AVANCE – El Hombre Iluminado: Caps. 1 & 2
Como quien no quiere la cosa, el próximo 19 de octubre llegamos a la publicación de la última novela secreta de Brandon Sanderson, El hombre iluminado, y en este caso se trata de una historia enmarcada en el Cosmere. Posiblemente esta es, a diferencia de Trenza del mar Esmeralda y Yumi y el pintor de pesadillas, la única que necesite un mayor conocimiento de todo lo publicado hasta ahora, especialmente en El Archivo de las Tormentas para ser disfrutada plenamente, así que tened en cuenta este detalle.
De aquí hasta el lunes 16 de octubre iremos publicando la traducción de los capítulos que Brandon avanzó en su día, gracias a la traducción de Manu Viciano y al apoyo de Nova.
DETALLES:
Salida: 19/10/23
Publica: Nova
Páginas: 544
Precio: 26,90€
Formato: tapa dura, ebook
Recordad que la librería Gigamesh tiene ya una promoción para la preventa, válida en España y hasta agotar unidades.
avance: El Hombre Iluminado, caps. 1 & 2.
TRADUCCIÓN DE MANU VICIANO
capítulo 1
Nómada despertó entre los condenados.
Parpadeó, tendido, con la mejilla derecha contra la tierra. Enfocó la mirada en la incongruente visión de una planta creciendo ante sus ojos. ¿Estaría soñando? El incipiente brote tembló y se sacudió, elevándose sobre el terreno. Parecía estirarse con júbilo, separando los tegumentos como brazos después de un sueño profundo. Emergió un tallo desde el centro, que examinó el aire como la lengua de una serpiente. Entonces se extendió a la izquierda, hacia la tenue luz que brillaba desde esa dirección.
Nómada gimió y levantó la cabeza, con la mente embotada, los músculos doloridos. ¿Dónde había saltado esa vez? ¿Y sería lo bastante lejos para esconderse de la Brigada Nocturna?
Pues claro que no lo sería. No había lugar que pudiera ocultarlo de ellos. Tenía que seguir moviéndose. Tenía que…
Tormentas, qué bien sentaba estar tumbado allí. ¿No podría descansar un poco? ¿Dejar de correr, para variar?
Unas manos bruscas lo agarraron desde atrás y lo levantaron de rodillas en el suelo. La sacudida lo sacó de su estupor y Nómada fue más consciente de su entorno: los gritos, los gemidos. Sonidos que habían estado ahí desde el principio, pero que había pasado por alto en el aturdimiento posterior al salto.
La gente de allí, incluido el hombre que lo había agarrado, llevaban una ropa desconocida para él. Pantalones largos, mangas con el puño apretado, cuello alto hasta la barbilla. El hombre sacudió a Nómada mientras le ladraba en un idioma que no comprendía.
—¿Tra… traducción? —graznó Nómada.
Lo siento, dijo en su cabeza una voz grave. No tengo la suficiente Investidura para establecer una Conexión local.
Condenación. Nómada aún no iba a ser capaz de comprender el idioma. Hizo una mueca al oler el aliento del hombre que vociferaba. Llevaba un sombrero de ala ancha, atado bajo el mentón, y gruesos guantes.
Aún estaba oscuro, aunque una aureola ardiente se alzaba desde el horizonte. Nómada supuso que faltaría poco para el amanecer. Y con esa luz, las plantas crecían por todo aquel campo. Esas plantas… Sus movimientos le recordaron su hogar, un sitio sin tierra, pero con plantas mucho más vigorosas que las de otros mundos.
Pero aquellas no eran iguales. No esquivaban para evitar que las pisaran. Las plantas de aquel sitio crecían deprisa, sin más. ¿Por qué?
Cerca de él, unas personas que llevaban largos chaquetones blancos estaban clavando estacas en el suelo, y otros se dedicaban a encadenar a ellas a otras personas sin chaquetón. Ambos grupos tenían la piel de diversos tonos y llevaban ropa similar.
Nómada no podía entender las palabras que gritaba nadie, pero identificaba la postura de los condenados en la gente a la que estaban encadenando. Las voces desesperadas que daban algunos, el tono suplicante de otros. La desdichada resignación de la mayoría.
Aquello era una ejecución.
El hombre que retenía a Nómada volvió a gritarle. Nómada se limitó a negar con la cabeza. El aliento de ese hombre podría marchitar flores. Su compañero, que también llevaba chaquetón blanco, hizo unos gestos en dirección a Nómada mientras discutía con el primero. Al poco tiempo, su primer captor tomó una decisión. Se sacó unas esposas del cinturón y avanzó para ponérselas a Nómada.
—Ya —dijo Nómada—. Me parece a mí que no.
Asió la muñeca del hombre, preparado para derribarlo al suelo y hacer tropezar al otro con su cuerpo.
Pero Nómada se quedó paralizado. Sus músculos se trabaron, como una máquina que se hubiera quedado sin aceite. Se quedó rígido y los hombres se apartaron de él, sorprendidos por su repentino arrebato, dando voces de alarma.
Los músculos de Nómada se destrabaron y sacudió los brazos, sintiendo un agudo y súbito dolor.
—¡Condenación!
Su tormento estaba empeorando. Lanzó una mirada a sus captores, aún temerosos. No parecían ir armados, al menos.
Una figura salió de entre la multitud. Todos los demás iban cubiertos de arriba a abajo, hombres y mujeres, mostrando la piel solo en el rostro. Hasta las mangas iban ajustadas a la muñeca, y llevaban gruesos guantes. Pero el recién llegado tenía el pecho descubierto, vestido con una túnica vaporosa abierta por delante y gruesos pantalones negros. Era la única persona de aquella explanada sin guantes, aunque sí llevaba unos brazales dorados en los antebrazos.
Además, le faltaba casi todo el pecho.
Parecían haberle extraído la mayor parte de los pectorales, la caja torácica y el corazón, quemados, dejando la piel restante chamuscada y ennegrecida. Dentro de la cavidad, el corazón del hombre estaba sustituido por una resplandeciente ascua. Palpitaba en rojo al avivarla el viento, igual que otros varios puntitos de luz carmesí por toda la carne carbonizada. Las negras marcas de quemazón irradiaban desde el agujero en la piel del hombre, alcanzándole la cara con unas motas, que de vez en cuanto titilaban también con sus ascuas mucho más pequeñas. Era como si lo hubieran atado a un motor a reacción mientras se encendía, y de algún modo no solo hubiera salido de allí vivo, sino todavía ardiendo.
—Supongo —dijo Nómada— que no seréis de los que se ríen cuando alguien que desconoce vuestra cultura hace jocosas meteduras de pata, ¿verdad?
Se puso en pie y levantó las manos en postura no amenazadora, haciendo caso omiso a los instintos que, como siempre, lo urgían a echar a correr.
El hombre se sacó un enorme garrote que llevaba a la espalda. Era como una porra de policía, pero más rencorosa dentro de su no letalidad.
—Ya me parecía a mí que no —dijo Nómada, retrocediendo.
Algunos de los encadenados lo miraron con aquella extraña pero familiar esperanza del prisionero, alegrándose de que algún otro estuviera llamando la atención por una vez.
El hombre ascua fue a por él, con una velocidad sobrenatural, mientras la luz de su corazón destellaba. Estaba Investido. Maravilloso.
Nómada esquivó a un lado, por los pelos.
—¡Necesito un arma, Aux! —espetó Nómada.
Pues invoca una, mi querido escudero, respondió la voz en su cabeza. No seré yo quien te lo impida.
Nómada gruñó, saltando por la hierba que había brotado en los escasos minutos desde su despertar. Intentó hacer aparecer un arma, pero no ocurrió nada.
Es por tu tormento, señaló con amabilidad el caballero a su moderadamente capaz escudero. Se ha vuelto lo bastante fuerte para negarte las armas.
Nómada esquivó de nuevo mientras el hombre el ascua descargaba su garrote y volvía a fallar por poco, haciendo temblar el suelo con el impacto. Tormentas. La luz empezaba a brillar más. Cubría el horizonte con un fulgor que parecía demasiado regular. ¿Cómo de… grande era el sol de ese planeta?
—¡Creía que mis juramentos anulaban ese aspecto del tormento! —gritó Nómada.
Perdona, Nómada, pero ¿qué juramentos?
El hombre ascua se preparó para otro ataque y Nómada respiró hondo, se agachó bajo el porrazo y embistió contra él. Pero cuando iba a alcanzarlo, el cuerpo se le trabó otra vez. Los músculos se le petrificaron.
Sí, ya veo, caviló el caballero. Ahora tu tormento impide hasta los altercados físicos.
¿No podía ni siquiera placar a alguien? Sí que estaba empeorando, sí. El hombre ascua asestó un puñetazo a Nómada en la cara que lo tiró al suelo con un gruñido. Nómada logró rodar para evitar el siguiente porrazo y, gimiendo, se levantó.
El garrote ya llegaba otra vez y, por instinto, Nómada levantó las dos manos y lo atrapó. Detuvo el golpe en seco.
Los ojos del hombre ascua se ensancharon. Varios prisioneros que estaban cerca gritaron. Las cabezas se volvieron. Parecía que la gente de allí no estaba acostumbrada a ver a nadie plantar cara a aquellos guerreros Investidos. El hombre ascua abrió aún más los ojos cuando, apretando los dientes, Nómada dio un paso adelante y lo desequilibró, haciendo que retrocediera trastabillando.
Por detrás de aquella criatura, una luz fulgurante deformó el fundido horizonte, trayendo consigo una repentina oleada de calor. Alrededor de ellos, aquellas extrañas plantas tan fecundas empezaron a marchitarse. Las hileras de gente encadenada al suelo gimieron y chillaron.
«¡Corre! —gritó una parte de Nómada—. ¡Corre!».
Fue lo que hizo.
Era lo único que hacía de un tiempo a esa parte.
Se volvió para emprender la huida, pero encontró a un segundo hombre ascua detrás, preparándose para atacar. Nómada trató de atrapar también ese golpe, pero su tormentoso cuerpo se bloqueó otra vez.
—¡Venga ya! —gritó mientras recibía un golpetazo en el costado.
Tropezó. El hombre ascua de detrás acabó de aturdir a Nómada descargándole un poderoso puñetazo en la cara que lo envió de nuevo a tierra.
Nómada resolló, gimiendo, sintiendo el suelo y las piedras en la piel. Y el calor. Ese calor horrible, creciente, que venía del horizonte.
Los dos hombres ascua le dieron la espalda y el primero señaló con el pulgar sobre el hombro hacia Nómada. Los dos apocados agentes de chaquetón blanco corrieron hacia él y, mientras Nómada estaba atontado de dolor y frustración, le esposaron las manos. Parecieron plantearse clavar una estaca y dejarlo sujeto a ella, pero concluyeron con acierto que un hombre capaz de parar el garrotazo de un guerrero Investido la arrancaría del suelo sin más. Así que lo llevaron a una argolla incrustada en una roca y lo inmovilizaron allí.
Nómada cayó de rodillas en la hilera de prisioneros, con la frente goteando a medida que crecía el calor. Sus instintos le chillaban que corriera.
Pero otra parte de él… solo quería terminar. ¿Cuánto tiempo duraba ya la persecución? ¿Cuánto tiempo hacía desde la última vez que se había alzado orgulloso?
«A lo mejor dejo que todo acabe y ya está —pensó—. Una muerte piadosa. Como la de un hombre herido en el campo de batalla».
Se derrumbó, con el costado dolorido y palpitando, aunque dudaba que tuviera nada roto. Su cuerpo no reaccionaba a los golpes igual que el de los demás. Lo que rompía a otros a él lo magullaba. Un fuego que abrasaría a otros a él solo lo chamuscaba. Y el cuerpo de Nómada sanaba de la mayoría de las heridas secundarias en cuestión de horas.
Estaba lo bastante Investido para sobrevivir a un castigo intenso. A veces se preguntaba si era una bendición o una parte más del tormento.
La luz siguió incrementándose, casi cegadora. Ese humo en la distancia… ¿era el mismísimo suelo incendiándose? ¿Por la luz del sol?
Condenación. La mismísima Condenación estaba alzándose sobre el horizonte.
Los agentes cercanos, acompañados por los hombres ascua, terminaron de amarrar a los prisioneros y echaron a correr hacia una fila de vehículos. ¿Motocicletas aerodeslizadoras, tal vez? Nómada había visto las suficientes en varios mundos como para identificar la forma general, aunque aquella arquitectura concreta le fuese desconocida. Así que no se sorprendió cuando el primero emitió varios chorros de fuego por su parte inferior que lo elevaron unos dos metros en el aire. Eran máquinas grandes, con seis asientos, así que tal vez «motocicleta» no fuese el término adecuado, pese a la ausencia de techo.
¿Qué más daba? Se volvió otra vez hacia la creciente luz mientras las plantas, llenas de vida solo unos minutos antes, se ponían marrones y mustias. Le pareció oír el chisporroteo de llamas en la lejanía a medida que la luz solar avanzaba con toda su intensidad, como el frente de una tormenta antaño familiar para él.
El caso era que, por muchas cosas que aborreciera de su vida, no quería morir. Incluso si cada día se transformaba en algo un poco más salvaje… bueno, los seres salvajes se aferraban a la vida.
Una repentina desesperación frenética invadió a Nómada. Empezó a dar tirones y a revolverse contra las cadenas. La segunda de las cuatro motos deslizadoras despegó, y Nómada supo, a partir de la velocidad a la que avanzaba la luz solar, que eran su única esperanza de escapar. Chilló con la voz áspera, tenso contra el acero, estirándolo, pero incapaz de liberarse.
—¡Aux! —gritó—. ¡Necesito una hoja esquirlada! ¡Transfórmate!
El que te impide hacer esas cosas no soy yo, Nómada.
—¡Esa luz va a matarnos!
Matización, mi pobre escudero: va a matarte a ti. Yo ya estoy muerto.
Nómada profirió un aullido primordial mientras la tercera moto deslizadora se elevaba del suelo, pero vio que la última tenía problemas. Quizá podría…
Un momento.
—Las armas me están prohibidas. ¿Qué hay de las herramientas?
¿Por qué iban a estarte prohibidas?
«¡Serás idiota!», se dijo, e invocó a Auxiliar, una herramienta metálica que cambiaba de forma y que, en ese caso, se manifestó como una palanca. Cobró forma en sus manos como a partir de una neblina blanca, salida de la nada. Nómada la enganchó en la argolla del peñasco y aplicó su peso contra ella.
CLAC.
Trastabilló por el impulso, ya libre, con las manos todavía esposadas pero más de medio metro de margen entre ellas. Se levantó como pudo y corrió hacia la última motocicleta aerodeslizadora mientras por fin prendían los fuegos debajo de ella.
Invocó a Auxiliar como una cadena con garfio, que arrojó de inmediato hacia la parte trasera de la moto. La alcanzó justo mientras la máquina despegaba. A una orden de Nómada, cuando Auxiliar estuvo sujeto, el gancho se distorsionó por un instante y se selló como un anillo sólido en torno a un abultamiento que había en la parte trasera del vehículo. El otro extremo de la cadena se cerró sobre las esposas de Nómada.
La luz del sol lo alcanzó. Una luz increíble, intensa, ardiente. Los prisioneros alineados estallaron en llamas, chillando.
Pero, en ese preciso instante, la cadena se tensó. Nómada salió despedido fuera de la luz solar antes de quemarse más, remolcado por el vehículo que aceleraba.
La moto deslizadora lo sacó de una muerte segura. Pero hacia qué lo llevaba, no tenía ni la menor idea.
capítulo 2
Nómada se estrelló contra el suelo de costado, a la temible velocidad a la que lo arrastraba la moto deslizadora.
Pasó a través barreras de plantas marchitas, se dio repetidos golpes contra rocas y notó la tierra incrustándose en su piel. Pero, de nuevo, Nómada estaba hecho de un material fuerte. En una situación que habría retorcido los brazos de una persona normal hasta dislocárselos por los hombros, que lo habría desollado cuando la velocidad transformó los restos de plantas en cuchillas, Nómada se mantuvo entero y hasta consiguió girarse para que el grueso de los daños recayera en el muslo y el hombro. Aunque su resistente chaqueta se hizo jirones, su piel aguantó.
No era inmortal. Casi cualquier arma avanzada —tormentas, incluso muchas primitivas—podría matarlo con el suficiente esfuerzo. Pero tardaba en desgastarse y no era fácil hacerle rasguños. De modo que, aunque la huida no le estaba resultando demasiado cómoda, tampoco era letal. Además, cualquier queja que pudiera tener sobre aquel trato tan brusco se esfumó ardiendo por el calor abrasador de atrás.
Cerró los ojos, intentando desterrar un dolor más grande. El recuerdo de los chillidos que daban los desafortunados presos un momento antes, cuando el amanecer los alcanzó y los hizo ceniza en meros segundos.
Algunos le habían pedido ayuda a gritos. En otro tiempo, habría sido incapaz de pasar eso por alto. Sin abrir los ojos, agachó la barbilla para protegerse la cara del convulsivo caos que era aquella huida. Cada día morían millones, quizá miles de millones de personas por todo el Cosmere. Nómada no podía impedirlo. Apenas lograba mantenerse vivo a sí mismo.
Le dolía de todos modos. Incluso después de años de tormento, seguía odiando ver a gente morir.
Aun así, había sobrevivido a la luz y estaba avanzando de nuevo. El movimiento hacía que se sintiera más fuerte, mejor. Más al mando. Al poco tiempo, el cielo se oscureció de nuevo y la temible luz del sol desapareció tras el horizonte, como si estuviera anocheciendo, aunque en ese caso era Nómada quien se movía. Lo bastante rápido para rodear el planeta por delante del sol naciente, para ganarle terreno al alba. Un enorme anillo planetario se alzó en el horizonte opuesto, un amplio disco que reflejaba la luz solar.
Este mundo debe de tener una rotación lenta, señaló el héroe a su a veces errático vasallo. Fíjate en que esos vehículos le sacan ventaja al sol sin problemas.
Nómada apenas tuvo tiempo para disfrutar de su regreso al seguro crepúsculo, aunque sí captó unos atisbos de la gente que había en la moto volviendo la mirada perpleja hacia él. Varios de ellos intentaron soltar su cadena, pero, a esas velocidades y con el peso de Nómada en el otro extremo, les resultaría difícil incluso aunque no hubiera sellado el aro. Se preguntó si harían un alto para ocuparse de él, pero siguieron volando tras los otros vehículos, sin elevarse más que unos palmos del suelo.
Al cabo de un tiempo las motocicletas frenaron y se detuvieron. Nómada terminó reposando en una zona de suelo húmedo, agradecido por la sensación de tener algo blando debajo por una vez en la vida. Dio un gemido y se giró de espaldas, con la ropa hecha harapos, la piel llena de golpes y magulladuras y las manos todavía esposadas. Tras un momento de suplicio, durante el que intentó apreciar el hecho de que al menos no se le añadían nuevos dolores, volvió la cabeza para averiguar por qué habían parado.
Una ciudad flotante se desplazaba sobre el terreno crepuscular por delante de él. Parecía una gigantesca bandeja, sostenida en el aire por centenares de motores que ardían en su cara inferior. Nómada ya había estado en ciudades voladoras, incluida una en un planeta próximo a su mundo natal, pero rara vez había visto que estuvieran tan… destartaladas como aquella. Era un agrupamiento dispar de edificios de una sola planta, como un inmenso suburbio que de algún modo se elevaba del suelo, pero solo diez o doce metros. De hecho, parecía que incluso alcanzar esa altura ya ponía al límite los motores de la ciudad, que a duras penas proporcionaban el impulso suficiente para evitar los obstáculos del terreno.
Aquello no era una construcción voladora de esplendorosa modernidad. Era un ejercicio desesperado de supervivencia. Miró a lo lejos por detrás, donde la luz del horizonte se había reducido casi a la invisibilidad. Pero, aun así, se entreveía el brillo previo al amanecer. Inminente. Como la fecha de tu ejecución.
—Tenéis que manteneros por delante de él, ¿verdad? —susurró—. Vivís en la sombra porque el sol de aquí os mataría.
Tormentas. ¿Una sociedad entera que no podía parar de moverse, huyendo del mismísimo sol? Las implicaciones de aquello pusieron su mente a funcionar y su antigua formación, la del hombre que había sido, empezó a infiltrarse a hurtadillas en el cadáver que había pasado a ser. ¿De dónde sacaban la comida? ¿Qué combustible alimentaba esos motores, y cómo podían tener tiempo de extraerlo de minas sin dejar de moverse?
Y hablando de minas, ¿por qué no vivían en cuevas? Saltaba a la vista que tenían metal de sobra. Lo habían usado para encadenar a aquellos pobres desgraciados al suelo.
Nómada siempre había sido una persona inquisitiva. Incluso después de entrar en el ejército, dando la espalda a una vida de erudición, había hecho preguntas. En esos momentos lo acosaban hasta que las ahuyentó con mano firme. Solo había una pregunta que importara. ¿La fuente de energía de esos motores bastaría para alimentar su siguiente salto? ¿Para sacarlo de ese planeta antes de que la Brigada Nocturna diese con él?
Los motores de las motos deslizadoras rugieron de nuevo e hicieron ascender los vehículos, despacio esa vez. En dirección a la ciudad, haciendo que Nómada colgara de la última de las cuatro, lastrándola mientras los motores arrojaban fuego en su dirección y calentaban su cadena. Auxiliar podía soportarlo, por suerte.
Cuando las motos alcanzaron la altura de la ciudad, no se posaron en ella a la manera convencional. Completaron la aproximación de lado, se fijaron al borde de la plataforma y dejaron los motores encendidos, añadiendo su impulso a los de la ciudad.
Nómada pendía de sus manos y la cadena, notando que se le pasaban los dolores al sanar. Desde donde estaba se veían colinas yermas y depresiones fangosas por debajo, aguas residuales y páramos. La ciudad había dejado una amplia estela de mugre quemada y reseca tras de sí. Nómada supuso que, con un rastro como ese, a las motos voladoras les resultaría fácil encontrar el camino a casa. Se sorprendió de lo bien que podía ver. Parpadeó para quitarse el sudor y el agua turbia que le caía en los ojos y alzó la mirada de nuevo hacia aquel anillo.
Como la mayoría, en realidad era un grupo de anillos. Brillantes, de colores azul y oro, rodeando el planeta, arqueándose en lo alto, extendiéndose como hacia el infinito. Apuntaban hacia el sol, inclinados en un leve ángulo, reflejando su luz sobre la superficie. Con tiempo para contemplarlas, una parte de él reconoció lo espectaculares que eran las vistas. Nómada había visitado decenas de planetas y nunca había visto nada que tuviera aquella magnificencia estoica. Barro y fuego abajo, pero en el aire… algo majestuoso. Estaba en un planeta que llevaba corona.
Su cadena traqueteó y luego se sacudió cuando alguien empezó a izarlo. Al poco tiempo lo agarraron de los brazos y lo subieron a la superficie metálica de la ciudad, en una calle torcida de edificios pequeños y bajos. Había una pequeña muchedumbre charlando y señalándolo. Nómada no les hizo caso y se concentró en las cinco figuras que había al fondo, gente con ascuas en el pecho.
Tenían la cabeza gacha y los ojos cerrados, y sus ascuas se habían enfriado. Dos eran mujeres, pensó, aunque el fuego que les había consumido el torso no hubiera dejado la menor semblanza de pechos, solo aquel agujero de un palmo de anchura y trocitos de costilla que asomaban por la piel calcinada, con ascuas donde tendrían que haber estado los corazones.
Las demás personas iban vestidas como las que había visto antes: cuello alto hasta la barbilla, embozados de arriba abajo, guantes sin excepción. Una docena de ellas llevaba el chaquetón blanco, formal, abierto por delante pero con insignias en los hombros. Agentes u oficiales. Los demás vestían en colores apagados y parecían ser… ¿civiles, tal vez? Algunas mujeres iban con falda, aunque la mayoría preferían unas chaquetas largas hasta las rodillas, abiertas por delante y revelando los pantalones de debajo. Muchos, tanto hombres como mujeres, llevaban sombrero de ala ancha. ¿Por qué ponérselos, si apenas había luz?
«No pienses en eso —se dijo, exhausto—. ¿Qué más dará? No vas a quedarte tanto tiempo como para aprender nada de su cultura».
Había muchos de piel clara, aunque otros la tenían oscura como él. La multitud enmudeció, bajó la mirada y se apartó para abrir paso a un recién llegado. Nómada se reclinó sobre los tobillos, respirando hondo. Resultó ser un hombre alto vestido con chaquetón negro… y cuyos ojos brillaban.
Emitían un tenue resplandor rojo oscuro, como si estuvieran iluminados desde atrás. El efecto le recordaba a Nómada a algo de su pasado, mucho tiempo antes, pero aquello no se parecía tanto a los ojos rojos de un alma corrupta como a que hubiera algo ardiendo en el interior del hombre. Su chaquetón negro brillaba también, pero solo a lo largo de los bordes, con un tono rojo anaranjado muy similar. A Nómada le pareció que tenía un ascua de aquellas en el pecho, aunque lo llevaba tapado por ropa fina. No parecía haberse hundido tanto en la piel como las de los demás, ya que ese hombre aún conservaba la forma de los pectorales.
El mismo resplandor se repetía en muchos edificios, las aristas de cuyas paredes parecían iluminadas por el fuego. Como si la ciudad hubiera estado en llamas hacía poco y aquello fueran sus cenizas.
El hombre de ojos brillantes alzó una mano enguantada para silenciar a la multitud. Observó a Nómada y entonces asintió con la cabeza a dos agentes y señaló, ladrando una orden. Los agentes se apresuraron a obedecer y liberar a Nómada.
Nerviosos, retrocedieron nada más quitarle las esposas. Nómada se levantó, provocando respingos en muchos civiles, pero no hizo ningún movimiento brusco. Porque tormentas, qué cansado estaba. Soltó un largo suspiro, con el dolor algo más amortiguado. Le dijo a Auxiliar que se mantuviera como cadena, porque no quería revelar que tenía acceso a una herramienta cambiaformas.
El hombre de los ojos brillantes le gritó algo, en tono brusco.
Nómada negó con la cabeza.
El hombre repitió la pregunta, más alto, más lento, más enfadado.
—No hablo tu idioma —dijo Nómada con voz ronca—. Dame una fuente de energía, como la del motor de una motocicleta de esas. Si la absorbo, podría bastar.
Dependería de lo que utilizaran como combustible, pero, si mantenía flotando una ciudad entera, Nómada dudaba mucho que la fuente de energía fuese convencional. La idea de hacer volar una ciudad como aquella con carbón era ridícula. Estarían empleando algún tipo de material Investido. Si lo obtuviera, tal vez podría lograr alguna cosa.
El líder, comprendiendo por fin que Nómada no iba a responderle, alzó la mano de lado… y entonces, con meticulosidad, se quitó el guante un dedo tras otro. La gente ahogó un grito, aunque lo que había bajo el guante era una mano normal y corriente, dentro de su palidez.
El hombre dio un paso hacia Nómada y lo agarró por la cara.
No ocurrió nada.
El líder pareció sorprenderse por ello. Lo asió de otra manera, por un lado de la cara.
—Como te acerques para besarme —masculló Nómada—, voy a arrancarte el tormentoso labio de un mordisco.
Sentaba bien poder bromear así. Su distante exmaestro estaría orgulloso de él. En su juventud, Nómada había sido demasiado serio y casi nunca se permitía hacer comentarios ligeros. Sobre todo porque lo avergonzaba y lo atemorizaba demasiado la posibilidad de decir algo que diera repelús.
Pero que a uno lo arrastraran por el suelo las suficientes veces, que lo apalearan hasta casi matarlo, tanto que apenas recordaba ni su propio nombre… bueno, esas cosas mejoraban muchísimo el sentido del humor. Lo único que te quedaba llegado a ese punto era reírte del chiste en que te habías convertido.
Los espectadores estaban fascinados de verdad por el hecho de que no hubiera sucedido nada al tocarlo aquel tipo de los ojos brillantes. El hombre agarró a Nómada una última vez por la barbilla y entonces lo soltó y se frotó la mano contra el chaquetón antes de volver a ponerse el guante, mientras sus ojos, como el brillante fuego del musgoardiente, le iluminaban el ala del sombrero y los rasgos demasiado finos del rostro. Podría tener unos cincuenta años, pero costaba saberlo, porque no se le veía ni una sola arruga. Por lo visto, alguna ventaja tenía vivir en un anochecer perpetuo.
Un agente de los de antes se acercó, señaló a Nómada y habló en voz baja. Parecía incrédulo y señalaba hacia el horizonte.
Otro agente asintió, sin apartar la mirada de él.
—Sess Nassith Tor —susurró.
Curioso, intervino el caballero. Eso casi lo he entendido. Se parece mucho a otro idioma con el que aún conservo una Conexión tenue.
—¿Alguna idea de cuál? —gruñó Nómada.
No. Pero… creo que… Sess Nassith Tor… significa algo parecido a… Aquel que Escapó del Sol.
Otros más atrás repitieron la frase, cada vez en voz más alta, hasta que el hombre de ojos brillantes les rugió. Miró de nuevo a Nómada y luego le atizó una patada en el pecho. Dolió, y más en el estado en que se hallaba Nómada. Aquel hombre sin duda estaba Investido, para dar un golpe tan potente.
Nómada gruñó y se dobló, resollando. El hombre lo agarró con sus manos enguantadas. Entonces sonrió, al parecer comprendiendo por fin que Nómada no iba a plantarle cara. Le gustaba esa idea. Arrojó a Nómada a un lado y le dio otra patada en el pecho, mientras su sonrisa se ensanchaba.
A Nómada le habría encantado arrancarle esa sonrisa de la cara con algo más de piel pegada. Pero como contraatacar lo paralizaría, su mejor opción era hacerse el dócil.
El líder hizo un gesto hacia Nómada.
—Kor Sess Nassith Tor —dijo en tono burlón y, ya puestos, le soltó otra patada a Nómada.
Unos agentes llegaron corriendo y lo agarraron de los brazos para llevárselo. Nómada se descubrió deseando llegar a una buena celda, a un lugar frío y duro, sí, pero donde al menos pudiera dormir y olvidar quién era durante unas horas.
Incluso una esperanza tan modesta se vino abajo cuando la ciudad empezó a deshacerse.
Tamara Eléa Tonetti Buono
Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.