AVANCE OFICIAL – El Archivo de las Tormentas 5 – Viento y Verdad: capítulos 19 y 20

Bienvenidos, una semana más, a los avances de Viento y Verdad, la quinta entrega de El Archivo de las Tormentas. Y, además, tenemos una buena noticia, y es que los nuevos CosmereCast empiezan a estar disponibles ya en iVoox y Spotify. Iremos poniéndonos al día a lo largo en esta semana.

La ilustración de que hemos elegido para los avances de hoy es de un artista nuevo en el fandom y que ha hecho un trabajo increíble con esta espectacular representación de Szeth en la Batalla de la Explanada Thayleña. Se trata de Brandon Barnes, que se ha inspirado en la miniatura de Stormlight, y a quien podéis encontrar también en Instagram. ¡Nos encanta!

Batalla en la Explanada Thayleña, por Brandon Barnes

Como de costumbre, os dejamos el CosmereCast de la semana pasada que ya está incluido en la lista de reproducción que tenéis disponible en la página de índice de los avances de Viento y Verdad, y en breve estará también disponible en iVoox y Spotify.

Recordad que la librería Gigamesh tiene una preventa activa con regalo exclusivo, válida en España.

Viento y Verdad: capítulos 19 y 20. traducción de manu viciano.

Título original: Wind and Truth, escrito por Brandon Sanderson, © 2024 Brandon Sanderson, © Manu Viciano por la traducción. Publicado por acuerdo con la editorial Nova, parte de Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.

El Archivo de las Tormentas 5, Viento y Verdad - Encabezados - Capítulo 19 -  gobernada por voces

 

19. Gobernada por voces

Una tierra donde el rey era un hombre santo, preocupado por los aprietos del granjero más allá de la recaudación de tributos.

De El camino de los reyes, cuarta parábola.

 

Szeth-hijo-Honor seguía poniéndose ropa blanca.

Ya no estaba obligado a ello. Dalinar le había dicho que podía vestir como quisiera y, aunque Szeth era un Rompedor del Cielo, no tenía uniforme. Durante el entrenamiento y los cometidos oficiales, se ponían el uniforme de la guardia o los alguaciles del lugar donde estuvieran.

Aun así, Szeth llevaba una ropa blanca y fina que el viento le agitaba al volar. Aun así, Szeth se afeitaba la cabeza todos los días, y encontraba molesto el más leve pinchazo de pelo recién salido en el cuero cabelludo. ¿Hacía esas cosas porque quería o porque se habían convertido en tradición? La vida estaba llena de pequeñas decisiones absurdas y sin sentido, mientras que las grandes, como determinar cuál era su deber hacia su pueblo, resultaban dificilísimas.

Así que Szeth fingía que lo correcto era mantener sus rutinas. Si no lo era, si en realidad debería mostrar una preferencia entre un sinfín de opciones minúsculas… bueno, eso lo hacía estremecerse hasta la médula.

Volar sí que le gustaba. En su juventud, cuando entrenaba con las hojas de Honor, lanzarse al cielo era lo que más atractivo le resultaba de entre todos los poderes. Kaladin-hijo-Lirin y él habían volado lejos con la tormenta antes de dormir en un campamento de la coalición cerca de la base de la cordillera.

Y en esos momentos por fin se aproximaban a las montañas Brumosas, en el límite de Shinovar. Habían evitado cruzar la frontera por el norte, donde los shin disparaban flechas a cualquiera que se acercase demasiado. Szeth suponía que aquellas tierras de labranza meridionales serían mejores. También estaban cerca del lugar donde se había criado, así que conocía la región.

Entre el fragor del viento y el aleteo de la ropa al volar, Szeth no oía las voces que le susurraban o le chillaban desde las sombras. Habían guardado silencio durante un tiempo, tanto que creyó haber escapado de ellas. Al final resultó que solo habían estado aguardando.

—¿Eso es el paso? —le llegó la voz de Kaladin, imponiéndose al ruido, perfectamente audible.

Los Corredores del Viento podían esculpir el flujo del aire. Esa clase de ventajas ya no estaban disponibles para Szeth. Tenía permiso de Nale para utilizar la División, desde que había alcanzado el Tercer Ideal. Por desgracia, su spren le había prohibido ese arte por el momento, aunque Szeth dominase la habilidad. Decía que aún no había llegado la hora.

En todo caso, sí, era el paso correcto, y verlo hizo que Szeth temblara. Kaladin y él descendieron a una altura de unos seis metros antes de avanzar, con montañas a ambos lados. Las plantas que dejaban atrás aún eran de los caminapiedras, árboles bajos y recios con las hojas retraídas para protegerse del viento. Hierba en matojos detrás de rocas o a cubierto dentro de surcos.

Pero pronto… pronto verían…

Tierra. Verdadero suelo asomando entre la piedra. Fango que fluía pendiente abajo, sedimentos que llenaban el fondo de las grietas. Allí era donde las altas tormentas por fin se rendían, donde Shinovar obligaba al gran tirano oriental de los cielos a arrodillarse. Un lugar donde la perezosa lluvia, como un cadáver desangrado, ya no contenía los minerales que luego se endurecían para formar la piedracrem.

Allí la vida de verdad podía florecer. Szeth se quedó sin aliento y dos glorispren aparecieron sobre él cuando vio musgo que crecía en las rocas, en dirección a unas pocas hierbas ralas que flanqueaban el curso del agua. Szeth dio un grito sin pretenderlo, canceló sus enlaces y cayó de golpe a aquella zona de tierra. Después de tantos, tantísimos años, su bota holló algo que no era la blasfema piedra.

No había previsto lo abrumado que iba a sentirse. Cayó de rodillas ante los dientes de león y los contempló.

Kaladin aterrizó en una roca cercana mientras unos confundispren, como franjas violetas que se extendían desde un punto central, aparecían a su espalda. Era imposible que supiera lo hermosa que era aquella diminuta planta. Szeth alargó unos dedos temblorosos y tocó hojas que no se retrajeron.

—¿Qué le pasa a esa planta? —preguntó Kaladin—. ¿Es señal de los problemas que hay en tu país?

—No —susurró Szeth—. Es solo una hierba. La más hermosa de las hierbas.

Kaladin volvió la cabeza mientras su spren aterrizaba junto a él con forma humana a tamaño completo, vestida con un uniforme del Puente Cuatro, aunque su parte inferior consistía en una falda y unas polainas ajustadas hasta medio muslo. Szeth no había preguntado por qué la spren escogía esa forma. No le correspondía a él cuestionarlo.

—Szeth —dijo una voz.

Su spren. Un altospren.

Szeth aún no conocía su nombre. El spren no se lo había revelado. No era un honor que los altospren concediesen a la ligera, aunque algunos otros Rompedores del Cielo sí que habían recibido el nombre del suyo.

—Esta emoción es inapropiada para tu cargo —dijo su spren, audible y visible solo para él—. No mancilles tu dignidad con vulgares sentimentalismos. Sirves a la ley.

Szeth, con esfuerzo, se obligó a apartar la mano de la planta. Se levantó. Voces. ¿Hubo algún momento en que su vida no estuviera gobernada por voces? ¿Sabría qué hacer si se detuviesen, siquiera?

—¿Estás bien? —preguntó Kaladin, saltando desde su roca.

¡Ah, sí, sí, muy bien!, exclamó la espada que Szeth llevaba sujeta a la espalda. Gracias. Hoy no me está prestando atención nadie, pero soy célebre por mi paciencia. Proviene de ser una espada.

Kaladin hizo caso omiso a aquello y fue hacia Szeth.

—Mi spren —dijo Szeth— desea que muestre más compostura. Yo obedezco.

Szeth no le pidió explicaciones al spren. Ya no era Sinverdad, pero seguía haciendo lo que sus amos le exigían. Se limitaba a confiar en que, al haber elegido al altospren y a Dalinar, tenía mejores amos que antes.

Dio un paso atrás mientras Kaladin se arrodillaba junto a la planta y Syl se agachaba a su lado. El sol naciente enviaba franjas de luz a través de aquel valle al interior de Shinovar, la tierra que se tragaba ese sol cada noche. La luz proyectaba sombras a sotavento de las piedras, en las hendiduras y bajo las mismas briznas de hierba. En el instante en que Szeth lo vio, los susurros comenzaron de nuevo.

Las voces de las personas que había matado. Condenándolo.

Kaladin tocó la planta con la punta de la bota. Luego otra vez.

—Ya sabía que existían —le dijo a su spren—. Todo el mundo las menciona. Pero es muy rara. ¿No la deberían haber devorado?

—A lo mejor es que tiene muy mal sabor —respondió Syl—. Igual por eso en Shinovar hay menos plantas como deben ser. A las nuestras se las comen antes, porque son deliciosas.

Se inclinó más y tocó la planta, demostrando ser lo bastante sólida para hacerla temblar.

—Es como un cuadro —susurró Kaladin.

—O una estatua —dijo spren—. ¿Crees que estará creada por moldeado de almas? ¿Que en otro tiempo fue una planta real y alguien la convirtió en esto?

Kaladin meneó la cabeza a los lados y levantó la bota. A Szeth le pareció gracioso que hundiera rápido el pie para luego detenerlo de sopetón a una fracción de centímetro de la planta. Intentando hacer que se encogiera.

«Aquí tengo a un hombre —pensó Szeth— que se contiene para no aplastar una mala hierba».

—No me extraña que te vinieras abajo y renunciaras a la lanza —dijo en voz alta—, abandonando a tus amigos para que combatan sin ti. ¿Te has convertido en un cobarde, entonces?

Kaladin se irguió de golpe.

—No deberías decir esas cosas.

—¿No debería decir la verdad? —preguntó Szeth, con auténtica curiosidad—. ¿O te refieres a que no me corresponde a mí decirte esas cosas, ya que no tengo autoridad sobre ti? Interesante.

—No estoy diciendo eso, Szeth —contestó Kaladin.

—Pues deberías dejar de hablar —replicó Szeth—. Porque, si no puedes explicar a qué te refieres, ¿para qué dar voz a ideas estúpidas?

Szeth siguió caminando y se recordó a sí mismo que no debía subestimar la habilidad de ese hombre. Kaladin se merecía al menos parte de su temible reputación. Antes de su primera muerte, Szeth se había enfrentado a aquel hombre, había luchado contra él entre escombros y mesetas rompiéndose, mientras el relámpago rojo se estrellaba con el blanco. A consecuencia de ese día, el alma de Szeth solo estaba vagamente conectada a su cuerpo, aunque la imagen residual que dejaba ya era menos pronunciada. Como si estuviese sanando poco a poco de aquella resurrección.

—Pues a mí estas plantas me gustan —afirmó Syl.

Al parecer la spren intentaba distraer a Kaladin de su enfado con Szeth, una emoción extraña que mostrar ante afirmaciones verídicas expresadas con claridad.

—Supongo que nos acostumbraremos a ellas —dijo Kaladin por fin, y echó a volar hacia delante sin pisar ninguna planta—. Se supone que están por todo Shinovar, escondidas entre las plantas normales.

Szeth titubeó. No pudo contenerse de preguntar:

—¿Escondidas entre las plantas normales?

—¿Qué? —dijo Kaladin, volviéndose en el aire—. Ah, ¿que no pueden esconderse porque no se mueven? Sigue pareciéndome raro que pueden sobrevivir. Sé que aquí las tormentas no son fuertes, pero la gente y los animales tienen que pisarlas.

—Son más resistentes de lo que crees —repuso Szeth.

—Sí, pero, cuando las plantas de verdad se retraigan —dijo Kaladin—, estas se quedarán expuestas en campo abierto. Como el único soldado de una compañía que no lleva armadura.

Szeth contuvo su diversión, porque a su spren no le gustaría verlo emocionarse de ese modo, y siguió a Kaladin volando a través del paso. Al poco tiempo llegaron a un lugar donde el camino empezaba a descender en marcada pendiente, permitiéndoles contemplar por primera vez el país de Shinovar en sí.

El terreno estaba cubierto de verdor. Enredaderas en las paredes del valle, hierba ondeando en el camino. Árboles más abajo, en un extenso bosque que cubría la cuesta y, más allá, las amplias praderas abiertas de las tierras bajas. Kaladin y Syl aterrizaron al lado de Szeth.

—Aquí —dijo Szeth— estas son las plantas normales. No hay ninguna como las que estáis acostumbrados a ver.

—Eh… ¿Todas son así? —preguntó Kaladin.

—Todas son así.

Un asombrospren estalló alrededor de Kaladin y luego el Corredor del Viento echó a andar camino abajo, a todas luces emocionado. Szeth fue tras él, aunque no porque estuviera emocionado. Allí era donde debía estar, sin más.

Los susurros lo siguieron.

El Archivo de las Tormentas 5, Viento y Verdad - Encabezados - Capítulo 20- Tres puntos vitales de defensa

20. Tres puntos vitales de defensa

Los dejé marchar con dos mentiras.

De El camino de los reyes, cuarta parábola.

 

La pequeña sala de reuniones, llena de monarcas sentados en círculo con un anillo exterior de altos príncipes, visires y supremos inferiores, quedó en completo silencio tras las palabras de Sagaz.

Navani contuvo el aliento. ¿Aquello era posible? ¿Y qué significaba? ¿Odium era… una persona distinta a la de antes?

Dos voces invadieron su mente, la del Hermano y la del Padre Tormenta, que Navani solo había oído en dos ocasiones, resonante y atronadora.

¿Es posible?, preguntó el Hermano.

Lo… averiguaré, dijo el Padre Tormenta. Debo saberlo. Rayse… no puede estar…

Muerto, terminó la frase el Hermano. Si Odium tiene un nuevo recipiente, Rayse debe de estar muerto.

Navani miró hacia Dalinar, que asintió. Él también los había oído a los dos.

—Sagaz —dijo Navani, inclinándose hacia delante—, ¿cómo de seguro estás?

—No estoy seguro de nada —respondió Sagaz desde su lugar junto a la pared—. Pero esto… esto es casi una certeza.

Es verdad, dijo el Padre Tormenta. Odium ya no es Rayse.

—¿Puedes distinguirlo? —susurró Dalinar, para que Navani también lo oyera—. ¿Así de fácil?

Sí. El tono ha cambiado, de forma imperceptible hasta que le he prestado atención.

Es… es verdad, dijo el Hermano. Lo percibo. Qué sutil es…

No logro identificar al nuevo recipiente, añadió el Padre Tormenta. Tened cuidado. Y Rayse… Rayse ha muerto, después de tanto tiempo.

—Pareces lamentarlo —susurró Navani.

Solo lamento que mi relámpago no alcanzara su cadáver, escupió el Padre Tormenta. Y que mi viento no lo arrojara contra las rocas hasta quebrarlo.

Su retumbar cesó.

Echo de menos cómo era el Padre Tormenta, dijo el Hermano. Antes era mucho más feliz. No estaba tan enfadado a todas horas…

—El Padre Tormenta —dijo en voz alta Dalinar— ha confirmado la intuición de Sagaz. Odium existe, pero ha cambiado de manos. Es como… como cuando un spren se vincula a un nuevo Radiante.

—Entonces… —intervino Fen, y paseó la mirada por el círculo, sacudiendo las cejas rizadas junto a su rostro—. ¿Qué más da?

—¿Cómo que qué más da? —exclamó Yanagawn—. ¡Hablamos de nuestro mayor enemigo!

—Que sigue empeñado en destruirnos —dijo ella—, como demuestra esta invasión inminente. No conocía al viejo Odium, así que en realidad viene a ser lo mismo.

—No —replicó Sagaz—. Es diferente.

De nuevo, todos los ojos se volvieron hacia él mientras se levantaba y caminaba hasta el centro del círculo. Incluso en un momento de tensión como aquel, había una cierta teatralidad en Sagaz.

—Yo sí que conocía al viejo Odium —dijo, volviéndose para mirarlos a todos—. Nuestro plan entero, el contrato, el duelo, todo estaba parcialmente basado en esa familiaridad. Ahora… tengo miedo. El antiguo Odium estaba muy calcificado en su posición como dios, y era muy improbable que ningún acto suyo pusiera en peligro esa posición. Lo más probable es que el nuevo fuese un mortal antes de Ascender. Será más audaz, más proclive a arriesgarse.

»Y lo peor de todo es que no tendrá del todo las mismas limitaciones. Sí, deberá cumplir este acuerdo y someterse al duelo de campeones, porque un trato formal como ese obliga al poder, no solo al individuo, cosa que el propio Rayse descubrió hace mucho tiempo. Pero las promesas menores, como la que le hizo a Dalinar sobre no aprovechar tecnicismos, son un asunto muy distinto. Esa la está incumpliendo, y con toda la facilidad del mundo, porque no la hizo él.

—Un momento —lo interrumpió Navani, deseosa de comprender los detalles—. ¿Un dios puede quebrantar un contrato o no?

—Por poder, cualquiera puede, en cualquier lugar —explicó Sagaz—. Sea dios, humano o spren. Sin embargo, las consecuencias varían. A una deidad, incumplir una promesa la expone a las fuerzas destructivas de las otras, y la magnitud de esa promesa rota a menudo determina la gravedad de la consecuencia.

—Entonces —dijo Fen—, ¿podemos suspender el duelo? No me hace gracia que permita conquistar mi isla entera solo con que caiga una ciudad.

—Sí, tenéis esa opción —asintió Sagaz—. Siempre la habéis tenido. Pero si renunciáis al contrato, Odium podrá vengarse en persona. Podrá aplicar toda la fuerza de sus poderes contra vosotros sin arriesgarse a la represalia de otros dioses. Fen, podría matar a todas las personas de este planeta solo con girar la muñeca, si quisiera.

—Bueno —respondió ella, reclinándose—, pues ahí está mi respuesta.

—Nada de romper contratos con dioses —dijo Kmakl desde detrás de Fen—. Tomo nota.

—¿Y su promesa incumplida de no aprovechar tecnicismos? —preguntó Dalinar—. ¿Eso no podemos usarlo nosotros?

—En eso, se sale con la suya —dijo Sagaz—. Nosotros también podemos explotar tecnicismos, si los encontramos. Pero la promesa que hizo no era un acuerdo formal, certificado mediante juramentos. Es la mano que nos han repartido, lo siento. No estoy mostrándome a la altura de mi nombre. Debería haber previsto esta situación.

«Tormentas, qué desastre», pensó Navani.

—Entonces —dijo, intentando expresarlo con claridad—, si el enemigo logra conquistar la capital de Azir, la de Thaylenah o la de las Llanuras Quebradas durante los próximos ocho días, ¿se apoderará del reino en su totalidad, suceda lo que suceda en el duelo?

—Exacto —confirmó Sagaz—. Según la ley alezi.

—¿Podemos cambiar las capitales? —propuso Navani.

—Una idea muy inteligente —le dijo Sagaz—, que solo se le ocurriría a una persona muy inteligente.

—Gracias, es… —Navani dejó la frase sin terminar—. Ya se te había ocurrido a ti, ¿verdad?

—Sí —reconoció él—. Se lo he consultado a mi draconiana amiga y me ha dado una respuesta negativa. A ver cómo lo explico. —Pensó un momento—. Aquí se aplican los códigos legales alezi, y son un absoluto desbarajuste. Una maraña de afirmaciones autocontradictorias, precedentes dudosos y leyes demenciales que todavía están en los libros porque a algún alto príncipe borracho le parecieron graciosas. No les enseñéis esos códigos a los azishianos, o tendrán pesadillas durante semanas.

—Demasiado tarde —dijo Noura—. Empecé a estudiarlos en el momento en que fundamos esta coalición.

—Resumiendo, pasa lo siguiente —continuó Sagaz, y sostuvo en alto la versión escrita del acuerdo de Dalinar con Odium—. Esto es inmutable. Esto hay que cumplirlo. Lo que está haciendo Odium es jugar sucio, pero no incumple estas normas. Y nosotros podemos probar a hacer cosas parecidas, pero cambiar de capital, u otra docena de ideas muy inteligentes que también se me han ocurrido, romperían este trato.

—Y no deberíamos romper tratos con dioses —dijo Kmakl—. Acabo de tomar nota de eso.

Compuso una sonrisa tenue. Navani respiró hondo.

—Pues, en ese caso, estamos en el mismo lugar que al principio, solo que comprendiéndolo todo mejor. Tenemos tres ejércitos avanzando hacia tres capitales. Debemos defender las tres durante ocho días y confiar en que no haya ninguna otra gran sorpresa dentro de ese contrato.

—Hablaré con mi amiga —dijo Sagaz—. No creo que haya nada más, pero, si lo hay, lo encontraré. En realidad, la mayoría de sus comentarios han sido elogiosos. El acuerdo se hizo bien, a pesar de este pequeño asuntillo.

—Lo importante es qué vamos a hacer ahora —terció Jasnah.

—Resistir unidos —dijo Dalinar, mirando alrededor—. Y no cederle ni un solo centímetro de piedra. Sidéreo, hagamos ese mapa.

El Tejedor de Luz dio un paso adelante y un resplandeciente y titilante mapa de Roshar apareció en el centro de la cámara.

¿Qué es esto?, preguntó el Hermano en la mente de Navani. Es… es increíble.

Como si fuese la obra de una maestra escultora, el mapa tenía una gran precisión topográfica. Podía ampliarse hasta distinguir ciudades, y reducirse hasta que parecía que se estuviera mirando hacia abajo desde las lunas hacia un minúsculo continente rodeado de agua azul.

Navani se levantó y fue con Dalinar y Sidéreo a un lado del mapa. El Tejedor de Luz había mejorado muchísimo; unas semanas antes, solo Shallan era capaz de aquella gesta. En el otro extremo del etéreo continente, Noura estaba acercando un taburete más alto para su emperador. Como de costumbre, el Visón se puso en pie y echó a andar a través del mapa, haciendo que se desdibujara en luz tormentosa y se revolviera, como torbellinos en un arroyo, para estabilizarse de nuevo al poco tiempo.

No era una representación precisa del momento, sino del mundo tal y como había sido al pasar la alta tormenta por última vez. Aun así, su majestuosidad dejaba a Navani sin aliento en cada ocasión, y se alegró al constatar que el Hermano también lo apreciaba.

No había encontrado jamás nada como esto, dijo en su mente. ¿Cómo? ¿Cómo es que sois capaces de cosas que los antiguos Radiantes nunca hicieron?

La ciencia suele ser el producto de avances graduales, compartidos a lo largo y ancho de un conjunto de personas que colaboran, respondió Navani. Pero a veces ese grupo te limita, porque da cosas por sentadas. Sé que hemos perdido muchas cosas que los antiguos Radiantes hacían mejor, pero, a la vez, no nos limitan sus expectativas.

—Muy bien —dijo el Visón. Era un herdaziano de corta estatura, complexión delgada, un fino bigote y una sonrisa amplia y amistosa, aunque el diente que le faltaba y las cicatrices de las muñecas atestiguaban las adversidades que había sufrido—. Empecemos por el principio. Estos son los emplazamientos actuales de nuestras tropas. —Señaló hacia Emul, al sur de Azir.

»El mayor grupo de fuerzas de la coalición, que incluye a muchos de nuestros Custodios de la Piedra y Danzantes del Filo, está aquí. Combatían cerca de la frontera con Tukar y Marat y llevan ya tres días regresando hacia casa. La retaguardia, compuesta de cuarenta mil efectivos, está a seis días de marcha de Azimir.

—Demasiado lejos —dijo Yanagawn—. Para entonces ya habrá llegado el enemigo, y mis fuerzas se reducen a unos pocos millares. Vamos a necesitar refuerzos.

—Sí —convino Dalinar, pasando por delante de Navani hacia la parte oriental de Roshar—. Pero ¿desde dónde? El resto del grueso de nuestras tropas está aquí, defendiendo las fronteras de Alezkar en las Tierras Heladas.

Llevaban tiempo librando una guerra prolongada contra el enemigo, y la mayoría de los enfrentamientos habían tenido lugar en aquellos frentes. Por tanto, era donde estaban sus ejércitos. Urithiru tenía unidades de reserva y soldados fuera de servicio, pero gran parte había terminado masacrada durante la invasión enemiga y la ocupación. Navani había estado junto a ellos, intentando resistir, y la pesadilla de ver a tantos soldados entregar su vida todavía era una herida reciente. Una que tendría que afrontar en algún momento, cuando terminara la crisis.

Si la crisis terminaba alguna vez.

—No tenemos muchas tropas que puedan llegar a tiempo a una Puerta Jurada —dijo Dalinar—. Estamos demasiado extendidos y no podemos desplazar grandes contingentes rápidamente. Sobre todo, teniendo en cuenta que necesitaremos a los Corredores del Viento para prestar apoyo aéreo.

—Hemos enviado exploradores para investigar los ejércitos enemigos —prosiguió el Visón—. La flota que navega hacia Thaylenah la componen más de doscientos barcos. La mayoría son transportes de tropas, inútiles en combate naval, que es por lo que el bloqueo funcionó tanto tiempo. Pero, ahora que está roto, podrían llevar hasta cuarenta mil soldados a Ciudad Thaylen.

—Tormentas —susurró Fen.

—La fuerza que avanza hacia Azimir, por suerte, es más pequeña —dijo el Visón—. Unos quince mil soldados, y muy pocos Fusionados. Parece que querían pillarnos por sorpresa. Por último, el ejército que se dirige a las Llanuras Quebradas se compone casi en exclusiva de Fusionados y es el más temible con diferencia, aunque sean solo mil individuos.

—Pero atacará una región yerma a grandes rasgos —dijo Fen.

—No es yerma —respondió Jasnah—. Es el único territorio que tiene mi pueblo en el exilio. Son nuestras serrerías, nuestros campos, nuestra incipiente ciudad nueva en los campamentos de guerra. Es todo lo que tenemos.

—Aun así… —empezó a insistir Fen.

—Centrémonos primero en la defensa de Azir —la interrumpió el Visón, levantando la mano, paseando a través de las montañas hacia el oeste—. El enemigo llegará a mediodía de mañana, según nuestras estimaciones. Decís que tenéis… ¿cuántos, tres mil defensores en la ciudad?

Kzal, uno de los visires, respondió:

—Sí, general.

El Visón asintió mirando a Dalinar y señaló. Navani se aproximó mientras Dalinar ampliaba el mapa hasta que casi pudieron distinguir signos de los campamentos de guerra que había en las llanuras al sur de Azimir.

—Este gran ejército nuestro está a cinco o seis días de distancia —meditó el Visón en voz alta—. Si vuestras fuerzas de Azimir aguantan hasta entonces, saldréis victoriosos con toda seguridad. Incluso si perdierais la ciudad, un ejército tan numeroso quizá podría reconquistarla a su regreso y…

—Pero no podemos arriesgarnos a eso —intervino Adolin, levantándose de su asiento entre los altos príncipes de la segunda fila—. No podemos permitir que conquisten Azimir, que tal vez la incendien.

Echó a andar atravesando el mapa y, por algún motivo, tenía invocada su hoja esquirlada y… ¿estaba susurrándole algo? Navani se acercó hacia él con disimulo y oyó lo que sonaba como una descripción en voz baja de lo que Adolin veía. Qué curioso.

El Visón se agachó para poner sus ojos a la altura del mapa. Navani no entendía muy bien cuál era la ventaja de hacerlo, pero a él le gustaba mirar sobre el terreno, en ese caso desde la perspectiva de Azimir.

—Esto no es una trampa —dijo en voz baja, alisándose el fino y canoso bigote—. Solo explotan una oportunidad. No atrajeron a propósito vuestros ejércitos hacia Emul, o habrían atacado ya. Debieron de enviar esa fuerza a través de Shadesmar hace semanas. Los barcos no se materializan a partir de la nada.

Allí sí, matizó el Hermano. Aunque hacerlo requiere de luz tormentosa.

—Aquí tienes una posición fuerte, Yanagawn —dijo Dalinar, señalando—. Quizá no cuentes con muchas tropas, pero el enemigo tiene que pasar por la Puerta Jurada. Los Rompedores del Cielo que combatían en Emul se han retirado para atacar Thaylenah, y hay pocos Fusionados en el ejército invasor, de modo que no tienes enemigos Investidos de los que preocuparte. Además, tu Puerta Jurada está rodeada por esa cúpula metálica, ¿verdad?

—Sí —respondió Yanagawn—. Pero, a pesar de ello, me asusta. ¡Nos superan en número por cinco a uno!

—Una fortificación como esa puede ser un multiplicador de fuerza excelente —dijo el Visón—. Pero el soldado cantor medio es más fuerte que el humano, con la armadura de su forma de guerra. Será una defensa ajustada.

—En una situación normal, un ataque directo contra Azimir sería un suicidio —añadió Dalinar, colocándose junto al Visón—. Y no significaría nada, estando en el centro del imperio. No puedes esperar triunfar en una campaña prolongada si estás rodeado. Pero esto no es una campaña prolongada. Solo necesitan conquistar Azimir y conservarla unos días.

—Tienes razón —dijo el Visón, con la cabeza asomando del mapa ilusorio, como si nadase—. Esto un imperio entero. Vosotros. El pueblo azishiano. ¿Qué le ocurriría a vuestro imperio si Azir cae?

Los visires conferenciaron entre sí y luego fueron a hablar con Sagaz. Navani se dio golpecitos en los dedos, pensativa, y reparó en que varias personas de la sala, los representantes de Emul, Yezier y Desh, empezaban a murmurar. Los tres eran reinos menores que formaban parte del complejo estado imperial azishiano. Eran territorios autónomos en todo salvo en nombre: nunca rechazaban abiertamente las declaraciones de dominio de Azir, pero tampoco pagan tributos al reino central, excepto, de vez en cuando, en apoyo de los ejércitos que mantenían la paz.

Había funcionado durante siglos. Los reinos menores veían incrementada su influencia política y Azir podía fingir que estaba al mando. Los supremos inferiores delegaban en el emperador para los asuntos sociales y los ejércitos azishianos prestaban ayuda en las disputas cercanas.

Nadie expresaba en voz alta la situación: que en realidad no había ningún imperio. Solo un grupo de reinos que tenían la etnia en común y se hacían pasar por uno.

Hasta el momento.

—Por desgracia —dijo Noura, delante de un Sagaz con la expresión amargada—, si Azir cae, caen todos. Un imperio entero, conquistado con una sola jugada atrevida.

—No podemos permitir que ocurra —insistió Adolin, moviéndose al centro de Shinovar.

—Lo que podemos permitir y lo que no —repuso el Visón— depende de las tropas. Dalinar, ¿cuántas es realista que puedas proporcionar a tiempo?

—¿La verdad? —dijo Dalinar—. Quizá unas veinte mil.

—Esas tropas las necesito yo —afirmó Fen—. Ciudad Thaylen caerá sin ellas. —Lanzó una mirada hacia Yanagawn—. Lo siento, excelencia, pero tú tienes refuerzos a unos días de marcha, y una fortificación excelente con la que resistir hasta que lleguen. Mi situación es mucho más grave.

—¿Con qué defensas cuentas exactamente? —preguntó Jasnah, todavía sentada, sin dejar de tomar notas en un cuaderno.

—Nos queda el esqueleto de una armada —explicó Fen—. Nuestras tropas de tierra, las pocas que teníamos, en su mayoría cayeron en la Batalla de la Explanada Thayleña. Siendo sincera, ahora dependemos de vosotros para defendernos. Como bien sabéis.

—Intentamos clarificar nuestra situación, no regodearnos —dijo Jasnah.

—Pasemos al tercer punto de ataque —propuso el Visón—, las Llanuras Quebradas. Están bien defendidas, ¿verdad?

—Muy bien defendidas —confirmó Dalinar—. Pero no me gusta nada enfrentar tropas convencionales a Fusionados.

—Si perdemos las Llanuras Quebradas —dijo Jasnah—, perdemos nuestra última posición en el este de Roshar.

—Tres puntos vitales de defensa —resumió el Visón, que parecía diminuto al lado de Dalinar—, con nuestro ejército disperso, cubriendo centenares de kilómetros de tierras fronterizas. No pinta nada bien, Dalinar.

Navani había leído muchos libros sobre estrategia en voz alta a sus maridos, así que trató de adivinar lo que decidirían Dalinar y el Visón. ¿Destinar todo lo que tuvieran a Azir, tal vez? Era la ciudad con menos tropas, y su Puerta Jurada pronto dejaría de funcionar para las fuerzas de la coalición. En Thaylenah, el enemigo tendría que llevar a cabo un asalto marítimo y luego superar la muralla de la ciudad. Habían hecho ambas cosas durante la Batalla de la Explanada Thayleña, pero en esa ocasión les costaría mucho más lograrlo, estando la coalición preparada para ellos. Lo mismo sucedía en las Llanuras Quebradas: Navani sabía por experiencia propia lo difícil que era conquistar ese territorio.

Pero ¿Azimir, en cambio? ¿Con enemigos irrumpiendo por la Puerta Jurada, en el centro de la ciudad, a escasos metros del palacio? Navani pensó que Dalinar destinaría allí el grueso de sus tropas.

Dalinar y el Visón cruzaron la mirada. Y, por sus expresiones, Navani supo que se le escapaba algo. ¿Qué era?

—Te veo preocupado, tío —dijo Jasnah desde su asiento, con Sagaz justo detrás de ella, apoyando una mano en su respaldo—. ¿Qué ocurre?

—La cantidad de tropas que podemos movilizar en tan poco tiempo es limitada —respondió Dalinar—. Si intentamos abarcar demasiado, lo perderemos todo.

—Tenemos que suponer que los cuarenta mil soldados que llegan a Azimir serán suficientes —afirmó Jasnah, que parecía orgullosa de haberlo deducido por sí misma—. Porque, si comprometemos más tropas allí, quedarán aisladas tras una Puerta Jurada inoperativa. Un destino que ya sufrirán esas cuarenta mil. Por tanto, enviemos solo unos pocos millares para ayudar a resistir allí y dividamos el grueso de nuestras fuerzas entre los otros dos frentes.

—Sí —dijo el Visón, aunque sonaba reticente—. Es el mejor plan. Una fuerza reducida a Azimir. La mayor parte de nuestras tropas convencionales a Ciudad Thaylen para defender la muralla, que es inútil sin soldados sobre ella.

Yanagawn se levantó de su trono.

—¡Eso nos deja solos a nosotros! ¡Los menos defendidos! ¡Abandonados!

—Excelencia —dijo Dalinar, volviéndose hacia él—, no estamos abandonándoos. No estamos tomando decisiones todavía, sino solo tanteando opciones. Pero lo cierto es que tienes una fortificación excelente en torno a la Puerta Jurada, y cuarenta mil tropas amistosas a tiro de piedra. Junto con todos los Radiantes que estaban combatiendo junto a ellas.

—Mantenemos un equilibrio delicado —añadió el Visón—. Si asignamos demasiadas tropas a Azir, que de todos modos contará pronto con muchas más de las que necesita, perderemos todo lo demás. Debemos hacer todo lo posible por apremiar la fuerza que ya se desplaza en dirección a Azimir, y no dejar todo el resto indefenso. Navani, ¿hasta qué punto confías en las defensas naturales de la torre?

¿Hermano?, preguntó ella.

Las luces de la sala se atenuaron. Una refulgente columna de luz se extendió desde un disco de cristal que había en el techo hasta unirse con otra que surgía del suelo. La voz del spren se dirigió a todos los presentes.

—No vendrán aquí. Los Fusionados caerán inconscientes. A los regios se les arrebatarán sus formas. Incluso los cantores normales y corrientes perderán el acceso a sus ritmos, y los míos pueden volverlos locos. Lo saben. Ahora que he regresado, lo saben bien.

Se hizo el silencio. Bueno, aquello parecía un progreso. Apenas unos días antes, el Hermano ni siquiera quería hablar con Navani.

—Pues eso lo zanja —dijo el Visón—. Por tanto, Dalinar, podemos sacar de Urithiru a tus veinte mil y enviar la mayoría de ellos en apoyo de Thaylenah. No debemos perder la isla. Si lo hacemos, estaremos renunciando por completo a los mares. Las Llanuras Quebradas quizá aguanten por sí solas. Podemos replegar las fuerzas más exteriores y concentrarlas en Narak.

—Disculpad —dijo Sigzil—, pero los informes de los exploradores son muy claros. En las Llanuras Quebradas nos enfrentaremos a tronadores, Celestiales, Profundos y más. Es imposible defenderlas con tropas convencionales sin apoyo.

—Tiene razón —aceptó Dalinar—. Necesitaremos a nuestros Radiantes allí, para compensar sus unidades Investidas.

—¿Y Azir? —preguntó Yanagawn, todavía en pie—. Defenderemos Thaylenah y las Llanuras Quebradas, pero ¿qué hay de mi país? Habéis mencionado por lo menos un pequeño apoyo para ayudarnos a resistir hasta que llegue el ejército, ¿verdad?

—Sí —dijo Dalinar, frotándose la barbilla—. Creo que tu batalla es la más fácil de ganar. Esa cúpula fortificada es impresionante.

—No estoy de acuerdo —replicó el Visón—. La defensa será más difícil de lo que crees, Dalinar. La cúpula ofrece líneas de disparo despejadas, pero las fuerzas cantoras están bien acorazadas, protegidas de las flechas. Si estuvieras defendiendo la ciudad de tropas humanas, sería fácil. ¿Contra cantores?

Negó con la cabeza.

—Bien, pero un número pequeño de efectivos debería ser capaz de resistir unos días —dijo Dalinar, señalando hacia Azimir en el mapa—. Debemos enviar el grueso de nuestras tropas a Ciudad Thaylen para defender la muralla, pero ¿y si enviamos nuestras mejores unidades a esa cúpula?

—No sé yo —murmuró el Visón—. Un tropezón y esa cúpula se llenará de enemigos como un grano en el dedo, esperando a explotar… y entonces irrumpirán en el mismo corazón de la ciudad. No, eso no me gustaría tener que contenerlo… Podría ser un desperdicio. Quizá deberíamos no enviar refuerzos, evacuar y dejar que el ejército de cuarenta mil soldados que va de camino reconquiste Azimir cuando llegue.

—Es demasiado riesgo —dijo Yanagawn—. ¿Qué pasaría si fuese tu país, Dieno?

El Visón alzó la mirada. Entonces respiró hondo y asintió.

—Sí, tenéis razón. Por supuesto que la tenéis. Lo siento; a veces el fervor por la estrategia eclipsa el corazón. Debemos hacer lo que podamos. Nuestras mejores tropas, por tanto, a Azir. Las suficientes para resistir, pero no tantas como para debilitar otros frentes. Pero ¿quién las comandará?

Un latido, la sala en silencio. Navani contuvo el aliento.

—Iré yo —dijo Adolin, internándose en la ilusión—. Padre, déjame reclutar a dos mil efectivos. Pediré voluntarios para lo que podría ser una batalla difícil y reuniré a los mejores. Con ellos y la Guardia de Cobalto, iré a Azir y defenderé la ciudad hasta que lleguen los refuerzos.

Dalinar lanzó una mirada hacia Navani. Las palabras del Visón parecían haberlo perturbado.

—¿Y qué hay de los otros dos frentes? —preguntó al cabo de un tiempo—. ¿Quién dirigirá esos ejércitos? Yo tendré que prepararme para el duelo, así que sospecho que no estaré disponible.

—Yo no soy militar —dijo Fen—. Y Kmakl es un hombre de la armada. Querría tener a generales con experiencia en combate sobre tierra.

—¿Qué tal yo? —propuso Jasnah, levantándose por fin—. Ya he luchado en Ciudad Thaylen. Podría ir, llevar a generales para determinar nuestra estrategia y tomar el mando de nuestras veinte mil tropas allí.

Navani se mordió la lengua. Jasnah había anhelado la oportunidad de demostrar su valía en el terreno táctico, como si no tuviera ya suficiente con lo que ocupar su cerebro. Aun así, posiblemente fuese también la Radiante más peligrosa que tenían.

—Buena elección —dijo Dalinar—. Fen, ¿tú qué opinas?

—Recibiríamos encantados a la reina —respondió Fen—. Sobre todo si nos enviáis también a unos cuantos Custodios de la Piedra para sellar brechas en la muralla, si vuelven a derribarla.

—Los tenemos —asintió Dalinar, seguro que haciendo los cálculos mentales. No disponían de tantos Custodios de la Piedra como Danzantes del Filo o Corredores del Viento, y la mayoría estaban en el grupo que marchaba hacia Azimir—. Puedo enviártelos, junto con unos pocos Danzantes del Filo para curar a los heridos.

—Excelente —respondió Jasnah, sentándose de nuevo—. Empezaré a tramar una estrategia y se la plantearé a nuestros generales.

—Corredor del Viento Sigzil —dijo Dalinar—, tú asumirás el mando en las Llanuras Quebradas.

—¿Señor? —se sorprendió Sigzil.

—Nos interesa tener a un Radiante al mando allí. Te enviaré a la Muralla de Tormenta para apoyarte, y contarás con nuestros generales para la táctica. Pero los Corredores del Viento son nuestro mayor y más condecorado grupo de soldados Radiantes. Deberías liderar la batalla.

—Sí, señor —dijo Sigzil, e hizo el saludo militar.

—¿Y yo, padre? —preguntó Adolin, acercándose—. ¿Por qué dudas?

—Solo estoy pensando —dijo Dalinar, y Navani se dio cuenta de que no quería tratar el tema delante de todo el mundo.

—¿Es que te he fallado demasiadas veces? —preguntó Adolin.

—Yo no he dicho… —empezó a responder Dalinar, y entonces respiró hondo.

—Majestad —le dijo Yanagawn a Dalinar, en tono feroz—, tu hijo es el espadachín más consumado de Alezkar, quizá del mundo. Lo entrenó en las artes de la guerra el Espina Negra en persona. Estoy convencido de que mis generales aceptarán de mil amores su ayuda.

Navani no estaba tan segura. Había visto lo recelosos que podían ponerse los soldados cuando llegaba alguien ajeno a su estructura de mando y asumía el control, pero mantuvo la boca cerrada.

—Padre —dijo Adolin—, el enemigo no traerá muchos Fusionados a Azimir. En Shadesmar vi a unos pocos Celestiales, pero sobre todo barcos cargados con tropas corrientes. Podemos contenerlos. Déjame ir.

Dalinar se irguió cuando largo era en el centro del mapa. Al cabo de un momento, asintió.

—Es buen plan. Puedes ir, hijo. Y puedes reclutar hasta dos mil de nuestros mejores efectivos, tal y como deseas.

—Excelente —dijo Adolin.

—Gracias —dijo Yanagawn—. ¡Deberíamos ir empezando! ¡No podemos perder tiempo!

—Las próximas horas serán cruciales —afirmó Dalinar—. Con la venia de los monarcas, demos por terminada ya esta reunión, pero haced entrar a vuestros generales para que hablen con el Visón y conmigo. Dedicaremos un tiempo a abordar con detalle la estrategia de cada campo de batalla.

La delegación azishiana comenzó a moverse de inmediato y a recoger sus asientos. Adolin hizo ademán de unirse a ellos, pero titubeó, en el borde del mapa.

Dalinar y él cruzaron la mirada. «Ve a darle un abrazo —pensó Navani, llegando junto a Dalinar y poniéndole la mano en los riñones—. Deséale lo mejor. Dile que crees en él».

Ninguno de los dos habló. Al momento, Adolin dio media vuelta y se dirigió a buen paso hacia la puerta. Navani exhaló un suspiro.

—¿Qué? —le dijo Dalinar—. Últimamente no quiere saber nada de mí, Navani. Es mejor que lo deje ir.

—Necesita a su padre —replicó ella—. Da igual lo que quiera. ¿Vas a dejar que se marche sin más?

—No tenemos tiempo para sus dramas, Navani —dijo Dalinar—. Haga lo que haga, nunca es suficiente para él. Temo que, si le pido algo, haga lo contrario. No es…

Dejó de hablar al darse cuenta de que Adolin se había detenido junto a la puerta. Para gran alegría de Navani, se volvió y regresó hacia ellos.

—Padre —dijo a regañadientes—, Shallan me envía con un mensaje que tienes que oír.

Navani notó cómo se le ensanchaban los ojos mientras Adolin les hacía un breve resumen, demasiado breve en su opinión, de algunas cosas que le había contado Shallan. ¿Un grupo de espías extranjeros, trabajando para intereses de fuera del mundo, en Urithiru? ¿Qué reclutó a Shallan mientras aún era una persona nueva, y aislada, en las llanuras?

¡Esa chica…! ¡Esa tormentosa chica…! Debería haber acudido a ellos y contárselo. Navani se obligó a reprimir la rabia. Para bien o para mal, Shallan había recibido entrenamiento de Jasnah, quien guardaba esa clase de secretos como si nada.

—Ahora está actuando contra ellos —dijo Adolin—. Necesita permiso para llevar a cabo una operación y disponer de una fuerza de ataque Radiante.

—No me gusta la idea —repuso Dalinar— de autorizar un golpe contra un grupo del que apenas sé nada. Significa poner mucha confianza en alguien que, por lo visto, nos ha estado mintiendo a todos.

—Cosa —dijo Adolin— que tú no has hecho jamás en la vida.

Navani gimió para sus adentros. Padre e hijo trabaron la mirada, y ella se planteó intervenir. Pero… tormentas, en algún momento terminarían resolviéndolo, ellos solos.

—No deberías rebajarte a pullas como esa, hijo —dijo Dalinar en voz baja—. Te crié para estar por encima de eso.

—¿Que me criaste? —exclamó Adolin. Se acumularon furiaspren como charcos de sangre a sus pies, una de las pocas variedades de spren que desobedecían las órdenes de Navani—. Tú a mí no me criaste, padre. Mataste a la mujer que lo hizo.

Dalinar hizo una mueca.

—Este no es momento.

—Podría serlo —dijo Navani, con ganas de agarrarlos a los dos del brazo y llevárselos fuera a que hablaran hasta resolverlo.

—No —convino Adolin—. Ahora mismo no. Padre, quiero que autorices el ataque de Shallan. El tiempo es un factor esencial. Por favor.

Dalinar suspiró y luego asintió.

—Enviaremos a alguien a preguntarle qué necesita.

Tormentas, qué cerca parecían estar. Dalinar abrió de nuevo la boca, por fin. El corazón de Navani se desbocó, esperando la disculpa. Pero lo que llegó fueron dos frases ásperas.

—Podrías necesitar ayuda con los azishianos. No hablas su idioma.

—Buscaré una intérprete.

—Tengo algo mejor —dijo Dalinar, cogiéndole el hombro. Fluyó luz tormentosa de él—. Puedo forjarte un vínculo. No funcionará en ningún lugar aparte de Azir, pero, mientras estés allí, te permitirá entenderlos. Debería durar unas semanas.

Adolin gruñó. Se miraron a los ojos. Entonces Adolin asintió y se marchó sin decir nada más.

Navani suspiró, sufriendo por ellos.

—¿Por qué? —le preguntó a Dalinar—. ¿Por qué no dices nada más?

—Siempre me lo tira a la cara —respondió Dalinar, masajeándose la frente con el pulgar y el índice—. Y, en cierto modo, tiene razón. Navani, yo no lo crié. Adolin ya era… perfecto del todo, por su cuenta. O con la ayuda de Evi, supongo. Ahora soy consciente de que nunca hice más que darle órdenes.

—¿Y dejar que se enquiste lo mejorará?

—No lo sé —reconoció él—. Pero es verdad que no es el momento. Tengo una reunión de estrategia que presidir. Y después de eso, necesitaré contarte una cosa incluso más importante. —Parecía preocupado—. Me hace falta tu consejo. También el de Jasnah y el de Sagaz, y quizá el de Fen.

Navani frunció el ceño.

—¿Qué ha ocurrido?

—De camino a esta reunión —dijo Dalinar con expresión distante—, me he encontrado a una diosa.

Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.

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