AVANCE OFICIAL – El Archivo de las Tormentas 5 – Viento y Verdad: capítulos 14 y 15
Hoy empezamos con la publicación de los avances de la segunda parte de Viento y Verdad, la quinta entrega de El Archivo de las Tormentas que cierra el primer arco de la saga. En esta segunda parte, Brando Sanderson empieza narrando los acontecimientos del segundo día antes del duelo de campeones, y se amplía el abanico de personajes que comparten sus perspectivas.
Como siempre, también os dejamos el CosmereCast donde hablamos de los dos primeros interludios, un debate bastante más filosófico que otros anteriores, y que ya está incluido en la lista de reproducción que tenéis disponible en la página de índice de los avances de Viento y Verdad.
Recordad que la librería Gigamesh tiene una preventa activa con regalo exclusivo, válida en España.
Viento y Verdad: capítulos 14 y 15. traducción de manu viciano.
Título original: Wind and Truth, escrito por Brandon Sanderson, © 2024 Brandon Sanderson, © Manu Viciano por la traducción. Publicado por acuerdo con la editorial Nova, parte de Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
SEGUNDO DÍA
Dalinar · Jasnah · Navani · Fen · Yanagawn · Adolin · Shallan · Szeth · Sigzil · Kaladin · Lift · Renarin · Rlain · Lopen
Cap. 14: Sin dormir
Al aproximarme a la primera encrucijada, encontré a una familia que buscaba una nueva vida.
De El camino de los reyes, cuarta parábola.
Dalinar no dormía.
Estaba de pie en su balcón, contemplando la noche, sintiéndose solo. En los últimos tiempos nunca estaba solo de verdad, no con el Padre Tormenta cada vez más presente al fondo de su consciencia. Aun así, la sensación persistía. Dalinar. Solo. Contra un dios.
Tenía ocho días para hallar una manera de derrotar a Odium. De joven había visto a Gavilar en esa misma postura, estudiando un campo de batalla, planeando, mientras el propio Dalinar solo trastabillaba de pelea en pelea, pisando pies ajenos y derribando vallas. ¿Cómo de mejor habría ido todo aquello si hubiera muerto Dalinar en vez de su hermano, aquella fatídica noche? Quizá la guerra ya estaría ganada.
Pero Gavilar había muerto. Así que era Dalinar quien observaba las frías cumbres, intentando ver mejor que como lo había hecho en el pasado. Al cabo de un tiempo sacudió la cabeza y entró a sus aposentos. Por lo menos, aquel sitio empezaba a darle la sensación de ser su hogar. Navani sabía lo mucho que Dalinar detestaba tenerlo todo lleno de cosas y ya estaba reorganizando las habitaciones con su habitual destreza, para satisfacer tanto su propio deseo de decorarlas como las preferencias austeras de su marido. El resultado era un espacio hogareño, adornado con objetos como la takama del abuelo de Dalinar, colgada en la pared entre dos estandartes, con el cinturón de tela rodeándola. Dos veces.
Se sentía tan tenso como una cuerda de arco. Una parte subconsciente de su mente lo sabía cuando una batalla empezaba a escapar de su control: el momento en que una línea amenazaba con romperse, o una formación con que la flanquearan. Estaba sintiéndolo ese día, como si fuese una correa de cuero a punto de partirse.
Así que, cuando llamaron a sus puertas —con golpes frenéticos, rápidos, apremiantes—, lo supo. La tormenta había llegado.
Llegó a la puerta mientras Pabolon, uno de sus guardias, la abría. Fuera había una escudera Corredora del Viento con los ojos como platos y luz tormentosa emanando de ella.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Dalinar.
Jasnah no dormía.
En parte era por culpa de la dichosa cama. A Sagaz le encantaba la blandura. Quería que el colchón se tragase a quien lo usaba, y había encontrado el de ella rígido, más que inadecuado.
A Jasnah le gustaba probar cosas nuevas; aquella relación en sí misma era, en cierto modo, un experimento. Había disfrutado de ella por muchos motivos: conspirar juntos, compartir planes increíbles, la posibilidad de conectar con alguien dotado de un intelecto tan estimulante. Las relaciones se basaban en llegar a acuerdos, había leído, de modo que se hizo con una cama nueva.
Y la odiaba. Estaba sumergida en relleno, con irritaspren oscilando a su alrededor como motitas de color rosa, mientras escuchaba la respiración de Sagaz. No roncaba, pero de vez en cuando sí que daba algún silbido.
Se volvió hacia el otro lado, lo cual, dado que ambos tendían a hundirse hacia el centro de aquel espantoso colchón, debería haber sacudido a Sagaz. Pero solo se quedó tumbado bocarriba, haciendo una suave exhalación sibilante. ¿Estaba dormido de verdad? Había insinuado que de noche visitaba otros lugares. Otros mundos. Que se implicaba en unas maquinaciones políticas de las que ella aún no tenía ni la menor idea.
Sí, la relación había tenido cosas estupendas. Muchas otras, sin embargo, eran como aquella cama.
—Me mientes a veces —susurró Jasnah, encarada hacia él en la oscuridad—. ¿Comprendes que eso significa que no puede ser una verdadera relación? Soy capaz de confiar en alguien que guarda secretos, pero no en alguien que miente.
Si Sagaz se había enterado, no dijo nada, aunque Diseño palpitó y rotó en la pared de detrás de él. Hasta el momento, Jasnah solo le había pillado las mentirijillas más ínfimas. A veces Sagaz se ponía a hacerle juegos de palabras, o a pincharla retorciendo el lenguaje, y ella le pedía que parara. Él prometía hacerlo, y parecía cumplir esa promesa. Pero entonces Jasnah se daba cuenta de que los jueguecitos no habían cesado. Solo se habían vuelto más sutiles, con Sagaz llevando sus trucos a una capa más esotérica, más difícil de captar.
Parecía pensar que así la involucraba, la hacía esforzarse. Pero a ella le indicaba otra cosa: que Sagaz hacía lo que él pensaba que era mejor para una persona, no lo que esa persona quería.
Pese a sus esfuerzos, Jasnah sabía que no estaba teniendo con él la conexión física que Sagaz quería. Incluso durante el sexo, se notaba distante. Quizá más distante que nunca. Y eso lo ponía ansioso a él, como si estuviera haciendo algo mal, y Sagaz pensaba que, si lo intentaba con más ahínco, haría alguna cosa extraordinaria que cambiaría su manera de sentirlo.
Por su parte, Sagaz no estaba teniendo con ella la conexión emocional que ella quería. Si tan solo fuera sincero con ella…
Se revolvió de nuevo. La almohada rígida servía de poco para compensar aquel extraño relleno, hecho de plumas de pollo bebé. ¿O eran las plumas más pequeñas de pollos adultos? No había terminado de asimilar la descripción que le hizo Sagaz, pero, en todo caso, un colchón de cáscara de lavis era muy superior a aquello. Triturada, para que no hubiera incómodos bultos.
Jasnah había encargado otro colchón nuevo para ponerlo en la habitación contigua. Valoraba el experimento de probar las cosas a la manera de él, pero no iba a seguir estando incómoda solo por complacerlo. Una relación requería sacrificio por parte de todos sus integrantes, pero no debería cimentarse en el sacrificio. Y…
Y tormentas. Por eso era mejor evitar los enredos como aquel. Faltaban ocho días para que Dalinar se enfrentara a Odium y ella estaba preocupándose por una relación.
Quizá fuese una forma de distraerse. Porque, a pesar de todo su entrenamiento, de todo su aprendizaje, de toda su preparación… la decisión final iba a corresponderle a otra persona. Dalinar iba a enfrentarse él mismo al campeón de Odium.
Jasnah no le debatía esa elección. Dalinar era un Forjador de Vínculos y un guerrero feroz. Había tratado con Odium y quizá comprendía a aquella criatura mejor que ningún otro mortal. Jasnah había hecho una lista de los motivos por los que su tío era la mejor opción. Y, sin embargo… ¿podría haber sido ella? ¿Y si, en vez de ocultar sus poderes, hubiera revelado a los demás lo que podía hacer y lo que temía?
Su vida y la vida de Dalinar parecían muy diferentes. Él había quemado una ciudad y la gente se lo perdonaba. Había proclamado que el Todopoderoso estaba muerto y la mitad de los fervorosos se habían unido a él. En cambio, cuando Jasnah era sincera sobre su ateísmo, sus opiniones acerca del gobierno o su desagrado por tradiciones como la de la mano segura… bueno, la repulsa y la condena la perseguían como verdugos gemelos, pugnando por colarle un latigazo antes de la ejecución.
Cuando Jasnah Kholin daba su opinión, la gente la odiaba. Quizá hubiera sacado las lecciones erróneas de aquello, pero ¿se le podía reprochar?
Se acurrucó y escuchó los leves sonidos de Urithiru. El agua al moverse en las cañerías por iniciativa propia. Los susurros del aire bombeado por los conductos de ventilación. Allí temblando, Jasnah al fin comprendió por qué aborrecía tanto aquel colchón. Le recordaba a las ataduras blandas que le habían puesto de pequeña. Cuando las personas que la querían la habían encerrado durante unos meses terribles que luego casi todo el mundo había olvidado por completo.
Todo el mundo excepto Jasnah.
Que nunca los olvidaría.
Sagaz se incorporó de sopetón.
—Oh, demonios —susurró.
Jasnah se puso en alerta e invocó a Marfil como hoja esquirlada, una daga corta y robusta, mientras advertía a los spren de su armadura que estuvieran preparados. Extendió el brazo hacia el cuenco de esferas cubierto que había junto a la cama, pero no le quitó la tela negra ni absorbió luz tormentosa, porque el brillo sobre su piel haría de ella un blanco en la oscuridad.
Sagaz se quedó allí sentado, apenas visible a la tenue luz que escapaba del cuenco a través de la tela. Llevaba un pijama de seda y tenía el pelo, como siempre, perfecto a pesar de haber estado durmiendo sobre él. ¿Cómo lo hacía?
—¿Qué está pasando? —le siseó Jasnah.
—Oh, cojones —susurró él, y se levantó de un salto mientras unos sorpresaspren estallaban a su alrededor y Diseño se apresuraba a bajar por la pared y recorrer el suelo hacia él—. Los cojones más oscuros, peludos y grasientos en las ingles más descuidadas del demonio más procaz del infierno más maldito de la religión más hermética.
—¿Sagaz? —dijo Jasnah, viéndolo correr hacia la repisa—. ¡Sagaz!
Él la miró con los ojos desorbitados. Luego retiró la tela que cubría unas esferas y bañó la alcoba de luz. Jasnah parpadeó mientras descartaba su hoja. Si Sagaz no estaba preocupado por cegarlos, aquello no era un peligro físico. Quizá fuese solo otra de sus extrañas diatribas.
Excepto por cómo estaba mirándola, con los ojos como esferas brillantes. Con los labios retraídos pero sin el menor atisbo de sonrisa. Con la mandíbula tensa, los puños apretados. Respirando deprisa.
Verdadero pánico.
—Sagaz —dijo—, por favor, ¿qué está pasando?
—Dame un momento —farfulló él, volviéndose de nuevo hacia la repisa cubierta de documentos—. Necesito… necesito un momento…
Sacó un cuaderno y empezó a escribir. Jasnah se levantó y, aunque el aire era cálido gracias a los cambios que había hecho su madre, sintió frío solo con el camisón. Se echó encima un batín y se inclinó para mirar sobre el hombro de Sagaz.
Los símbolos que escribía eran desconocidos para ella, pertenecientes a alguno de los muchos idiomas que dominaba de mundos más allá del suyo. Pero daba la impresión de que estaba componiendo una tabla. Y esas anotaciones a la izquierda de cada fila, los puntos y las líneas… ¿eran números? Se repetían mucho más a menudo que los demás símbolos.
Sagaz escribía furioso, cada vez con peor letra. Y había sacado un poco de aquella extraña arena que cambiaba de color, la que utilizaba en sus experimentos. Su expresión se volvió más intensa.
Las puertas se agitaron. Jasnah tenía una daga en la mano al momento, pero entonces cayó en la cuenta de que era él. No había nadie al otro lado. Sagaz estaba ejerciendo algún tipo de presión que hacía vibrar las puertas. Los anillos de su joyero empezaron a caer al suelo y sus zapatos a alejarse, empujados por sus hebillas. Todo el metal de la habitación, exceptuando la hoja esquirlada de Jasnah, estaba reaccionando a él, incluidos sus fabriales de alarma, que se volvieron locos y destellaron a toda velocidad.
Entonces la arena se iluminó de golpe con una iridiscencia nacarada y flotó por encima de la mesa. La sedosa ropa nocturna de Sagaz empezó a retorcerse y contorsionarse, como si estuviese viva. Sus gestos se volvieron cada vez más frenéticos y unos miedospren burbujearon a través del suelo en torno a ellos. Luego, con un fogonazo y un cambio físico de su forma corporal, que se fundió como la cera, Sagaz se transformó en otra persona. En un hombre de menor estatura, con el pelo muy blanco y sutiles diferencias en los rasgos.
«Este es su verdadero yo», comprendió Jasnah. Un hombre que no era nativo de su mundo y se hacía pasar por Sagaz. Pero… el cambio había sido físico, no ilusorio.
Se volvió hacia ella y el lápiz se partió bajo la presión de sus dedos.
—Me han engañado —dijo.
—¿C-cómo? —preguntó ella.
La arena se volvió negra y cayó de nuevo a la repisa. La forma de Sagaz regresó a su aspecto acostumbrado en cuestión de segundos y la alcoba quedó en calma como a una orden suya, a excepción de los fabriales de alarma de Jasnah, que aún teñían la estancia de blanco y rojo. Sagaz se irguió, de nuevo más alto que ella, y levantó su cuaderno.
—Me faltan —dijo— tres minutos y veintisiete segundos.
—No te entiendo —repuso ella—. Lo siento, Sagaz. De verdad que intento seguirte, pero… tormentas, ¿qué ocurre?
—Perdona, perdona —dijo él, dejándose caer en el asiento que había junto a la repisa de piedra, una característica natural de la estancia que sobresalía de la pared—. He vivido muchísimo tiempo, Jasnah. Más del que puede registrar una mente mortal, así que almaceno recuerdos en una cosa llamada Aliento, una forma de Investidura de acceso fácil, aunque costosa, que una persona puede adoptar y, con el entrenamiento adecuado, utilizar para expandir su alma. Cada cierto tiempo repaso mis recuerdos y decido lo que puede descartarse. En la revisión que estaba haciendo ahora mismo, he encontrado algo inesperado, algo aterrador.
—Tres minutos y veintisiete segundos —susurró ella, escrutando las anotaciones del cuaderno. Como si pudiera descifrarlas a base de pura fuerza de voluntad—. Desaparecidos. ¿Cuándo?
—Hace poco más de un día —dijo él.
—¿Y… qué estabas haciendo en ese momento?
Sagaz dejó escapar una larga exhalación y la miró a los ojos.
—Estaba teniendo una charla con Odium.
—Una charla —dijo ella, notando el corazón tembloroso—. ¿Con el enemigo más antiguo de la humanidad? ¿Con el ser que pretende aniquilarnos, destruir a mi familia, convertir en arma a todo Roshar para sus propios fines? ¿Una charla?
—Tenemos un pasado en común —explicó Sagaz—. Como creo que ya te dije.
Jasnah desactivó sus alarmas, acercó una silla y se hundió en ella, notando el estómago revuelto.
—Te lo pedí, Sagaz —susurró—. Te pedí que me involucraras en cualquier trato que tuvieses con él.
—Te lo estoy contando ahora, Jasnah —replicó él—. Por definición, eso es involucrarte.
Jasnah le sostuvo la mirada y lo supo. Jamás habría un sitio para ella en su yo más profundo, ¿verdad? Siempre estaría en el exterior, mantenida como parte de su colección. Disfrutada, quizá incluso amada, pero nunca receptora de su confianza.
Tenía que replegarse, por su propio bien. Los congojaspren, con forma de cruces negras retorcidas, se esfumaron mientras Jasnah contenía los sentimientos de traición. Ya había sabido en qué se metía al empezar con él. Una no cortejaba a un inmortal a la ligera.
—¿Qué le estabas diciendo a Odium? —preguntó.
—Tenía que… —Sagaz se encogió de hombros—. Tenía que regodearme un poco. Era obligatorio, teniendo en cuenta nuestro pasado. —Su mirada se volvió distante—. Recuerdo… salir del encuentro notando algo raro. Una sensación de repetición. Ocurrió algo en esos minutos perdidos. Me venció, y entonces extirpó el recuerdo de mi mente, permitiéndome creer que había salido ganando yo en la conversación. Ahora que miro, puedo localizar los restos. Se hizo con prisas.
—Esto es malo, ¿verdad? —dijo ella.
—Increíblemente malo. Rayse es un megalómano, Jasnah. Por muy astuto que sea, le dolería horrores dejarme ir creyendo que lo había derrotado. Sin embargo, esa vez favoreció que sucediera. —Sagaz se inclinó hacia delante y tomó la mano de Jasnah—. Ha progresado. Después de diez mil años, Rayse por fin ha aprendido algo. Eso me aterroriza. Porque, si no soy capaz de predecir lo que va a hacer…
—¿Qué sucede entonces?
—Tenemos que releer el acuerdo entre Dalinar y él —dijo Sagaz—. Ya.
Jasnah tenía una copia. Después de que Dalinar y Odium convinieran los términos, el Hermano había sido capaz de citar las palabras exactas. Les había indicado que un acuerdo entre dioses no era del todo un contrato, pero podía transcribirse como tal.
Sagaz empezó a repasarlo.
—Sagaz —dijo ella, sintiéndose nerviosa de verdad—. Odium dijo que cumpliría el espíritu del acuerdo, sin aprovechar ningún tecnicismo. Y tú mismo confirmaste que, en efecto, así sería, ¿me equivoco?
—Eso creía yo —murmuró Sagaz, aún leyendo—. Pero también creía conocer a Rayse. Ya no hay nada seguro…
Sonó una llamada en la entrada a sus aposentos. Jasnah apretó la mano contra la pared y le pidió al Hermano que encendiera las luces antes de salir del dormitorio y cruzar la sala de estar hasta puerta. Golpeó una pauta con los nudillos, escuchó la pauta correcta en respuesta y entonces entreabrió la puerta y vio a Hendit, de la Guardia de Cobalto. Un hombre cuya discreción rivalizaba con su aplomo. Jasnah confiaba en él hasta el punto en que llegaba a confiar en nadie, así que no se preocupó al ver que Sagaz salía de la alcoba.
—¿Qué ocurre? —preguntó Jasnah a Hendit.
—La radiante Shallan y el alto príncipe Adolin han regresado, majestad —dijo él en voz baja—. Hay ejércitos avanzando por Shadesmar en dirección a Azimir, y los recién llegados informan de que la Puerta Jurada los dejará pasar. Vuestro tío ha convocado una reunión a la primera campana.
—Allí estaré —respondió ella.
Cerró la puerta y volvió la mirada a través de la salita hacia Sagaz. Una fuerza invasora cerniéndose sobre Azimir. Tanto ella como Dalinar habían previsto que se producirían ataques hasta el mismo instante del duelo, pero habían esperado escaramuzas fronterizas. A fin de cuentas, ¿qué clase de ofensiva relevante podía movilizarse y ejecutarse en solo diez días?
—Sabía que perder la Perpendicularidad de Cultivación iba a terminar mordiéndonos —dijo Sagaz—. Tendríamos que haber luchado por ella.
—No teníamos los recursos necesarios para defender los mares de Shadesmar —respondió Jasnah—. Podemos defendernos de este ataque. Suponiendo…
—Suponiendo que no vengan más ataques —terminó Sagaz por ella—. Lo cual parece una suposición peligrosa. Hay algo en esto que me da muy muy mala sensación. ¿Qué más he pasado por alto?
—Si pasaste algo por alto, ¿es posible que vuelvas a hacerlo ahora?
—Tienes razón —dijo Sagaz. Respiró hondo—. Tienes… tienes razón. Necesitamos a alguien con experiencia, alguien que supere incluso mis considerables conocimientos.
—¿Conoces a algún experto?
—¿En tu mundo? —preguntó él—. Solo a una, pero ahora mismo no nos hablamos. Veré si puedo contactar con un viejo amigo…
Navani no dormía.
Ascendía por las entrañas de Urithiru, recorriendo un antiguo túnel que, hasta su vinculación con el Hermano, había sido inaccesible. Los vidaspren rebotaban en torno a ella como pequeñas y brillantes motitas verdes. Todos los que llegaban a la torre, atraídos por la repentina transformación, primero buscaban a Navani y giraban a su alrededor durante unas horas antes de dirigirse a los campos.
Había intentado dormir. No había funcionado, de modo que Navani había sucumbido a su anhelo de explorar. El túnel terminó desembocando en una amplia cámara con la pared llena de fabriales, centenares de gemas resplandecientes en armazones de alambre que emergían de la piedra como rocabrotes.
Navani se sentía guiada hasta allí, ya que podía percibir el funcionamiento de la torre. Mil fabriales diferentes latían en su mente, arriba y abajo, por toda la estructura. Atractores que extraían agua hacia las bombas de las profundidades, que a su vez la repartían a los miles de grifos repartidos por todo el enorme edificio. Fabriales calentadores que regulaban la temperatura del aire. Y los de esa pared… recogían aire y lo empujaban a través de Urithiru, ventilando la ciudad completa. ¿Cuánto podía aprender Navani de aquello? ¿Qué maravillas podía construir con ese conocimiento?
Cerró los ojos y sintió los fabriales de la pared con más intensidad, al tenerlos cerca. Su aire era como el aliento en sus pulmones, el agua como el pulso en sus venas. Siempre que hacía una pausa, captaba esas cosas… y un sinfín de otras interacciones. Luces que resplandecían desde el interior de la piedra. Los elevadores en movimiento casi continuo. La poderosa fuerza de la luz de torre, que infundía a todos los Radiantes que entraban.
Con ello, confiaba en que su hogar —ahora una extensión de su mismo yo— estaría a salvo de cualquier otro ataque enemigo.
Debería estarlo, dijo el Hermano en su mente. Muy pocas veces se atrevieron a invadirme antes. Mi luz no solo deja inconscientes a los Fusionados, sino que vuelve a los Radiantes de aquí prácticamente invencibles.
Tenemos que descubrir cómo enviar esa luz fuera con ellos, respondió Navani, recorriendo la cámara, dejando reposar los dedos en todos los fabriales que tenía a su alcance. La seguían spren de media docena de variedades, como una capa hecha de luz.
No puede hacerse, dijo el Hermano. Los humanos no pueden retener mi luz; están demasiado llenos de agujeros.
Al hablar antes con Dalinar había averiguado que, al marcharse, un Radiante perdía la luz de torre casi de inmediato. Si se transportaba en una gema, esa luz se disipaba más deprisa que la luz tormentosa. La luz de torre era un don, pero solo en Urithiru.
No obstante, mientras estuviesen allí, era omnipresente. Como los ritmos que Navani había pasado a sentir por medio de su vínculo. Cerró los ojos y se permitió experimentarlo todo. Los latidos del planeta. Los mecanismos de la torre. Los spren cantándole al Hermano.
Esa consciencia tan extraordinaria le resultaba imposible de ignorar. De modo que no, Navani no dormía. No lo había hecho en los últimos dos días, y ni se notaba cansada ni había atraído un solo agotaspren.
¿Preferirías que silencie el ruido?, preguntó el Hermano.
Quizá, respondió ella. Tarde o temprano necesitaré dormir.
No, dijo el Hermano. Formas parte de mí, y yo formo parte de ti. La torre no necesita dormir. Tú tampoco lo necesitarás.
Nada de dormir…
Debería haber preguntado, pero había muchísimo por averiguar. No había sabido hasta el día anterior que no podía ausentarse de la torre durante un intervalo prolongado de tiempo, o el vínculo se debilitaría. Unas pocas semanas era lo máximo a lo que podía arriesgarse.
Trató de no sentirse inhibida por ello. Poseía grandes dones, y la contrapartida era razonable. Además, ¿cuánto lograría avanzar con las horas adicionales que no dedicaría al sueño? Abrió los ojos, echó la cabeza atrás y contempló los diez metros de pared que se extendían hacia arriba, moteados de gemas y filigrana. Todo era fenomenalmente abrumador. No solo el vínculo con la torre, sino su periplo emocional. Reconocer su propia valía. Convertirse en Radiante, cuando había estado convencida de que no le correspondía hacerlo.
Un sagacispren solitario, con forma de maravilloso gradiente tridimensional de color, apareció encima de ella. Navani dio un respingo: era el primero que veía en toda su vida.
Tienen miedo, dijo el Hermano. De que los capturéis. Por eso no acuden con frecuencia a los humanos.
Una cosa aún dividía a Navani y al Hermano, que desaprobaba los fabriales modernos. Temía que Navani utilizara lo que estaba aprendiendo para crear más abominaciones. Los fabriales modernos requerían atrapar a spren contra de su voluntad. Las versiones arcaicas, como los que mantenían en funcionamiento la torre, empleaban a spren voluntarios, pero eran ineficaces en muchísimos aspectos y…
Y tormentas, había mucho por aprender. Mucho por hacer. Navani apenas sabía por dónde empezar. ¿Quizá debería hablar de ello con Dalinar? Deseó que estuviera durmiendo ya.
Está abriendo la puerta de tus habitaciones, dijo el Hermano. ¿Te gustaría escuchar lo que dice?
Tenemos que hablar de que te dediques a espiar a todo el mundo en la torre, replicó Navani.
¿Por qué?
No está bien. La gente necesita intimidad.
Están dentro de mí, Navani. No pueden esperar intimidad cuando están reptando por dentro de alguien. De todos modos, no lo oigo todo. Solo aquello a lo que presto atención.
Aun así, insistió Navani, parece…
Navani. NAVANI.
Se quedó muy quieta, con la mano sobre un fabrial y los vidaspren arremolinados alrededor al captar su estado de ánimo.
¿Qué?
De verdad que tienes que oír lo que dice esta Corredora del Viento.
La reina Fen no dormía.
La culpa era del príncipe consorte. Allí estaban, en el yate real, porque él anhelaba «el sonido de la cubierta crujiendo para arrullar el ondulante ritmo de las olas en el casco». A veces bajaban al barco, incluso amarrado como estaba, para pasar allí unas cuentas noches. Una escapadita que no implicaba escapar demasiado, porque Fen tenía asuntos que atender.
Pero no estaban en la suite real del yate. Estaban bajo cubierta, en el camarote de los alféreces de fragata, embutidos en una hamaca. Fen no se quejaba; era ella quien se había casado con un marinero. Además, lo cierto era que se estaba a gusto y calentita. Pero aun así…
—¿No estamos un poco mayores para esto, gema corazón? —dijo, meciéndose en la oscura sala.
—Se lo consultaré al consejo, mi amor —respondió él, y Fen notó el pinchazo de los pelos de su bigote—. La reina querría conocer la opinión de sus consejeros más brillantes: ¿es demasiado mayor para pasar algo de tiempo de calidad con su marido? ¿Es acaso demasiado distinguida para darse un chapuzón de vez en cuando?
—No me refería a eso —replicó Fen—. Solo a la parte de escabullirnos de los guardias y buscarnos una hamaca. Tienes casi setenta años, ¿sabes?
—Y entonces, tú tienes…
—Casi setenta.
—Bastante joven —dijo él—, según algunas cuentas.
—¿Con qué clase de cuentas se es joven a los setenta?
—A los casi setenta.
—¿Y?
—Y la edad media de tu consejo mercantil debe de ser de ochenta y tantos —contestó Kmakl—. Teniendo eso en cuenta, venimos a ser una goleta recién botada. Y ahora, para de distraerme de distraerte.
Fen suspiró, pero se relajó en la oscilante hamaca, notando el roce de la lona en su piel desnuda. Las olas mecían el barco y sus preocupaciones huyeron de aquella perfecta calidez. Hasta que una cegadora luz blanca inundó el camarote. Condenación.
Se incorporó, como también hizo Kmakl en el otro lado de la hamaca. Los dos fulminaron con la mirada al joven teniente que se había quedado muy quieto en la escalerilla, sosteniendo una lámpara de esferas de diamante. Sus ojos se posaron en Fen, desnuda en la hamaca, y soltó la lámpara conmocionado. Se rompió, esparciendo diamantes en una cascada de rutilante luz.
—Vaya, hombre —dijo Kmakl—. Pensaba que sabían que no debían venir a buscarnos. Me he preocupado de dejar pistas que…
—Perdón, perdón, perdón. —El teniente se apresuró a terminar de bajar al camarote y los vergüenzaspren lo rodearon por todas partes mientras se ponía a recoger los diamantes—. ¡Perdón! ¡No os he visto! ¡O sea, siento haberos visto, majestad! ¡Ah!
—No pasa nada —dijo ella, reclinándose—. ¿Sabíais que a las antiguas reinas a veces las pintaban con un pecho al aire?
—Eso nunca lo he entendido —respondió Kmakl.
—No sé qué idiotez sobre amamantar a una nación —explicó Fen—. Como si estos dos vejestorios fuesen a dar algo más que serrín.
El teniente siguió buscando diamantes aturullado, aunque, si hubiera tenido medio dedo de frente, se habría vuelto para arriba sin más.
—En realidad es culpa nuestra por escaparnos —dijo Kmakl—. No puedo creer que me haya dejado convencer, Fen. Pensaba que eras más responsable.
Ella alzó los ojos al techo y se puso un guante en la mano segura.
—Mira —dijo, moviendo los dedos—. Ya está. ¿Mejor así, teniente?
—¡No! —exclamó el joven con voz aguda—. ¡Así no está mejor en absoluto!
Fen sonrió a Kmakl, con un malvado deleite por el desasosiego del joven oficial. Le estaba bien empleado. Aunque Fen y su consorte fingían ser escurridizos, el barco entero sabía que debía hacer la vista gorda y permitirles imaginarse que estaban teniendo una conducta escandalosa.
—Venga, deja en paz al chico, Fen —dijo Kmakl.
—Largo de aquí, chaval —ordenó Fen—. Ya recogeremos nosotros las esferas. Tú finge que no has bajado aquí y nosotros haremos lo mismo. Fuera. Aire.
El joven se enderezó, con las cejas blancas almidonadas al estilo naval. Cerró los párpados con fuerza e hizo el saludo militar.
—¡Majestad! ¡Príncipe consorte! ¡Me envían a buscaros! ¡Hay noticias de Urithiru! ¡Ejércitos enemigos en posición de invadir Azir!
—¿Qué? —exclamó Fen, poniéndose en alerta. Estiró la mano hacia su ropa, que estaba en el suelo, y al hacerlo casi los volcó a los dos de la hamaca sobre sus desnudos traseros—. ¿Y por qué no has dicho nada?
—Perdón. ¡Perdón perdón perdón!
El oficial saludó de nuevo, con los ojos todavía cerrados.
—Pensaba que ya habían invadido Azir —dijo Kmakl.
—Eso fue Emul —lo corrigió ella—. Es imposible que lleguen a Azir antes de la fecha límite. El grueso de nuestros ejércitos está en medio.
—¡Avanzan por Shadesmar! —exclamó el teniente.
—¿Y el Consejo Thayleño lo sabe, chico? —preguntó Kmakl.
—Están sacándolos de la cama. Es…
Se interrumpió y se apartó trastabillando al oír que alguien más bajaba deslizándose por la escalerilla. Era un tormentoso almirante. Fladrn, para ser exactos, un hombre de pelo gris como una nube de tormenta y cejas en punta. Reparó en la desnudez de su reina y ni se inmutó.
—Majestad, esto es urgente.
—¿Tan mala es la noticia sobre Shadesmar? —preguntó Fen, vistiéndose a toda prisa. Si Fladrn había acudido en persona…
—No, no es eso —dijo Fladrn—. Es por algo distinto.
Fen se quedó quieta. Notó un vacío en lo más hondo de su estómago, y unos expectaspren se alzaron a través de los tablones del suelo con forma de gallardetes. Quizá fue por haber pasado toda una vida esperándose lo peor, pero de algún modo supo lo que iba a decirle el almirante.
—Una segunda ofensiva —adivinó.
—Sí, majestad —dijo él—. Han quebrantado nuestro bloqueo sobre Jah Keved. Acabamos de recibir el informe.
—¿El bloqueo veden? —preguntó Kmakl—. Se suponía que lo teníamos bien asegurado, a menos que…
—Que recibieran un apoyo aéreo considerable —terminó la frase Fen, cerrando los ojos—. ¿Celestiales?
—No, majestad —repuso el almirante—. Rompedores del Cielo. Sus fuerzas al completo, centenares de Radiantes. Han hecho retroceder a los Corredores del Viento apostados para proteger nuestros barcos y luego han enviado a pique media flota. La otra mitad de nuestra armada se ha dispersado, pero ahora una fuerza de asalto se dirige derecha hacia Ciudad Thaylen.
Fen trató de contener su ansiedad. Habían pensado que el enemigo reñiría un poco para mover fronteras, pero al parecer tenía planeado algo a mayor escala: un ataque al corazón de las capitales de la coalición.
—Tormentas —susurró Kmakl.
—Hay que moverse —dijo ella, abriendo los ojos para lanzarle sus pantalones—. Nuestra ciudad corre peligro y, con el bloqueo roto, no podemos detener un asalto. Es hora de ver cuánto apoyo está dispuesta a prestarnos esta coalición.
Yanagawn I, Aqasix Supremo, Emperador de toda Makabak, dormía.
Tenía que estar durmiendo. Porque el horario decía que le tocaba dormir, y él cumplía su horario. Más o menos era lo único que se requería de él. Seguir las indicaciones, proporcionarle un modelo de estabilidad a un imperio.
El emperador no yacía despierto, contemplando el techo. El emperador comprendía que, a base de pura fuerza de voluntad, podía llevar la paz y la armonía a su pueblo. De modo que, a base de fuerza de voluntad, era evidente que el emperador podía obligarse a caer dormido. Por tanto, estaba dormido. En esos precisos momentos. Tenía que estarlo.
En consecuencia, todos los pensamientos que abarrotaban su mente… bueno, eran los pensamientos de un hombre que soñaba.
No se sacudió ni dio vueltas. Hacerlo se interpretaría como nerviosismo por parte de las diez ciudadanas bendecidas a las que se había concedido el privilegio de velar su sueño. Un gran honor, que esa noche les correspondía a las mujeres que habían trabajado con esmero para alimentar a los ejércitos imperiales que combatían cerca de Emul. Sucedía durante toda la noche, todas las noches. Con el paso de cada hora, diez personas nuevas acudían a regodearse en la presencia imperial.
No en la presencia de Yanagawn, ojo. No era el hombre quien bendecía a aquella nación, sino el cargo en sí. Yanagawn era, poco más o menos, como el perchero que sostenía su ropa, lo que le daba forma para que quienes pasaran al lado pudiesen verla y sentirse inspirados.
Cómo desearía poder hacer más que estar de pie y dejarse ver.
Menos mal que estaba dormido, porque esos pensamientos eran de lo más impropios. Yanagawn no se parecía, en concreto, a alguien como Dalinar Kholin, que tomaba decisiones y luego actuaba. A un hombre que había cargado a la batalla con hoja y armadura esquirladas, que había forjado una nación. Los hombres de esa clase eran peligrosos.
Solo que, en sueños, Yanagawn desearía ser peligroso.
En teoría, era el propietario de todas las esquirlas del imperio extendido. En realidad, muchas de ellas pertenecían a otros reinos que, aunque de boquilla rindieran pleitesía a la sede imperial de Azir, ni siquiera se plantearían entregar sus artefactos en la vida. Y él sería un necio si desvelara la impotencia imperial al exigirles algo como eso.
Azir también poseía esquirlas, en manos de soldados distinguidos con una concesión imperial de derechos que les permitía ofrecer ayuda a los grandes mercaderes y las grandes casas del reino a cambio de dinero, gran parte del cual iba a la corona. La mayor parte del trabajo que hacían era civil: abrir nuevas zanjas y demás. Quienes llevaban las esquirlas eran leales, y su posición muy respetada. Exigirles que las devolvieran sería una gran deshonra para ellos. Además de que implicaría una cantidad considerable de papeleo.
Incluso si devolviesen las esquirlas, Yanagawn no podría utilizarlas en persona. Era demasiado importante. Era necesario. No para administrar el reino, claro: esa no era su función, como especificaban un montón de códigos legales. Su trabajo era yacer en la cama, durmiendo mientras su mente correteaba de acá para allá, observado por devotos ciudadanos.
«Yaezir, dios de las alturas, en los Salones prístinos —pensó—, ¿de verdad esto es todo lo que quieres de mí?».
Tampoco querría volver a sus tiempos de ladrón con su tío. Esa vida no le había gustado nada. ¿Vivir cada día para el próximo golpe? ¿Poner patas arriba el orden de la nación, ser un parásito que se alimentaba del duro trabajo de otros? No, no quería eso. Pero cuanto más aprendía, más se daba cuenta de lo grande que era el mundo. Y de lo poco que podía lograrse estando tendido en una cama mirándose sus propios párpados.
Por eso se emocionó al oír que alguien incumplía el protocolo. Guardias que llegaban a la puerta, disculpas susurradas a las honorables invitadas que habían alimentado a ejércitos. Inclinaciones ante ellas, ya que esa noche se contaban entre las personas más importantes del imperio. Luego, inclinaciones más profundas hacia él.
Yanagawn abrió los ojos y se incorporó con calma. Las cocineras susurraron entre ellas, con los ojos como platos. Había cinco guardias y Yanagawn se alegró de recordar todos sus nombres, aunque jamás les dirigiría la palabra, para no incomodarlos. Dirigió la mirada detrás de ellos, hacia el lugar donde Noura se había arrodillado. Era la visir jefa de su corte. Erudita, estratega, maestra.
Lo que fuese que había sucedido era importante de verdad. Sin mediar palabra, Yanagawn se levantó de la cama y separó los brazos para que lo pudieran vestir.
El emperador estaba despierto.
Cap. 15: Pasionspren
Esa familia no hablaba mi idioma, pero tanto ellos como yo sabíamos escribir glifos, lo cual posibilitó que conversáramos. Mientras tenían a bien compartir conmigo su fuego de campamento, me contaron parte de su historia.
De El camino de los reyes, cuarta parábola.
Aunque Shallan había insistido en salir para convocar a sus Tejedores de Luz y hablar con ellos, Adolin consiguió dormir unas horas. Se levantó con la idea de llegar pronto a la reunión para que lo pusieran al día sobre las actuales posiciones de las tropas. Por desgracia, algo frustró sus planes. Algo llamado «ducha».
Caía agua por unos agujeros que había en el techo de una pequeña estancia contigua a su dormitorio. Una luz detrás de las piernas indicaba el nivel de calor y, si ponía la mano allí y le daba la vuelta, hacía que el agua saliera más caliente o más fría. Otro dial parecido le permitía controlar la presión y el flujo.
Adolin era un alto príncipe. Un portador de esquirlada. Y aquel era el momento de mayor lujo que había conocido en toda su vida. El vapor se acumulaba como en una sauna thayleña mientras el agua tibia derretía su fatiga, su ansiedad. Ambas cosas habían parecido sólidas como piedras, pero incluso la piedra cedía, con el tiempo, ante el agua de lluvia.
Tormentas, podría quedarse allí dentro horas y horas. Incrementó la presión y dejó que el agua le masajeara la espalda. ¿Cómo sentaría aquello después de una sesión de entrenamiento intenso? Dejó escapar un enorme suspiro, mientras atraía no pocos alegrespren. Tormentas, sí que había muchos más spren en la torre que antes, ¿verdad?
Shallan asomó la cabeza, una pincelada de rojo caoba sobre los estratos marrones y amarillos. Sus reuniones debían de haber terminado.
—Pero ¿qué es eso? —preguntó mientras se le ensanchaban los ojos.
—Hakindar lo llama una «ducha» —dijo Adolin, refiriéndose al ayuda de cámara del matrimonio.
Shallan tenía la mirada fija, con sus ojos de aguamarina brillantes como esferas.
—Eso tengo que probarlo. —Al cabo de un momento ya estaba dentro, despampanante, apartándolo a un lado—. ¿Hace falta que parezca una alta tormenta?
—La presión se ajusta con esto —respondió él.
Se obligó a dejar de mirarla para mostrárselo y bajó la intensidad, reduciendo el flujo de un azote frenético a una suave salpicadura.
—Aaaah —dijo ella—. Pero no está lo bastante caliente.
—¿Es que quieres echarme? —preguntó Adolin mientras subía la temperatura a unos niveles molestos.
—Es como la lluvia —dijo Shallan, con la cabeza hacia atrás para que el agua le cayera en la cara—, si la lluvia estuviese templada.
—Hirviendo.
—El calor es vida. Me recuerda que estoy viva.
—¿Eso… se te olvida?
—De vez en cuando —susurró ella, y entonces se apoyó en él, su pelo mojado contra el pecho—. Tú también estás templado.
—Hakindar me ha traído seis jabones distintos —dijo Adolin—. ¡Y una mezcla de arenas ásperas de Marat, para exfoliar la piel! Hay un jabón que usan para las cejas en Thaylenah que lava el pelo de maravilla.
Shallan asintió distraída, con los ojos cerrados. Así que Adolin la abrazó, piel contra piel, resbaladizos y calentitos. Aquello era perfecto. Era lo que siempre había querido y nunca había podido encontrar, hasta que la conoció a ella. No solo piel con piel. Alma con alma. Le pasó los dedos entre el pelo mojado y le masajeó el cuerpo cabelludo, sintiendo la mejilla de Shallan contra el pecho.
—Te quiero —susurró.
Ella le devolvió la sonrisa y Adolin la levantó un poco del suelo, ambos rodeados de alegrespren, agarrándola fuerte.
—Aún… —dijo Shallan en voz baja—. Aún tengo que ocuparme de los Sangre Espectral. Puede que tenga que perderme la reunión de Dalinar. ¿Podrás… decirles a él y a Navani… lo de Mraize, y lo que hice? No creo que vaya a tener tiempo de hacerlo yo.
—Claro —respondió Adolin, impresionado por lo dispuesta que estaba Shallan a sincerarse sobre aquellos asuntos. Y si no quería, o quizá no podía, darle explicaciones ella misma a Dalinar en ese preciso momento, era comprensible—. Es normal que prefieras que alguien te prepare un poco a mi padre antes de hablar con él. Puede ponerse muy… severo con quienes lo decepcionan.
Quizá Shallan captó la amargura en su tono, reparó en que unos cuantos alegrespren desaparecían. Había pasado un año desde que Adolin descubrió que Dalinar había matado a su madre, y no podía quitárselo de la cabeza. Bajó a Shallan al suelo y ella le llevó las manos a la cara.
—¿Te ayudaría hablar? —preguntó.
—No lo sé, Shallan —dijo él—. De verdad, no quiero pensar en él. Ni hablar con él. No quiero arreglar las cosas entre nosotros. Es solo… que…
Había pensado que el tiempo apagaría el dolor. En vez de eso, se había enconado. Adolin estaba más furioso, no menos, que cuando lo había descubierto.
—En otro momento —le dijo a Shallan—. Te lo prometo. ¿De verdad vas a perderte la reunión? ¿Te has enterado de lo de Ciudad Thaylen? Hay un segundo ataque. Puede que más. Lo sabremos cuando lleguen los informes de los exploradores.
—Podrás ocuparte —contestó ella—. Mraize está aquí en algún sitio, dentro de la torre, y no tardará en actuar contra mí. Así que tengo que actuar yo antes. Me vendría bien que hablaras con los Forjadores de Vínculos y me consiguieras una autorización para desplegar tropas Radiantes y hacer un ataque preventivo, si logro encontrar la madriguera actual de los Sangre Espectral.
Adolin suspiró y la envolvió de nuevo con los brazos.
—¿Esto terminará alguna vez? Tú y yo nos conocimos poco antes de la tormenta eterna, y nos casamos en plena guerra. Estoy hasta las narices de ponerme uniforme todos los días. De ver caer ciudades. De sentir que necesito aferrarme cada vez que te tengo entre mis brazos, porque no sé cuándo volveremos a tener ocasión.
—Lo sé —susurró ella, poniéndole la cabeza de nuevo contra el pecho—. Quiero besarte hasta que te quedes sin aliento y pasar una semana entera sin que salgamos de nuestras habitaciones. Pero no puede ser. Todavía no. Mraize intentará hacerme daño, amor. Demostrar que ha sido una necedad oponerme a él. Y, para vengarse, te capturará o te matará si puede. De verdad que tengo que actuar antes que él.
Adolin la miró a los ojos, todo lo bien que pudo mientras los dos parpadeaban por el agua. Shallan levantó la mano para quitarse una catarata de pelo rojo empapado de la cara. Quizá no fuese el mejor lugar para trabar una mirada significativa, pero ninguno de los dos se movió, y al cabo de un momento a los alegrespren se sumaron unos pasionspren, con forma de copos de nieve pero más cristalinos.
—Gracias —dijo él.
—¿Por entenderlo?
—Por confiar en que yo lo entienda —respondió Adolin—. Nunca te reproché que tuvieras secretos, Shallan, pero, ahora que los compartes conmigo, para mí son valiosísimos.
Ella ladeó la cabeza.
—Sí que… los he compartido, ¿verdad? Lo sabes todo. Todo sobre Mraize, los Sangre Espectral, Sinforma… —Le agarró los brazos con fuerza, apretó el cuerpo entero contra él y sonrió, mientras le goteaba agua de la nariz—. ¡Lo sabes todo y no me odias! ¿A que no?
—Pues claro que no.
—Casi parece que esto vaya más o menos bien —dijo ella—. Que a lo mejor hasta pueda funcionar… si detengo a Mraize. No sé por qué quiere encontrar la prisión de la más poderosa de los Deshechos, pero…
Adolin asintió.
—Hablaré por ti en la reunión.
Shallan hizo ademán de salir, sin acondicionarse el pelo siquiera. Adolin tiró de ella. Aunque no por el pelo.
—Digo yo que tendremos unos minutos antes de salir corriendo hacia la siguiente crisis, ¿no te parece? —preguntó—. Además, ¿tú no te has preguntado siempre cómo sería, ahí fuera, bajo la lluvia…?
Shallan se detuvo, cogiéndole la mano.
—Porras —dijo.
—¿Qué pasa?
—Estaba esforzándome mucho en mantenerme centrada, Adolin Kholin —respondió ella—, y fingir que no eres la escultura de hombre más espléndida que haya agraciado jamás el mundo.
—¿Incluso empapado? —preguntó él.
—Hum, sobre todo empapado, amor mío.
Shallan volvió hacia él, se puso de puntillas y lo besó, mientras el agua caía en torno a ambos como un aplauso. El calor que Adolin había estado reprimiendo se alzó en su interior, superando al del chorro que caía desde arriba, y la lluvia de pasionspren arreció. Parecía que, tuviera o no tiempo Shallan, de alguna parte iban a sacarlo.
Dalinar echó a andar con paso firme por los pasillos de Urithiru, poniéndose la casaca. Se unió a él Colot, el segundo al mando de la Guardia de Cobalto. Era alto, de ojos claros y tenía el pelo negro con pequeños mechones rojizos entremezclados, tan oscuros que solo se distinguían si les daba la luz directa.
No era que Dalinar necesitara guardias de un tiempo a esa parte, pero no dijo nada cuando el hombre empezó a seguirlo. Colot llevaba unos años rebotando de un puesto a otro y lo último que necesitaba era que lo hicieran sentirse inútil o rechazado. Otra vez. Kelen, la escudera Corredora del Viento que había ido a recoger a Dalinar, avanzaba flotando junto a ellos. Solo habían pasado tres días desde que Navani volviera a energizar la torre, pero los Corredores del Viento ya parecían más que cómodos volando a todas horas.
Incluso a aquellas horas de la noche, Urithiru solía estar activa, pero ese día la avenida principal estaba menos congestionada que de costumbre. La invasión y los toques de queda habían tenido un efecto remanente. La gente seguía traumatizada, escondiéndose en sus habitaciones, recuperándose de la tensión. Dalinar embestía hacia delante, manteniendo el impulso, como siempre había hecho. La gente que lo veía venir daba un gañido y se apartaba de un salto, pero él apenas hacía caso a nadie.
Cuando ya se aproximaban al atrio, desde donde podrían desplazarse a las salas de reuniones en la cima de la torre, Sigzil el Corredor del Viento llegó volando por el pasillo y aterrizó cerca.
—Tengo los informes iniciales de los exploradores, señor.
—¿Y?
—Y tenías razón, señor —respondió Sigzil, levantando un fajo de papeles mientras caminaban—. No son solo Azimir y Ciudad Thaylen: hay una tercera ofensiva. Una gran fuerza de Fusionados marcha hacia las Llanuras Quebradas.
Condenación. Dos ataques ya eran bastante malos, sobre todo si uno era contra Ciudad Thaylen, que apenas se había recuperado de la Batalla de la Explanada Thayleña, librada un año antes. No le quedaba gran cosa con la que defenderse, y los pocos barcos que aún componían la Armada Real estaban destinados al bloqueo veden. Dalinar iba a tener que enviarle apoyo a Fen. En grandes cantidades.
—¿Qué sabemos sobre los Fusionados? —preguntó Dalinar.
—Hemos enviado a dos Corredores del Viento —dijo Sigzil—, que estaban destinados en un puesto de exploradores de las Tierras Heladas. Señor, según su estimación, son casi un millar de Fusionados, y como mínimo lo acompaña un tronador, si no ambos.
—Tormentas —renegó Dalinar. ¿Mil Fusionados? Nunca se había enfrentado en batalla contra más de doscientos. No había tantos Radiantes en todo Roshar, ni por asomo—. ¿Por qué las Llanuras Quebradas? ¿Se han enterado del plan de Jasnah de fundar allí un segundo reino alezi?
Los Corredores del Viento no tenían respuestas que darle, aunque lo cierto era que enviar Fusionados tenía sentido. Odium no podía llevar muchas tropas a las Llanuras Quebradas antes de que concluyera el plazo, así que debería confiar en la calidad más que en la cantidad. Además, los Fusionados se desplazaban mucho más rápido que las tropas convencionales, en particular si tenían a Celestiales que los llevaran volando al menos una parte del recorrido.
—Un asalto en tres frentes —dijo Kelen, flotando a su izquierda—. Ataques a nuestros tres baluartes más poderosos, aparte de Urithiru.
—Suponiendo —matizó Sigzil— que no planeen atacar aquí también.
—El Hermano —dijo Dalinar— confía en que ningún Fusionado se atreverá ya a poner un pie aquí, y en que los poderes de los regios no funcionarán. Tendrían que recurrir a las tropas convencionales, que caerían masacradas por nuestros Radiantes.
Pero aquello sí que parecía ser un mensaje. Ataques contra la coalición de Dalinar: Azimir, Ciudad Thaylen y las Llanuras Quebradas, que estaban convirtiéndose en una Alezkar en el exilio. Cuando se celebrara el duelo al cabo de ocho días, los confines se paralizarían y, aunque era probable que el enemigo pudiese conquistar más terreno apretando en las fronteras, aquello era mucho más intimidante. Les advertía que Odium era capaz de arrancarles el mismísimo corazón a sus enemigos si lo deseaba.
Bueno, que lo intentase. Llegaron al atrio y salieron a una galería desde la que se dominaba el centro de la torre. Un inmenso ventanal ascendía por toda la pared opuesta, extendiéndose cien plantas hacia el cielo, mostrando la oscuridad de fuera.
—Solo por si acaso —dijo Dalinar—, despertad a todos los soldados. Enviad patrullas a las montañas cercanas y a Shadesmar. Apostad una guardia cuádruple en todos los posibles puntos de incursión a Urithiru, incluidas las Puertas Juradas y las cavernas. ¿Alguna noticia sobre los otros monarcas?
—Han confirmado su asistencia a la reunión, señor —respondió Sigzil, y levantó sus papeles—. Teshav me ha pedido que te entregue esto. Son cartas enviadas desde Azir y Thaylenah. Ambas suenan bastante alarmadas, pero coinciden en que es sensato que os reunáis.
Dalinar había concedido autoridad a Sigzil, como líder de los Corredores del Viento, para leer cartas como aquellas. Era estupendo tener a otro nombre cerca que no se avergonzara si lo veían leyendo. En el pasado, Sigzil siempre había sido bastante reservado sobre su formación en Azir, en particular sobre si incluía la capacidad de leer la escritura alezi. Después de las decisiones que había tomado Dalinar, su necesidad de subterfugio se había evaporado.
—¿Alguien sabe dónde anda Sagaz? —preguntó Dalinar.
—Está ahí —dijo Sigzil, señalando hacia un elevador que ya ascendía hacia las plantas superiores—. Los he visto a él y a la reina de camino.
—Bien. —Dalinar extendió la mano—. Si me aplicas un enlace, igual llego antes que ellos. Y luego…
Calló al ver que venía alguien por el pasillo. La niñera, llevando en brazos al pequeño Gavinor vestido con su uniforme de colegial: pantalones cortos y camisa.
—Mararin —le dijo Dalinar—, ¿hay algún problema?
—Estoy llevándolo a la sala jardín —explicó ella—. Lo reconforta, brillante señor. Mis disculpas; no esperaba encontraros aquí.
—Es noche cerrada.
Gav tenía la cara apretada contra la havah de Mararin, pero lanzó una mirada hacia Dalinar. Los ojos del chico estaban rojos de llorar.
—¿Pesadillas? —preguntó Dalinar a la niñera.
Ella asintió. Mararin podía ser una mujer severa, pero les profesaba un profundo cariño a los niños que tenía a su cargo.
—¿Yayo? —susurró Gav, y bostezó—. Prometiste que jugarías a las espadas conmigo.
—Necesitas dormir, Gav —dijo Dalinar con voz suave, dando un paso hacia él—. Y el yayo tiene cosas importantes que hacer. Jugaremos mañana.
Gavinor asintió y se frotó los ojos en el vestido de Mararin.
—Dale algo de comer —dijo Dalinar—, y luego súbelo a la cima de la torre. Quizá después de la reunión pueda…
—¿Dalinar Kholin? —llamó una voz.
Dalinar dio media vuelta, pero vio que Colot el guardia ya se había interpuesto entre él y la mujer que había hablado. Era bajita, makabaki, vestida de marrón. Cabello negro muy rizado, corpulenta. Ojos castaños oscuros, titilantes con algo que Dalinar no supo definir.
—¿Te conozco? —le preguntó.
—Hemos hablado —dijo ella.
Se volvió y echó a andar junto a la barandilla de la terraza. Le hizo una seña para que la siguiera.
—¿Osas darle órdenes al rey de Urithiru? —exclamó Colot—. ¿Qué clase de…?
—Atrás —ordenó Dalinar, haciéndoles un gesto a todos.
Corrió para alcanzar a la mujer. Sus modos, su actitud y su aspecto estaban desenterrando unos recuerdos muy profundos. Unos recuerdos que Dalinar había olvidado tiempo atrás por obra de esa misma mujer.
No. No podía ser. ¿O sí?
Cultivación. La tercera deidad.