AVANCE – Proyecto Secreto 5: Prólogo y Caps. 3, 11

Si hace un par de semanas os hubiera dicho que se acercaba un nuevo Proyecto Secreto de Brandon Sanderson, seguramente muchos de vosotros me habríais mirado con escepticismo. Nadie en la comunidad se esperaba que después de todo el “Year of Sanderson” y 6 novelas publicadas en poco más de un año, nos anunciara una nueva entrega del Cosmere. Y así fue, durante el video de presentación del crowdfunding de Words of Radiance X Anniversary (“Palabras radiantes” en español), Brandon volvió a hacerlo. Tras unos segundos de mirar intensamente a cámara sacó (como ya viene siendo habitual en él) un nuevo montón de folios, un gesto que ya conocemos de cuando nos contó que durante la pandemia había finalizado cuatro libros.

Esta nueva novela podéis conseguirla participando en el Backerkit tanto en formato físico como en digital, según el nivel de financiación con el que colaboréis, y podremos disfrutarlo en algún momento del segundo trimestre de 2025, si todo va según lo planeado. Os recordamos que la versión que recibiréis será en inglés, y que si queréis leerla en español habrá que esperar a que la editorial lo saque a la venta.

Siguiendo el mismo modelo de anuncio que con los anteriores cuatro proyectos secretos, ayer Brandon nos regaló una lectura de casi 50 minutos de esta nueva novela, titulada “Isles of the Emberdark” (“Islas de Ascuaoscura” como posible traducción en español), y esta noche, a la 1 de la madrugada (horario español peninsular) estará en directo en su canal de YouTube contestando las preguntas que tengan los fans.

Antes de que vayáis a leer la traducción, sí que nos gustaría aclarar, que este proyecto secreto NO se puede entender sin la información de los libros anteriores que pertenecen al Cosmere, ya que, cronológicamente, se sitúa en el futuro más alejado que hemos visto nunca en los relatos ya publicados.

avance del proyecto secreto 5: islas de ascuaoscura. traducción de ayanyx.

leído por brandon durante el video publicado el 21 de marzo de 2024

Prólogo

Hace cincuenta y siete años

Starling abrió las cortinas de sus aposentos y saltó de un pie a otro, contemplando el oscuro horizonte.

No se atrevió a parpadear. No se atrevía a perdérselo.

La primera luz. ¿Cuándo aparecería?

Apenas había dormido, a pesar de intentarlo. Al menos, lo había intentado durante unos… quince minutos. El resto de la noche había estado demasiado nerviosa. Había declarado el sueño una causa perdida, y había pasado el tiempo leyendo, esperando, distraída.

A lo lejos, a través de los ondulantes bosques de Yolen, la oscuridad se debilitó. ¿Era la primera luz? ¿Contaba? No era luz. Sólo era… menos oscuro.

Salió a correr de todos modos, incapaz de contenerse. Todavía con el camisón puesto, salió al pasillo de las habitaciones de la mansión de su tío y pasó entre los asistentes que sonreían a su paso. La mayoría de ellos le caían realmente bien. Fingía que el resto le caía bien. Eso era lo que le había enseñado su tío: buscar siempre lo mejor de las personas y las situaciones.

Hoy no era difícil. Hoy era el día.

La primera luz.

El día en que se transformaría.

Irrumpió en el balcón sobre la gran entrada en un alboroto de pelo blanco y camisón revoloteando, sobresaltando a los sacerdotes de su tío con sus túnicas formales y amplios sombreros. Se habían levantado temprano, por supuesto, porque su tío madrugaba para recibir las oraciones de quienes le adoraban.

Starling dobló la esquina y se dirigió al pasillo contiguo, que conducía a su reflectorio. Los sacerdotes se inclinaron tardíamente ante ella desde los lados. Podía parecer una niña de ocho años, pero los dragones crecían lentamente, y ella era mayor que algunos de los sacerdotes.

No se sentía así. Seguía sintiéndose como una niña, y su tío le explicó que así eran las cosas. Su edad mental era como la de un niño humano de su tamaño. Sólo que ella pudo experimentar esa edad mucho más tiempo que ellos, lo que le habría parecido maravilloso, excepto por una cosa. La había obligado a esperar largas décadas para su transformación.

Irrumpió en el reflectorio, donde su tío estaba sentado en su trono de madera. Llevaba su forma humana, de piel pálida y una afilada barba plateada justo en la barbilla. Tenía el aspecto de un hombre mayor, tal vez de unos sesenta años, aunque eso podía resultar engañoso en su especie.

Starling se acercó corriendo, pero no le tocó. Con los ojos cerrados, vistiendo su brillante túnica blanca y plateada, estaba escuchando una plegaria de algún seguidor lejano. No podía interrumpirlo. Ni siquiera por la primera luz del día. Así que esperó, balanceándose sobre un pie, luego sobre el otro, de un lado a otro, intentando no estallar de la emoción.

Finalmente, abrió los ojos. “¿Oh?”, dijo. “Starling. Es temprano para una joven dragoncita como tú. ¿Por qué estás levantada?”

“¡Es hoy, tío!”, exclamó. “¡Es hoy!”

“¿Hoy es especial?”

“¡Tío!”

“Oh, tu cumpleaños”, dijo. ” Tienes treinta años. A menos que… ¿Podría haberme equivocado de día? Pasaron muchas cosas durante tu nacimiento, niña. Tal vez tengamos que esperar hasta mañana”.

“¡TÍO!”, gritó ella.

Frost sonrió y le tendió las manos para que lo abrazara. “Acabo de hablar con Vambrakastram, y ella se encargará de mis oraciones por hoy. Estoy libre, todo el día, para ti”.

“¿Sólo para mí?”, susurró ella.

“Sólo para ti. ¿Estás lista?”

“He estado tan, tan preparada”, dijo. “Por tanto, tanto tiempo.” Se echó hacia atrás. “¿Mis escamas serán realmente blancas cuando sea un dragón?”

“Siempre eres un dragón”, dijo él, levantando el dedo. “Tengas o no la forma de uno. En cuanto a la coloración de tus escamas, no hay forma de saberlo hasta la transformación”. Sonrió y le dio un golpecito en el brazo, que era de un blanco pálido. Acompañado de sus ojos rosas y su pelo blanco puro. “Hay dragones de todos los colores, y cada uno es hermoso y único. Pero he de decir que todos los dragones que he conocido que eran albinos de humanos -de hecho, sólo ha habido otros dos- tenían escamas blancas a juego. Un blanco metálico y reluciente, con el brillo del nácar. Es impresionante, y son las únicas veces que he visto esa tonalidad en uno de los nuestros”.

“Sólo dos”, susurró ella.

“Sólo dos”, dijo, y luego le puso la mano en el hombro. “Más uno, Starling”.

“¡Vamosvamosvamos!”, gritó ella, corriendo hacia el pasillo. Él la siguió y, mientras ella lo animaba, continuaron por el pasillo y se cruzaron con más sacerdotes sonrientes. Todos eran humanos, de ambos sexos. Starling había estado en otros palacios de dragones y allí los sacerdotes eran rígidos y estirados. Aquí no. Frost veía lo mejor de la gente, y la gente se convertía en lo mejor de sí misma gracias a eso. Es lo que siempre había dicho.

“Ahora”, le dijo por detrás, caminando demasiado despacio para su gusto, “debo hablarte de la importancia ritual de la primera transformación”.

“¡Conozco la importancia!” Ella se giró para caminar hacia atrás. “Podré volar”.

“Vivimos vidas duales”, dijo él. “Hay una razón por la que vivimos treinta años como humanos antes de alcanzar la edad de la transformación. Es la sabiduría de Adonalsium”.

“Sí, sí”. Volvió a mirar hacia delante cuando llegaron al final del pasillo y a las puertas del gran balcón. “Vivimos la mitad de nuestras vidas como humanos, así que sabemos lo que es ser pequeño. Vivimos la vida de los mortales antes de adquirir la vida de un dragón. Así, lo entenderemos”.

“¿Lo entiendes?”, le preguntó. Apoyó la mano en el hombro de ella, que estaba de pie ante las grandes puertas cerradas del balcón, hechas de vidrieras amarillas. Creyó ver luz al otro lado, desde el horizonte.

Estaba muy ansiosa, pero él le había enseñado a ser sincera, siempre.

“No”, admitió. “Lo intento, pero no entiendo del todo a los mortales. Llevan una vida tan apresurada y son tan frágiles, pero no parece importarles. Lo intento, pero no lo entiendo”.

“Ah, eres sabia si eres capaz de darte cuenta”, dijo. “Con nuestros poderes, incluso como dragonets, la empatía es difícil”.

” ¿Me limitará?”, preguntó ella en voz baja.  “¿Por no comprenderlo? ¿Me impedirá volar?”

“No, nunca te podrá limitar, niña”. Había una sonrisa en su voz. “Nunca, jamás. Puedes aprender mejor, y lo harás, a medida que crezcas. Sabiendo que es así como sucede. Y esto no frenará la transformación”. Se echó hacia atrás. “A veces, el contraste es importante para ayudarnos a aprender”.

Abrió las puertas de un empujón y éstas se abrieron hacia el exterior, revelando un horizonte que había empezado a resplandecer antes del amanecer. El gran balcón era lo bastante grande como para albergarlos en sus formas dracónicas de mayor tamaño. Era una de las plataformas de lanzamiento hacia el palacio superior, construido a una escala diferente, no para personas del tamaño de los humanos, sino para personas del tamaño de los edificios.

Salió, repentinamente preocupada. ¿Y si no ocurría? ¿Y si estaba rota? Sabía que algunos, a diferencia de su tío, veían su albinismo como un defecto. Un signo de infortunio, demostrado por lo que les ocurrió a sus padres…

“Eres”, dijo Frost, “tan maravillosa, Starling. Me siento honrado de estar aquí, contigo, en este día tan importante”.

No dijo que hubiera deseado que fueran sus padres. No pudo ser. Respiró hondo y extendió las manos a los lados.

El amanecer la golpeó y absorbió la luz. Se convirtió en parte de ella. Y al hacerlo, el ser que había estado oculto en Starling durante estos treinta años emergió, glorioso y radiante. Con alas y acero de dragón de plata pura, y escamas de un blanco resplandeciente, tenuemente iridiscente.

Así, Starling sintió por fin que pertenecía a un lugar.

 Capítulo Tres

Ocaso llegó tarde a la reunión con los Venidos de Arriba. Se bajó del coche delante de las oficinas del gobierno y fue recibido por el Segundo de la Tierra, uno de los asesores de mayor confianza de Vathi y miembro bastante importante del gobierno. Era un hombre importante, aunque se dejara llevar por su aviar.

“Tú otra vez”, dijo. “Tenemos conversaciones importantes con los Venidos de Arriba… ¿y me envía a buscarte?”.

Ocaso se acercó a él, echó un vistazo a su pájaro y siguió adelante.

Tierra se puso a su altura con sus larguiruchas piernas. “Dímelo de verdad. ¿Por qué te invita a reuniones como ésta? Creía que después del último incidente se había acabado. Sin embargo, ¿aquí estás otra vez?”.

“Espera”, dijo, “que yo ofrezca una perspectiva diferente”.

“¿Qué tipo de perspectiva podrías tener?”

“Del tipo”, dijo Ocaso, “de quien mira desde ayer. ¿Dónde están?

“Las conversaciones han terminado en su mayor parte”, dijo Tierra, señalándole a Ocaso la dirección correcta. “La sala de observación, que da a su nave, está por aquí. Deberíamos poder pillarles al salir”. Hizo una pausa. “Han dicho que se quitarán los cascos y saludarán a Vathi cara a cara por primera vez antes de irse”.

Bueno. Eso sería interesante. Ocaso se los imaginaba como criaturas extrañas y terribles con caras llenas de colmillos. Las interpretaciones de los artistas de los periódicos tendían a pecar de misteriosas, mostrando seres con fosas oscuras donde deberían estar los rostros, como si representaran la oscuridad del propio espacio confinada en sus cascos.

Ocaso apresuró el paso, y Tierra le entregó a regañadientes algo que Vathi le había enviado. Unas transcripciones de las conversaciones de aquel día, mecanografiadas por la taquígrafa. Realmente le habían perdonado.

Su nota manuscrita al final decía: “Lo siento”.

Leyó rápidamente cuando llegaron a la sala de observación. Dentro, un grupo de generales, reyes y senadores le lanzaron miradas desagradables.

No le importó. Leyó las notas y se dio cuenta de lo que estaba pasando. Vathi y los demás estaban a punto de rendirse. Los Venidos de Arriba por fin estaban ganando.

Lo leyó con una sensación de pérdida. Sin embargo, no tuvo tiempo de pensar más cuando las puertas de otra parte de las oficinas gubernamentales se abrieron y salió gente, entre ellos Vathi y dos figuras alienígenas con ropas extrañas y cascos que les cubrían toda la cara. Cruzaron el patio hacia una pequeña nave plateada, que tenía forma de triángulo con la punta hacia las nubes.

No era la nave principal, que estaba en lo alto del cielo, sino una que transportaba a la gente entre ésta y el suelo. Como… una canoa muy elegante.

Ocaso presionó el cristal y oyó gruñidos mientras ocultaba la vista. Se suponía que esta cámara era secreta, con cristales reflectantes en el exterior, pero él no se fiaba. Los Venidos de Arriba tenían máquinas capaces de sentir la vida. Sospechaba que podían verle, o al menos a su aviar, a pesar de la barrera.

Consideró la posibilidad de exigir que le permitieran estar en la plataforma de aterrizaje con Vathi y los diplomáticos, pero supuso que debía evitar causar problemas tan pronto después de haber sido invitado a regresar. Así que esperó, observando cómo los alienígenas pulsaban botones y sus cascos se retraían, revelando sus rostros.

Los funcionarios reunidos en la sala con él se quedaron boquiabiertos. Los Venidos de Arriba eran humanos.

Un hombre, una mujer, con una piel pálida que parecía no haber visto nunca el sol. Quizá no, teniendo en cuenta que vivían en el vacío entre planetas. Por el aspecto del delicado metal -acanalado, como ondas ondulantes-, las partes restantes de los cascos eran menos una armadura y más un adorno.

Sak graznó suavemente. Ocaso miró al pájaro negro azabache y luego recorrió la habitación en busca de señales de su cadáver. Sak volvió a graznar y tardó un momento en ver la muerte en la plataforma de lanzamiento. Una de las Venidos de Arriba estaba ahora con el pie sobre el cráneo de Ocaso, la cara humeante como quemada por alguna terrible arma alienígena.

¿Qué significaba?

Sak chirrió, y sintió algo. Esto… era otro tipo de visión, ¿no? No un peligro inmediato, sino algo más abstracto. Era poco probable que los Venidos de Arriba lo mataran hoy, hiciera lo que hiciera. Eso no significaba que estuvieran a salvo o fueran dignos de confianza.

Asintió, agradecido por  la advertencia.

“Hacia una nueva era de prosperidad”, dijo uno de los Venidos de Arriba en la plataforma de lanzamiento, tendiendo una mano a Vathi, que estaba a la cabeza de los diplomáticos. “Nos mostramos ahora ante vosotros, porque ha llegado el momento de quitarse las máscaras. Esperamos muchos intercambios fructíferos entre nuestros pueblos y el suyo, Presidenta”.

Ella le cogió la mano, aunque personalmente Ocaso hubiera preferido manejar un áspid mortal. Le parecía peor, de algún modo, saber que los Venidos de Arriba eran humanos. Un monstruo alienígena, con rasgos de algo surgido de lo más profundo del océano, era más comprensible que esos humanos sonrientes.

Los rasgos familiares no deberían encubrir motivos e ideas tan alienígenas. Estaba tan mal como un aviar que no pudiera volar.

“Por la Prosperidad”, dijo Vathi. Su voz era tan audible para él como si estuviera a su lado. Salía de los altavoces de las paredes, dispositivos desarrollados con tecnología alienígena.

“Es bueno”, dijo la segunda alienígena, hablando la lengua de los eelakin con tanta facilidad como si hubiera nacido en ella, “que por fin atiendas a razones. Nuestros amos no tienen una paciencia infinita”.

“Estamos acostumbrados a amos impacientes”. La voz de Vathi era suave y segura. “Hemos sobrevivido a sus pruebas durante milenios”.

El hombre se rió. “¿Vuestros amos, los dioses que son islas?”.

“Prepárense para aceptar nuestra instalación cuando volvamos”, dijo la mujer. “Sin máscaras. Sin engaños”. Se dio un golpecito en un lado de la cabeza y su casco volvió a extenderse, ocultando sus rasgos. El hombre hizo lo mismo, y juntos se marcharon, subiendo a bordo de su elegante máquina voladora.

Pronto despegó, surcando el aire sin hacer ruido. Su capacidad para volar era un misterio; lo único que la gente de Ocaso sabía sobre el proceso era que los Venidos de Arriba habían pedido que la plataforma de lanzamiento fuera totalmente de acero.

Esa nave más pequeña los transportaría a la más grande, mayor incluso que el mayor de los behemoths propulsados a vapor que utilizaba la gente de Ocaso. Acababa de acostumbrarse a aquellas creaciones, pero ahora tenía que acostumbrarse a algo nuevo. La luz uniforme y tranquila de las luces eléctricas. El zumbido de un ventilador alimentado por energía alienígena. Los Venidos de Arriba tenían una tecnología tan avanzada, tan increíble, que los eelakin bien podrían haber viajado en canoa como sus antepasados. Estaban mucho más cerca de aquellos tiempos que de navegar por las estrellas como aquellos alienígenas.

En cuanto la nave desapareció en el cielo, los generales, senadores y oficiales de la Primera Compañía comenzaron a charlar animadamente. Era lo que más les gustaba, hablar. Como aves que vuelven a casa a descansar a la luz del sol del atardecer, deseosas de contar a los demás los gusanos que habían comido.

Sak se acercó a su cabeza y picoteó la cinta que mantenía su pelo, ahora canoso, en una coleta. Quería esconderse, aunque no era un polluelo capaz de acurrucarse en su pelo como antaño. Sak era tan grande como su cabeza, aunque estaba acostumbrado a su peso, y llevaba una hombrera que sus garras podrían agarrar sin hacerle daño.

Levantó la mano y torció el dedo índice, invitándola a estirar el cuello para rascarse. Ella lo hizo, pero él hizo un mal movimiento y ella le graznó, luego le mordió el dedo, molesta.

Se ponía así cuando veía a Vathi. No porque a Sak le desagradara la mujer, sino porque a Kokerlii le había gustado mucho, y verla les recordaba a él.

“No puedo traerlo de vuelta”, susurró Ocaso. “Lo siento”.

Hacía dos años que la enfermedad se había llevado a muchos aviares. Le preocupaba que, sin aquel colorido bufón cerca para parlotear y meter el pico en los problemas, los dos se hubieran vuelto viejos y ariscos.

Sak había estado a punto de morir por la misma enfermedad. Y entonces llegó la medicina alienígena de los Venidos de Arriba. La terrible plaga aviar -igual que las que habían asolado ocasionalmente a la población en el pasado- había sido sofocada en semanas. Desaparecida, aniquilada. Tan fácil como atar un nudo doble.

Ocaso ignoró la cháchara humana y con el tiempo convenció a Sak para que se rascara la cabeza mientras esperaban. Con mucho cuidado no pegó a nadie, aunque sí los observó. Padre… Todo en su nueva vida -en la ciudad moderna, llena de máquinas y gente con ropa tan vibrante como cualquier plumaje- estaba tan… aséptico.

No limpio. Las máquinas de vapor no estaban limpias. Incluso las nuevas máquinas de gas se sentían sucias. Así que no, no limpias, sino fabricadas, deliberadas, confinadas. Esta habitación, con sus maderas lisas y vigas de acero, era un ejemplo. Aquí, la naturaleza estaba restringida a un reposabrazos, donde incluso la veta de la madera estaba orientada para ser estéticamente agradable.

Estaba de acuerdo. Se acabó. Se acabó la negociación.

Eso era todo. Con la llegada de los Venidos de Arriba y sus costumbres, dudaba que quedara algo de naturaleza salvaje en el planeta. Parques, tal vez. Reservas como la que él había sugerido. Pero al ayudar, aprendió una triste verdad. No se puede encerrar la naturaleza en una caja, como tampoco se puede capturar el viento. Se podía encerrar el aire, pero no era lo mismo.

La puerta se abrió y entró la propia Vathi, con su aviar al hombro. Presidenta de la Primera Compañía, la política más poderosa de la ciudad. Llevaba una falda a rayas con un antiguo patrón eelakin, una blusa y una chaqueta de estilo ejecutivo. Como siempre, intentaba combinar lo antiguo con lo nuevo. Él no estaba seguro de que se pudiera capturar la tradición poniéndola en una falda, igual que no se podía luchar contra el viento, pero… apreciaba el esfuerzo. Era una de las pocas de la Primera Compañía que lo intentaba.

“¿Y bien?” dijo Vathi al grupo de funcionarios. “Tenemos tres meses”.

¿Tres meses? Ocaso releyó rápidamente lo que ella le había dado, y allí encontró una pepita. Había aceptado provisionalmente intercambiarles aviares. Aún no había nada firmado. Los Venidos de Arriba volverían en tres meses para recoger a los polluelos.

Aún había tiempo para hacer algo. Quizá por eso le había llamado.

“No van a soportar más retrasos”, dijo. “¿Ideas?”

“Debemos prepararnos”, dijo un general, “para lo inevitable. Hemos insistido en que nos den armas como parte del trato. Es lo mejor que podemos hacer”.

Otros asintieron, aunque apartaron la mirada de Ocaso mientras lo hacían. Había golpeado al senador que había insistido en que era hora de ceder ante los Venidos de Arriba. En su ausencia, otros habían empezado a estar de acuerdo.

“Digamos que queremos entretenernos más”, dijo Vathi. “¿Alguna idea?”

Hubo unas cuantas. Una sugería que fingieran ignorar el plazo, o que fingieran que algo había ido mal con la entrega de los aviares. Pequeños planes tontos. Los Venidos de Arriba no se retrasarían esta vez, y no se limitarían a comerciar con aves. Los alienígenas pretendían poner una planta de producción en una de las islas exteriores, y empezar a criar y enviar sus propios aviares. Fue justo aquí, en las negociaciones, y aceptando el primer paso comenzaron los demás.

“Tal vez podríamos resistir de alguna manera”, dijo Tuli, Estratega de la Compañía que tenía un aviar de la misma raza de Kokerlii. “Podríamos fingir un golpe de estado y derrocar al gobierno. Obligar a los Venidos de Arriba a tratar con una nueva organización. ¿Empezar de nuevo las negociaciones?”

Una idea audaz. Mucho más radical que otras.

“¿Y si deciden simplemente conquistarnos?”. El Segundo General de Plantones golpeó con los nudillos una pila de papeles que sostenía en la otra mano. “Debería ver estas proyecciones. No podemos luchar contra ellos. Si los matemáticos están en lo cierto, las naves orbitales podrían reducir a escombros nuestras ciudades más grandiosas con uno o dos disparos casuales. O disparar al océano para que las olas arrasaran nuestra infraestructura. Si los Venidos de Arriba se aburren, podrían aniquilarnos de una docena de formas diferentes”.

“No atacarán”, dijo Vathi. “Ocho años, y han sufrido nuestros retrasos con nada más que amenazas. Hay reglas ahí fuera, en el espacio, que les impiden conquistarnos”.

“Ya nos han conquistado”, dijo Ocaso en voz baja.

Es extraño lo rápido que los demás se callaban cuando él hablaba. Se quejaban de su presencia en estas reuniones. Pensaban que era un salvaje, sin modales sociales. Decían odiar cómo los observaba, negándose a entablar conversación.

Pero cuando hablaba, le escuchaban. Las palabras tenían su propia economía, como el oro. Las que escaseaban eran las que todos deseaban en secreto.

“¿Ocaso?” Vathi dijo. “¿Qué has dicho?”

“Nos han conquistado”, dijo él, apartándose de la ventana para mirarla. No le importaban los demás, pero ella no se quedó callada cuando él habló. Escuchó. “La plaga que se llevó a Kokerlii. ¿Cuánto tiempo estuvieron sentados en su nave, viendo cómo morían nuestros aviares?”.

“No tenían la medicina a mano”, dijo el Tercero de Olas, el Vicepresidente Médico de la Compañía, un hombre rechoncho con un aviar rojo brillante que le permitía ver colores invisibles para los demás. “Tuvieron que esperar para traerlo”.

Ocaso permaneció callado.

“Insinúas”, dijo Vathi, “que retrasaron deliberadamente darnos la medicina hasta que murieron los aviares. ¿Qué pruebas tienes?”

“El apagón del mes pasado”, dijo Ocaso.

Los Venidos de Arriba se apresuraron a compartir sus tecnologías más comunes. Luces que ardían frías y verdaderas, ventiladores para hacer circular el aire en los bochornosos veranos de las islas, naves que podían moverse a varias veces la velocidad de las propulsadas por vapor. Pero todas ellas funcionaban con fuentes de energía suministradas desde arriba, que se desactivaban si se abrían.

“Sus piscifactorías son una bendición para nuestros océanos”, dijo el Vicepresidente de la Compañía de Suministros. “Pero sin los nutrientes que nos venden, no podemos mantener las piscifactorías en funcionamiento”.

“La medicina es inestimable”, dijo el Tercero de Olas. “La mortalidad infantil ha caído en picado. Literalmente, miles de los nuestros viven gracias a lo que los Venidos de Arriba han comerciado con nosotros”.

“Cuando se retrasaron con el envío de energía el mes pasado”, dijo Ocaso, “la ciudad se paralizó. Y sabemos que fue intencionado por los comentarios que se filtraron accidentalmente. Querían demostrarnos su control. Lo volverán a hacer”.

Todos se quedaron en silencio, pensando, como él deseaba que hicieran más a menudo. Sak volvió a graznar y Ocaso echó un vistazo a la plataforma de lanzamiento. Su cadáver seguía ahí fuera, tendido donde los Venidos de Arriba lo habían dejado. Quemado y marchito.

“Que pase el otro alienígena”, dijo Vathi a los guardias.

Otro alienígena.

¿Qué?

Los dos hombres de la puerta, con aviares de seguridad al hombro y plumas en sus gorras militares, salieron de la habitación. Volvieron poco después con una figura increíblemente extraña. Los Venidos de Arriba llevaban uniformes y cascos, ropa poco familiar, pero reconocible.

La criatura medía dos metros y medio, y estaba completamente revestida de acero. Era una armadura futurista, lisa y brillante, con una suave luz azul violácea en las articulaciones.  El casco brillaba en la parte delantera gracias a un visor en forma de hendidura y a un símbolo arcano -que a Ocaso le recordaba vagamente a un pájaro en vuelo- grabado en la parte delantera de la coraza.

El suelo tembló bajo los pasos de aquel ser al entrar en la sala. Aquella armadura… era surrealista, como placas entrelazadas que de algún modo no producían ninguna costura visible. Sólo capas de metal que cubrían desde los dedos hasta el cuello. Evidentemente hermético, con un molde redondeado, el traje tenía rígidas mangueras de hierro que conectaban el casco y la armadura.

Los otros alienígenas podían parecer humanos, pero Ocaso estaba seguro de que este alienígena era algo espantoso. Era demasiado alto, demasiado imponente, para ser humano. Tal vez no estuviera ante un hombre, sino ante una máquina que hablaba como tal.

“¿No les has dicho a los que llamas Venidos de Arriba que me has conocido?”, dijo el alienígena, proyectando una voz masculina desde los altavoces de la parte frontal del casco. La voz grave tenía un timbre poco natural. No era un acento, como el de alguien de una isla atrasada, pero tenía un aire… extraño.

“No”, dijo Vathi. “Pero tenías razón. Ignoraron cada una de mis propuestas y actuaron como si el trato ya estuviera hecho. Pretenden establecer sus propias instalaciones aquí”.

“Pretenden mucho más de lo que tú sabes”, dijo el desconocido. “Díme. ¿Hay algún lugar en su planeta donde la gente desaparezca inesperadamente? ¿Un lugar, quizás, donde un extraño charco acumula algo que no es exactamente agua?”

Ocaso sintió un escalofrío. Hizo todo lo posible por no mostrar cuánto le perturbaban aquellas palabras.

“Sólo tenéis una gema con la que negociar, gente de las islas”, dijo el alienígena, “y es vuestra lealtad. No podéis retenerla; sólo podéis determinar a quién se la ofrecéis. Si no aceptáis mi protección, os convertiréis en vasallos de estos Venidos de Arriba. Tu planeta se convertirá en una estación agrícola, como muchos otros, destinado a alimentar sus esfuerzos de expansión. Tus aves te serán arrebatadas en el momento en que les sea posible hacerlo”.

“¿Y tú ofreces algo mejor?” preguntó Vathi.

“Mi pueblo te devolverá uno de cada cien pájaros nacidos”, dijo el alienígena acorazado, “y te permitirá luchar junto a nosotros, si lo deseas, para ganar estatus y elevación”.

“¿Uno de cada cien?” Dijo el Segundo de los Plantones, inquietando con su arrebato a su aviar gris y marrón. “¡Es un robo!”

“Elige”, dijo el alienígena. “Cooperación, esclavitud o muerte”.

“¿Y si elijo no ser intimidado?” espetó Plantones, echando mano a su costado para coger la pistola de repetición que llevaba en una funda.

El alienígena extendió la mano blindada y surgió humo -o bruma- de la nada. Se convirtió en un arma, más larga que una pistola y más corta que un rifle. De forma malvada, con el metal fluyendo a lo largo de los lados como alas, era para la pistola de Plantones lo que una bestia sombría de las profundidades podría ser para un pececillo. El alienígena levantó la otra mano y encajó una pequeña caja -tal vez una fuente de alimentación- en el lateral del rifle, haciendo que brillara siniestramente.

“Dígame, Presidenta”, le dijo el alienígena a Vathi. “¿Cuáles son sus leyes locales respecto a los desafíos contra mi vida? ¿Tengo justificación legal para disparar a este hombre?”.

“No”, dijo Vathi, firme, aunque su voz se agitó audiblemente. “No la tienes”.

“Yo no juego”, dijo el alienígena. “No jugaré con las palabras, como esos scadrianos. Aceptarás mi oferta o no. Si no lo hacéis, os uniréis a ellos, y tendré derecho legal a consideraros enemigos”.

La sala permaneció inmóvil, y Plantones apartó con cuidado la mano de su arma.

“No envidio vuestra decisión”, dijo el alienígena acorazado. “Os han metido en un conflicto que no entendéis. Pero como un niño que se encuentra en medio de una zona de guerra, tendréis que decidir en qué dirección huir. Volveré dentro de un mes, hora local”.

Las partes coloreadas de la armadura de la criatura brillaron con más intensidad, un azul demasiado atrayente para proceder de este extraño ser. Se elevó en el aire unos centímetros y, a continuación, extrajo el acumulador de energía de su arma. El arma se desvaneció en una nube de bruma.

Se marchó sin decir nada más, deslizándose entre los guardias, que se apartaron y no se lo impidieron.

“¿Qué ha sido eso?” exigió Ocaso.

“Llegó esta mañana temprano”, dijo Vathi, “con una simple oferta. Sin negociación”. Ella vaciló. “Llegó sin nave, y no parece necesitarla para viajar por las estrellas. Voló desde el cielo con su propio poder”.

“O la de su armadura”, dijo uno de los hacedores de reyes; no sabía su nombre. “Tal vez esa armadura…”

Los guardias volvieron a apostarse en la puerta, sosteniendo tímidamente sus rifles. Sabían, como todos en la sala, que ningún guardia detendría a una criatura como aquella si decidía matar a alguien.

Vathi acercó una silla a la pequeña mesa de la habitación y se sentó en una postura abatida, con su aviar, Mirris, arrastrándose ansiosamente por su espalda de un hombro al otro. “Esto es todo”, susurró. “Este es nuestro destino. Atrapados entre la ola del océano y la piedra rompiente”.

Este trabajo la había curtido. Ocaso echaba de menos a la mujer que había estado tan llena de vida y optimismo por los avances del futuro. Por desgracia, tenía razón, así que no tenía sentido ofrecer aforismos sin sentido.

Además, ella no había hecho ninguna pregunta. Así que no respondió.

Sak chirrió, y un cuerpo apareció en la mesa delante de Vathi. Ocaso frunció el ceño. Y el ceño se frunció aún más.

Porque el cadáver no era suyo.

En todo el tiempo que llevaba vinculado a Sak, nunca le había mostrado nada que no fuera su propio cadáver. Ni siquiera durante aquella época peligrosa, años atrás, cuando sus habilidades se habían vuelto erráticas, ni siquiera entonces le había mostrado a Ocaso más que su propio cuerpo.

Cruzó la habitación y Vathi lo miró, aliviada, como si esperara que la consolara. Arrugó las cejas cuando él la ignoró para estudiar el cuerpo que había sobre la mesa. Era una mujer, muy anciana, con el pelo largo que se había vuelto blanco. El cadáver llevaba un uniforme poco familiar con el corte de los Venidos de Arriba. Condecoraciones en el bolsillo del pecho, pero en otro idioma.

Es ella, pensó, reconociendo el rostro envejecido. Vathi, unos cuarenta años en el futuro. Muerta, vestida para un funeral.

“¿Ocaso?” dijo la Vathi viva. “¿Qué ves?”

“Un cadáver”, dijo Ocaso, provocando el murmullo de algunos de los presentes. Se sentían incómodos con el poder de Sak, que era único entre los aviares. Sabía que algunos no creían que existiera.

“Eso es maravillosamente descriptivo, Ocaso”, dijo Vathi. “Uno podría pensar que después de cinco años aprenderías a responder con más de una palabra cuando alguien te habla”.

Gruñó, caminando alrededor de la visión del cadáver. La muerta sostenía algo en las manos. ¿Qué era?

“Un cadáver”, dijo, y luego se encontró con los ojos de la Vathi viva. “El tuyo”.

Capítulo Once

Starling se arrastró por la escalera dentro de un tubo metálico, lejos de su mundo natal y aún más lejos, al menos emocionalmente, de aquel glorioso día en que se había transformado por primera vez.

Habían pasado más de cincuenta años. Era básicamente una adulta. Pero había sustituido los grandes palacios por pasillos poco iluminados en una nave medio funcional. Llegó al fondo y se volvió hacia ingeniería, vistiendo su forma humana.

Una forma que no se le había permitido abandonar desde hacía doce años.

Forzó el paso y se dijo a sí misma que debía ser positiva. El exilio tenía al menos una ventaja: había muchos lugares que no eran su hogar, y muchos de ellos eran vibrantes, magníficos, asombrosos. Nunca los habría visitado si no se hubiera visto obligada a adentrarse en el Cosmere contra su voluntad.

Por eso, había decidido estar agradecida por lo que le habían hecho. Su maestro decía que trabajaba demasiado para encontrar la luz del sol en lugares oscuros, pero ¿qué otra cosa podía hacer? La oscuridad era demasiado fácil de encontrar, y ella prefería los retos. Además, el Cosmere era realmente un lugar maravilloso.

No es que su ubicación actual fuera espectacular. Un pasillo metálico con luces fluorescentes parpadeantes. Tuberías como decoración y apenas espacio para caminar erguida. Hacía falta mucha energía para mantener en vuelo una nave como la Dynamic, y los diseñadores aprendieron a economizar.

Se detuvo junto a uno de los ojos de buey y contempló la sombría oscuridad de Shadesmar, un plano negro infinito sin curvatura ni horizonte real. Oscuridad. En realidad, ¿no era la oscuridad lo que le recordaba a uno lo maravillosa que era la luz? Viajar por Shadesmar a veces era triste, pero al menos podía hacerlo en una nave, en lugar de caminar en una caravana como se hacía antiguamente.

Intentó imaginárselos en el suelo de obsidiana, caminando por la solitaria extensión. O, peor aún, extraviándose en regiones donde el suelo se volvía incorpóreo y se convertía en la nada brumosa que llamaban el no-mar. O… el ascuaoscura, como llamaban a veces a ese vasto vacío: las partes inexploradas de Shadesmar.

Aquí, en los caminos más frecuentados, el suelo se solidificaba, y así había sido durante milenios. A menudo te encontrabas con otros viajeros en estos senderos patrullados entre planetas. Para Shadesmar, esos lugares eran convencionales, comprendidos y seguros.

Pero su nave se había desviado cerca de los bordes de uno de esos corredores. Y allí fuera… Bueno, en el ascuaoscura podía haber de todo. A Starling le parecía excitante y aterrador a la vez.

Una figura salió de la pared detrás de ella. Transparente, con un tenue resplandor, Nazh tenía la piel pálida y vestía un traje negro de etiqueta, de esos con corbata que la gente normal sólo lleva a las reuniones más exclusivas. Sin embargo, no le quedaba más remedio que hacerlo siempre, ya que era el traje con el que había muerto.

“¿Star?”, le preguntó. “¿Va todo bien?”

“Es sorprendentemente hermoso”, dijo ella, examinando el corredor, pasando los dedos por el metal. “Este pasillo”.

Moviéndose dejó que la manga de su chaqueta se deslizara hacia atrás, dejando al descubierto uno de sus grilletes. Los gruesos trozos de metal plateados sobre su piel blanca -más bien brazaletes- eran los símbolos de su exilio, que la ataban a su forma humana y encerraban sus habilidades. Hasta que “aprendiera”.

Años después, seguía sin saber hasta qué punto el exilio era para castigarla y hasta qué punto para enseñarle. Los líderes de su pueblo podían ser… oscuros en esos asuntos.

“¿Sorprendentemente hermoso?” preguntó Nazh. “¿El… pasillo? Star, ¿estás teniendo uno de tus momentos?”

“No”, dijo ella. “Puede ser. Mira, estaba pensando que esta nave casi empieza a parecerme mi hogar”.

“El dragón”, dijo con una sonrisa, “que vuela una nave estelar.”

“Yo no me encargo mucho del vuelo. Ese es el trabajo de Leonore. A mí sólo me hacen volar”.

Doce años atrapada en su forma humana por estos grilletes. Doce años desde que estiró sus alas y voló por sus propios medios.

Esquirlas. No dejaría que eso la doblegara.

No les dejaría ganar.

Continuó su camino, Nazh se unió a ella. No caminaba, y en realidad no flotaba. Se deslizaba con los pies en el suelo, como si estuviera quieto, pero se movía cuando ella caminaba. Las manos juntas a la espalda.

“No debería quejarme”, dijo. “Quiero decir, hay ventajas en dejar que otra persona se encargue de volar. Es más fácil para los músculos. Además, ¡puedo dormir mientras viajamos! Intenta hacer eso cuando vueles con tus propias alas”.

“Star, querida, si aún tuviera estómago, creo que tu optimismo me daría náuseas”.

“Oh, vamos”, dijo ella. “Tienes que admitirlo. Las cosas podrían ser peores. Podría estar muerta…”

“Uno supera esas trivialidades”.

“-llevando un traje formal por toda la eternidad-“

“Nunca iré mal vestido.”

“-y tener una cara que es… bueno, ya sabes.”

Nazh se paró en seco. “¿Que sé qué?”

“No importa”, dijo ella, llegando a la escalera de la cubierta inferior. Bajó por ella, mientras él flotaba a su lado.

“¿Qué no importa?”, dijo él.

“No sería muy educado decirlo”.

“Te crió uno de los hombres más obtusos y groseros de todo el Cosmere, Star. No conoces el significado de la palabra ‘educado'”.

“Claro que sí”, dijo saltando de la escalera. “Es que soy una joven amable…”.

“Tienes ochenta y siete años. Y no eres una mujer”.

“Soy una joven amable -para la edad relativa de su especie- con el aspecto de mujer humanoide. Y ser amable significa que no le dices a tu amigo lo desafortunadas que son sus patillas. Te limitas a insinuar que son feas para poder mantener una negación plausible”.

Él la siguió, con la mirada hacia delante mientras ella llegaba a la puerta de ingeniería. “Estaban muy de moda cuando morí”.

“¿Entre quiénes? ¿Los jabalíes?”

Estuvo a punto de perder la compostura: aquella mirada severa de casi desaprobación se quebró y una sonrisa se dibujó en la comisura de sus labios. Siempre era un regalo cuando conseguía hacer sonreír a Nazh. Además, las patillas no estaban tan mal: tenían un aire señorial y clásico. Sólo que le gustaban demasiado.

“Hola”, dijo una voz femenina en el auricular de Star. “¿Estás perdiendo el tiempo otra vez?”

“No, capitana”.

“Entonces, ¿por qué mi motor no funciona todavía?”

“Tuve que parar en mis habitaciones a buscar algo, capitana”, dijo Starling. “Estoy casi en ingeniería”.

“¿Te encontró Nazrilof?”

“Sí, capitana”.

“Le dije explícitamente que no lo hiciera”.

“Dile”, dijo Nazh, “que puede darme cien latigazos. Me gustan. Hacen cosquillas”.

“Lo siento, capitana”, dijo Starling en su lugar. “Estoy entrando en ingeniería ahora”.

“Advierte a esa ingeniera”, dijo la capitana, “que si hay otro problema, bajaré y me ocuparé de ella personalmente. No se me conoce por mi paciencia con la tripulación que flojea”. Cortó la comunicación.

“¿Crees que podríamos tirarla por la borda y decir que saltó? Juraría bajo juramento que se volvió loca”.

“¿Por qué?”

“Mis encantadoramente atractivas patillas”. Dudó. “Tiene que haber algún facineroso en la ascendencia de la capitana. ¿Has visto a esa mujer?”.

Starling sonrió y entró por la puerta. La sala de máquinas de la Dynamic era aún más estrecha que el pasillo: aunque tenía el techo más alto, la cámara redonda estaba atestada de maquinaria. Starling tuvo que apretujarse entre los salientes del motor y la pared en varios puntos, abriéndose paso hasta la parte trasera, donde una hamaca colgaba de un remache en la pared y una pila de grandes barriles, marcados con símbolos de varios éteres.

Una joven se incorporó de la hamaca y se apresuró a esconder algunos objetos en el bolsillo de su mono azul. Aditil tenía la piel morena y llevaba el pelo oscuro recogido en una trenza. Mientras se movía, Starling captó el distintivo azul pálido, como el cristal, de su mano izquierda. El centro de la palma había sido sustituido -con huesos y todo- por un éter transparente del color del cielo.

El cristal estaba agrietado, lo que indicaba que el simbionte con el que se había vinculado había muerto. Starling nunca había preguntado por esa historia.

“¡Teniente!”, exclamó la chica. “Oh demonios. ¿Te envía la capitana? ¿He vuelto a dejar caer la presión?”. Ella se revolvió, agarrando su auricular de la bolsa en su hamaca, buscando a tientas para ponerlo en. “Lo siento. Lo siento, lo siento, lo siento”.

Aditil siguió tanteando mientras se deslizaba fuera de la hamaca, casi cayéndose. Saltó por encima de una gran tubería y empezó a vigilar los motores, como se suponía que debía estar haciendo. La vieja maquinaria necesitaba una atención constante; la Dynamic -a pesar del cariño que Starling le tenía- no era precisamente la más moderna de las naves. De hecho, era una especie de mezcla. Tecnología antigravitatoria roshariana, éteres dhatrianos para proporcionar empuje y potencia a los motores, un casco de metal compuesto scadriano. No importaba que las tres variedades tecnológicas hubieran producido sus propias naves viables sin las otras.

La Dynamic, al igual que su tripulación, había recogido un poco de aquí y un poco de allá. En realidad, lo único que le faltaba era una mente metálica despertada, pero eran caras y, de todas formas, Starling nunca había confiado en ellas.

Aditil jugueteó con la maquinaria, comprobando los indicadores y los niveles de éter hasta que consiguió que el motor funcionara a plena potencia. Starling se apoyó en la pared y observó que Nazh había decidido quedarse fuera. Aditil era nueva, y había aprendido -por dolorosa experiencia- a racionar su tiempo con los nuevos tripulantes. No todos se sentían cómodos con las umbras. De hecho, había quien diría que llevar una a bordo de su nave equivalía al suicidio.

“Así que”, dijo Starling, “esta es la. . . ¿tercera vez esta semana que la capitana no ha sido capaz de ponerse en contacto contigo?”

“¡Lo siento, lo siento, lo siento!” Aditil mantuvo la cabeza baja mientras trabajaba.

“¿Quieres hablar de ello?”

“¡Lo haré mejor! Necesito este trabajo, Teniente. Por favor. Yo… necesito poder ahorrar lo suficiente…”.

Starling se cruzó de brazos y se apoyó en la pared metálica, con los puños de las esposas asomando por debajo de la chaqueta.

Aditil trabajó un momento más, pero luego se desplomó al arrodillarse en el suelo junto a su equipo. Se inclinó hacia delante, con la frente apoyada en el motor. La maquinaria emitía un zumbido grave cuando utilizaba éter céfiro para generar gas, que creaba presión y era la base de la propulsión de la nave. El hecho de que también pudieran utilizar el céfiro como propulsor y como aire respirable significaba que la Dynamic era apta para el espacio. Rara vez lo necesitaban, ya que Xisis -el propietario de la nave- solía mandarles hacer recorridos mercantes por Shadesmar.

“Son fotos de tu familia, ¿no?” Dijo Starling.” ¿Las que escondes cada vez que paso?”.

Aditil la miró, sorprendida.

“¿Puedo verlas?”, preguntó Starling.

Con timidez, la joven las sacó de su bolsillo y se las entregó. Sólo cuatro fotos, que representaban a una familia muy poblada con… ¿siete hijos? Aditil parecía ser la mayor. Sus padres sonreían en todas las fotos y vestían la colorida ropa de los habitantes de su planeta.

“No querían que me fuera”, dijo Aditil. “Decían que era demasiado joven, aunque hubiera hecho el aprendizaje. Pero después…” Se miró la mano, apoyada en el suelo, y el brote de éter agrietado en la palma izquierda. “No podía quedarme. Acepté el trato de trabajar para pasar al otro mundo, pero ¿tienes idea de lo que cuesta volver a Dhatri? No lo hice.

Estúpidamente, dejé a mi familia. Y con ellos, el único lugar donde alguien me ha querido…”

“Oye”, dijo Starling, arrodillándose. “Aquí te quieren. “

“No deberían”, dijo Aditil. “He fastidiado todas las tareas que me han encomendado. Te mereces un ingeniero de verdad, con experiencia de verdad, y un éter funcional”.

“Aditil, ¿crees que podemos permitirnos un etervínculo completo? ¿En este viejo pedazo de chatarra?”

“Ella no es un pedazo de chatarra”. Aditil puso una mano en el motor. “Es una buena nave, Teniente “.

Ahora, eso era bueno. Siempre está bien un ingeniero que se preocupara por la nave.

“De cualquier manera”, dijo Starling, “eres una bendición para nosotros aquí. ¿Un etervínculo completamente formado?”

“Sin un éter en funcionamiento.”

“De cualquier manera. Tenemos tu conocimiento, tu habilidad. Siempre consigues que el éter vuelva a funcionar, cuando lo intentas”.

“Hablo con él”, dijo en voz baja. “Sólo puedes permitirte las esporas más antiguas, las que tienden a adormecerse. Yo la despierto, eso es todo”. Se dio la vuelta. “Estoy rota, Teniente. Destrozada”.

“No puedes estar destrozada”, dijo Starling, cogiéndola de la mano. “Mírame. Nunca, jamás, Aditil. Es imposible”. Luego se encogió de hombros. “Aunque aquí todos estamos un poco mal, ¿eh? A pesar de todo, somos familia”. Starling había dejado que las mangas de su chaqueta se retiraran, y Aditil vio los grilletes, pensó un momento y luego asintió.

“Gracias por la charla, Teniente “, dijo Aditil, apartándose para trabajar en su puesto. “Me quedaré. No haré que te hagas cargo”.

“Bueno, bien”, dijo Starling. “Eso es lo que quiere la capitana”. Le devolvió las fotos y sacó algo del bolsillo interior de su chaqueta: un sobre que había cogido antes de su habitación.

Aditil lo cogió con el ceño fruncido, miró a Starling y luego lo abrió. Tardó un momento en darse cuenta de lo que había dentro. Cuando lo hizo, sus ojos se abrieron de par en par y se llevó la mano a los labios, cubriendo un grito ahogado.

Un billete a Dhatri, el mundo de Aditil.

“Pero, ¿cómo? preguntó Aditil. “¿Por qué ibas a…? . .”

“Nadie”, dijo Starling en voz baja, “de mi nave está atrapado aquí. Todos tienen derecho a volver a casa. Eres una gran ingeniera, Aditil, y me encanta tenerte en esta tripulación. Pero si hay otro lugar donde sientes que necesitas estar, bueno…”. Señaló con la cabeza el billete.

“Pero, ¿qué piensa la capitana?”

“La capitana no tiene por qué saberlo”, dijo Starling. “No eres nuestra esclava, Aditil. Eres nuestra amiga y colega”.

Se quedó mirando el billete, con lágrimas en los ojos. “¿Cómo…? ¿Desde hace cuánto tiempo sabes lo mucho que echo de menos mi hogar?”

“Hice una buena suposición. Compré un billete reembolsable, por si me equivocaba”. Le dio a Aditil un apretón en el hombro. “Cuando lleguemos a Luzdeplata, firmaré tus papeles de liberación. Podrás volver a casa hasta que estés lista para partir de nuevo, si es que alguna vez lo estás”.

“Yo…” Aditil cerró los ojos y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

Starling sonrió. “Por ahora, por favor, mantén la nave en movimiento. La capitana sigue amenazando con bajar ella misma, y creo que podría hacerlo la próxima vez”.

“Gracias, Teniente “, susurró. “Starling… gracias”.

Starling dejó a Aditil trabajando con renovado vigor, luego salió de ingeniería, donde Nazh estaba esperando, con una ceja enarcada.

“¿Qué?”, le preguntó.

“¿Cómo te lo has podido permitir?”

Era caro viajar a Dhatri. La ley del comercio era ésta: si podías llegar a un lugar a través de Shadesmar, era barato. Si no, había que pagar. Y mucho.

La mayoría de las ciudades se encontraban en el Reino Físico, no en Shadesmar, pero se podía pasar fácilmente de una dimensión a otra si se disponía de un tipo especial de portal. Se llamaban perpendicularidades, y la mayoría de los planetas importantes las tenían. Así que viajar era sencillo. Entrabas en Shadesmar por un planeta, viajabas fácilmente hasta tu destino y volvías a salir.

Por desgracia, Dhatri ya no tenía perpendicularidad. Lo que significaba que no se podía viajar hasta allí utilizando naves convencionales como la Dynamic… o, bueno, se podía viajar a través de Shadesmar hasta la ubicación del planeta, pero no se podía salir para visitarlo. Para llegar a Dhatri se necesitaba una nave cara, más rápida que la luz y capaz de viajar por el espacio en la dimensión física.

Y eso era caro. Y en su mayoría controladas por uno u otro ejército. De ahí que Aditil pudiera viajar en una que se marchaba: una nave había necesitado cubrir un puesto y la había reclutado. Pero para volver, su única forma fiable era comprar un billete excesivamente caro, ya que todas las naves que viajaban allí sabían lo valiosos que eran sus asientos.

“¿Y bien?” preguntó Nazh mientras empezaban a caminar. Y a flotar. “¿Cómo te lo has podido permitir?”

“Tenía unos ahorrillos”, dijo ella.

“Te das cuenta”, dijo él, “esto sólo va a convencerles aún más de que tienes un montón de oro en alguna parte”.

Esquirlas. No lo había pensado. Su tripulación era pequeña -sólo ocho personas-, pero el mito sobre la especie de Starling y sus cavernas de oro había persistido entre ellos por mucho que ella intentara erradicarlo. Al menos la habían creído cuando insistió en que los dragones no se comían a la gente.

Subió la escalera hasta la cubierta intermedia. La verdad era que se sentía bien, al haber adivinado con exactitud lo que Aditil necesitaba. Por fin empezaba a sentir que entendía a esta tripulación y cómo ser una líder, como el maestro Hoid había intentado enseñarle. Antes de desaparecer, claro. Así era él.

Ya volvería. Hasta entonces, tenía que hacer todo lo posible para guiar a la tripulación y protegerla de la capitana en funciones. Llegó a la cubierta intermedia y caminó por el pasillo hacia la popa, donde podía subir al puente. Al hacerlo, vio a alguien fuera de la enfermería, mirando hacia dentro.

ZeetZi era un lawnark, una especie de ser básicamente humano, salvo que en lugar de pelo tenía plumas. Tenía la cabeza casi calva, la piel marrón oscuro y una cresta de plumas amarillas y blancas en la parte superior. Plumas diminutas a lo largo de los brazos, casi invisibles sobre su piel oscura. Los arcanistas decían que los lawnark no habían evolucionado a partir de aves ni nada parecido, sino que eran humanos que habían estado aislados y cuyo pelo había evolucionado hasta convertirse en algo parecido a las plumas.

ZeetZi debía comprobar los sistemas de soporte vital. Mientras Aditil se ocupaba de los éteres y del motor, ZeetZi era el técnico del resto de la nave. Era un genio en este tipo de cosas… cuando no se distraía con el médico de la nave.

Vio a Starling y Nazh cuando se acercaban, y su cresta se levantó alarmada. Luego se adelantó para recibirla.

“Sí”, dijo antes de que ella pudiera preguntar. “Sí, estaba comprobando al médico de nuevo. Sí. Sé que dijiste que no debía preocuparme tanto. No puedo evitarlo, Teniente. No deberíamos tener uno de esos en nuestra nave”.

“Zee”, dijo ella, cogiéndole del brazo. “¿Te escuchas a ti mismo cuando hablas así?”.

“Lo sé, lo sé”, dijo él, con la cresta suavizándose. “Lo siento. Es que. . . Teniente, ya sabes lo que hicieron. A mi gente. A mi mundo”.

Ella asintió. Nunca había estado en su mundo natal, aunque sonara increíble, pero sabía lo que las hordas habían hecho en otros planetas. Era una historia familiar.

“El maestro Hoid”, dijo Starling, “confía en Chrysalis. La invitó a subir a bordo”.

ZeetZi se estremeció al oír el nombre, e incluso Nazh apartó la mirada. Algo decía que hubiera un dragón y una umbra a bordo de esta nave, pero a quien la tripulación temía era a la doctora de la nave.

“Encontré a uno de sus espías”, susurró ZeetZi, “en mi habitación otra vez”.

Bueno, eso era un problema. Chrysalis tenía dificultades con la privacidad. “Voy a hablar con ella”, dijo Starling. Había hecho un gran avance, por fin, con Aditil. ¿Podría lograr otro?

“Star”, dijo Nazh suavemente, “tienes que dejar de preocuparte por eso. La horda dejará esta nave en cuanto Xisis nos encuentre un médico de a bordo adecuado”.

“El maestro Hoid me dijo que vigilara a la tripulación”.

“Eso no es un miembro de la tripulación”, dijo ZeetZi. “Es… Teniente, confía en mí. No está aquí para ayudarnos. No se preocupa por nosotros. Excepto para utilizarnos en algún misterioso objetivo”.

“Ya lo veremos”, dijo Starling. “Vosotros dos id al puente. Nos vemos en un rato”.

Ambos se retiraron de mala gana. Starling se acercó a la enfermería y observó a una figura que vestía un uniforme ceñido y formal de un ejército que Starling no había sido capaz de identificar. La figura trabajaba en un armario, catalogando sus medicinas, como le había pedido la capitana.

Al oír entrar a Starling, la figura se giró. Reveló un rostro con la piel retraída y una red de insectos debajo.

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