Avance: El Ritmo de la Guerra – Capítulo 19
Parece mentira, pero ya han pasado tres meses desde que empezamos la lectura de estos capítulos de avance. En aquellos días, la espera de la salida del Ritmo de la Guerra se nos antojaba eterna. Y sin embargo, ya casi ha llegado el día
Con esta entrega cerramos estos avances, que nos dejan a las puertas de los primeros interludios. ¿Qué sorpresas nos aguardan? Ya no queda nada para descubrirlo. Y sin embargo no dejo de pensar en lo que dijo Brandon, de lo difícil que va a resultarle escribir el próximo libro, el que cerrará el primer ciclo del Archivo de las Tormentas, y nos dejará en el ecuador del Cosmere.
En cuanto tengamos el libro en nuestras manos y recordamos sus páginas, hasta cerrar las tapas, tres años nos separarán de ese momento. Sin embargo en esa espera podremos leer más sobre Wax y Wayne, nos reuniremos con Spensa, y posiblemente con Sexto.
¡Así que vamos a disfrutar de la lectura que tanto tiempo llevamos esperando!
La semana pasada no grabamos CosmereCast, pero esta semana haremos episodio doble hablando de los capítulos 18 y 19.
AVANCE: EL RITMO DE LA GUERRA – CAPÍTULO 19
AVANCE DE LA TRADUCCIÓN DEL RITMO DE LA GUERRA, TRADUCIDA POR MANU VICIANO Y CEDIDA POR NOVA
19. Granates
El mundo se vuelve cada vez más peligroso, y eso me lleva al eje principal de mi argumentación. Ya no podemos permitirnos seguir teniendo secretos entre nosotros. Los artifabrianos thayleños poseen técnicas privadas relacionadas con su manera de retirar la luz tormentosa de las gemas, y son capaces de crear fabriales basados en gemas inmensas.
Ruego a la coalición y a la buena gente de Thaylenah que reconozcan nuestra necesidad colectiva. Yo he dado un primer paso en ese sentido al hacer públicas mis investigaciones para todo erudito.
Rezo para que veáis la sabiduría en hacer lo mismo.
Lección sobre mecánica de fabriales impartida por Navani Kholin a la coalición de monarcas, Urithiru, jesevan de 1175
—Lo siento, brillante —dijo Rushu, que sostenía varios diagramas mientras rodeaba con Navani la columna cristalina, en las profundidades de Urithiru—. En estas semanas de estudio no he encontrado más coincidencias.
Navani suspiró y se detuvo junto una parte concreta de la columna. Destacaban cuatro granates, la misma construcción que presentaba el fabrial supresor. La disposición de las gemas era demasiado precisa, demasiado exacta, para tratarse de una casualidad.
A Navani le había parecido un gran avance, así que había encargado a Rushu y compañía que compararan todos los demás fabriales conocidos con la columna en busca de cualquier parecido. Por desgracia, esa pista tan prometedora en su momento había llevado a un callejón sin salida.
—Y tenemos otro problema —añadió Rushu.
—¿Solo uno? —Al ver que la joven fervorosa fruncía el ceño, Navani le indicó que continuara—. ¿Cuál es?
—Hemos estudiado el fabrial supresor en Shadesmar, como pediste —dijo Rushu—. Tu teoría es correcta y manifiesta un spren en Shadesmar, igual que los moldeadores de almas. Pero en este lado, no hay ni rastro de ese spren en las gemas.
—¿Y cuál es el problema? —preguntó Navani—. Mi teoría es correcta.
—Brillante, el spren que hace funcionar el supresor… está corrompido. Se parece mucho al…
—Al spren de Renarin —dijo Navani.
—Así es. El spren se negó a hablar con nosotros, pero no parecía tan insensible como los de los moldeadores de almas. Eso refuerza tu teoría de que los fabriales antiguos, como las bombas, las Puertas Juradas y los moldeadores de almas, apresaban a sus spren de algún modo en el Reino Cognitivo. Cuando le insistimos, el spren cerró los ojos dándonos a entender que se negaba. Parece colaborar con el enemigo por voluntad propia, lo cual despierta preguntas sobre el spren de tu sobrino. ¿Osamos confiar en él?
—No hay motivos para suponer que si un spren sirve al enemigo, todos los de su tipo también lo hagan —respondió Navani—. Deberíamos partir de la base de que tendrán lealtades individuales, como los humanos.
Aun así, tenía que reconocer que el spren de Renarin la incomodaba. ¿Ver el futuro? Pero Navani ya se había devanado los sesos pensando en Glys, de modo que intentó concentrarse en la naturaleza del spren de aquel fabrial.
«Capturas spren —le había escrito aquella persona desconocida por vinculacaña—. Los encarcelas. A centenares de ellos. Debes parar.»
Habían pasado semanas sin que la vinculacaña temblara siquiera. ¿Podría ser que esa persona conociera un método para crear fabriales como los antiguos, que parecían emplear spren sapientes recluyéndolos en el Reino Cognitivo? Quizá ese método fuese preferible, más humanitario. Los imponentes spren que controlaban las Puertas Juradas no parecían lamentar su unión a los aparatos, por ejemplo, y eran más que capaces de interactuar.
—De momento, estudia esto —dijo Navani a Rushu, dando con los nudillos contra la majestuosa columna de gemas—. Mira a ver si encuentras la forma de activar esta disposición concreta de granates. En otros tiempos, la torre estaba protegida de los Fusionados. Los escritos antiguos coinciden en esa afirmación. El motivo tiene que ser esta parte de la columna.
—Sí —respondió Rushu—. Es una buena hipótesis, y una sugerencia acertada. Si nos centramos en este sector de la columna, que sabemos que es un fabrial en sí mismo, tal vez podamos activarlo.
—Y prueba también a modificar el fabrial supresor que robamos. Asfixió las capacidades de Kaladin, pero permitía que los Fusionados siguieran usando sus poderes. Tal vez exista una forma de invertir los efectos del aparato.
Rushu asintió a su manera distraída. Navani siguió con la vista alzada puesta en el pilar, que centelleaba con la luz de mil facetas. ¿Qué se le escapaba? ¿Por qué no conseguía activarlo?
Entregó el diagrama a Rushu y echó a andar para salir de la sala.
—No estamos pensando lo suficiente en la seguridad de la torre —dijo—. Es evidente que los antiguos temían las incursiones de Fusionados, y nosotros ya hemos sufrido una.
—Ahora las Puertas Juradas tienen vigilancia a todas horas —respondió Rushu, apretando el paso para no quedarse atrás—. Y activarlas requiere identificación por parte de dos órdenes distintas de Radiantes. Parece improbable que el enemigo pueda repetir lo que hizo.
—Ya, pero ¿y si vinieran de alguna otra forma?
Los spren con los que se había entrevistado afirmaban que los Enmascarados, Fusionados con poderes de Tejedor de Luz, no podían entrar en la torre. Las antiguas protecciones de Urithiru tenían algunos efectos residuales, como los cambios en la presión o la temperatura. Y de hecho, parecía demostrado que era cierto, ya que los Enmascarados a veces se infiltraban en campamentos humanos, pero nunca lo habían hecho en Urithiru.
Por lo menos, que Navani supiera. También era posible que lo hubieran hecho con muchísima cautela.
—El enemigo tiene capacidades sobre las que solo podemos especular —dijo Navani a Rushu—. Y los poderes que sí conocemos ya son bastante peligrosos. Podría haber Enmascarados entre nosotros sin que lo supiéramos. Tú o yo podríamos ser uno de ellos ahora mismo.
—Esa… es una idea de lo más perturbadora, brillante —dijo Rushu—. ¿Qué podríamos hacer al respecto? Aparte de reparar las defensas de la torre.
—Reúne un equipo de nuestros mejores pensadores abstractos y encárgales la tarea de idear protocolos para identificar a Fusionados ocultos.
—Entendido —dijo Rushu—. Dali sería ideal para eso. Ah, y Sebasinar. Y…
Redujo el paso y sacó su cuaderno, ajena al hecho de que se había quedado en el centro del pasillo y estaba obligando a la gente a rodearla.
Navani sonrió con aprecio pero dejó a Rushu con lo suyo y giró a la derecha para entrar en una de las antiguas salas a las que llamaban bibliotecas. Al explorar por primera vez la torre habían encontrado allí dentro docenas de gemas que contenían breves mensajes codificados de los antiguos Caballeros Radiantes.
Con el paso de los meses, la sala había pasado de dedicarse por completo al estudio de aquellas gemas a convertirse en un laboratorio donde Navani organizaba a sus mejores ingenieros. Se había rodeado de las suficientes personas inteligentes para saber que como mejor trabajaban era en un entorno que favoreciera el estudio y el descubrimiento.
En el interior de la sala, los concentraspren se movían como ondulaciones en el cielo, y flotaban en el aire unos pocos logispren con forma de nubecillas de tormenta. Los ingenieros se dedicaban a decenas de proyectos, algunos de ellos diseños prácticos y otros más imaginativos.
Cuando Navani entró, vio que corría hacia ella un joven ingeniero emocionado.
—¡Brillante! —exclamó—. ¡Funciona!
—Estupendo —dijo ella, esforzándose por recordar cómo se llamaba el joven. Era calvo y apenas tenía una barba digna de ese nombre. ¿En qué proyecto estaba trabajando?
El ingeniero la cogió del brazo y la llevó a un lado, olvidando todo decoro. A Navani le parecía bien. Para ella era todo un orgullo que la mayoría de los ingenieros olvidasen que era algo más que la persona que financiaba sus proyectos.
Vio a Falilar en la mesa de trabajo y eso le despertó la memoria. El joven fervoroso era su sobrino, Tomor, un ojos oscuros que quería seguir los pasos de su tío en la erudición. Navani los había puesto a trabajar uno de sus diseños más serios, unos ascensores nuevos que funcionaran según los mismos principios que la plataforma voladora.
—Brillante —saludó Falilar, haciéndole una inclinación—. A este diseño todavía le faltarán muchísimos ajustes. Me temo que requerirá demasiada mano de obra para ser eficiente.
—Pero ¿funciona? —preguntó
—¡Sí! —exclamó
El joven le tendió un aparato en forma de joyero, de unos quince centímetros de lado y con asa. El asa, parecida a las de los cajones, tenía un activador para el dedo índice en su interior. La única otra característica notable de la caja era un botón en la cara de arriba, aparte de unas correas que Navani supuso que se sujetarían a la muñeca.
Cogió la caja y miró su interior después de abrir el panel de acceso. Dentro había dos construcciones fabriales separadas. Una la identificó como un simple rubí parejo, igual que los que se empleaban en las vinculacañas. La otra era más experimental, una aplicación práctica de los diseños que había entregado a Tomor y Falilar: un dispositivo que redirigía la fuerza y también servía para establecer y anular con rapidez el alineamiento del fabrial parejo.
No era el mismo proceso exacto mediante el que volaba el Cuarto Puente, sino más bien un primo de esa tecnología.
—Decidimos crear este prototipo como dispositivo individual —explicó Falilar—, dado que querías algo portátil.
—¡Venga! —exclamó Tomor—. ¡Voy a preparar a los operarios!
Correteó hasta un grupo de soldados que estaban a un lado de la sala, asignados a hacer recados para los ingenieros. Tomor los situó agarrados a una cuerda, como si fuesen a jugar a tira y afloja, solo que en vez de tener a un equipo rival enfrente, la cuerda estaba sujeta a otra caja fabrial colocada en el suelo.
—¡Venga, brillante! —dijo Tomor—. ¡Apunta tu caja hacia el lado y luego empareja los rubíes!
Navani se sujetó el aparato a la muñeca y sacó el brazo a un lado. En ese momento los rubíes no estaban conjuntados, por lo que la caja podía moverse con libertad. Cuando apretó el botón, en cambio, el dispositivo se emparejó de sopetón con la segunda caja, la que estaba en el suelo unida a la cuerda.
Entonces Navani pulsó el activador con el dedo índice. Eso hizo que el rubí destellara para los soldados, que empezaron a tirar de la cuerda. Movieron su caja por el suelo y la fuerza se transfirió hasta Navani. La caja y el asa amarrada a su muñeca tiraron de ella con intensidad constante cruzando la sala.
Era una aplicación habitual de los fabriales parejos. La gran diferencia no residía en el hecho de que la fuerza se transfiriese, sino en la dirección de esa transferencia. Los hombres estaban tirando de su caja hacia atrás a lo largo de la pared, moviéndola hacia el este. Navani sentía el tirón a lo largo del eje hacia el que había apuntado el brazo, una dirección aleatoria entre el sur y el sudoeste.
Activó la luz para advertir a los soldados y desconjuntó los fabriales, con lo que dejó de resbalar. Los hombres ya se lo esperaban y se prepararon mientras ella señalaba con la mano en otra dirección. Cuando volvió a conjuntar los fabriales e iluminó el rubí para los soldados, estos tiraron de nuevo y Navani empezó a moverse en una nueva dirección.
—Funciona de maravilla —dijo Navani mientras sus talones resbalaban—. Que podamos redirigir la fuerza en cualquier dirección, y al vuelo, tendrá unas aplicaciones prácticas enormes.
—Sí, brillante —dijo Falilar, que caminaba a su lado—. Estoy de acuerdo, pero el problema de la mano de obra es serio de verdad. Ya necesitamos a centenares de personas trabajando para mantener el Cuarto Puente en el aire y moviéndose. ¿De cuántos más podemos prescindir?
Por suerte, ese era justo el problema que Navani había estado intentando resolver. «Esto funciona de verdad», pensó emocionada, apagando el fabrial antes de hacer que los hombres tiraran de ella en una tercera dirección. Hacer que el Cuarto Puente se elevara en el aire no había tenido una dificultad tremenda: lo complicado de verdad había sido hacer que se moviera lateralmente una vez estaba flotando.
El secreto para que el Cuarto Puente volara, y para que aquel dispositivo manual funcionara, había sido un extraño metal llamado aluminio. Era el que los Fusionados utilizaban para crear armas capaces de bloquear hojas esquirladas, pero el metal no solo interfería con ellas, sino también con toda clase de mecánicas de la luz tormentosa. Sus encuentros con él durante la expedición a Aimia ese mismo año habían llevado a Navani a encargar experimentos, y el propio Falilar había hecho el gran descubrimiento.
El truco estaba en utilizar una jaula concreta para el fabrial, hecha de aluminio, en torno a los rubíes parejos. Los detalles eran complicados, pero con la construcción adecuada de la jaula, un artifabriano podía hacer que rubí emparejado ignorase el movimiento a lo largo de determinados vectores o planos. La aplicación práctica era que el Cuarto Puente podía emplear dos naves sustitutas para moverse, una para ascender y descender y otra para el movimiento lateral.
Las complejidades de ese mecanismo emocionaban a Navani y sus ingenieros, y ese entusiasmo había llevado al nuevo aparato que tenía puesto en la muñeca. Navani podía mover el brazo en la dirección que deseara, conjuntar el fabrial y dirigir la fuerza a través de él en esa dirección específica.
El impulso y la energía se conservaban obedeciendo la mecánica natural de los fabriales parejos. Sus científicos lo habían comprobado de cien maneras distintas, y había ciertos usos que agotaban enseguida el fabrial, pero esos ya los conocían de experimentos antiguos. Aun así, la cabeza de Navani bullía de ideas. Había formas de aprovechar aquello para transformar directamente la energía de la luz tormentosa en energía mecánica.
Y también se le habían ocurrido otras formas de reemplazar la mano de obra…
—¿Brillante? —dijo Falilar—. Pareces preocupada. Lo lamento si el dispositivo tiene más problemas de los que esperabas. Es de los primeros prototipos.
—Falilar, te preocupas demasiado —respondió Navani—. Este aparato es asombroso.
—Pero el problema de la mano de obra…
Navani sonrió.
—Acompáñame.
Al cabo de poco tiempo, Navani estaba llegando con Falilar a un sector del decimonoveno piso de la torre. Allí tenía otro equipo trabajando, aunque ese estaba compuesto de más peones y menos ingenieros. Habían encontrado un extraño hueco, otra más de las muchas rarezas de la torre. Esa especie de pozo se hundía a lo largo de la torre más allá de sus cimientos, y terminaba conectando con una caverna en las profundidades de la roca.
Aunque su propósito original desconcertaba a sus topógrafos y científicos, Navani tenía un plan para aprovechar aquel hueco. Habían montado varios pesos de acero en su interior, cada uno con la masa de tres hombres, colgados de cuerdas.
Hizo un asentimiento a los trabajadores que se inclinaban, varios de ellos sosteniendo lámparas de esferas para ella y los fervorosos, y se acercó al profundo agujero, que tenía más de dos metros de diámetro. Navani miró por el borde y Falilar llegó a su lado y se aferró a la barandilla con dedos nerviosos.
—¿Hasta dónde cae? —preguntó el fervoroso.
—Mucho más allá de los cimientos —dijo Navani, levantando la caja que había construido el hombre—. Supongamos que, en vez de unos hombres tirando de una cuerda, atornilláramos la otra mitad de este fabrial a un peso de estos. Entonces podríamos conectar el activador del aparato a esas poleas de arriba para que dejaran caer el peso.
—¡Pero así arrancaría de cuajo el brazo de quien lo usara! —exclamó Falilar—. Sería un tirón muy fuerte en la dirección hacia la que se apuntara el dispositivo.
—La resistencia del sistema de poleas podría modular la fuerza inicial —dijo Navani—. A lo mejor podríamos hacer que la fuerza con que se pulse el activador determine lo deprisa que se suelta la cuerda y, por tanto, la velocidad del impulso.
—Una aplicación ingeniosa —reconoció Falilar, secándose la frente mientras echaba una mirada al oscuro hueco—. Pero no resuelve el problema de la mano de obra. Alguien tendrá que volver a izar los pesos hasta aquí arriba.
—¿Capitán? —dijo Navani, dirigiéndose al soldado que dirigía al personal de esa planta.
—Los molinos están instalados como solicitasteis —informó el hombre. Le faltaba un brazo y tenía cosida la manga derecha del uniforme. Dalinar siempre buscaba formas de seguir implicando a sus oficiales heridos en partes relevantes del esfuerzo bélico—. Tengo entendido que pueden resistir las tormentas, aunque por supuesto ningún aparato puede protegerse del todo ante una alta tormenta.
—¿A qué se refiere? —preguntó Falilar.
—Son molinos dentro de jaulas de acero —explicó Navani—, con gemas en las astas, cada una emparejada con un rubí en el sistema de poleas de ahí arriba. El viento de la tormenta hace que estos cinco pesos suban hasta arriba y acumulen energía potencial para un futuro uso.
—Ah… —dijo Falilar—. Ya veo, brillante.
—Cada pocos días —siguió diciendo Navani—, las tormentas nos regalan un aluvión de fuerza cinética. Son vientos que arrasan bosques enteros, relámpagos brillantes como el sol. —Dio unas palmaditas en una cuerda de las que sostenían los pesos—. Solo necesitamos encontrar un modo de almacenar esa energía. Esto sí que podría alimentar una flota de naves. Con las suficientes poleas, pesos y molinos… podríamos desplegar una fuerza aérea por todo el mundo, y todo ello gracias a dominar la energía de las altas tormentas.
—¿Cómo…? —dijo Falilar con los ojos brillantes—. ¿Cómo pondremos esto en práctica, brillante? ¿Qué puedo hacer?
—Pruebas —dijo ella—, y nuevos prototipos. Necesitamos sistemas capaces de resistir la tensión de un uso continuado. Necesitamos más flexibilidad, más optimización. Este aparato tuyo, por ejemplo. ¿Se le puede instalar un mecanismo de cambio para que pase de un fabrial a otro entre estos cinco pesos? Un elevador que pueda ascender cinco veces antes de necesitar una recarga será mucho más útil que uno que solo suba una vez.
—Sí —dijo él—. Y podríamos usar el peso de las personas que viajan hacia abajo para ayudar a recargar un poco los pesos. ¿Quieres que trabajemos en verdaderos ascensores o que sigamos con el dispositivo elevador personal que diseñó Tomor? Está emocionado con su idea y…
—Haced las dos cosas —sugirió Navani—. Que él siga con el dispositivo unipersonal, pero yo propondría que le dé forma de ballesta que pueda apuntarse, mejor que una caja con un asa. Si las cosas tienen un aspecto interesante, la gente se interesa más. Es un truquito de la ciencia fabrial.
—Sí… Entiendo, brillante.
Navani miró el reloj que llevaba en el armazón fabrial de su brazo izquierdo. Tormentas. Ya casi era la hora de la reunión de monarcas. No estaría bien que llegara tarde, con la de veces que había regañado a Dalinar por no hacer caso a su propio reloj.
—Mirad a ver adónde os lleva la imaginación —insistió a Falilar—. Llevabais años construyendo puentes para superar abismos. Aprendamos a superar el cielo.
—Así se hará —respondió él, recuperando la caja—. Esto es una genialidad, brillante. De veras.
Ella sonrió. A todos les gustaba decirle esas cosas, y ella agradecía la intención. Pero lo cierto era que Navani solo sabía cómo encauzar el ingenio de los demás, igual que deseaba encauzar la tormenta.
Llegó a la reunión con tiempo de sobra, menos mal. El encuentro iba a celebrarse en una cámara situada cerca de la cumbre de la torre, a la que Dalinar había hecho que cada monarca llevara su propio asiento hacía meses.
Navani recordaba la tensión de aquellas primeras reuniones, en las que cada miembro hablaba con cautela, con aprensión incluso, como si hubiera un espinablanca sesteando cerca. En tiempos más recientes, la sala era un estruendo de charlas. Conocía a casi todos los representantes y funcionarios por su nombre de pila y se interesó por sus familias. Vio a Dalinar manteniendo una charla amistosa con la reina Fen y Kmakl.
Era algo extraordinario. En otros tiempos, una coalición unida de fuerzas alezi, veden, thayleñas y azishianas habría sido lo más increíble que ocurría en generaciones enteras. Lo triste era que solo había sido posible en respuesta a mayores maravillas… y amenazas.
Aun así, Navani no pudo evitar sentirse optimista mientras charlaba. Hasta el momento en que se volvió y se encontró cara a cara con Taravangian.
El anciano de aspecto amable había vuelto a dejarse una barba y un bigote ralos, con un estilo que recordaba a los viejos eruditos de cuadros antiguos. Era fácil imaginar a aquella figura enfundada en túnica como a un gurú en su santuario, pontificando sobre la naturaleza de las tormentas y las almas de los hombres.
—Ah, brillante —saludó el monarca—. Aún no te he felicitado por el éxito de tu barco volador. Qué ganas tengo de ver los diseños, en el momento en que consideres adecuado compartirlos.
Navani asintió. Había desaparecido la falsa ignorancia, la fingida estupidez, que Taravangian llevaba tanto tiempo manteniendo. Un hombre inferior podría haberse enquistado en sus mentiras. Pero había que reconocer a Taravangian que, después de que el Asesino de Blanco se uniera a Dalinar, había dejado de fingir para adoptar de inmediato un nuevo rol, el de genio de la política.
—¿Cómo van los problemas en casa, Taravangian? —preguntó Navani.
—Hemos alcanzado algunos acuerdos —dijo él—. Como sospecho que ya sabías, brillante. He elegido a mi nuevo sucesor de un linaje veden, ratificado por los altos príncipes, y he estipulado que Kharbranth pase a mi hija. Por el momento, los veden comprenden la verdad: que no podemos reñir por los detalles durante una invasión.
—Me parece bien —respondió ella, intentando en vano que no se le notara la frialdad en la voz—. Lástima que no tengamos acceso a las mentes militares de la élite veden, por no mencionar a sus mejores soldados jóvenes. Todos enviados a la tumba por una guerra civil sin sentido, apenas unos meses antes de que llegara la tormenta eterna.
—¿Acaso crees, brillante, que el rey veden habría aceptado la propuesta de unificación de Dalinar? —preguntó Taravangian—. ¿De verdad piensas que el viejo Hanavanar, ese paranoico que estuvo años enfrentando entre sí a sus propios altos príncipes, se habría planteado siquiera unirse a esta coalición? Su muerte pudo muy bien ser lo mejor que ha pasado jamás a Alezkar. Medita sobre eso, brillante, antes de incendiar la sala con tus acusaciones.
El hombre tenía razón, por desgracia. Sí que era muy improbable que el fallecido rey de Jah Keved hubiera escuchado nunca a Dalinar; los veden guardaban un profundo rencor al Espina Negra. Los primeros días de la coalición habían dependido mucho de que Taravangian se uniera a ella, aportando el poderío de una Jah Keved quebrada pero todavía formidable.
—Quizá sería más fácil aceptar tu buena voluntad, alteza —replicó Navani—, si no hubieras intentado socavar a mi marido revelando información delicada a la coalición.
Taravangian dio un paso hacia ella y una parte de Navani montó en pánico. Se dio cuenta de que aquel hombre la aterrorizaba. Su reacción instintiva ante él era la misma que podría tener a un soldado enemigo con espada. Y sin embargo, a fin de cuentas, un solo hombre con espada no suponía una amenaza para un reino. Pero el hombre que tenía delante había engañado a las personas más listas del mundo. Se había infiltrado en el círculo interno de Dalinar. Los había manipulado a todos mientras se alzaba con el trono de Jah Keved. Y los demás lo habían alabado.
Eso era verdadero peligro.
Navani se obligó a no dejarse intimidar cuando el rey se inclinó hacia ella; no parecía estar dando un matiz amenazador al movimiento. Taravangian era más bajo que ella y no tenía una pr física con la que mostrarse imponente. En vez de eso, habló con voz suave.
—Todo lo que he hecho fue para proteger a la humanidad. Todo paso que haya dado, toda trama que haya urdido, todo sufrimiento que haya padecido han sido para proteger nuestro futuro.
»Podría señalar que tus propios maridos, los dos, cometieron crímenes mucho más graves que los míos. Yo ordené el asesinato de un puñado de tiranos, pero no quemé ninguna ciudad. De acuerdo, los ojos claros de Jah Keved se volvieron unos contra otros después de que muriera su rey, pero yo de ningún modo los obligué a hacerlo. Esas muertes no pesan en mi conciencia.
»Sin embargo, nada de todo eso importa. Porque la verdad es que sí que habría incendiado pueblos para impedir lo que llegaba. Sí que habría sumido a los veden en el caos. Fuera cual fuese el precio, lo habría pagado. Debes saber lo siguiente: si la humanidad sobrevive a la nueva tormenta, será gracias a mis actos. Me ratifico en ellos.
Retrocedió dejando a Navani temblorosa. Había algo en su intensidad, en la confianza con que hablaba, que la dejó sin palabras.
—Estoy verdaderamente impresionado por tus descubrimientos —añadió Taravangian—. Lo que has logrado redunda en beneficio de todos. Tal vez en años venideros a muy pocos se les ocurrirá agradecértelo, pero yo lo hago ahora.
Le hizo una reverencia y luego fue a ocupar su asiento, un hombre solitario que ya no llevaba asistentes consigo a aquellas reuniones.
«Es peligroso», volvió a pensar una parte de Navani. E increíble. Sí, muchos otros habrían negado las acusaciones. En cambio, Taravangian había decidido afrontarlas de cara, cobrar posesión de ellas.
Si era cierto que la humanidad luchaba por su misma supervivencia, ¿podría alguien rechazar la ayuda del hombre que se había procurado con pericia el trono de un reino mucho más poderoso que su modesta ciudad-estado? Navani dudaba que Dalinar hubiera sospechado de Taravangian, incluso después de que se revelaran los asesinatos, de no ser por una pregunta difícil.
¿Estaba Taravangian trabajando para el enemigo? Apostaban el futuro del mundo entero a la respuesta.
Navani llegó a su asiento mientras Noura, la visir en jefe azishiana, daba inicio formal a la reunión. En los últimos tiempos solía ser ella quien dirigía los encuentros, porque todo el mundo respondía bien a su aire de calmada sabiduría. El punto principal del orden del día era debatir la propuesta de Dalinar de iniciar una ofensiva a gran escala en Emul, para empujar las tropas enemigas apostadas allí contra el dios-sacerdote de Tukar. Noura hizo que Dalinar se levantara para esbozar su propuesta, aunque las escribas de Jasnah ya hubieran enviado explicaciones detalladas por anticipado a todo el mundo.
Navani dejó vagar su mente en torno a su misteriosa interlocutora por vinculacaña. «Debes detener la creación de ese nuevo tipo de fabrial.» ¿Se referiría a los que empleaban el aluminio?
Al poco tiempo Dalinar acabó de exponer su propuesta y abrió el debate a los demás monarcas. Como esperaba Navani, el joven Aqasix Supremo azishiano fue el primero en responder. Yanagawn iba teniendo más y más aspecto de emperador a cada día que pasaba, a medida que su cuerpo rellenaba la altura desgarbada que le había otorgado la pubertad. Se levantó para hablar en persona a los dirigentes congregados, como prefería hacer aunque contraviniera la costumbre azishiana.
—Nos ha deleitado recibir esta propuesta, Dalinar —dijo el supremo en excelente alezi. Seguro que se había preparado el discurso con antelación para no cometer errores—. Y agradecemos a su majestad Jasnah Kholin la exhaustiva descripción escrita de sus bondades que nos ha proporcionado. Como podréis suponer, no necesitábamos que se nos convenciera para aceptar este plan.
Hizo un gesto hacia el supremo emuli, un hombre que vivía en el exilio como la mayoría de los alezi. La coalición le había prometido en el pasado la restauración de Emul, pero hasta el momento no había podido cumplir.
—La unión de estados makabaki ya ha debatido y apoyamos a ultranza esta propuesta —añadió Yanagawn—. Es audaz y decidida. Aportaremos todos nuestros recursos.
«Sin sorpresas por aquí —pensó Navani—. Pero Taravangian va a oponerse.» El viejo manipulador presionaba siempre para que la coalición destinara más recursos a la lucha en sus fronteras. El Visón había sido muy claro en su informe final: temía que los actos de Taravangian fuesen una treta para que Dalinar se internara demasiado en Alezkar. Y además, Taravangian siempre había adoptado el papel de ser la persona más cauta y conservadora de todo el consejo, de modo que tendría buen motivo para oponerse a empeñar recursos en Emul.
Los dudosos eran la reina Fen y los thayleños. La monarca llevaba ese día una falda estampada en vivos colores, a todas luces no de estilo vorin, y los tirabuzones blancos de sus cejas oscilaron mientras paseaba la mirada entre Jasnah y Dalinar, pensativa. Casi toda la sala parecía saber interpretar cómo iba a desarrollarse aquello. Taravangian en contra, Azir a favor. Por tanto, ¿cómo iba Fen a…?
—Si me permitís hablar —dijo Taravangian levantándose—, querría aplaudir esta valiente y maravillosa propuesta. Jah Keved y Kharbranth la apoyan sin fisuras. He preguntado a mis generales cuál es la mejor manera de prestarle ayuda y podemos aportar veinte mil soldados que marcharán de inmediato por las Puertas Juradas para su despliegue en Emul.
«¿Cómo? —pensó Navani—. ¿Está a favor de la propuesta?».
¿Qué habían pasado por alto? ¿Por qué estaba Taravangian tan dispuesto a retirar tropas de su frontera, después de un año insistiendo en que no podía renunciar ni a un puñado de ellas? Siempre se había valido de la ubicuidad de su apoyo médico para enmascarar su tacaña aportación de efectivos militares.
¿Habría comprendido que Dalinar no iba a concederle ni la menor oportunidad de traicionarle? ¿O era otra cosa?
—Te agradecemos tu apoyo, Taravangian —dijo Yanagawn—. Dalinar, ya somos dos a favor. Tres contigo y cuatro suponiendo que tu sobrina ya esté convencida. Solo falta conocer la decisión de su majestad. —Se volvió hacia Fen.
—Su majestad está siendo presa de un tormentoso pasmo —respondió Fen—. ¿Cuándo fue la última vez que todos nosotros estuvimos de acuerdo en algo?
—Siempre votamos todos a favor de un receso para comer —dijo Yanagawn, sonriendo y apartándose de su guion—. O casi siempre.
—Bueno, eso es verdad. —Fen se reclinó en su asiento—. Me has sorprendido con esto, Dalinar. Sabía que estabas maniobrando con algún objetivo, pero estaba segurísima de que insistirías en reconquistar tu tierra natal. El general ese al que rescataste ha hecho que cambies de opinión, ¿verdad?
Dalinar asintió.
—Me ha pedido que proponga que Herdaz tenga un puesto en nuestro consejo.
—Herdaz ya no existe —repuso Fen—. Pero supongo que podría decirse lo mismo de Alezkar. Sugiero que, si su ayuda nos resulta útil en Emul, aceptemos su petición. De momento, ¿cómo vamos a proceder? Sospecho que un ataque a Emul provocará que la armada enemiga por fin se revele y se enfrente a nosotros, así que necesitaré que planeemos un bloqueo. Tukar tiene una costa muy larga, lo que nos lo dificultará. Bendito por la Tormenta, imagino que podemos contar con patrullas de Corredores del Viento que nos prevengan de…
Fen calló al girar la cabeza hacia el grupito de Radiantes que estaban a un lado de la sala. Cada orden Radiante solía enviar al menos a un representante. La Portadora del Polvo de Taravangian estaba presente, como de costumbre, y seguro que Lift estaría por allí en alguna parte, a juzgar por el estado de la mesa de aperitivos, aunque también había otros Danzantes del Filo sentados al fondo.
Lo normal habría sido que Kaladin estuviera allí, apoyado contra la pared, amenazante como una nube de tormenta. Pero ya no. En su lugar dio un paso adelante Sigzil, recién nombrado jefe de compañía. Ascender a un extranjero era una jugada interesante, pero también una libertad que Dalinar había obtenido al no estar ya directamente vinculado con Alezkar. En la torre, la etnia no tenía la relevancia de los vínculos Radiantes.
Sigzil no tenía la presencia de su alto mariscal. A Navani siempre le había parecido demasiado… picajoso. Sigzil carraspeó, en apariencia incómodo en su nuevo papel.
—Tendréis apoyo de Corredores del Viento, majestad. Es posible que las tropas aéreas enemigas no quieran volar desde Iri o Alezkar, ya que ambas rutas les exigirían atravesar nuestros territorios. Así que los Celestiales podrían tratar de dar un rodeo y entrar desde el océano. Además, despliegan a Rompedores del Cielo con frecuencia en la zona, así que tendremos que ocuparnos de ellos.
—Bien —respondió Fen—. ¿Dónde está Bendito por la Tormenta?
—De permiso, majestad. Sufrió una lesión hace poco.
—¿Qué clase de lesión puede derribar a un Corredor del Viento? —restalló Fen—. ¿No regeneráis miembros?
—Hum, sí, majestad. El alto mariscal se recupera de una clase diferente de lesión.
Ella gruñó y miró a Dalinar.
—Bueno, pues los gremios de Thaylenah acceden a este plan. Si podemos reconquistar Emul y Tukar, tendremos el dominio absoluto de las Profundidades Meridionales. No podríamos soñar con una base de operaciones mejor para la futura reconquista de Alezkar. Demuestras sabiduría, Espina Negra, al retrasar el ataque a tu tierra natal en favor de la estrategia más sensata.
—Ha sido una decisión difícil, Fen —intervino Navani—. Y solo la hemos tomado después de explorar todas las demás opciones.
«Y que Taravangian la apruebe me tiene preocupada.»
—Pero esto pone en evidencia otro problema —dijo Fen—. Necesitamos más Corredores del Viento. Kmakl no deja de parlotear sobre vuestra fortaleza voladora; de verdad que no lo veía tan prendado desde los primeros días de nuestro cortejo. Pero el enemigo tiene Fusionados y Rompedores del Cielo, y no se puede proteger una nave como esa sin apoyo aéreo. Y que el Padre Tormenta nos asista si los enemigos voladores sorprenden a una flota marina nuestra desprotegida.
—Estamos trabajando en una solución —le aseguró Dalinar—. Es un problema… complicado. Los spren pueden ser hasta más tozudos que los hombres.
—Tiene sentido —dijo Fen—. Nunca he conocido un viento o una corriente que cambie de rumbo por un grito mío.
Alguien carraspeó y Navani se sorprendió al ver que Sigzil se adelantaba de nuevo.
—He estado hablando con mi spren, majestad, y tal vez pueda ofrecer una posible solución a ese problema. Creo que deberíamos enviar una delegación a los honorspren.
Navani se inclinó hacia delante en su asiento.
—¿Qué clase de delegación?
—Los honorspren pueden ser un grupo muy… quisquilloso —explicó Sigzil—. Muchos no son tan desenfadados como nos llevaron a creer nuestras primeras relaciones con ellos. Entre los spren, son de los más próximos en espíritu e intención al dios Honor. Aunque desde luego la personalidad varía en cada individuo, entre ellos hay una sensación general de descontento, o más bien de ofensa, en relación con los humanos.
Sigzil observó a los dignatarios reunidos y sin duda vio que muchos de ellos no seguían su argumentación. Respiró hondo.
—A ver, pongámoslo así. Supongamos que hay un reino al que queréis como aliado en esta guerra. Solo que nosotros los traicionamos hace unas pocas generaciones y en una alianza parecida. ¿Nos sorprendería que se nieguen a ayudarnos ahora?
Navani se descubrió asintiendo.
—Te refieres a que deberíamos remendar las relaciones —dijo Fen—. ¿Por algo que sucedió hace miles de años?
—Majestad —respondió Sigzil—, con todo el respeto, para nosotros la Traición es historia antigua, pero para los spren ocurrió hace pocas generaciones. Los honorspren están enfadados y creen que traicionamos su confianza. Desde su punto de vista, no nos hemos responsabilizado de lo que les hicimos. Por decirlo de alguna manera, su honor está herido.
Dalinar también se inclinó hacia delante.
—Soldado, ¿dices que quieren que vayamos a suplicarles? ¡Si Odium conquista esta tierra, sufrirán tanto como nosotros!
—Eso ya lo sé, señor —respondió Sigzil—. A mí no tienes que convencerme. Pero insisto: pensad en una nación a la que ofendieron vuestros antepasados y cuyos recursos necesitáis ahora. ¿No enviaríais al menos una delegación con una disculpa oficial? —Se encogió de hombros—. No es seguro que vaya a funcionar, pero mi consejo es intentarlo.
Navani asintió de nuevo. Acostumbraba a subestimar a aquel hombre porque se comportaba como… bueno, como una escriba. Era la clase de persona puntillosa que a menudo acababa dando más trabajo a los demás. En esos momentos tuvo que reconocer que había sido injusta. Muchas veces había hallado la sabiduría en los esfuerzos de unos eruditos a quienes los demás consideraban demasiado centrados en los detalles.
«Es porque es hombre —pensó—, y soldado, no fervoroso.» Sigzil no se comportaba como los demás Corredores del Viento, así que ella no lo había tomado en serio. «No es buena actitud, Navani —se dijo—, y menos para alguien que afirma amparar a las personas reflexivas.»
—Este hombre habla con sensatez —dijo a los demás—. Es cierto que hemos sido impertinentes con los spren.
—¿Podemos enviarte a ti, Radiante? —preguntó Fen a Sigzil—. Pareces comprender su mentalidad.
Sigzil torció el gesto.
—Podría ser mala idea. Los Corredores del Viento… actuamos en contra de la ley de los honorspren. Seríamos los peores enviados, por culpa de… bueno, porque Kaladin no les cae muy bien, la verdad. Si uno de nosotros se presentara en su fortaleza, igual hasta intentarían tomarlo preso.
»Mi consejo sería enviar a un contingente pequeño de Radiantes, pero que tengan cierto peso. En concreto, Radiantes que hayan vinculado a spren cuyos parientes aprueben lo que estamos haciendo. Ellos podrían argumentar en nuestro nombre.
—Eso me descarta a mí —dijo Jasnah—. La mayoría de los otros tintaspren se oponen a lo que hizo Marfil al vincularse conmigo. —Miró hacia Renarin, sentado más al fondo de la sala detrás de su hermano. El joven alzó unos ojos temerosos, su caja-acertijo inmóvil en sus manos—. Y supongo que tampoco deberíamos enviar a Renarin, teniendo en cuenta sus… circunstancias especiales.
—¿Un Danzante del Filo, entonces? —propuso Dalinar—. En conjunto, los cultivacispren han acogido bien nuestra nueva orden de Radiantes. Tengo entendido que algunos de los que se han vinculado con Radiantes gozan de buena reputación en Shadesmar.
Confirmando las anteriores sospechas de Navani, Lift salió de debajo de la mesa. Se dio un golpe en la cabeza al hacerlo y miró furibunda a su supuesta agresora. La niña, o mejor dicho, la adolescente reshi apenas cabía ya en espacios como aquellos, y parecía capaz de golpearse los codos contra todos los muebles a los que se acercaba.
—Iré yo —dijo Lift, y bostezó—. Aquí me estoy aburriendo.
—Quizá… alguien más mayor —objetó Dalinar.
—Qué va —dijo Lift—. Los necesitáis a todos. Se les da muy bien la parte de danzar en filos y tal. Además, Wyndle es famoso en el otro lado porque descubrió cómo funcionan las sillas. Yo al principio no me lo tragaba, porque nunca había oído hablar de él antes de que empezara a incordiarme. Pero resulta que sí. Los spren son raros y por eso les gustan las cosas raras, como la gente ridícula con forma de enredadera.
La sala quedó en silencio y Navani sospechó que todos estaban pensando más o menos lo mismo. No podían enviar a Lift a encabezar una delegación que los representara. Era una chica entusiasta, sí, pero también era… bueno… Lift.
—Eres una sanadora excelente —le dijo Dalinar—, de las mejores de tu orden. Te necesitamos aquí y, además, deberíamos enviar a alguien que tenga práctica como diplomático.
—Podría intentarlo yo, señor —se ofreció Godeke, un Danzante del Filo bajito que antes había sido fervoroso—. Tengo cierta experiencia en estos asuntos.
—Excelente —dijo Dalinar.
—Adolin y yo deberíamos capitanear la delegación —propuso Shallan. Parecía reacia a levantarse, pero lo hizo—. Los crípticos y los honorspren no se llevan precisamente de maravilla, pero aun así soy buena elección. ¿Quiénes van a representarnos mejor que un alto príncipe y su esposa Radiante?
—Muy buena sugerencia —dijo Dalinar—. Podemos enviar a un Vigilante de la Verdad que no sea Renarin y a un Custodio de la Piedra. Sumados a Godeke, tendríamos a cuatro órdenes Radiantes distintas y sus spren, además de mi propio hijo. Radiante Sigzil, ¿eso complacería a los honorspren?
El Corredor del Viento ladeó la cabeza, escuchando algo que nadie más podía oír.
—Ella opina que sí, señor. O por lo menos, que es un buen principio. Dice que les llevemos regalos y que les pidamos ayuda. A los honorspren les cuesta rechazar a alguien necesitado. Disculparnos por el pasado, prometerles que lo haremos mejor y explicarles lo desesperada que es nuestra situación. Eso podría funcionar. —Calló un momento—. Y tampoco haría daño que el Padre Tormenta hablara bien de nosotros, señor.
—Veré si es posible —respondió Dalinar—. A veces el Padre Tormenta puede ponerse difícil. —Se volvió hacia Shallan y Adolin—. ¿Estáis dispuestos los dos a liderar esta expedición? Shadesmar es un lugar peligroso.
—Tampoco está tan mal —dijo Adolin—. Si no hay alguien persiguiéndonos todo el tiempo, creo que hasta podría ser divertido.
«Aquí pasa algo —pensó Navani, captando la emoción del chico—. Lleva meses queriendo volver a Shadesmar.» Pero ¿y Shallan? La joven volvió a sentarse y, aunque asintió en respuesta a Dalinar, parecía… tener sus reservas. Navani habría esperado más entusiasmo por su parte, dado que Shallan adoraba viajar a lugares nuevos y extraños.
Dalinar tuvo suficiente con que los dos aceptaran y con la ausencia general de objeciones entre los monarcas. Estaba todo acordado. Una expedición a Shadesmar y una gran ofensiva militar en Emul, ambos planes aprobados por unanimidad.
Navani no sabía muy bien qué pensar de lo fácil que había sido todo. Era agradable hacer avances, aunque sabía por experiencia propia que un día de brisa agradable era el presagio de la tempestad que llegaría.
No pudo dar voz a sus preocupaciones hasta mucho más entrada la noche, cuando logró retirarse de la cena con Fen y Kmakl. Procuraba sacar tiempo de donde podía para hablar a solas con los monarcas, ya que Dalinar siempre estaba de viaje inspeccionando tropas en un frente u otro.
No era que Dalinar escapara a propósito de sus responsabilidades sociales como Gavilar había hecho hacia el final. En el caso de Dalinar, era solo que no se daba cuenta. Y siendo él, en general no había problema. A la gente le gustaba verlo pensar como un soldado y solía comentar sus ocasionales tropiezos sociales con aprecio, más que tomárselos como ofensas. A pesar de haberse tranquilizado con los años, seguía siendo el Espina Negra. Lo preocupante sería que no se comiera el postre con los dedos de vez en cuando, o que no se distrajera y llamara a alguien «soldado» en vez de utilizar su tratamiento real.
De todos modos, Navani procuraba asegurarse de que todos supieran que se los apreciaba. Casi no se hablaba del tema, pero nadie sabía a ciencia cierta qué posición ocupaba Dalinar en la coalición. ¿Era solo otro monarca o algo más? Era quien controlaba las Puertas Juradas, y casi todos los Radiantes lo consideraban su oficial al mando.
Aparte de eso, muchos de quienes se habían apartado del vorinismo convencional trataban su autobiografía como un texto religioso. Dalinar no ostentaba el título de Alto Rey, pero aun así los otros monarcas se andaban con mucho ojo, preguntándose aún si aquella coalición terminaría convertida en un imperio gobernado por el Espina Negra.
Navani se dedicaba a aliviar preocupaciones, a hacer promesas indirectas y, en general, a mantener a todo el mundo apuntando en la dirección correcta. Era un trabajo agotador, así que cuando por fin llegó casi arrastrándose a los aposentos que compartía con Dalinar, se alegró de ver que él ya tenía el fabrial calentador templando el lugar con una acogedora luz roja. Había tenido el detalle de preparar a Navani una infusión de unalon en la placa del calorial, aunque a él le sabía demasiado dulce y nunca la tomaba.
Navani cogió una taza y encontró a Dalinar en el diván más próximo al fabrial, con la mirada fija en su luz. Se había quitado la casaca, que colgaba de una silla, y había ordenado marcharse a los sirvientes como solía, a menudo con demasiada frecuencia. Navani tendría que decirles —otra vez— que no habían hecho nada que lo ofendiera. Era simplemente que le gustaba estar solo.
Por suerte, Dalinar había dejado claro a Navani que estar solo no incluía estar apartado de ella. A veces Dalinar tenía una definición muy rara de la palabra. Y en efecto, al instante le hizo sitio para que pudiera sentarse y fundirse en el interior de su brazo ante el cálido hogar. Navani se desabrochó el botón de la manga segura y cogió la taza caliente con ambas manos. En los últimos años estaba cómoda llevando guante y cada vez la irritaba más tener que ponerse ropa tan formal para las reuniones.
Durante un rato, se limitó a disfrutar de la calidez. De las tres fuentes desde las que emanaba. La primera, la calidez del fabrial; la segunda, la calidez de la infusión; y la tercera, la calidez de él contra su espalda. La mejor recibida de todas. Él dejó apoyada la mano en el brazo de Navani y de vez en cuando la acariciaba con un dedo, como si quisiera recordarse a sí mismo todo el tiempo que ella estaba allí con él.
—Antes pensaba que estos fabriales eran horribles —dijo Dalinar después de un rato—. ¿Reemplazar la vida de un fuego con algo tan… frío? Cálido, sí, pero frío. Es raro lo poco que han tardado en gustarme. Ya no hace falta amontonar leños. Ya no hay que pensar si el cañón se obstruirá y lo llenará todo de humo. Es increíble lo mucho que puede liberarse la mente con solo apartar unas pocas preocupaciones de fondo.
—¿Para pensar en Taravangian? —adivinó ella—. ¿En que ha apoyado la propuesta de guerra en vez de oponerse?
—Me conoces demasiado bien.
—A mí también me preocupa —dijo Navani, y dio un sorbito a la infusión—. Se ha dado demasiada prisa en ofrecer sus tropas. Tendremos que aceptarlas, ya lo sabes. Después de quejarnos durante meses de que nos negara sus ejércitos, ahora no podemos rechazarlos.
—¿Qué trama? —preguntó Dalinar—. Aquí es donde es más probable que yo falle a todo el mundo, Navani. Sadeas me engañó, y me temo que Taravangian es más astuto que él en todos los aspectos. Cuando hice mis primeros movimientos para expulsarlo de la coalición, él ya se había puesto manos a la obra con los demás para socavar esos intentos. Me la está jugando, y lo hace con habilidad, en mis mismas narices.
—No tienes que enfrentarte a él tú solo —dijo Navani—. Esto no depende solo de ti.
—Lo sé —respondió Dalinar, y sus ojos parecieron resplandecer cuando miró el brillante rubí del hogar—. No voy a soportar esa sensación nunca más, Navani. Ese momento en las Llanuras Quebradas, viendo cómo Sadeas se retiraba. Sabiendo que mi fe en alguien, mi estúpida ingenuidad, había condenado las vidas de miles de hombres. No pienso ser un peón de Taravangian.
Ella subió el brazo y le acunó la barbilla con la mano.
—Sufriste la traición de Sadeas porque veías a ese hombre como debería haber sido, si hubiera superado su propia mezquindad. No pierdas esa fe, Dalinar. En parte, es lo que te hace el hombre en que te has convertido.
—Taravangian está confiado, Navani. Si trabaja para el enemigo, tendrá algún motivo. Siempre tiene un motivo.
—Riqueza, renombre. Venganza, tal vez.
—No —dijo Dalinar—. No, él no. —Cerró los ojos—. Cuando… cuando incendié la Grieta, lo hice furioso. Murieron niños e inocentes por culpa de mi ira. Conozco esa sensación y sabría distinguirla. Si Taravangian matara a un niño, no lo haría por venganza. Ni por ira. Ni por dinero o fama. Lo haría porque de verdad cree que la muerte de ese niño es necesaria.
—¿Lo consideraría bondad, entonces?
—No. Reconocería que es un acto de maldad y diría que le mancha el alma. Según él… esa es la razón de tener un monarca. Un hombre que nade en sangre, que se deje manchar y hasta destruir por ella para que otros no tengan que sufrir. —Abrió los ojos y levantó la mano para coger la de ella.
»En cierto modo, se parece a como se veían a sí mismos los antiguos Radiantes. En las visiones decían… que eran los vigilantes en el perímetro. Que se entrenaban en las artes mortíferas para evitar que otros tuvieran que hacerlo. Es la misma filosofía, solo que menos mancillada. Está muy cerca de tener razón, Navani. Si consiguiera que me escuchase…
—Me preocupa que, en vez de eso, te cambie él a ti, Dalinar —dijo ella—. No hagas demasiado caso a las cosas que dice.
Él asintió y pareció tomarse en serio esas palabras. Navani le apoyó la cabeza en el pecho y escuchó latir su corazón.
—Quiero que te quedes aquí, en la torre —dijo Dalinar—. Jasnah pretende acompañarnos a Emul, ansiosa por demostrar que puede liderar en batalla. Al ser una ofensiva tan grande, también tendré que ir yo en persona. Taravangian lo sabe y debe de estar planeando una encerrona para nosotros. Tiene que haber alguien aquí en la torre, a salvo, para rescatarnos a los demás si algo sale mal.
Lo que no dijo fue: «Alguien que gobierne a los alezi, por si Jasnah y yo morimos en la trampa de Taravangian».
Ella no se opuso. Sí, lo normal sería que una mujer alezi fuese a la guerra para hacer de escriba a su marido. Y sí, en parte él estaba desafiando esa costumbre porque quería que Navani estuviera a salvo. Era un poco sobreprotector.
Navani se lo perdonaba. Era cierto que necesitarían a un miembro de la familia real en la reserva, y además Navani estaba cada vez más convencida de que lo mejor que podía hacer ella para ayudar implicaría desentrañar los misterios de aquella torre.
—Si vas a dejarme atrás —dijo Navani—, más te vale tratarme bien estos días antes de tu partida. Para que te recuerde con cariño y sepa que me amas.
—¿Es que puede existir alguna duda de eso?
Ella se apartó y le pasó un dedo suave por la mandíbula.
—Una mujer necesita recordatorios constantes. Necesita saber que tiene el corazón de él, incluso cuando no puede tener su compañía.
—Mi corazón lo tienes siempre.
—¿Y esta noche en particular?
—Y esta noche —dijo él—, en particular.
Se acercó para besarla y la envolvió fuerte con aquellos brazos tan formidables que tenía. Y ahí fue donde Navani halló una cuarta calidez en la noche, más poderosa que todas las demás.
Fin de la primera parte