AVANCE OFICIAL – El Archivo de las Tormentas 5 – Viento y Verdad: capítulos 29 y 30

Bienvenidos, una semana más, a la lectura de los avances de Viento y Verdad, la quinta entrega de El Archivo de las Tormentas.Empieza la cuenta atrás de los avances, porque ya queda mnos de un mes para la salida del libro.

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Viento y Verdad: capítulos 29 y 30. traducción de manu viciano.

Título original: Wind and Truth, escrito por Brandon Sanderson, © 2024 Brandon Sanderson, © Manu Viciano por la traducción. Publicado por acuerdo con la editorial Nova, parte de Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.

El Archivo de las Tormentas 5, Viento y Verdad - Encabezados - Capítulo 29- Saludos secretos

 

29. Saludos secretos

Quienes hacen una condena general son unos necios, pues cada situación merece su propio estudio y rara vez se le puede aplicar sin más una máxima, ni siquiera una de las mías, sin sopesar con detenimiento el contexto.

De El camino de los reyes, cuarta parábola.

 

Shallan se quedó boquiabierta, tumbada en el suelo del escondrijo de los Sangre Espectral. Miró como una anguila asfixiada hacia el lugar donde habían desaparecido Mraize y los demás. ¿Cómo? La estrambótica imposibilidad de que hubiera sucedido hizo que el dolor de la herida remitiera por el momento. Eso había sido…

… trasladarse a Shadesmar. Igual que podía hacer Jasnah. ¿Los habría salvado Sja-anat? No. Uno de ellos era un Nominador de lo Otro, o quizá un Escultor de Voluntad. La versión corrompida de un Radiante.

«A Renarin no le gusta que los consideremos corrompidos», pensó con una mueca, recordando el dolor.

Bueno, por lo visto se había equivocado al pensar que los Sangre Espectral no tenían experiencia con sus capacidades. ¿Era posible que Iyatil hubiera vinculado un spren antes de lo que Shallan había supuesto? Tendría que preguntárselo a Sja-anat. Pero antes, se agarró el costado ensangrentado mientras los Corredores del Viento se desplegaban por la cámara y unos cuantos salían en persecución de los Sangre Espectral huidos.

—¡Shallan! —exclamó Darcira, arrodillándose a su lado. Shallan no había visto entrar a la otra Tejedora de Luz—. ¡Estás herida! ¿Cómo es posible? ¿No has invocado tu armadura?

—Antiluz —gruñó ella—. No podía permitir que impactara en la armadura. No sé lo que les habría hecho a los spren. —Torció el gesto—. La saeta ha entrado demasiado baja para perforarme el pulmón, o estaría tosiendo sangre por todo el suelo. Ha raspado entre las costillas, eso sí. La noto. —Shallan hizo acopio de valor—. Sácala. Está inyectándome antiluz tormentosa.

La otra mujer se la arrancó, y Shallan apretó los párpados con fuerza para resistir el dolor atroz. Respiró con inhalaciones someras para controlar el suplicio y continuó sintiendo aquel frío en las venas. La antiluz palpitaba con un sonido extraño, desafinado. Como el chirriar de hueso contra piedra. Fue remitiendo poco a poco.

Abrió los ojos y vio cómo se evaporaba desde su piel, además de unos cuantos dolorspren que reptaban a su alrededor, varios de ellos de un color distinto. Los zarcillos de antiluz terminaron desapareciendo. Shallan aún esperó un poco más, pero estaba empezando a marearse. Así que, por fin, respiró hondo y se llenó de luz tormentosa. El poder se puso manos a la obra de inmediato, y Shallan no explotó, cosa que siempre estaba bien.

—No deberíamos haberte enviado a ti sola —dijo Darcira.

—¿Sola? Darcira, las dos sabemos que mi ego es lo bastante grande para valer por entre dos y cuatro personas, según el día y mi estado de ánimo.

Shallan tomó un largo aliento entrecortado y, cuando exhaló, salió de ella menos luz tormentosa que de costumbre. Un juramento elevado significaba que todo lo que hacía era más efectivo: sanaba mejor, conservaba la luz tormentosa más tiempo y era menos… porosa a su fuga.

Darcira quitó su pañuelo sanguinolento de la herida.

—Por lo menos, llevabas una buena armadura convencional, para ser de cuero. Parece haber absorbido buena parte del impacto. Disparada de tan cerca, habría esperado que la saeta te atravesara del todo, pero apenas te ha hecho un pinchazo en el espaldar.

—Igual se ha perdido —dijo Shallan—. Fíate de alguien que vive aquí dentro: mi interior puede ser un lugar confuso.

—No, hablo en serio —insistió Darcira—. No creo que esto sea piel de puerco. Es otra cosa. Supongo que procedente de… ya sabes…

Ya. Shallan estaba llevando el pellejo de algún animal de otro planeta, que tenía la piel más lisa y gruesa que el cerdo. Tormentas. Qué revelación más surrealista. Shallan consiguió ponerse en pie y se limpió las manos con un paño que le dio Jayn, recién llegada con los demás Tejedores de Luz desde la sala de los trofeos.

—¿Por qué habéis tardado tanto? —les preguntó—. Hace una eternidad que he dado la señal.

—Erinor había hablado con las piedras —dijo Darcira—. Le habían dado la impresión de que había una salida secreta que bajaba hasta los abismos. Justo estábamos explorándola cuando has hecho la señal, y de pronto la gente ha empezado a huir por ahí.

—Se nos ha ocurrido atraparlos cuando salieran, pero enviarte apoyo de todos modos —añadió Jayn—. Debes de haberlos asustado cosa mala, brillante. ¡Han salido corriendo sin mirar primero! —Hizo una mueca—. Siento que te hayan dado…

—Me he dejado alcanzar aposta.

Shallan se sentía fuerte, incluso emocionada, desde que tenía luz tormentosa en las venas. Jayn le ofreció su cartera, con la correa atada de cualquier manera y el cuero en relieve con Patrón, que al parecer había seguido sus instrucciones y buscado a los demás. Shallan se echó la cartera al hombro.

—Mmm… —dijo Patrón, pasando a su ropa—. Me alegro mucho de que no te hayas dejado matar mientras yo no estaba. Me gustaría estar presente cuando mueras. Es una cosa que los amigos hacen por sus amigos.

Shallan fue al lugar del que habían desaparecido Mraize y los demás. ¿Podría seguirlos? Sus poderes tenían una relación extraña con Shadesmar. Siempre había tenido problemas con aquello, desde la primera vez que había experimentado en Kharbranth.

O más bien… no… esa no había sido la primera vez…

Mientras los otros Radiantes seguían explorando, y mientras se alegraba en particular de haber capturado aquellos trofeos para su estudio, recurrió a la luz tormentosa para echar un vistazo en aquel otro mundo, lleno de esferas arremolinadas bajo un frío sol. Se contuvo y se limitó a mirar, buscando.

Tres personas en una barca pequeña tirada por mandras, que se dirigían a una plataforma próxima con unos spren inmensos encima. Mraize, Iyatil y Lieke. Una figura alta, dos más bajas. Tenían planeada aquella vía especial de escape e iban en dirección a Urithiru. Su célula de allí había recibido un golpe terrible, pero ya habían puesto algo en marcha relacionado con Dalinar. Una estratagema para encontrar a Ba-Ado-Mishram, la Deshecha.

Casi trató de meterse del todo en Shadesmar, cosa de la que no debería ser capaz con sus poderes, pero que ya había hecho de todos modos. Dos vínculos. Dos spren. Tormentas, eso explicaba algunos acontecimientos curiosos de su pasado: en vez de que Shallan los atrajera a ellos a su propio dominio, eran ellos quienes tiraban un poco de ella hacia el suyo.

Parpadeó, echando a un lado esa visión. No debería enfrentarse sola a los Sangre Espectral, pero tenía una idea sobre a quién acudir en busca de ayuda.

—Y así —dijo Lift, que estaba royendo los últimos restos de carne de un hueso— es como se construye un orinal explosivo.

Gavinor, actual heredero de Alezkar, el hijo de cinco años del rey Elhokar, asintió con gesto solemne. Era menudo para su edad, y la gente siempre lo tomaba por un niño mucho más pequeño. Lift no, porque había conocido a niños como él en los orfanatos. Niños que habían visto demasiado.

Estaban los dos sentados sobre una mesa fuera de la sala donde Dalinar, Navani y Sagaz estaban explicándoles algo a Sebarial y Aladar. Al pasar, Dalinar había sido muy específico diciéndole que no intentara colarse.

Tormentoso Dalinar. Tormentoso Sagaz y su tormentoso y estúpido secretismo. Lift sabía cosas. Podría haber estado allí dentro, escuchando las conversaciones importantes.

Pero en fin, por lo menos nadie allí, en la sala de conferencias donde planificaban las próximas batallas, la había echado. Era Radiante, y la primera Danzante del Filo que habían encontrado, nada menos. Pero no lideraba su orden. Eso lo hacía la famélica Baramaz con sus famélicos dientes perfectos y su pelo moreno corto que tenía justo la cantidad perfecta de rizo. Sonreía demasiado. De acuerdo, sí, Baramaz no se caía tanto al suelo cuando usaba sus poderes. Pero últimamente Lift apenas se caía ya tampoco cuando lo hacía.

Fue un golpe de suerte que Sigzil pasara por delante. Los ojos de Lift lo siguieron mientras, distraída, bajaba el hueso desde los labios.

—A ese te lo quedas mirando mucho, ama —dijo Wyndle, cobrando forma a su lado como un montón de enredaderas.

A Wyndle le gustaban los cambios en la torre, porque le permitían hacerse visible para cualquiera. En los últimos tiempos solía crear una cara graciosa para relacionarse con la gente, parecida a la que tenía en el otro lado. Regordeta y redonda, con bigotito y unos ojos de gema que parecían anteojos. A él no le parecía graciosa, claro. Ni los cerdos sabían que apestaban, tampoco.

—No me lo quedo mirando —dijo Lift mientras veía cómo el Corredor del Viento azishiano daba órdenes a unos subordinados.

Qué seguro de sí mismo, y a la vez qué diligente. No era un bruto, como muchos alezi. Sigzil pensaba. Era listo. No tan alto como para resultar intimidante, pero sí lo suficiente para ser imponente.

—Disculpa —dijo Wyndle—, pero estás mirándolo ahora mismo.

—¿Tú crees que le gustará la poesía? —preguntó Lift.

—¿Y a quién no? —dijo Wyndle—. ¡Eh, yo he escrito diecisiete poemas sobre la deliciosa naturaleza de los taburetes iriali!

—Cállate —le espetó Lift—. Gav, ¿tú crees que le gusta la poesía?

—No… no sé lo que es —dijo Gav.

—Ya. —Lift seguía mirando a Sigzil—. Yo tampoco.

—¿Qué? —exclamó Wyndle.

—Solo es una palabra que les oigo decir a las chicas. Es algo sobre palabras y mierdas del estilo, ¿verdad?

Wyndle suspiró.

—Ama, por favor, no emplees una terminología tan soez.

—Ese fervoroso de la espada lo hace.

—Zahel no es ningún buen ejemplo de conducta. —Wyndle se irguió—. Eres una Caballera Radiante. Un faro de esperanza para todo el mundo. No deberías decir vulgaridades, y además, ni siquiera has usado bien la palabra. No tiene sentido en el contexto lingüístico que le dabas.

—Pues es como la usa él —murmuró Lift.

Ese hombre hablaba raro a veces. Raro e interesante. Pero nadie lo había visto desde el ataque a la torre. Seguro que estaría en algún sitio durmiendo. Era un tipo listo. Siempre parecía saber cuándo iban a intentar obligarlo a hacer algo, y se marchaba de allí bien rápido.

Aun así, quizá fuese cierto que Lift debiera dar mejor ejemplo.

—Gav —le dijo al príncipe—, olvida que me has oído decir esa palabra.

—¿Poesía? —preguntó él.

—Sí. Exacto. Esa misma. Es una palabra muy fea.

Gav asintió con solemnidad. Sí, ese chico era demasiado serio, desde luego. Lift se había esforzado en trabar amistad con él durante el último año, después de su rescate de Kholinar. Por suerte, no había estado en la torre durante la invasión, sino con su abuelo de campaña.

El chico no hablaba mucho. Lift había aprendido que a veces para escuchar, y para oír de verdad a la gente, también había que estar presente cuando no hablaban.

Ese día, sin embargo, se abrió más que de costumbre.

—Lift, ¿tú crees que mi yayo y mi yayi… me quieren? ¿O están tristes porque tienen que cuidar de mí?

Lift no rodeó al niño con el brazo, aunque quería hacerlo. Gav siempre se encogía cuando lo tocaba alguien que no era de su familia, y había que aprender a ver esa clase de cosas. Los abrazos no siempre valían para todo el mundo.

Pero sí que le dio un codazo en las costillas.

—Te quieren. La gente mayor siempre está ocupada y a veces se olvida de que somos personas y nos gusta tomar decisiones también.

Gav asintió y miró hacia la puerta cerrada, al otro lado de la sala.

—Tú te cuelas donde no debes.

—¡Ajá!

—Está mal. No tendrías que hacerlo.

—Gav —dijo ella—, a veces hay que hacer las cosas que no deberías hacer.

—¿Por qué?

—Este mundo —respondió Lift— está lleno de cosas que la gente cree que no debes hacer, pero que en realidad están bien. También está lleno de cosas que es verdad que no deberías hacer jamás de los jamases. Y nadie te dice cuáles son cuáles, así que tienes que aprender a distinguirlas tú.

—Qué difícil.

—Ya lo creo —dijo ella, mirando los respiraderos de la pared.

—¿Vas a intentarlo otra vez? —preguntó Gav—. ¿Aunque él te haya dicho que no?

—Puede —reconoció Lift—. Con Dalinar hay que tener cuidado. Es viejísimo, viejo en plan las montañas y mier… hum… y cosas por el estilo. Pero, no sé por qué, no sabe que hay cosas que la gente debería hacer aunque todo el mundo diga que no están bien, ¿sabes?

Gav se limitó a mirarla, patidifuso.

—Tú confía en mí —dijo Lift—. ¡Huy! Ahora que me acuerdo. Torre, ¿estás ahí?

El spren de la torre apareció al lado de Lift como una columna de luz que se extendía entre sendos discos que había en el suelo y el techo. Lift le caía bien, por lo maravillosa que era. Qué raro que no opinara lo mismo más gente.

—¿Qué? —dijo el Hermano.

—¿Has encontrado ya a mi pollo? —preguntó Lift.

—No hay ningún pollo en mis salones que encaje con tu descripción.

—¡Está aquí! —insistió ella—. Busca otra vez. Es rojo, y tiene pico y plumas. Y dice cosas. Como si fuera una persona.

—Me lo has descrito muchas veces, Lift.

—Estaba herido y asustado. Se lo llevaron cuando yo estaba enjaulada. Tienes que encontrarlo, para que pueda ayudarlo.

El Hermano guardó silencio. Aquella gente espantosa debía de haberse llevado el pollo a algún sitio, con el tipo de la cicatriz y las muchas sonrisas. Lift iba a encontrarlo. A su lado, Wyndle creó una enredadera y le dio unas palmaditas en la espalda, cosa que estuvo bien.

Y aún estuvo mejor que al poco tiempo llegara Drehy volando para informar. Y Condenación, ¿de verdad tenía que llevar el uniforme tan ajustado? Lift se inclinó de lado para ver mejor cuando el Corredor del Viento se inclinó sobre la mesa de los mapas. «Condenación».

—¿Ese de ahí? —se sorprendió Wyndle—. Pero si es justo lo contrario de Sigzil. ¿Por qué miras a ese?

—Si lo preguntas —dijo Lift—, es porque ni tienes criterio ni lo conoces.

—Está casado, ¿sabes?

—Sí —respondió ella, inclinándose más de lado—. Y su marido también está que no veas. No me parece nada justo. ¿Es así de guapo, puede volar y, para colmo, tiene un marido que también está de muerte? Es cosa de los Corredores del Viento, Wyndle, créeme. Pasa algo con ellos. ¿Sabes que no he visto nunca a ninguno de ellos estamparse en una pared? Ni en una pequeñita.

—Wyndle —dijo Gav en voz baja—, ¿los spren tenéis familia?

—¡Vaya, por supuesto que sí, alteza! —exclamó Wyndle—. Aunque solo necesitamos un progenitor, por lo que muchos spren no se vinculan en pareja. ¡Pero tampoco es raro que lo hagamos! Caray, si hasta tenemos casos de matrimonios formales. Yo tengo una madre, un alma querida y amable que dedica su tiempo a cuidar de su huerto de zapatos.

Gav asintió, con las rodillas contra el pecho y la mirada fija en el suelo.

—Mi madre me entregó a los Portadores del Vacío —dijo con un hilo de voz— para que me torturaran y me mataran.

Lift hizo una mueca.

—Creo que ahora está muerta —añadió Gav, todavía con menos voz—. No quieren decírmelo. Soy demasiado pequeño. Pero mi padre sí que está muerto. Lo mataron cuando intentaba rescatarme.

—Eso es… —dijo Wyndle—. O sea… lo siento.

—Fue muy valiente —susurró Gav—. No me acuerdo bien de su cara, pero era muy valiente. Él sí que me quería. Él vino a salvarme. Y entonces… entonces lo mató el traidor, Vyre.

—Eh —dijo Lift, dándole un suave codazo—. Eh.

Gav la miró.

Lift acercó la mano hacia él, con dos dedos estirados. Despacio, el chico la imitó, hasta entrelazar los dedos con los suyos. Era su saludo secreto. El secreto era que los saludos secretos eran una idiotez, pero a veces los usabas de todos modos. Sobre todo, para reconfortar a tus amigos asustados.

—Ahora tienes un sitio —le dijo—. Recuérdalo.

Gav asintió. Necesitaría más recordatorios. Igual que ella a veces.

—¡Ya lo creo que sí! —añadió Wyndle—. ¡Tienes unos abuelos que te adoran!

—El yayo iba a jugar conmigo a las espadas hoy —dijo Gav, secándose la nariz.

—Ya, bueno —respondió Wyndle—, pero es que el mundo está como en pleno final o así. Eso tiene preferencia, diría yo.

—Voy a aprender —dijo Gav mientras un pequeño furiaspren se acumulaba debajo de él, como sangre burbujeante—. Aprenderé a usar una hoja esquirlada. A luchar. Y entonces buscaré a todos los que le hicieron daño a mi padre y los mataré. Haré que sus ojos ardan y luego, cuando estén muertos, trocearé sus cadáveres.

Miró hacia Lift y luego volvió a bajar los ojos, avergonzado.

—Vale, bien —respondió ella—. Y yo te los sujetaré. ¿Trato hecho?

Gav volvió a mirarla y por fin, por primera vez en todo el día, sonrió. En fin, la venganza no iba a ser tan divertida como él creía, y lo más probable era que debiese renunciar a ella. Pero tenía solo cinco años. Lo que necesitaba en esos momentos era una amiga, no otra persona más diciéndole que madurase.

Además, la madurez era un asco. Lift resistió el impulso de rascarse por debajo del chal, que llevaba apretado en torno al pecho. Entonces Sigzil pasó por delante otra vez y ella, distraída, sacó otra costilla del bolsillo y empezó a darle mordiscos mientras lo miraba.

—No me lo explico —dijo Wyndle—. ¿Cómo es que no quieres crecer y, a la vez, te pasas la mitad del tiempo babeando por los hombres? ¿No ves la contradicción?

—No —replicó ella—. No seas idiota.

—Pero tu interés por los hombres es una prueba evidente de tu avance hacia la madurez. Eso no parece molestarte, pero en cambio aborreces que se manifiesten tus características sexuales secundarias y…

—Oye, torre —lo interrumpió Lift.

De nuevo apareció la pequeña columna danzante de luz, aunque Lift era consciente de que sería invisible para otros humanos. Lift veía un poco en el otro reino. Era algo relacionado con lo que le había sucedido cuando fue a ver a la Vigilante Nocturna, esa mentirosa embustera que no cumplía sus promesas.

—¿Sí? —dijo el Hermano.

—¿Todos los cultivacispren son así? —preguntó Lift—. ¿O es que a mí me tocó la coria?

—¿Qué es una coria?

—Él.

—Existe una gran variedad de personalidades entre todos los spren, Lift —dijo el Hermano—. Por tanto, cabría afirmar que a ti te tocó la coria. Sea lo que sea.

Ella gruñó, lanzándole una mirada a Wyndle.

—Me gusta ser una coria —dijo él, con la barbilla hacia fuera, aunque en realidad no tenía cuerpo, sino solo enredaderas y cabeza—. Tienes suerte. ¿Crees que cualquier spren de por ahí aguantaría tus insultos?

—No son insultos —murmuró Lift—. Son guasas.

—Deberías estar agradecida —dijo la torre—. Wyndle tiene razón. Sois relativamente pocos los humanos elegidos para el privilegio de un vínculo Radiante.

—Pero ¿qué sabrás tú? —replicó ella—. Solo eres un edificio.

—¿Y? —preguntó la torre.

—Y la gente se tira pedos dentro de ti. Así como a todas horas. Seguro que la mitad de la gente de esta sala está haciéndolo ahora mismo.

—Eres consciente —respondió la torre— de que tú albergas millones de formas de vida, ¿verdad? Existen en tus tripas, en tu piel, por todas partes.

—¿Qué? —exclamó Lift.

—¡Ah! —intervino Wyndle—. Eso ya lo había oído. ¡Gérmenes, sí! Sabiduría de los Heraldos. ¡La gente con un sentido vital muy detallado y específico puede sentirlos, dicen! Millones y millones de criaturas minúsculas que viven en la piel de los humanos.

—Les gustan en particular los folículos pilosos —dijo la torre—. Los percibo en ti, Lift.

Lift se miró las manos, horrorizada.

—Y sí —añadió el Hermano—, pasan ahí la vida entera. Comiéndose los pedacitos de piel muerta que se descascarillan. Defecando sobre ti. Eres una torre igual que yo, Lift. Todos los humanos lo sois.

—Eso es lo más asqueroso que he oído en la vida. —Lift miró a Gav—. Eh, Gav, ¿tú sabías que tenemos a millones de criaturas diminutas viviendo en nosotros?

—¡Qué asco!

—¿Verdad? Genial.

—Pero si hace un momento —le envió la torre— ¡estabas diciendo que no merece la pena escucharme porque tengo dentro a cosas que se tiran pedos!

—¿Y? —dijo Lift.

—¡Pues que tú también! ¡Así que nadie debería escucharte tampoco!

—Gav —dijo ella—, ¿la gente debería escucharnos cuando hablamos? Sobre cosas importantes, me refiero.

—Claro que no —respondió Gav—. Somos niños.

Lift miró hacia la refulgente columna de luz y se encogió de hombros.

—De verdad que no tengo ni idea de por qué empecé a hablar contigo —dijo la torre.

—Es porque percibiste el toque de Cultivación en ella —aportó Wyndle, ajeno por completo al contexto de la queja de la torre. Como de costumbre. Menuda coria.

Pero… en fin…

La verdad era que Wyndle sí que la soportaba. Bien sabían las tormentas que a ella no le gustaría tener que hacer lo mismo.

—Oye —le dijo al spren—. Gracias.

—¿Por qué? —preguntó él, frunciéndole el ceño.

Ella alargó la mano, con dos dedos estirados y en gancho, como una garra. Wyndle la contempló y entonces puso los ojos como platos, anonadado. Temblando, formó una mano a partir de enredaderas y la juntó con la de ella.

—¿Puedo hacer el saludo secreto? —susurró.

—Pero no se lo expliques a nadie —dijo ella.

—Tiene que seguir siendo especial —añadió Gav.

—Es… es un honor —dijo Wyndle.

Por fin, después de una eternidad, se abrió la puerta que daba a la otra sala. Sagaz, Dalinar y Navani salieron dando zancadas y fueron derechos hacia los elevadores, con el rostro decidido. Detrás de ellos, Aladar y Sebarial parecían pero que muy desencajados.

Condenación. Habían decidido alguna cosa importante.

—¿Yayo? —dijo Gav, poniéndose de pie encima de la mesa—. ¿Jugamos a las espadas?

Dalinar se detuvo entre sus generales y eruditos.

—Aún tengo otra cosa más que hacer, hijo. Lo siento.

Gav se marchitó como una planta sin agua. Se hundió en la mesa, atrayendo el largo banderín gris de un melancospren, y con la clase de expresión en la cara que ningún saludo secreto podría arreglar.

—Puedes bajar en el elevador con nosotros, Gav —dijo Navani—. Así estamos juntos un ratito. Venga, ven.

Ansioso, el chico bajó de un salto y corrió hacia ellos. La niñera se les unió después de haber estado en la mesa de los aperitivos, bajo la errónea suposición de que podía confiarle a Gav a una Radiante. Lift sacó la última costilla de cerdo del bolsillo mientras veía alejarse al grupo.

—Yayi —dijo Gav mientras caminaban—, ¿qué significa «mierda»?

Lift hizo una mueca. Quizá… quizá enseñarle palabrotas al príncipe heredero no había sido su jugada más hábil. En el fondo, y que nadie se enterase, ella también era un poquito coria, ¿verdad?

—Me impresionas, ama —dijo Wyndle—. ¡No has exigido acompañarlos!

—Hoy me siento así como un poco madura —respondió Lift—. Por lo de tener buena educación y el estómago lleno.

Wyndle asintió, satisfecho. Entonces le lanzó una mirada. Entonces frunció el ceño.

—Vas… vas a seguirlos, ¿verdad?

—Tormentas, pues claro que sí —dijo Lift, y bajó de un salto—. O sea, necesito más tentempiés, así que ya pensaba levantarme de todos modos.

El Archivo de las Tormentas 5, Viento y Verdad - Encabezados - Capítulo 30- No estoy solo

30. No estoy solo

Igual que no temo a un infante con un arma que no es capaz de alzar, jamás temeré la mente de un hombre que no piensa.

De El camino de los reyes, cuarta parábola.

 

Una parte de Renarin echaba de menos la torre tal y como estaba antes. Era una emoción tonta, pero parecía sentir muchas de esas. Más que el resto de la gente.

La torre estaba mucho mejor. En cambio, allí fuera en los campos, situados sobre extensas obleas de piedra que brotaban de la ladera en torno a la base de la torre, no se notaba a gusto. El aire era húmedo, suave, bochornoso, cuando antes había sido gélido y seco. Renarin pasó por hileras y más hileras de pólipos de lavis. Incluso después de solo unos días, la transformación era visible. Esa fila en concreto había crecido casi dos centímetros desde la víspera.

Se acuclilló. A ese ritmo, los granjeros decían que podrían cosechar cada dos meses. De pronto, se había hecho evidente cómo era posible que la enorme torre alimentase a sus posibles centenares de miles de ocupantes. Había tanta humedad en el aire que le parecía que nadaba, y notaba incómoda la chaqueta del uniforme. Sin embargo, a diez metros de distancia en dirección a la torre, había una temperatura constante y agradable.

Todo daba la impresión de ser… demasiado fácil.

«Pensamientos tontos —se dijo de nuevo, enderezándose—. Para un hombre tonto». Alzó la mirada por los campos hacia Rlain, que estaba charlando con unos granjeros humanos. Rlain había pasado meses esforzándose en enseñar a los humanos a utilizar la luz tormentosa y las canciones para cultivar plantas. De repente, todo ese trabajo era innecesario.

Tres días después de haber defendido la torre, y a los humanos de su interior, contra su propia especie, Rlain había vuelto allí para ver cómo iban los cultivos. Le había dicho a Renarin que, desde el despertar del Hermano, los ritmos se volvían más difíciles de oír para él a medida que pasaba tiempo en el interior de la torre, así que prefería estar allí fuera. Aunque lo mirasen mal, aunque lo hubieran llamado cabeza de caparazón, allí estaba, asegurándose de que la misma gente que desconfiaba de él no se muriera de hambre.

Era alto, casi tanto como Kaladin y varios centímetros más que Renarin, con la piel negra jaspeada de rojo. Tenía el cuello grueso y la mandíbula fuerte, contorneada por una barba corta roja y negra. Estaba señalando y recomendándoles a los jardineros que plantasen una línea de cortezúcar entre el lavis y los tubérculos, que necesitaban agua por la que crecer hacia abajo. Harían un poco de dique natural por si los estanques se desbordaban, y también tenía algo que ver con la forma en que los cremlinos polinizaban las distintas plantas. Aquellas eran cepas de los oyentes, las que se cultivaban en las Llanuras Quebradas, y Rlain conocía sus intríngulis.

De pronto Rlain se volvió y alzó el brazo hacia el cielo. Renarin siguió el gesto y vio a un Corredor del Viento acercándose. El larguirucho Drehy aterrizó cerca y le devolvió el saludo a Rlain, aunque trotó en dirección a Renarin.

—Hola —dijo—. Han hecho un receso en la reunión. Tu tía me ha pedido que venga a informarte.

—Gracias —contestó Renarin en voz baja.

Por supuesto que Navani le enviaba un informe. Todavía esperaba, como Dalinar, que Renarin cambiara de opinión y aceptara ser el rey de Urithiru en caso de que su padre cayera. O, como segunda opción, que se convirtiese en el heredero de Jasnah hasta que Gav alcanzara la mayoría de edad. Aunque Jasnah pretendía que su lugar lo ocupara un cargo electo, opinaban que Alezkar debía tener monarca, aunque no ostentara el poder absoluto.

Drehy le hizo un resumen rápido y afable de las reuniones. Renarin descubrió que se distraía, que su mirada no dejaba de irse hacia Rlain.

Necesitarás esta información, dijo Glys en su mente. ¿Prestarás atención?

Lo haré, envió Renarin.

Aunque no todos los spren y sus Radiantes podían establecer una comunicación mental directa, Glys y él estaban cada vez más entrelazados. A Renarin no le importaba que Glys sintiera lo que él. A veces era un reto averiguar a qué se refería la gente al hablar o qué querían de él, y tener otra perspectiva, por ajena que fuese, le resultaba útil.

Tras informarle, Drehy se quedó con él y Renarin empezó a sudar aún más en su chaqueta. Esa era la parte de las conversaciones que siempre le daba problemas. Ya había dicho gracias. ¿Debería probar a charlar de cosas sin importancia? ¿Cómo debía terminar aquello? Las demás personas parecían saber qué hacer, fluían dentro y fuera de las conversaciones como anguilas en una corriente común.

Renarin era la piedra en esa corriente.

—Bueno —dijo Drehy, apoyando la espalda en una de las casetas de piedra repartidas por los campos—, ¿quieres hablar de ello?

¿Ello? El pánico de Renarin se incrementó. ¿Qué «ello»? ¿Debería saber qué era aquel «ello» en particular?

No lo sé, digo Glys, tan preocupado como él. ¿Seremos nosotros, tal vez? Siempre les daremos miedo, me temo.

—Tu forma de mirar a Rlain —dijo Drehy en respuesta a la aparente confusión de Renarin.

—Ah, eso —respondió él, relajándose. Era un tema incómodo, pero al menos por fin sabía cuál era—. ¿Es… hum… muy evidente?

—Al final, aprendes a fijarte en los hombres que miran a otros hombres —dijo Drehy, encogiéndose de hombros—. No pretendo entrometerme. No es asunto de nadie. Solo quiero que sepas que estoy aquí, si en algún momento te apetece hablar.

—Es una bobada. —Renarin bajó la mirada y se sonrojó—. Él ni siquiera es humano.

—Yo siempre digo que es mejor considerar a todo el mundo como personas. Humanos. Oyentes. Spren. Todos somos personas. Aunque algunas brillen y sean un incordio.

—Argumento —intervino Tala, la spren de Drehy, apareciendo entre ellos. Siempre adoptaba la forma aleteante de un pollo azul—. No soy un incordio. Es solo que tengo razón con mucha frecuencia. Es un problema grave que asocies una cosa con la otra, Drehy.

—Argumento —repuso Drehy—. Tener razón puede ser un incordio. Sea frecuente o no. Ambas cosas no son mutuamente excluyentes.

Renarin se permitió sonreír, reticente. Drehy, igual que los demás miembros del Puente Cuatro, lo trataba como a uno de ellos, fuese un bicho raro o no. Para ellos, era… bueno, era una persona.

—Es que… no sé qué hacer —dijo—. Con Rlain. Con nada de esto. Mi tía Navani va a llevarse un disgusto. Quiere nietos. Y, hum… le gusta que la gente sea normal.

—Tú eres normal —respondió Drehy—. O, mejor dicho, nadie es normal. Lo normal no existe. Así que, si intentamos esclavizarnos a ello, disfrazarnos para imitarlo, en realidad solo estamos pasando a ser otra clase de anormalidad, y una clase muy desgraciada.

Renarin bajó la mirada.

—¿Qué es lo que quieres, Renarin? —le preguntó el Corredor del Viento—. No qué quiere tu tía, ni tu padre, ni nadie más. ¿Qué quieres tú?

—A lo mejor, lo que quiero —dijo él— es que mi tía, mi padre y todos los demás estén contentos.

Drehy levantó los hombros.

Tormentas. ¿Cómo se interpretaba eso?

—¿Podrías, hum…? —pidió Renarin—. ¿Podrías decirme a qué te refieres, por favor? Estoy confundido.

—Perdona —dijo Drehy—. A veces se me olvida. Renarin, no voy a decirte lo que debes ser. No voy a decirte cuándo, o ni siquiera si debes contárselo a alguien. Lleva tu vida como tú quieras. Sé de gente que prefiere fingir que no es distinta. No parece funcionar muy a menudo, pero están en su derecho. Lo único que te digo es que, si tienes preguntas, quizá yo tenga respuestas. No respuestas definitivas. A lo mejor, ni siquiera respuestas correctas. Solo las respuestas de un hombre que ha pasado por lo que tú.

Renarin sintió una extraña paz al oírlo, extraña porque su ansiedad no desapareció. Nunca se iba del todo, pero era agradable tener una sensación de paz que la acompañara. De vez en cuando.

Así que… ¿se atrevería a preguntarlo?

—Hum… —dijo—. ¿Y si…? Ya sabes, ¿y si él…?

—¿Prefiere a las mujeres?

Renarin asintió.

—Pues tendrás que superarlo —dijo Drehy—. Escucha, voy a serte sincero. A veces pasa. Nadie tiene una intuición infalible para estas cosas y, si lo preguntas, a veces la gente se avergüenza. Pero créeme, a largo plazo es mejor preguntar y luego afrontarlo si te equivocas.

—No creo que yo pueda hacerlo —admitió Renarin, sonrojándose.

Drehy inhaló una bocanada larga y profunda, pero no lo contradijo. Parecía decidido a cumplir lo que había dicho y no dar lecciones.

—Es una bobada —dijo Renarin—. Los oyentes ni siquiera cortejan como nosotros.

—Suelen vincularse dos personas para toda la vida. Lo hacen de otra manera, pero ¿qué te he dicho hace un momento?

—Que lo normal no existe.

—Cada cual tiene que descubrir lo que se le ajusta —afirmó Drehy—. Pero una cosa sí que voy a contarte: Rlain dijo cosas una noche, con el estofado, sobre estar en forma carnal y sufrir una vergüenza espantosa. Creo que saldrá bien, Renarin, si estás dispuesto a intentarlo.

—No puedo —dijo Renarin, todavía con la cabeza gacha—. De verdad que no puedo.

Drehy hizo ademán de darle a Renarin una palmada en el hombro, gesto que habría sido reconfortante para otra persona. Pero se detuvo y entonces le hizo un gesto de ánimo. Renarin agradeció que el Corredor del Viento escuchara. Sabía que a Renarin no le gustaba que lo tocaran. Le habría parecido bien en ese caso, porque sí que apreciaba cierto contacto físico, bajo sus condiciones, aunque no que lo sorprendieran, pero lo importante allí era que Drehy lo había escuchado. Renarin de verdad le importaba. Se descubrió sonriendo.

—Sí que puedes hacerlo —dijo Drehy—. Pero, si no quieres, no hay ningún problema. Renarin, sé que te metiste en un campo de batalla en la Explanada Thayleña decidido a resistir tú solo contra un enemigo abrumador. Sé que luchaste con unas visiones del futuro y te impusiste a ellas para llevarle mensajes a tu padre. Sé que puedes cargar con un gran peso, amigo mío. Ya lo has hecho. —Sonrió, absorbió luz tormentosa y se alzó en el aire—. Como te decía, son solo las experiencias de un hombre. Esta noche hay estofado del Puente Cuatro. ¿Te apuntas?

—¿Quién cocina?

—¿Importa mucho?

—Determina si ceno antes —dijo Renarin, sonriendo.

—Cocino yo.

—Entonces iré con hambre. Gracias, Drehy.

—Cuando tengas preguntas, hazlas —dijo el Corredor del Viento, y se marchó volando de vuelta hacia la reunión.

Renarin se volvió hacia Rlain. Pero entonces el cielo se oscureció y el aire se ennegreció mientras el mundo se transformaba en cristal tintado. Glys palpitó en su interior.

Habían entrado en una visión de lo que quizá podría suceder. Y no parecía de las agradables.

Rlain había encontrado su forma perfecta. O, más bien, ahora todas las formas podían ser perfectas para él.

La forma de trabajo había sido su preferida, por su versatilidad. También era la que más clara le dejaba la mente, la que más lo hacía sentir él mismo. Pero no tenía la altura que había llegado a apreciar en la forma de guerra, ni tampoco la fuerza en los brazos ni el caparazón blindado. A Rlain le gustaba su aspecto en forma de guerra, y era la que más lo hacía sentir él mismo de cara al exterior. Por desgracia, lo volvía un poco demasiado… ansioso por luchar y obedecer. Era capaz de contrarrestar ambos impulsos, ya que las formas no lo controlaban a uno. Pero sí que te cambiaban de un modo sutil la forma de pensar.

Resultaba que ser Radiante le permitía ejercer un control incluso más pleno. Levantó un dedo mientras un asombrospren, una bola azul flotante, se posaba en él. Ese spren era invisible para los granjeros humanos que estaban comentando sus consejos. Vinculado a Tumi, Rlain se sentía él mismo llevara la forma que llevara.

Tumi vibró al Ritmo de la Alegría en su interior, y Rlain lo complementó con una melodía, armonizada pero diferente. Tumi rara vez hablaba, pero no hacían falta palabras para que Rlain comprendiera a su spren. Con los ritmos bastaba.

Tumi armonizó a Ansiedad. Rlain se volvió hacia Renarin. No había visto acercarse al joven hasta la llegada de Drehy, y luego parecía que los dos tenían cosas de las que hablar, quizá asuntos políticos procedentes de arriba. Rlain los había dejado a solas.

Pero en ese momento vio que Renarin estaba envuelto en una titilante distorsión del aire. ¿Le pasaría algo?

Curiosidad por parte de Tumi. Rlain armonizó a lo mismo, vacilante, y supo que Tumi creía que los humanos no iban a ver lo que le estaba ocurriendo a Renarin. Hacía falta una Conexión más fuerte con los reinos.

—Una visión —dijo Rlain—. ¿Es una visión de las suyas?

El asombrospren se infló y atrajo la atención de los granjeros, que lo verían como un anillo de humo en expansión. Rlain dejó que el asombrospren se marchara dando saltos y luego se disculpó y recorrió la hilera de plantas hasta Renarin, que parecía estar mirando la nada. ¿Se atrevería a intervenir?

Tumi le aconsejó audacia, de modo que Rlain dio otro paso adelante. Y de repente, como con un súbito golpe de tambor, estaba dentro de la visión. El cielo era negro y la oscuridad los rodeaba como si alguien hubiera atenuado las otras luces de una sala para inspeccionar una sola y brillante gema. Del suelo se alzaban unas exquisitas ventanas hechas como de colorido cristal.

—Qué bonitas son —comentó Rlain—. Pero parecen una manifestación muy humana. Me pregunto por qué Tumi y Glys nos las muestran de este modo. ¿Es cosa de ellos, nuestra o una combinación de ambas?

Renarin se volvió hacia él con aspecto sorprendido, y luego emocionado.

—¡Rlain! —exclamó—. ¿Puedes verlas?

Rlain asintió.

—Esperaba ser capaz de ver tus visiones, ahora que tengo mi propio spren. ¿Está…?

Se interrumpió. Renarin estaba llorando.

—¿Renarin? —dijo a Desespero—. ¿Qué ocurre? ¿Me he entrometido? ¿Debería irme?

Dio media vuelta para hacerlo, pero Renarin le agarró la mano. Lo cual era sorprendente, viniendo de él.

—He pasado —susurró Renarin— lo que parece una eternidad yo solo con estas visiones. Desde los tiempos en que me arrastraba por el suelo y garabateaba números hasta el momento en que comprendí que el amor de mi familia podía vencer a un futuro oscuro. Y hasta hace unos días, cuando me enteré de que habías vinculado a un spren. Ahora… no estoy solo.

Renarin tiró de él a lo largo de la hilera de ventanas de cristal tintado, que se alzaban erguidas sin nada que las sostuviera. Rlain fue tras él, por verdadera curiosidad, pero también por lo mucho que Renarin procuraba siempre que Rlain se sintiera incluido. Rlain respetaba a los otros miembros del Puente Cuatro, a Kaladin en particular, pero había algo especial en Renarin. Cuando Rlain estuvo solo, rechazado por los spren, Renarin había sido quien lo consoló.

Ese momento había convencido a Rlain de que, por difícil que resultase, podía haber un lugar para él entre los humanos. Nunca había encajado en ningún sitio hasta que encontró al Puente Cuatro. Sus miembros no siempre habían sido perfectos, ni por asomo, pero sí que se habían mostrado dispuestos a esforzarse en hacerle sitio a Rlain, y Renarin era quien más se había esforzado de todos.

—¿Y qué hacemos ahora? —preguntó Rlain, llegando junto a Renarin frente a la que parecía la primera ventana.

—No lo sé —dijo Renarin—, pero recuerda. Recuerda que pueden ser mentiras.

—¿Por qué hacerles caso, si pueden ser todo mentiras?

—Porque la verdad es solo la mentira que sucedió —respondió Renarin.

Rlain armonizó a Escepticismo.

—Eso… no tiene sentido.

Renarin se aproximó a la ventana y Glys, su spren, se separó de él y flotó en el aire junto a su cabeza con la forma de un resplandeciente entramado rojo, con cuentas de luz que «goteaban» desde la parte de arriba y desaparecían hacia el cielo. La ventana mostraba a Renarin sentado en un trono. Vestía algún tipo de ropa arcaica, que recordaba un poco al atuendo de esgrima con faldón que llevaba la gente en los campos de entrenamiento alezi.

—Eso es Kholinar —dijo Renarin—, pero no es la sala del trono. Parece mi habitación. ¿Ves esas miniaturas del estante?

—¿Miniaturas?

—Tallas en madera de criaturas vivas —explicó Renarin—. Se pintan para asemejarlas a la realidad. —Se ruborizó—. Yo compraba sobre todo caballeros, en vez de animales. En algo tenía que pasar el rato, mientras Adolin entrenaba. Y mira, esos de ahí son mis libros. Cada día dedicaba unas horas a que me los leyeran.

—Cuánto conocimiento —dijo Rlain— tenías al alcance de la mano. Normal que sepas tantas cosas.

Renarin se ruborizó otra vez.

—¿Qué pasa? —preguntó Rlain a Reconciliación. ¿Había dicho algo malo?

—No son libros llenos de datos y cosas que aprender —reconoció Renarin—. Son historias de aventuras, de las que se escriben para las mujeres jóvenes. Tenía toda una colección, para enorme vergüenza de mi padre.

—Renarin —dijo Rlain—, he visto cómo te trata tu padre. No se avergüenza de ti.

—Antes sí se avergonzaba. Pero hacía mal, ¿verdad?

Estudiaron la imagen un poco más antes de que Rlain por fin situara el detalle que no terminaba de encajarle.

—Renarin, creo que las prendas que llevas son de cantor.

Señaló hacia los pliegues de tela, fijándose en cómo envolvían el cuerpo. La coloración… los patrones…

—¿Estás seguro? —preguntó Renarin.

—No —dijo Rlain—, pero vi mucha ropa suya en la torre estas últimas semanas. Tiene el mismo aspecto.

—Mentiras —murmuró Renarin—. Lo único que muestran estas imágenes es uno de varios resultados probables. Pregunté a Sagaz y dice que así son las cosas, que nadie conoce de verdad el futuro, ni siquiera los dioses.

—Pero una posibilidad sí que se cumplirá —dijo Rlain—. A eso te referías antes.

Renarin asintió, siempre tan adusto. Tan pensativo.

—Deberíamos mirar las otras ventanas antes de que se esfumen.

—¿Sabemos por qué aparecen? —preguntó Rlain—. ¿Qué es lo que determina cuándo vemos una de estas y qué… posibilidad es la que representa?

—Eso no he podido averiguarlo. No del todo. Pero Glys cree que…

—Ondulaciones —dijo Glys—. Son ondulaciones en los ritmos de Roshar. Las corrientes, y los dioses antiguos, observarán.

—Los dioses antiguos —repitió Rlain mientras Tumi, en su gema corazón, cambiaba al Ritmo de lo Perdido—. ¿Los Deshechos?

—Más antiguos —respondió Glys—. Más antiguos incluso que Honor, Cultivación y Odium.

—¿Qué hay más antiguo que ellos? —preguntó Rlain, mirando a Renarin—. Hasta la Antigua Magia, como vosotros la llamáis, es una spren de Cultivación.

—Cuando Honor y Cultivación vinieron a Roshar —dijo Glys—, en la profundidad de los días más allá del recuerdo, en unos tiempos tan oscuros para la historia como el fondo del océano lo es para la luz, vosotros, Rlain, ya estabais aquí. Tu pueblo.

Rlain armonizó al Ritmo del Viento para algo tan antiguo como aquellos años lejanos. Los humanos habían llegado a Roshar hacía mucho tiempo… y habían traído a Odium con ellos. Había sido su dios, y luego había aceptado la lealtad de los antiguos cantores después de que Honor los traicionase. Rlain no había asimilado hasta entonces la verdad subyacente: que incluso Honor y Cultivación habían llegado a Roshar y encontrado allí a los cantores.

—Hace mucho tiempo, antes de que llegara ninguno de ellos, ¿teníamos formas? —preguntó—. ¿Había spren?

—No lo sé —dijo Glys—. Veo hacia delante, no hacia atrás. Buscaréis respuestas de aquellos más vetustos que yo. El Forjador de Vínculos ve hacia atrás. Siempre, sus ojos van hacia lo que ocurrió.

—Jasnah también —dijo Renarin en voz baja—. Conoce el pasado mejor que nadie. —Se volvió hacia el pasillo de ventanas—. Pero nosotros miramos hacia delante…

Rlain fue con él y los pasos de ambos crujieron como si hubiera cristal negro a sus pies, mientras recorrían las ventanas de cristal tintado que se alzaban a ambos lados creando un túnel de luz. Las ventanas eran las mismas a derecha y a izquierda: la primera mostraba a Renarin sentado en un trono, seguida por una oscura y creciente tormenta. Rlain la conocía. La tormenta eterna, que pasaba cada nueve días. Era fácil olvidarla en Urithiru, que en general se alzaba sobre ambas tormentas, pero llegaban informes. Impactos de relámpago. Trueno. En general, una destrucción menor que la provocada por la alta tormenta, pero acompañada de una sensación malévola y de algo que vigilaba, que esperaba su momento. Que se preparaba.

¿Por qué había una ventana que mostraba la tormenta, si ya había llegado? Rlain canturreó a Confusión. Y Renarin, para su sorpresa… ¿hizo lo mismo? O al menos lo intentó. Miró a Rlain y trató de imitar su tarareo. El intento de Renarin estaba fuera de ritmo y sonaba demasiado fuerte, como si fuese un niño probando una palabra demasiado grande para él. Pero… hasta entonces Rlain nunca había oído a ningún humano intentarlo siquiera.

—¿Se te ocurre por qué está eso aquí? —preguntó Rlain.

—No —dijo Renarin—. A veces las ventanas son como las de hoy, sin nada relevante que se distinga en absoluto.

La siguiente mostraba una especie de mirador sobre un risco, en el que Dalinar se alzaba ante una brillante figura dorada. En la lejanía, una ciudad se derrumbaba y se hundía en un agujero en expansión. Aunque la imagen era estática, Rlain sintió una especie de movimiento en ella. Como si la ciudad estuviera derruyéndose constantemente en ese hoyo.

—Esto lo identifico —dijo Renarin—. Por las notas de mi tía, de cuando transcribía las visiones de mi padre. Esta fue… ¿su primera visión? ¿O la última? Estaba en un acantilado y veía la destrucción de nuestra tierra natal.

—Lo cual… también ha sucedido ya —respondió Rlain a Consideración—. ¿Estamos seguros de que las ventanas nos enseñan el futuro?

—Lo harán —aseguró Glys—. Lo harán.

Quizá, añadió Tumi mediante una vibración en su interior. Solo quizá.

La cuarta ventana era un sorprendente y brillante campo verde, con unas figuras lejanas en él. La hierba no huía de ellas, así que quizá llevaran mucho tiempo allí de pie. Contó… ¿doce? Miró a Renarin, que alzó el brazo y apoyó una mano al lado de la ventana.

—Paz —dijo Renarin—. Esta me transmite una sensación de paz. ¿Quiénes crees que son?

Trató de canturrear a Confusión, muy mal, pero Rlain más o menos alcanzó a captar el sentido.

—Humanos —respondió Rlain—. Son todos humanos, creo. Ese podría ser un comecuernos, y ese otro un makabaki. Y esa de ahí… ¿Cómo se llaman esos humanos que tienen la piel azul?

—Los natanos —dijo Renarin—. A no ser que te refieras a los aimianos, que no son humanos, pero tampoco tan azules como la mujer de la imagen. —Titubeó, escrutando a la lejana mujer ataviada con una vistosa falda azulada, con el pelo blanco y la piel azul—. ¿A ti esto te dice algo?

—No. Lo siento.

Renarin suspiró.

—Parecen estar volviéndose más imprecisas. —Cerró los ojos—. ¿Esa última aún sigue ahí, al final?

Rlain miró más allá de Renarin hacia el «fondo» de aquel pasillo, y se sorprendió al encontrar allí una ventana, ensombrecida en la penumbra. No llegaba luz a través de ella, de modo que la había pasado por alto.

—¿Qué es eso? —preguntó Rlain, acercándose.

Mostraba solo un rostro. Una simple cara con intricados patrones, de negro y rojo arremolinados. Una cantora, mujeren, sobre fondo negro, grabada en vidrio. Mirándolo.

Entonces se movió.

Rlain dio un salto. A trompicones, la imagen se dividió y múltiples versiones de aquella cara se movieron, furiosas, ensanchando los ojos, mientras el Ritmo de la Agonía sacudía el marco. Las ventanas de alrededor se agrietaron, pero la del centro siguió vibrando. La cara de la mujeren vibró con violencia, y entonces sus manos asieron los bordes de la ventana, se cerraron sobre ellos, asomando, como si intentara liberarse.

Renarin chilló mientras las ventanas a izquierda y derecha se hacían añicos, revelando un oscuro páramo. Crecieron nuevas ventanas como enredaderas, cristalizaron y estallaron, dejaron tocones irregulares… pero, antes de romperse, Rlain alcanzó a distinguir imágenes. Ciudades en llamas. Cuerpos rotos.

Sobre todo ello se alzaba el Ritmo de la Agonía, y las palabras de la cantora resonaban con el ruido. Lo romperé. Lo romperé TODO.

Renarin agarró a Rlain y, de algún modo, lo sacó de la oscuridad. Dio un solo paso y había desaparecido. Estaban de nuevo en los campos, rodeados de aire caliente y granjeros perplejos.

Rlain cayó a cuatro patas y sus rótulas de caparazón rasparon la piedra mientras el sudor se le acumulaba bajo el cuello en los bordes del cráneo y le caía a chorro por la cara. Renarin se derrumbó junto a él, tiritando.

—¿Esto es… lo que suele pasar? —preguntó Rlain.

—Esto ha sido nuevo. ¿Has identificado esa cara?

—No, pero el ritmo era Agonía —dijo Rlain. Respiró hondo—. Es de los ritmos nuevos. De los que solo están disponibles para quienes son regios o Fusionados.

Renarin cerró los ojos.

—Bienvenido a la fiesta, supongo.

—¡Pero acabas de decir que esto es nuevo! —exclamó Rlain a Traición—. ¡Dando a entender que no sucede todas las veces!

—Ya, pero es que siempre pasa algo nuevo. Así que te acostumbras a no acostumbrarte a nada. Nunca jamás.

—Maravilloso.

Rlain se dejó caer bocarriba, obligándose a armonizar a Paz y contando los movimientos del ritmo para tranquilizarse.

—Lo siento —dijo Renarin al cabo de un tiempo, incorporándose—. Por meterte en esto.

—Quería un spren —respondió Rlain—. Me lo he buscado yo solito.

—Querías volar —dijo Renarin—, como los demás.

—Soy un oyente, Renarin. Nunca hago las cosas igual que todos los demás. —Volvió a respirar hondo—. Esto parece más útil que volar. Suponiendo que logremos encontrarle algún sentido.

Renarin asintió y, al poco, sonrió. Los humanos tendían a ser demasiado expresivos con el rostro, así que tal vez no fuese nada. Pero Rlain preguntó de todos modos.

—¿Pasa algo gracioso?

—Es solo que sigo contento —dijo Renarin— de no ser el único.

Rlain canturreó a Apreciación antes de recordar que no significaría nada para un humano. Siempre se le olvidaba, aunque ya llevase más de dos años entre ellos. Pero antes de poder explicarse, una sombra cayó sobre él. Echó atrás la cabeza y vio a Shallan, con los brazos en jarras, vestida con un atuendo de cuero que recordaba a una armadura, abrigo blanco y sombrero a juego.

—¿Descansando? —dijo la recién llegada—. ¿Faltan ocho días para que se decida el destino del mundo y vosotros dos os echáis una siestecita en el campo?

Rlain canturreó a Irritación. A veces era conveniente que los humanos no lo entendiesen, porque, en compañía de cantores, habría sido una grosería.

—Venid —añadió Shallan—. De verdad que necesito vuestra ayuda.

—¿Qué problema hay? —preguntó Renarin, levantándose.

—Está relacionado con tu padre —dijo ella—, el Reino Espiritual y un grupo de personas que están buscando la prisión de una spren antigua y malvada. Ba-Ado-Mishram. ¿La conocéis?

Mishram.

Sí, Rlain conocía ese nombre. Había gobernado a los cantores mucho tiempo atrás. Era la spren que había querido perpetuar la lucha después de que los Fusionados desaparecieran. La que estaba decidida a exterminar a la humanidad y agravar la guerra.

Esa spren era la razón de que el pueblo de Rlain hubiera abandonado sus formas y se marchara. Era la reina de los dioses a los que habían renunciado.

Y Rlain sospechaba que acababa de toparse con su cara en la visión.

El Archivo de las Tormentas 5, Viento y Verdad - Takama. por Dan Dos Santos

Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.

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