Avance - Yumi y el pintor de pesadillas, capítulos 5 y 6

AVANCE – Yumi y el pintor de pesadillas: Caps. 5 & 6

Estamos ya a poco más de una semana de que se publique Yumi y el pintor de pesadillas, el tercer proyecto secreto con el que nos ha sorprendido Brandon este año y como viene siendo costumbre, gracias a Nova, os dejamos con un nuevo avance con la traducción oficial de Manu Viciano.

Esperamos que lo disfrutéis mucho y sirva de aperitivo por estos días.

El lunes que viene compartiremos el último avance, y estaremos a tres días de la publicación.

DETALLES:

Salida: 20/07/23
Publica: Nova
Páginas: 560
Precio: 26,90€
Formato: tapa dura, ebook
Ahora que ha cerrado Book Depository, una buena alternativa (fiable y que no manda los libros como si fueran sacos de patatas) para ediciones en inglés es Blackwells, que también envían internacional (edición UK Gollancz, edición USA Tor). Os recordamos que quienes vivan en España pueden acceder a la preventa de la edición en español de la librería Gigamesh que viene con una lámina exclusiva de regalo.

avance: yumi y el pintor de pesadillas, caps. 5 & 6

traducción de manu viciano

Capítulo 5

Al principio, las pesadillas habían llegado desde el cielo.

Pintor había oído los testimonios. Como todo el mundo. No eran del todo históricos, ojo. Eran fragmentos de relatos que, con toda probabilidad, exageraban. Aun así, se enseñaban en la escuela. Al igual que si padeces diarrea en una fábrica de papel de lija, a veces no hay disponible ninguna opción ideal. Un testimonio rezaba:

Vi llover la sangre de una deidad moribunda. Me arrastré por una brea que tomó los rostros de las personas a las que había amado. Las tomó a ellas. Y su sangre se convirtió en tinta negra.

Fueron las palabras de un poeta que, tras el acontecimiento, pasó treinta años sin hablar, sin componer versos siquiera. Años después, otra mujer escribió:

Mi abuelo me hablaba de las pesadillas. No sabe por qué sobrevivió. La mirada se le pierde cuando recuerda los días que pasó gateando por la oscuridad, por ese terror venido del cielo, hasta que encontró otra voz. Se reunieron y se abrazaron, sollozando juntos, aferrados uno al otro; aunque jamás se habían visto antes de ese día, de pronto eran hermanos. Porque eran reales.

Y también tenemos este otro testimonio, para mí el más inquietante de todos:

Acabará conmigo. Se arrastra por debajo de la barrera. Sabe que estoy aquí.

El último se encontró unos cien años más tarde, pintado en la pared de una cueva. No llegaron a localizar ningún hueso.

Sí, los relatos son escasos, fragmentados y febriles. No se les puede reprochar a quienes los dejaron: bastante ocupados estaban sobreviviendo a un colapso absoluto de la sociedad. En la época de Pintor ya habían transcurrido diecisiete siglos desde aquello y, a ojos de sus coetáneos, la negrura de la mortaja era lo normal.

Si habían sobrevivido era solo gracias al hion, las luces que ahuyentaban la mortaja. La energía mediante la cual se había forjado una nueva sociedad, o, tal y como lo expresaban los lugareños, mediante la que se había pintado renovada. Pero ese mundo naciente requería ocuparse de las pesadillas, de algún modo.

—¿Bambú otra vez? —preguntó Sukishi, sacando el primer lienzo de la bolsa de Pintor.

—El bambú funciona —dijo Pintor—. ¿Por qué cambiarlo si funciona?

—Es de comodones —respondió Sukishi.

Pintor se encogió de hombros. Al terminar el turno, tenía que entregar sus cuadros en la oficina del capataz. La pequeña sala estaba iluminada por una pequeña lámpara de araña. Si un pedazo de metal entra en contacto con líneas opuestas de hion, se calienta. A partir de eso, apenas hace falta un saltito de nada para llegar a la bombilla incandescente. Como ya he mencionado, no todo en la ciudad era aguamarina o magenta, aunque, al haber de hion fuera, no solían hacer falta las farolas.

Sukishi hizo una anotación junto al nombre de Pintor en el libro de cuentas. No había un cupo estricto, porque todo el mundo sabía que encontrar pesadillas era un suceso aleatorio y porque tenían pintores más que de sobra. Por término medio, se localizaba una pesadilla por noche, pero a veces transcurrían días sin ver ni una sola.

Aun así, llevaban la cuenta. Si alguien pasaba demasiado tiempo sin entregar ningún lienzo pintado, habría preguntas. Supongo que los más perezosos de entre vosotros ya habréis detectado el truco para engañar a ese sistema. En teoría, el riguroso entrenamiento obligatorio para convertirse en pintor descartaba a la clase de persona dispuesta a pintar cosas al azar sin haber encontrado ninguna pesadilla en realidad. Pero había un motivo por el que Sukishi titubeó y entornó los ojos mirando a Pintor después de sacar otro lienzo de su bolsa y que resultara ser un segundo dibujo de un bambú.

—El bambú funciona —repitió Pintor.

—Tienes que fijarte en la forma que tiene la pesadilla —dijo Sukishi—. Tienes que hacer que tu dibujo encaje con ella, y así cambiar la forma natural de la pesadilla por algo inocente, inocuo. Solo deberías dibujar bambú si las pesadillas que encuentras se parecen al bambú.

—Se parecían.

Sukishi clavó los ojos en él, y el anciano tenía una mirada fulminante. Algunas expresiones faciales, como el miso, tienen que envejecer para alcanzar su máxima potencia.

Pintor fingió indiferencia, recogió el salario del día y salió a la calle. Se echó al hombro la bolsa, con sus herramientas y los lienzos sin usar, y fue a buscar la cena.

El Pupila del Fideo era el tipo de restaurante informal donde se podía hacer ruido. Un lugar donde nadie temía sorber mientras devoraba la cena, donde las risotadas de una mesa no eran motivo de vergüenza porque se mezclaban como pintura con las que llegaban desde la siguiente. Aunque había menos ajetreo en el turno de «noche» que en el de «día», de algún modo era un lugar escandaloso incluso cuando estaba tranquilo.

Pintor se quedó rondando fuera del local como una mota de polvo a la luz, buscando un sitio donde posarse. Los pintores más jóvenes de su promoción se reunían allí con la suficiente frecuencia como para tener asignados tácitamente sus reservados y sus mesas. Una línea doble de hion delineaba el amplio ventanal delantero, brillando, haciendo que pareciera una pantalla futurista. Esas mismas líneas se alzaban como enredaderas sobre el cristal y deletreaban el nombre del restaurante en aguamarina y magenta, con un gigantesco cuenco de fideos encima.

(Sobre el papel, yo era copropietario de ese restaurante de fideos. ¿Qué pasa? ¿Los narradores interdimensionales de renombre no pueden hacer alguna inversión en bienes inmuebles de vez en cuando?).

Pintor se quedó en la calle, absorbiendo las risas como un árbol se empapa de la luz de hion. Al cabo de un rato agachó la cabeza, entró en el local y dejó colgada su enorme bolsa en el perchero sin mirarlo. Había otros quince pintores allí, distribuidos alrededor de tres mesas. Akane estaba en su sitio al fondo, ajustándose el pelo. Tojin se había arrodillado junto a la mesa y arbitraba con gesto solemne un concurso de comer fideos entre otros dos jóvenes.

Pintor se sentó en la barra. Era, al fin y al cabo, un defensor solitario contra la miasma que envolvía la ciudad. Un guerrero taciturno. Así que prefería comer a solas, por supuesto. No habría ni entrado en el restaurante de no ser por su trágica mortalidad. Incluso los oponentes adustos y tensos de la oscuridad necesitaban fideos de vez en cuando.

La encargada del restaurante llegó a paso rápido delante de él tras la barra y entonces se cruzó de brazos y se encorvó un poco allí de pie, imitando su postura. Pintor por fin alzó la mirada.

—¿Qué hay, Diseño? —dijo—. Esto… ¿me pones lo de siempre?

—¡Tu lo-de-siempre es muy lo de siempre! —exclamó ella—. ¿Quieres que te cuente un secreto? Si me pides algo nuevo, escribiré el secreto, enrollaré el papelito y te lo pondré en los fideos. Pero también te diré qué es, porque el papel se empapará si pasa demasiado tiempo en los fideos y no podrás leerlo.

—Eh… —dijo Pintor—. ¿Puede ser lo de siempre, por favor?

—Modales… aceptados —respondió ella, señalándolo.

A Diseño… no se le daba muy bien hacerse pasar por humana. No me echéis la culpa a mí, porque rechazó una y otra vez mis consejos al respecto. Pero al menos su disfraz aguantaba, aunque la gente se preguntara a menudo por qué la larga melena de la mujer del restaurante era blanca, a pesar de que parecía tener veintipocos años. Se ponía vestidos ajustados y traía de cabeza a buena parte del gremio de Pintor. Que conste que era ella quien se empeñaba en que le hiciera el disfraz cuanto más despampanante, mejor.

Bueno, o en sus propias palabras: «Hazme bonita para que se queden más impactados si alguna vez se me desenreda la cara. Y ponme curvas voluptuosas, porque me recuerdan a la gráfica de un coseno. Y también porque las tetas parecen divertidas».

No era un cuerpo real —esa lección más o menos ya la aprendió todo el mundo—, sino un complejo tejido de luz modelado, con proyecciones de fuerza anexadas directamente a su elemento cognitivo al manifestarse en el Reino Físico. Pero, como por entonces ya me había hecho bastante experto en la parte técnica del asunto, podéis asumir que funcionaba como si fuera de carne y hueso.

Al estar Pintor allí, podía ver lo que sucedía, así que reconozco que sentí cierto orgullo por la forma en que sus ojos siguieron a Diseño mientras iba a prepararle la cena. También es cierto que se pasó tres pueblos: sus ojos no se apartaron de ella en ningún momento mientras trabajaba. Pero no lo juzguéis con demasiada dureza. Tenía diecinueve años, y yo soy un artista de excepcional talento.

Al poco tiempo, Diseño regresó con el cuenco de fideos, que dejó en una cavidad circular tallada en la madera. Las líneas de hion, cada una conectada a un extremo de la barra, hacían pasar calor por el elemento del fondo del cuenco para mantener la temperatura del caldo en las frías noches de Kilahito.

Detrás de él, las risas y los vítores arreciaron a medida que progresaba el concurso de fideos. Pintor, por su parte, separó sus palillos maipon y comió despacio, con porte digno, como correspondía a alguien de su imaginaria categoría.

—Diseño —dijo, intentando no hacer demasiado ruido al sorber—. ¿Lo que hago… es importante?

—Pues claro que sí —respondió ella, acomodándose frente a él tras la barra—. Si no vinierais todos a comeros los fideos, creo que me quedaría sin sitios donde guardarlos.

—No —dijo él, y señaló hacia su bolsa, colgada en un brazo del curioso perchero del restaurante—. Me refiero a ser pintor de pesadillas. Es un trabajo importante, ¿verdad?

—Ya lo creo —dijo Diseño—. Es evidente. Déjame contarte un cuento. Érase una vez un lugar donde no había pintores de pesadillas. Entonces a la gente se la comieron. Es un cuento corto.

—No, no, ya sé que es importante en general —repuso Pintor—. Pero… ¿lo que yo hago es importante?

Diseño se inclinó hacia delante sobre la barra y Pintor la miró a los ojos. Cosa que le resultó difícil, dada la postura actual de la encargada. Dicho eso, quizá hayáis oído hablar de la gente como Diseño. Sugeriría, si se presenta la opción, que evitéis cruzar la mirada con un críptico. Sus rasgos, cuando no están disfrazados, trastocan el espacio y el tiempo, y en ocasiones llevan a agudos ataques de locura a quienes tratan de encontrarles sentido. Pero claro, ¿quién no ha querido alguna vez mandar a tomar viento la continuidad lineal, eh?

—Ya veo por dónde vas —le dijo Diseño.

—¿Ah, sí? —preguntó él.

—Sí. Siete por ciento de descuento en fideos esta noche. En honor a tus valerosos servicios de pintura.

No era… en absoluto de lo que estaba hablando Pintor. Pero asintió en agradecimiento de todos modos. Porque era una persona joven que hacía un trabajo de una importancia vital y relativamente mal pagado. Un siete por ciento era un siete por ciento.

Diseño, por cierto, solo hacía descuentos en porcentajes primos. Porque, en sus propias palabras, «Tengo mis principios». Aún no sé muy bien a qué se refería.

La encargada se volvió para atender a otro cliente, así que Pintor siguió sorbiendo los largos fideos que nadaban en el cálido y sabroso caldo. El plato estaba muy bueno. El mejor de la ciudad, según alguna gente, lo cual no debería extrañar mucho a nadie. Si hay algo que se puede confiar en que un críptico haga, es seguir una lista de instrucciones con estricta precisión. Diseño tenía pequeños viales de condimentos que añadía al caldo, cada uno con los granos de sal contados en su cantidad exacta.

Cuando Pintor llevaba medio cuenco, miró a un lado mientras Akane se acercaba a la barra en busca de bebidas. Entonces desvió la mirada. Al momento Akane ya se había ido, llevando latas de algo festivo a los demás.

Pintor siguió comiendo fideos en silencio.

—¿Arroz? —le ofreció Diseño al darse cuenta de que ya casi había terminado.

—Sí, por favor.

La encargada le puso una cucharada en el cuenco para absorber lo que quedaba de caldo, y Pintor lo devoró.

—Podrías ir a hablar con ellos —dijo Diseño en voz baja mientras limpiaba la barra con un paño.

—Ya lo intenté en la escuela. No salió bien.

—La gente crece. Es una de las cosas que la diferencian de las piedras. Deberías…

—Estoy bien —la interrumpió Pintor—. Soy un hombre solitario, Diseño. ¿Crees que me importa lo que opinen de mi los demás?

Ella ladeó la cabeza y entrecerró un ojo.

—¿Es una pregunta con trampa? Porque está clarísimo que…

—¿Cuánto es? —preguntó él—. Con el descuento.

Diseño suspiró.

—Seis.

—¿Seis? Pero si un cuenco vale doscientos kon.

—Noventa y siete por ciento de descuento —explicó ella—. Porque lo necesitas, Pintor. ¿Estás seguro de eso? Puedo hablar con ellos y decirles que te sientes solo. ¿Qué tal si lo hago ahora mismo?

Pintor dejó una moneda de diez kon en la barra e hizo una rápida inclinación de agradecimiento. Antes de que Diseño pudiera insistir en que hiciera algo que probablemente le haría bien, Pintor agarró su bolsa de entre las otras que colgaban del perchero. Siempre le había parecido que usar una estatua como perchero era raro en un restaurante. Pero en fin, aquel era un local de lo más particular, así que ¿por qué no iba a tener un perchero con la forma de un hombre de rasgos aguileños y sonrisa astuta?

Por desgracia, yo era bastante consciente de mi entorno cuando la dolencia me asaltó. Chillé por dentro cuando Diseño, pensando que mi apariencia sería demasiado espeluznante de otro modo, me pintó entero de cobre con aerógrafo. Luego, con su pragmatismo habitual, me añadió una corona con pinchos para colgar sombreros y varias bandoleras con varas para sujetar bolsas o abrigos.

(Como os decía, era dueño del restaurante. En parte, al menos. Diseño me saqueó los bolsillos para pagar su construcción. Pero yo no gestionaba el local. Es imposible hacerlo estando congelado en el tiempo. Y para vuestra información, sé de buena tinta que era un perchero excelente. Prefiero no considerarlo un uso indigno de mi persona, sino más bien un disfraz increíble).

Pintor salió a la calle con el corazón atronando. Una tenue neblina en el aire confería a la calle una pátina espejada: un pasaje vacío con líneas de luz flotando en lo alto y pareciendo recubrir el suelo de abajo.

Pintor inspiró, espiró e inspiró de nuevo. Después de huir de las propuestas de Diseño, le resultaba difícil seguir fingiendo. No era un solitario. No era ningún orgulloso caballero que combatía la oscuridad impulsado por su honor. No era alguien importante, ni interesante, ni afable siquiera. Era solo uno más de lo que debían de ser miles de chicos del montón que no tenían el valor de hacer nada extraordinario, y, lo peor de todo, que tampoco tenían la habilidad necesaria para soportar el menosprecio.

Era una valoración injusta de sí mismo. Pero era lo que creía de todas formas, y se le hacía difícil de digerir. Tan difícil que anhelaba volver a retirarse a sus mentiras fáciles de autoimpuesta soledad y noble sacrificio. Pero una parte de él empezaba a encontrar tonta esa actitud. Penosa. Con un suspiro, echó a andar hacia su piso con la bolsa de pintor al hombro, reposando en su espalda.

Pero al llegar al primer cruce vio un signo revelador: volutas de oscuridad que se arremolinaban desde un ladrillo de la esquina. Una pesadilla había pasado por ahí hacía poco.

Tampoco era demasiado sorprendente. Estaba en la parte más pobre de la ciudad, cerca del perímetro. Las pesadillas iban por allí con cierta regularidad. Algún otro pintor terminaría encontrando esa en concreto. Él ya no estaba de servicio. Con las manos en los bolsillos, absorto en su insatisfacción personal, Pintor dejó atrás el cruce. Si se daba prisa, aún llegaría a tiempo de ver el principio de su serie favorita en el visor de hion.

Una llovizna recorrió la ciudad, tabaleando con ligereza en la calle, haciendo que las líneas de luz reflejadas danzaran al ritmo. Las volutas oscuras empezaron a esfumarse del ladrillo de la esquina. La pista se enfriaba.

Dos minutos más tarde, Pintor reapareció pisando un charco y murmurando para sus adentros que, de todos modos, el principio de cada episodio siempre era el resumen de los anteriores.

Capítulo 6

Yumi despertó en el suelo de su carromato con una manta encima. El frío aire de la noche había ganado su batalla diaria, haciendo batirse en retirada al profundo calor de la piedra de abajo. La habían bañado, le habían puesto su camisón formal y la habían dejado allí. Rodeada de un círculo de pétalos y otro de semillas, para darle suerte. La luz estelar marcaba un cuadrado en torno a ella, colándose por la ventana para admirarla.

Dolorida y aún agotada a pesar de haber dormido varias horas, Yumi se acurrucó bajo las mantas. El suelo de piedra daba una cómoda calidez. Por las noches bajaban el carromato en contacto con el suelo para que absorbiera su calor. Siempre interesaba que un hogar tocara la piedra de algún modo, para calentarse de noche o para cocinar de día. La gente de otros mundos no sabe lo que se pierde: era una comodidad única poder tumbarse bajo una manta y cocerse al fulgor del suelo. Era casi como si el propio planeta estuviera insuflándote vida y fuerza.

Yumi se quedó un tiempo allí, hecha un ovillo, tratando de recuperarse. Sabía que debería enorgullecerse de lo que había logrado, como haría casi cualquier otra persona.

Pero solo se notaba… cansada. Y culpable por no sentir las emociones adecuadas.

Y más cansada, porque esa clase de culpabilidad es una carga enorme. Más pesada que las piedras que había movido.

Entonces se sintió avergonzada. Porque la culpabilidad tiene muchísimos amigos y guarda sus direcciones a mano para llamarlos en cualquier momento.

El calor se filtraba desde abajo alrededor de Yumi, pero no parecía capaz de entrar en ella. La cocinaba, pero seguía estando cruda por el centro. Permaneció allí hasta que la puerta del carromato se abrió. Vosotros quizá habríais oído acercarse los zuecos, pero Yumi no se había percatado.

La figura del umbral, que en plena noche era poco más que una mancha de tinta sobre papel negro, se quedó esperando. Hasta que Yumi por fin alzó la mirada y cayó en la cuenta de que había estado llorando. Las lágrimas cayeron al suelo y no se evaporaron de inmediato.

—¿Cómo lo he hecho hoy, Liyun? —preguntó Yumi por fin.

—Has cumplido con tu deber —respondió Liyun, en voz baja pero áspera. Como un papel al rasgarse.

—Nunca había oído… que una yoki-haijo invocara a treinta y siete espíritus en un solo día —dijo Yumi, esperanzada.

El trabajo de su guardiana no era hacerle cumplidos. Pero le sentaría bien… oír las palabras de todos modos.

—Ya —repuso Liyun—. Hará que la gente dude. ¿Siempre habías sido capaz de hacerlo? ¿Estabas conteniéndote en otros pueblos, negándote a bendecirlos como has hecho con este?

—Eh…

—Estoy segura de que ha sido sabio por tu parte, elegida, hacer lo que has hecho —dijo Liyun—. Estoy segura de que no ha sido que te esforzaras demasiado, de forma que el siguiente pueblo reciba una bendición mucho menor y por tanto se considere a sí mismo menos digno.

A Yumi se le revolvió el estómago solo de pensarlo. Sus brazos colgaban a los lados, porque moverlos le dolía.

—Me esforzaré mañana.

—Estoy segura de que lo harás. —Liyun calló un momento—. Me horrorizaría pensar que he entrenado a una yoki-haijo que no sabe moderarse como es debido. También me horrorizaría pensar que he sido tan mala maestra que mi discípula ha considerado adecuado fingirse con menos potencial para llevar una vida más cómoda.

Yumi se hundió aún más, haciendo una mueca por el dolor de los músculos en los brazos y la espalda. Incluso con aquel gran éxito, al parecer no había hecho lo suficiente.

—Ninguna de las dos cosas es cierta, por suerte —susurró.

—Avisaré al pueblo de Gongsha —dijo Liyun— de que mañana recibirán la visita de una yoki-haijo fuerte.

—Gracias.

—¿Puedo refrescarte la memoria sobre un asunto, elegida?

Yumi alzó la mirada y, desde donde estaba arrodillada, la perspectiva hacía que Liyun pareciera medir tres metros. Una silueta recortada en la noche, un contorno con espacio en blanco dentro.

—Sí —respondió Yumi—. Por favor.

—Debes recordar —dijo Liyun— que eres un recurso para el país. Igual que el agua de un pozo de vapor. Igual que las plantas, la luz del sol y los propios espíritus. Si no te cuidas, desperdiciarás la gran posición y la oportunidad que se te ha concedido.

—Gracias —susurró Yumi.

—Ahora duerme, si lo deseas. Elegida.

Hace falta mucho talento para usar un título honorífico como insulto. Eso tengo que concedérselo a Liyun, como cortesía profesional de un consumado cabronazo a otra.

Liyun se volvió para marcharse, pero vaciló y giró de nuevo la cabeza hacia Yumi.

Cerró la puerta con un chasquido y Yumi bajó la mirada, todavía de rodillas. Pero no volvió a dormirse. Tenía demasiados sentimientos. No era solo el dolor, ni solo la vergüenza. Se estaban rebelando otras cosas en su interior. Entumecimiento. Frustración. Incluso… ira.

Se puso de pie y cruzó el cálido suelo de piedra del carromato hasta la ventana. Desde allí se veían las matas de arroz, que habían descendido desde el cielo al enfriarse las corrientes termales. Una inmensa agrupación iluminada por las estrellas de cientos de plantas individuales que rodaban y flotaban perezosas cerca de la piedra, volviendo a inflar poco a poco las bolsas de gas que tenían bajo cada una de las cuatro anchas hojas de cada planta, sus tallos sosteniendo los racimos de semillas que crecían encima. No era exactamente arroz, como se llamaría en Scadrial. La palabra en el idioma local era «mingo». Pero el resultado al cocerlo era más o menos el mismo salvo por su profundo color entre azul y púrpura, así que utilizaré la palabra más conocida.

Mientras Yumi miraba, diez o doce plantas de arroz se vieron atrapadas por una solitaria corriente térmica nocturna y salieron disparadas hacia arriba, para luego descender de nuevo poco a poco. Por debajo correteaban pequeñas criaturas en busca de algo que mordisquear mientras evitaban a las serpientes. Tanto las presas como los cazadores dormían en árboles durante las horas de calor. Si tenían suerte —o mala suerte, según la perspectiva—, elegían árboles distintos.

Una ráfaga de viento cruzó el campo e hizo que las plantas temblaran y se desviaran a un lado, pero los granjeros nocturnos las siguieron agitando grandes abanicos para mantener controlados los cultivos. En algún lugar lejano del pueblo, un cuervo gigante graznó. (No son tan enormes como dice la gente. Nunca he visto uno del tamaño de una persona adulta. Son más bien como niños de siete u ocho años). Un corvidero se apresuró a acallar al animal con palabras tranquilizadoras y un premio.

Yumi deseó tener a alguien que la reconfortara a ella. Se contentó con apoyar los brazos doloridos en el alféizar y contemplar los plácidos cultivos que giraban indolentes y de vez en cuando ascendían por los aires. Un árbol amarrado a un lado del carromato se movió con el vientecillo y sus ramas proyectaron líneas de sombra en la cara de Yumi.

Quizá podría… salir por la ventana y echar a andar, sin más. Ningún granjero nocturno detendría a una yoki-haijo. Debería avergonzarse de pensarlo, pero en esos momentos estaba saturada de vergüenza. Un vaso lleno hasta los topes ya no puede contener nada más. El agua se desborda y hierve al caer al suelo.

No iba a marcharse, pero esa noche deseó poder hacerlo. Deseó escapar de la cárcel de su camisón ceremonial. No tenía permitido ni dormir como una persona normal. Hasta su ropa interior tenía que recordarle lo que era. Elegida al nacer. Bendecida al nacer. Presa al nacer.

Lo…, dijo una voz en su mente. Lo entiendo…

Yumi se sobresaltó y dio media vuelta. Entonces lo sintió desde las prorundidades. Era… un espíritu. Su alma vibraba con la presencia de la entidad, una de las poderosas.

Atada…, dijo el espíritu. Estás atada…

Los espíritus comprendían sus pensamientos. Eso formaba parte de su bendición. Pero muy muy rara vez reaccionaban. Yumi solo había oído que sucediera en las historias que se contaban.

Estoy bendecida, pensó hacia el espíritu, agachando la cabeza, de pronto sintiéndose tontísima. ¿Cómo había permitido que la fatiga la llevara a unas meditaciones tan demenciales? Iba a enfurecer a los espíritus. De pronto tuvo una terrible premonición, la de que los espíritus se negaran a dejarse atraer por sus actuaciones. La de que los pueblos tuvieran que apañárselas sin luz, sin comida, por su culpa. ¿Cómo podía rechazar…?

No…, pensó el espíritu. Estás atrapada. Y nosotros… estamos atrapados… como tú…

Yumi frunció el ceño y se volvió de nuevo hacia la ventana. Había algo distinto en aquella voz. En aquel espíritu. Perecía… muy cansado. ¿Y además estaba lejos? ¿Apenas era capaz de llegar a ella? Miró hacia el firmamento centelleante, hacia la brillante estrella diurna, más intensa que todas las demás. ¿El… espíritu estaba… hablándole desde allí?

Te esfuerzas mucho, dijo el espíritu. ¿Podemos darte una cosa? ¿Un regalo?

A Yumi se le cortó la respiración.

Esa historia la había leído.

La mayoría de las culturas tienen alguna leyenda parecida. Algunas son terroríficas, pero Yumi no vivía en uno de esos lugares. Allí las recompensas de los espíritus siempre se asociaban con aventuras maravillosas.

Pero Yumi no deseaba aventuras. Titubeó. Tambaleante, como una piedra desequilibrada. Y entonces, en el que fue el momento más difícil de su vida, bajó los ojos.

Ya me habéis bendecido, dijo. Con el mayor don que un mortal puede poseer. Acepto mi carga. Es por el bien de mi gente. Perdonad mis pensamientos ociosos de antes.

Como desees…, respondió el lejano espíritu. Entonces… ¿nos concedes tú… un deseo?

Yumi alzó la mirada. Eso… nunca ocurría en las historias.

¿Cómo?, preguntó.

Estamos atados. Atrapados.

Yumi miró hacia la esquina del carromato, donde sobre una repisa había una luz espiritual, con las dos esferas en contacto para que la luz cesara y poder dormir. Era idéntica a las que había creado ese día. Una esfera luminosa, una oscura. ¿Atrapados?

No, pensó el espíritu. Esa no es nuestra prisión… Tenemos… una existencia más… terrible. ¿Puedes liberarnos? ¿Lo… intentarás? Hay alguien que puede ayudarte.

¿Espíritus en apuros? Yumi no sabía qué podía hacer, pero era su deber cuidar de ellos. Su vida consistía en servir. Era la yoki-haijo. La chica que daba órdenes a los espíritus primordiales.

, respondió, inclinando la cabeza de nuevo. Dime lo que necesitáis y haré todo lo que esté en mi mano.

Por favor, dijo el espíritu. Danos. La. Libertad.

Todo se volvió negro.

Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.

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