para él.
Gavilar saludó a los invitados uno por uno y, al llegar al anciano, algo encajó en su mente. Era Taravangian, el rey de Kharbranth, conocido como un hombre de escasa importancia y aptitud. Gavilar le lanzó una mirada a Amaram. Sin duda, no invitarían a aquel hombre a su círculo de confianza; debían buscar al poder que gobernaba Kharbranth en secreto. Lo más probable era que fuese una de entre dos mujeres, según informaban los espías de Gavilar.
Amaram asintió. De modo que Gavilar les dio su discurso acerca de juramentos del pasado y Radiantes, de glorias pasadas y brillantes futuros. Era un buen discurso, pero empezaba a rechinarle. Antaño, sus palabras habían inspirado a las tropas; de un tiempo a esa parte, se pasaba la vida de reunión en reunión. Al terminar, dejó que la gente se sirviera algo de beber.
—Meridas —susurró Gavilar, llevándose a Amaram a un lado—, estas reuniones se me están haciendo pesadas. Mi experimento ha sido un éxito. Dispongo del arma.
Amaram se sobresaltó y luego habló en voz baja.
—Queréis decir…
—Sí. En cuanto traigamos de vuelta a los Portadores del Vacío, tendremos una nueva forma de combatirlos.
—O una nueva forma de controlarlos —susurró Amaram.
Vaya, eso sí que era una novedad. Gavilar estudió a su amigo, consideró la ambición que sugerían esas palabras. «Así me gusta, Amaram».
—Debemos restaurar las Desolaciones —dijo Gavilar—. Cueste lo que cueste. Es la única manera.
—Coincido —respondió Amaram—. Ahora más que nunca. —Titubeó un momento—. Mis esfuerzos con vuestra hija no han dado fruto antes. Creía que teníamos un acuerdo.
—Solo necesitas más tiempo, amigo mío. Para ganártela.
Amaram anhelaba el trono igual que Gavilar anhelaba la inmortalidad. Y quizá Gavilar lo recompensara con él. Elhokar, desde luego, no merecía ser rey. Era precisamente lo contrario al legado que Gavilar quería dejar.
Envió a Amaram a hablar con los demás. Cuando hubieran disfrutado de las bebidas, Gavilar les daría otro discurso breve. Y luego podría pasar a otros… Frunció el ceño, reparando en que uno de los recién reclutados no conversaba con los demás. El anciano, Taravangian, estaba contemplando el mapa de Roshar. Los otros se rieron con algo que dijo Amaram. Taravangian ni siquiera desvió la mirada hacia el sonido.
Gavilar fue hacia él con paso firme, pero, antes de poder hablar, Taravangian susurró:
—¿No dudáis nunca sobre la vida que estamos dándoles? ¿A nuestros súbditos?
Gavilar no estaba acostumbrado a que la gente, y mucho menos un desconocido, se dirigiera a él con tanta familiaridad. Pero, por otra parte, el tal Taravangian se consideraba un rey, y quizá el igual de Gavilar. Era una noción ridícula, teniendo en cuenta que Taravangian gobernaba solo una pequeña ciudad.
—Ahora mismo me preocupan menos sus vidas —repuso Gavilar— que lo que está por venir.
Taravangian asintió, con expresión pensativa.
—Ha sido un discurso inspirador —dijo—. ¿De verdad creéis en ello?
—¿Lo habría pronunciado de no ser así?
—Por supuesto que lo haríais. Un rey dice aquello que necesite decirse. ¿No sería estupendo que siempre fuese lo que de verdad cree? —Miró a Gavilar, sonriente—. ¿De veras creéis que los Radiantes pueden volver?
—Sí —respondió Gavilar—. Lo creo.
—Y no sois ningún idiota —dijo Taravangian, meditabundo—. Por tanto, tendréis un buen motivo.
Gavilar se descubrió revisando su opinión anterior. Un rey pequeño seguía siendo rey. Quizá, de entre todos los dignatarios que había en la ciudad esa noche, tenía delante a uno que, por poco que fuese, comprendía lo que se exigía de un hombre estrujado entre la corona y el trono.
—Se avecina un peligro —dijo Gavilar en voz baja, sorprendido por su propia sinceridad—. Para esta tierra. Este mundo. Un peligro de tiempos antiguos.
Taravangian entornó los ojos.
—No es solo una Desolación lo que debemos temer —prosiguió Gavilar—. Vienen ellos. La tormenta eterna. La Noche de las Penas.
Taravangian lo sorprendió al palidecer.
Ese hombre creía. Gavilar acostumbraba a sentirse un poco tonto cuando intentaba explicar los peligros verdaderos que le había revelado el Padre Tormenta, como el duelo de campeones por el destino de Roshar. Temía que la gente lo tomara por loco. Y, sin embargo, aquel hombre… ¿le creía?
—¿Dónde habéis oído esas palabras? —preguntó Taravangian.
—Me parece que no os lo creeríais si os lo dijera.
—¿Me creeréis vos a mí? —dijo Taravangian—. Hace diez años, mi madre falleció por sus tumores. Frágil, tendida en su cama, con demasiados perfumes esforzándose en ahogar el hedor de la muerte. Me miró en sus últimos momentos… —Alzó los ojos hacia Gavilar—. Y me susurró: «Me hallo ante él, sobre el mismísimo mundo, y dice la verdad. La desolación está cerca… La tormenta eterna. La Noche de las Penas». A los pocos segundos, había muerto.
—He… oído hablar de eso —reconoció Gavilar—. Las palabras proféticas de los muertos.
—¿Dónde oísteis vos esas palabras? —preguntó Taravangian, casi suplicando—. Por favor.
—Tengo visiones —dijo Gavilar, sincero—. Me las envía el Todopoderoso. Para que nos preparemos. —Miró hacia el mapa—. Por los Heraldos, ojalá pueda convertirme en la persona que debo ser para impedir lo que se aproxima…
Que el Padre Tormenta viese la franqueza de Gavilar. Tormentas… de pronto, él mismo la sintió. Allí de pie con aquel pequeño rey, de verdad la sintió. Nunca antes, desde que empezara todo aquello, se le había pasado por la cabeza la posibilidad de no estar a la altura de la tarea.
«Quizá —pensó— debería animar a Dalinar para que retome su entrenamiento. Recordarle que es un soldado». Tenía el claro presentimiento de que, más pronto que tarde, iba a necesitar de nuevo al Espina Negra.
Se acerca alguien a tu puerta, le advirtió el Padre Tormenta. Una de los oyentes. Eshonai. Hay algo en ella que…
¿Una parshendi? Gavilar recobró la compostura. Hizo salir a Taravangian, Amaram y los demás, feliz por librarse de aquel viejo extraño y sus ojos inquisitivos. Si en teoría era un tipo mediocre, ¿por qué ponía tan nervioso a Gavilar?
Eshonai entró, invitada por Amaram en nombre del rey. La conversación con la parshmenia fue como la seda. Gavilar la manipuló, a ella y en consecuencia también a su gente. Preparándolos a todos para el papel que deberían desempeñar.
Gavilar se notó cansado en el banquete, después de que se firmara el tratado, y se retiró a sus aposentos. Se hundió en una mullida butaca junto al balcón y dio un largo suspiro. En sus primeros tiempos como caudillo, nunca se habría permitido el lujo de la blandura. Por aquel entonces cometía el error de pensar que apreciar algo blando lo ablandaría también a él.
Era un defecto común entre los hombres que deseaban mostrarse fuertes. No era una debilidad relajarse. Al temerlo tanto, estaban concediendo poder sobre ellos a cosas sencillas.
El aire titiló ante él.
—Un día ocupado —dijo Gavilar.
Sí.
—El primero de muchos. Pronto organizaré otra expedición a las Llanuras Quebradas. Sacaremos partido a este tratado para obtener guías y que nos lleven hacia el centro. Hacia Urithiru.
El Padre Tormenta no respondió. Gavilar no estaba seguro de si podría decirse que el spren tenía maneras humanas. Pero ese día… con esa postura medio vuelta para darle la espalda, insinuada en la deformación del aire… con ese silencio…
—¿Te arrepientes de haberme escogido? —preguntó Gavilar.
Me arrepiento de cómo te he tratado, dijo el Padre Tormenta. No debí ser tan complaciente. Eso te ha vuelto perezoso.
—¿Esto es ser perezoso? —replicó Gavilar, obligándose a sonar divertido para ocultar su irritación.
No reverencias el puesto que ansías, afirmó el Padre Tormenta. Siento… que no eres el campeón que necesito. Tal vez… lleve todo este tiempo equivocado.
—Decías que esa tarea de hallar un campeón te fue encomendada —dijo Gavilar—. Por Honor.
Es cierto. No hablo a la manera humana. Pero, de todos modos, si te conviertes en Heraldo, sufrirás la tortura entre Retornos. ¿Cómo es que eso no te perturba?
Gavilar se encogió de hombros.
—Me rendiré y ya está.
¿Qué?
—Me rendiré —repitió Gavilar, levantándose de la butaca—. ¿Por qué quedarme a que me torturen y quizá perder la cordura? Me rendiré cada vez y regresaré de inmediato.
Los Heraldos permanecen en Condenación para mantener retenidos a los Portadores del Vacío. Para impedir que arrasen el mundo. Para…
—En ese caso, los Heraldos son los diez locos —lo interrumpió Gavilar, mientras se servía una copa de la redoma que tenía cerca del balcón—. Si no puedo morir, seré el rey más grandioso que jamás haya conocido este mundo. ¿Por qué apresar mis conocimientos y mi liderazgo?
Para detener la guerra.
—¿Por qué querría detener una guerra? —preguntó Gavilar, divertido de verdad—. La guerra es el camino a la gloria, a que nuestros soldados entrenen para recuperar los Salones Tranquilos. Mis tropas deberían ganar experiencia, ¿no te parece? —Se volvió de nuevo hacia el resplandor, dando un sorbo de vino naranja—. No temo a esos Portadores del Vacío. Que se queden aquí y luchen. Y si renacen, nunca se nos terminarán los enemigos a los que matar.
El Padre Tormenta no respondió. Y Gavilar volvió a tratar de sacar conclusiones a partir de su postura. ¿El Padre Tormenta estaba orgulloso de él? En opinión de Gavilar, aquella era una solución elegante; no comprendía cómo no se les había ocurrido nunca a los Heraldos. Quizá fueran unos cobardes.
Ah, Gavilar, dijo el Padre Tormenta. Ahora comprendo mi error de cálculo. Toda tu educación religiosa… creada a partir de las mentiras sobre el Aharietiam y los fracasos del propio Honor… te ha llevado a esa conclusión.
Condenación. El Padre Tormenta no estaba satisfecho. De pronto, aquello le pareció horriblemente injusto. Allí estaba, bebiéndose aquel espantoso líquido que pasaba por vino con tal de cumplir los ridículos Códigos, haciendo toda ofrenda posible en nombre de la religión, ¿y aun así no bastaba?
—¿Qué debo hacer para servir? —preguntó Gavilar.
No lo entiendes, dijo el Padre Tormenta. Esas no son las Palabras, Gavilar.
—Entonces, ¿cuáles son las tormentosas Palabras? —exclamó, estrellando la copa contra la mesa, haciéndola añicos, salpicando de vino la pared—. ¿Quieres que salve este planeta? ¡Pues ayúdame! ¡Explícame lo que estoy diciendo mal!
No es por lo que dices.
—Pero…
De pronto, el Padre Tormenta flaqueó. El relámpago palpitó a través de su forma titilante, iluminando la habitación de Gavilar con un resplandor eléctrico. Escarcha azul en las alfombras, pura luz reflejada en el cristal de las puertas del balcón.
Entonces el Padre Tormenta gritó. Un sonido parecido a un trueno, agónico.
—¿Qué es esto? —preguntó Gavilar, retrocediendo—. ¿Qué ha pasado?
Alguien de entre los Heraldos… ha muerto… No. No estoy preparado… El Juramento… ¡No! No deben verlo. No deben saberlo…
—¿Ha muerto? —repitió Gavilar—. Ha muerto. ¡Dijiste que ya estaban muertos! ¡Dijiste que estaban en Condenación!
El Padre Tormenta se onduló y entonces un rostro emergió del fulgor. Dos ojos, como agujeros en una tormenta, con nubes trazando espirales a su alrededor y hundiéndose en sus profundidades.
—Mentiste —dijo Gavilar—. ¿Mentiste?
Ay, Gavilar. Hay muchísimo que no sabes. Muchísimo que asumes. Y los dos nunca acaban de coincidir. Como caminos a ciudades opuestas.
Aquellos ojos parecían tirar de Gavilar hacia delante, abrumarlo, consumirlo. Vio… vio tormentas, tormentas inacabables, y qué frágil era el mundo. Una diminuta mota azul sobre un lienzo infinito de negro.
¿El Padre Tormenta podía mentir?
—Restares —susurró Gavilar—. ¿Es… un Heraldo de verdad?
Sí.
Gavilar se notó helado, como si estuviera en la alta tormenta, con el hielo filtrándose a través de su piel. Buscando su corazón. Aquellos ojos…
—¿Qué eres? —susurró con voz susurrante, rasposa.
El más necio de todos, dijo el Padre Tormenta. ADIÓS, GAVILAR. HE VISTO UN ATISBO DE LO QUE VIENE. NO VOY A IMPEDIRLO.
—¿Qué es? —exigió saber Gavilar—. ¿Qué viene?
TU LEGADO.
La puerta se abrió de golpe. Era Sadeas, con la cara roja del esfuerzo.
—Asesino —dijo mientras le hacía un gesto a Tearim para que entrara con la armadura esquirlada puesta—. Viene hacia aquí, matando guardias. Necesitamos que te pongas tu armadura. Tearim, quítatela. Debemos proteger al rey.
Gavilar se lo quedó mirando, aturdido.
Entonces una palabra caló en su mente.
Asesino.
«Me han traicionado», pensó, y descubrió que no estaba sorprendido. Tarde o temprano, alguno de ellos iba a terminar atentando contra su vida.
Pero ¿quién estaba haciéndolo?
—¡Gavilar! —gritó Sadeas—. ¡Tienes que ponerte la armadura! El asesino viene hacia aquí.
—Tearim puede enfrentarse a él, Torol —respondió Gavilar—. ¿Qué es un asesino?
—Este ya ha matado a decenas de personas —dijo Sadeas—. Creo que deberías llevar una armadura esquirlada por si acaso. Podrías ponerte la mía, pero mis armeros aún están trayéndola.
—¿Te has traído la armadura al banquete?
—Pues claro que sí —respondió Sadeas—. No me fío de esos parshendi. Y tú harías bien en imitarme. Confiar demasiado terminará matándote algún día.
Sonaron chillidos en la lejanía. Tearim, leal como siempre, empezó a quitarse la armadura para que Gavilar se la pusiera.
—Demasiado lento —dijo Sadeas—. Necesitamos ganar tiempo. Dame tu túnica.
Gavilar vaciló un momento antes de mirar a su amigo a los ojos.
—¿Harías eso?
—Invertí demasiado esfuerzo en subirte a ese trono, Gavilar —respondió Sadeas, adusto—. No dejaré que se eche a perder.
—Gracias —dijo Gavilar.
Sadeas se encogió de hombros y se echó la túnica encima mientras Tearim ayudaba a Gavilar a ponerse la armadura. Quienquiera que fuese aquel asesino iba a verse superado por un portador de esquirlada.
Gavilar miró hacia el lugar donde había estado el Padre Tormenta, pero el resplandor se había esfumado.
Los spren no podían mentir. No podían. Eso lo sabía gracias… al Padre Tormenta.
«Sangre de mis ancestros —pensó Gavilar mientras la armadura esquirlada le ceñía las piernas—. ¿Sobre qué más me habrá mentido?».
Gavilar cayó.
Y supo, incluso antes de dar contra el suelo, que se había acabado. Era su final.
Un legado interrumpido. Un asesino que se movía con una elegancia ultraterrena, pisando sobre pared y techo, dominando una luz que sangraba de las mismas tormentas.
Gavilar impactó contra el suelo, rodeado por los escombros de su balcón, y vio un destello de blanco. El cuerpo no le dolía. Eso era muy mala señal.
«Thaidakar —pensó al ver una figura alzándose ante él, sombría en el aire nocturno—. Solo Thaidakar podría enviar a un asesino capaz de tales gestas».
Tosió mientras la figura se cernía sobre él.
—Yo… esperaba que… vinieras —se obligó a decir Gavilar.
El asesino se arrodilló a su lado, aunque Gavilar no distinguió más que sombras. Entonces… el asesino, haciendo algo que Gavilar no llegó a ver bien, empezó a brillar de nuevo como una esfera.
—Puedes decirle… a Thaidakar… que llega demasiado tarde —susurró Gavilar.
—No sé quién es ese —respondió el asesino, sus palabras apenas inteligibles.
El hombre extendió la mano a un lado. Invocaba una hoja esquirlada.
Se había acabado. Tras el asesino, un halo, una aureola de rutilante luz. El Padre Tormenta.
Esto no lo he provocado yo, dijo el Padre Tormenta en su mente. No sé si saberlo te trae paz o no en tus últimos momentos, Gavilar.
Pero…
—Entonces, ¿quién…? —se obligó a preguntar Gavilar—. ¿Restares? ¿Sadeas? Nunca pensé…
—Mis amos son los parshendi —dijo el asesino.
Gavilar parpadeó, enfocó de nuevo la mirada en el hombre mientras su hoja esquirlada cobraba forma. Tormentas, era nada menos que la hoja de Honor de Jezrien, ¿verdad? ¿Qué estaba sucediendo?
—¿Los parshendi? Eso no tiene sentido.
Esto es mi fracaso tanto como el tuyo, dijo el Padre Tormenta. Si lo intento otra vez, obraré de forma distinta. Creía que… tu familia…
Su familia. En ese instante, Gavilar vio su legado desmoronarse. Estaba muriendo.
Tormentas. Estaba muriendo. ¿Qué importancia tenía nada ya? No podía. No podía…
Se suponía que iba a ser eterno…
«He invitado al enemigo a regresar —comprendió—. El fin se avecina. Y mi familia, mi reino, terminará destruido, sin forma de combatir. A menos que…»
Con una mano temblorosa, sacó una esfera del bolsillo. El arma. La necesitaban. Su hijo… No, su hijo no podía dominar tanto poder… Necesitaban un guerrero. Un verdadero guerrero. Uno a quien Gavilar había puesto todo su empeño en reprimir, por un miedo que apenas osaba reconocer, ni siquiera mientras inhalaba sus últimos y entrecortados alientos.
Dalinar. Que las tormentas los asistieran a todos, iban a depender de Dalinar.
Ofreció la esfera al Padre Tormenta, con la visión borrosa. Pensar… era… difícil.
—Debes coger esto —susurró Gavilar al Padre Tormenta—. No debe ser suyo. Dile… dile a mi hermano… que tiene que encontrar las palabras más importantes que puede pronunciar un hombre…
No, dijo el Padre Tormenta, aunque una mano tomó la esfera. Él no. Lo siento, Gavilar. Ya cometí ese error una vez. No volveré a confiar jamás en tu familia.
Gavilar exhaló un gemido de dolor, no desde el cuerpo, sino desde el alma. Había fracasado. Los había llevado a todos a la ruina. Ese, comprendió lleno de horror, iba a ser su legado.
Al final, Gavilar Kholin, heredero de los Heraldos, murió. Como todo hombre debía hacerlo, al llegar su hora.
Solo.