AVANCE OFICIAL – El Archivo de las Tormentas 5 – Viento y Verdad: capítulos 27 y 28
Bienvenidos, una semana más, a la lectura de los avances de Viento y Verdad, la quinta entrega de El Archivo de las Tormentas.
Es un lunes triste y atípico, y desde aquí, queremos mandar todo nuestro apoyo a quienes nos estéis leyendo desde todos los rincones de España, especialmente Valencia, donde los trágicos incidentes de los pasados días han causado horribles pérdidas humanas, y terribles daños materiales y económicos que necesitarán de mucho tiempo para empezar a solucionarse.
También, para quienes nos estén leyendo, si queréis colaborar y aportar un granito de arena para ayudar a aliviar en la medida de lo posible a todas estas personas que se encuentran en una situación increíblemente complicada, aquí hay algunas opciones:
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La información facilitada arriba proviene de organizaciones oficiales. Nosotros, como cosmere.es, no gestionamos donaciones particulares.
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Como siempre, os dejamos el CosmereCast incluido en la lista de reproducción que tenéis disponible en la página de índice de los avances de Viento y Verdad, disponible también en iVoox y Spotify.
Un abrazo muy grande a todo el mundo y, por favor, cuidaros mucho.
Viento y Verdad: capítulos 27 y 28. traducción de manu viciano.
Título original: Wind and Truth, escrito por Brandon Sanderson, © 2024 Brandon Sanderson, © Manu Viciano por la traducción. Publicado por acuerdo con la editorial Nova, parte de Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.
27. Lo correcto
Veintiséis años antes
El padre de Szeth, Neturo-hijo-Vallano, se arrodilló al lado de la nueva piedra. La madre de Szeth, Zeenid-hija-Beth, estaba supervisando las lecciones de pintura en el pueblo, así que le habían enviado un mensaje por medio de Tek, uno de sus loros portadores. El viento les traía el penetrante aroma de las ovejas, congregadas en el cercano pasto.
Szeth estaba escondido detrás de su padre, asomando un ojo por un lado. No sabía muy bien por qué le daba tanto miedo aquella piedra nueva. Adoraba la roca que ya tenían, y dar con una nueva era sin duda motivo de celebración, pero, para su vergüenza… desearía no haberla encontrado. Las novedades significaban posibles celebraciones, posible atención, posible cambio. Él prefería los días tranquilos llenos de viento lánguido y balidos de ovejas. Las noches junto a la chimenea o la hoguera, escuchando las historias que contaba su madre. No quería nada nuevo y grandioso. Szeth ya tenía lo que le gustaba.
—¿Qué hacemos, padre? —preguntó Elid—. ¿Llamamos a los chamanes de piedra?
—Depende —dijo él—. Depende.
Su padre era un hombre calmado, con una larga barba que le gustaba llevar atada por abajo con una cinta verde a juego con las de los brazos, que formaban entre todas su toque de color. Tenía permitido llevar tres por su posición elevada como instructor de otros pastores. Llevaba la cabeza cubierta por su habitual sombrero alto de junco con el ala ancha, y lucía un poquito de barriga que revelaba su talento como cocinero. Tenía todas las respuestas. Siempre.
—¿Qué duda hay en esto, padre? —preguntó Szeth, mirando desde detrás de él hacia la pequeña piedra—. Tenemos que hacer lo correcto.
Su padre miró hacia su piedra de mayor tamaño y luego hacia la nueva.
—Una sola roca es una bendita anomalía. Dos… podrían significar más. Podrían significar que los spren han elegido esta región.
—¿A qué te refieres? —dijo Elid, con los brazos en jarras.
—Me refiero a que podría haber más rocas ocultas bajo la superficie —respondió su padre—. Los chamanes de piedra querrán aislar la región entera, preservarla y vigilarla durante unos años para ver si emerge alguna cosa más.
—¿Y… nosotros? —preguntó Szeth.
—Bueno, tendríamos que mudarnos —dijo su padre—. Derruir la casa, por si da la casualidad de que está en terreno sagrado. Instalarnos allá donde el granjero encuentre tierra para nosotros. Quizá en el pueblo.
¿En el pueblo? Szeth se volvió y miró hacia el horizonte, aunque las onduladas colinas le tapaban Monteclaro a menos que subiera a una de ellas. Estaba cerca, más o menos a una hora andando, pero era un sitio que le parecía ruidoso, atestado. En el pueblo no daba la impresión de que las montañas estuviesen a tiro de piedra, porque los edificios impedían verlas. Era como si las praderas se hubieran vuelto marrones, reemplazadas por apagadas calles. No se olía la brisa marina.
No era que Szeth odiara el pueblo. Pero le daba la sensación de que el pueblo odiaba las cosas que él adoraba.
—¡Yo no quiero mudarme! —gritó Elid—. ¡Hemos encontrado una piedra! No deberían castigarnos por eso.
—Pero, si es lo correcto —dijo Szeth—, tenemos que hacerlo. ¿Verdad que sí, padre?
Neturo se levantó, tirándose de los pantalones, y esperó. A poco tiempo Szeth distinguió a su madre recorriendo con prisa el camino entre las colinas hacia su casa. Llevaba una larga falda verde como su toque y, aunque solo era una prenda, el tamaño… bueno, era una cantidad de color audaz para su categoría. Llevaba un delantal blanco, y el pelo castaño claro se le rizaba alrededor de la cabeza como una nube.
Llevaba una de las palas del pueblo, una reliquia hecha a partir de metal que jamás había visto la piedra, por moldeado de almas, creada por un portador de Honor y entregada como regalo.
Szeth se quedó boquiabierto. Aquello no podía significar que…
Su madre llegó junto a ellos con la pala al hombro. El padre de Szeth señaló la piedra nueva con el mentón y su madre dejó escapar un suspiro de alivio.
—¿Tan pequeña? Tu mensaje me había preocupado, Neturo.
—Madre —dijo Szeth—, ¿qué estás haciendo?
—Solo un cambio rápido de posición —respondió ella—. He tomado prestada una pala, pero no le he explicado a nadie para qué. Sacaremos la piedra y la moveremos unos pocos cientos de metros. Dejaremos que llueva un poco y, cuando parezca que ha asomado por sí misma, se lo diremos a todo el mundo.
Szeth dio un respingo.
—¡No podemos tocarla!
Su madre sacó unos guantes.
—Claro que no. Por eso traigo esto, cariño.
—¡Es lo mismo! —exclamó Szeth, horrorizado. Miró a su padre—. No podemos hacer eso, ¿verdad?
Su padre se rascó la barba.
—Supongo que depende de lo que opines tú, hijo.
—¿Yo?
—Tú has encontrado la piedra —dijo su padre, y lanzó una mirada hacia su madre, que asintió—. Así que tú decides.
—Decido lo que sea que es correcto —respondió Szeth al instante.
—¿Es correcto que perdamos nuestro hogar? —preguntó su padre.
—Eh…
Szeth miró hacia la casa.
—Puede que aquí abajo haya docenas de piedras —dijo su padre—. Si es el caso, por supuesto que deberíamos mudarnos. Pero a lo largo de los siglos que lleva lloviendo en esta región, solo han aparecido dos. Así que lo veo improbable. Mover la piedra unos centenares de metros hará que los chamanes vigilen esta zona, pero, estando las rocas tan apartadas, se preocuparán menos. Solo que eso exigiría que la trasladáramos nosotros. En secreto.
—Odiamos a los caminapiedras —dijo Szeth— por su forma de tratar la roca.
Su padre se arrodilló y le puso una mano en el hombro.
—No los odiamos. Es solo que no conocen la manera correcta de actuar.
—Vienen a saquearnos, padre —dijo Elid, cruzándose de brazos.
—Ya, bueno —dijo él—. Esos hombres sí que son malvados, pero no es porque vivan en un lugar con demasiada piedra. Es por las decisiones que toman. —Sonrió a Szeth—. No pasa nada, hijo. Si quieres que informemos de esto, en fin, lo haremos.
—¿No podéis… decirme qué hacer? —pidió Szeth.
—No, me parece que no —dijo su padre—. Es injusto ponerte en ese brete, lo sé, pero los spren te concedieron a ti la primera visión. Debes decidir tú. Podemos mover la piedra o podemos mover nuestra casa. Aceptaré cualquiera de las dos cosas.
—¿Dejamos que lo consulte con la almohada? —propuso su madre.
—No —dijo Szeth—. No. Podemos… mover la piedra.
Los tres se relajaron al oírlo, y Szeth sintió un repentino y vergonzoso resentimiento. Su padre había dicho que Szeth podía elegir, pero era evidente que todos preferían una de las opciones. Y él no la había escogido porque fuese la correcta, sino porque había intuido sus deseos.
Pero ¿cómo podían querer aquello todos si no era lo correcto? A lo mejor estaban viendo algo que él no, a lo mejor Szeth no estaba a la altura. Pero, si fuera así, se habrían limitado a decirle lo que pretendían hacer y lo habrían hecho. Y él no habría tenido problemas con ello. ¿Por qué darle a elegir? ¿No entendían que así convertían aquello en culpa suya?
Su madre se puso los guantes y empezó a cavar. Szeth se encogió cada vez que la pala raspaba la piedra. Ese sonido metálico no era natural. Deseó que descubriesen que la roca era gigantesca, para que no les quedara más remedio que renunciar al plan. Pero resultó ser pequeña. De unos veinte centímetros y un apagado color gris. Szeth podría haberla sostenido con una mano, si hubiera querido.
Moli la oveja se frotó contra él, al parecer percibiendo su tensión, y Szeth se aferró a su lana, a su calor. Hasta su madre parecía un poco dubitativa, después de haber sacado la piedra. Dio un paso atrás, dejándola en el agujero.
—La has arañado —dijo Elid—. Parecerá… un poco evidente.
—Cuando esté enterrada otra vez —respondió su madre—, nadie verá los arañazos.
—¿Nos meteríamos en un lío muy gordo si alguien lo descubriera? —preguntó Elid.
—Sospecho que al granjero no le haría gracia —dijo su padre. Entonces rio, y parecía una risa sincera—. Haría falta bastante tarta para compensárselo. No me mires así, Szeth. Mostramos devoción porque elegimos hacerlo. Por tanto, la clase de devoción que tengamos nos corresponde decidirla a nosotros.
—No… no lo entiendo —dijo él—. ¿Los chamanes de piedra no nos dicen lo que hacer?
—Ellos comparten las enseñanzas de los spren —explicó su madre mientras se ponía la pala al hombro—. Pero nosotros interpretamos esas enseñanzas. Lo que estamos haciendo hoy es lo bastante reverente para mí.
Szeth meditó sobre aquello y se preguntó, dado que aquella no era la primera pista que veía en su vida, si no sería ese el motivo de que eligieran vivir fuera del pueblo. Muchas familias de pastores vivían por lo menos parte del año en él. La familia de Szeth iba de visita cada mes para sus devociones, así que tampoco se atrevía a pensar que su familia no fuese religiosa. Pero, cuanto más crecía, más preguntas le entraban.
¿Cómo le hacía sentir que sus padres estuvieran haciendo una cosa que Szeth sabía que los chamanes no aprobarían?
Seguían todos allí de pie, contemplando la piedra, cuando sonaron los cuernos. Su padre alzó la mirada y entonces susurró una plegaria a los spren de su roca. El cuerno significaba que había incursores en la costa meridional. Caminapiedras.
Szeth sintió una punzada de pánico.
—¿Qué hacemos?
—Reunir a las ovejas —dijo su padre—. Y rápido. Tenemos que llevarlas al valle de Dison, al otro lado del pueblo. El granjero tiene tropas en esa zona. Más hacia el interior, estaremos a salvo.
—Pero ¿y esto? —preguntó Szeth, señalando la piedra—. ¿Y esto?
Su madre, con repentina determinación, se agachó y la agarró con las manos enguantadas. Se quedaron los cuatro muy quietos, mirando hacia su roca familiar. Que permanecía allí, inmóvil. Sin fulminarlos a ninguno. A Szeth le pareció, por la forma en que sus padres se relajaron poco a poco, que no habían estado seguros.
Al menos, aquello indicaba que sus padres no habían estado moviendo piedras en secreto desde que Szeth era pequeño. Su madre fue hasta un árbol que había más cerca de la casa, dejó con cuidado la piedra en un recoveco nudoso entre las raíces y la escondió con hojas.
—Bastará de momento —dijo—. Si los incursores acaban viniendo aquí, no le darán importancia a una roca. No veneran la piedra ni a los spren que viven dentro de ellas. Vosotros reunid las ovejas y yo devolveré la pala.
Su padre y Elid fueron a hacerlo. Szeth abrazó a Moli, deseando que ese día no hubiera empezado nunca.
28. Obstáculo
No tengo las respuestas, y siempre habrá quienes me censuren por esa decisión que tomé. Pero permitidme enseñaros con esto una verdad que a menudo se malinterpreta: en ocasiones, ponerse en pie y marcharse no es debilidad, sino fuerza.
De El camino de los reyes, cuarta parábola.
Iyatil echó a correr hacia la cámara principal, dándole tiempo a Shallan para que metiera la mano en la manga y activara la vinculacaña que llevaba sujeta al brazo. Una pulsación larga, mantenida, que haría que el rubí de la otra vinculacaña brillara de forma intermitente, señalando una emergencia.
Shallan se volvió para subir la escalera corriendo.
Radiante la detuvo. Había engañado a Mraize e Iyatil. Lo había conseguido. Eran solo personas. Mortíferas, capaces, manipuladoras. Pero personas. En algunos aspectos, menos competentes que Shallan, pues, si de verdad tenían spren, eran muy novatos con ellos. Llevarían como mucho unos días vinculados.
En vez de huir, Radiante se arrancó aquella ridícula peluca y la máscara.
—Armadura —ordenó.
¡Shallan!
La recubrió en un latido, y un intenso brillo que salía de la parte delantera del yelmo iluminó la estancia. Patrón llegó a continuación, invocado por ella, como una resplandeciente espada plateada. ¿Y Testimonio?
No iba a pedirle a Testimonio que matara de nuevo. Shallan extendió el brazo izquierdo y Testimonio apareció como un poderoso escudo, sujeto al antebrazo, ligero como una glifoguarda de tela.
Shallan ya no era una niña, confusa, aterrorizada, obligada a matar con un collar regalado. Habría pronunciado la verdad. Y ese día era la Radiante que en otro tiempo solo había podido imaginar.
En la cámara principal de las balas de paja, Iyatil gritó a los demás:
—¡La Tejedora de Luz está aquí! ¡Se hacía pasar por Aleen!
Radiante cruzó el umbral y comprobó las esquinas. Bajó la punta de su arma en dirección a Lieke, que estaba cerca. El hombre enmascarado huyó hacia atrás, pisando miedospren violetas. Radiante no se lo podía reprochar. Enfrentarse a una portadora de esquirlada sin esquirlas no era un acto nada sabio. A menos que fueses un hombre del puente con cara de tormenta, claro.
Al otro lado de la cámara, Mraize se percató de su presencia y sonrió. El muy tormentoso se enorgullecía de ella. Levantó con calma su balista de mano y disparó una saeta normal, sin iluminar. Radiante la desvió sin problemas con su escudo, y entonces la asaltó un nuevo miedo: ¿qué pasaría si la antiluz entraba en contacto con un arma esquirlada?
Tormentas, estaban en territorio desconocido.
Iyatil le arrancó la balista a Mraize de las manos. Cerca, los demás Sangre Espectral estaban ganándose el respeto de Shallan. Cuando había llevado a cabo operaciones similares contra grupos como los Hijos de Honor, había desatado una confusión masiva. En cambio, los Sangre Espectral se movían con deliberada coordinación, desplegándose, dos de ellos invocando hojas esquirladas, los otros desenvainando armas convencionales.
El rápido movimiento de Iyatil hizo evidente por qué se había retirado en vez de enfrentarse a Shallan. Apuñalar a una Caballera Radiante venía a ser inútil, así que necesitaba algo más potente. Sacó una saeta del carcaj de Mraize y alzó la balista ya cargada con ella, refulgiendo. Mraize había elegido un proyectil convencional, pero Iyatil iba a dispararle antiluz tormentosa.
Shallan retrocedió a la sala de los trofeos. Echó una mirada por encima del hombro y vio a los Sangre Espectral replegándose hacia el lado oeste de la gran cámara. Tormentas, pues claro que tenían otra salida. Por los fríos vientos de Condenación que no iban a atraparse a sí mismos, lo cual implicaba que Shallan no podía limitarse a defender aquella sala y esperar a los demás.
Se situó en el umbral y gritó:
—¡Mraize!
Su yelmo amplificó el sonido, como si hubiera pronunciado el nombre con diez veces la fuerza original. «Caray».
¡Shallan!, exclamó la armadura, de algún modo transmitiéndole un «de nada».
Mraize dejó de retirarse y se volvió hacia ella.
—¿Vas a convertirte en la presa? —preguntó Shallan en tono imperioso—. ¿Vas a huir ante la sabuesa-hacha?
—Hasta un maestro cazador se oculta de la tormenta —replicó él—. Me enfrentaré a ti cuando llegue el momento, Pequeña Daga.
—¿Por qué no ahora? —preguntó ella, avanzando.
Iyatil estaba tirando del brazo de Mraize para llevárselo, con la balista baja a un lado. Lieke abrió una puerta oculta en la pared occidental. Los otros salieron por ella, uno tras otro, sin empujarse.
Shallan extendió los brazos a los lados y descartó tanto a Patrón como a Testimonio.
—Id a buscar a los demás, a ver por qué tardan tanto —susurró a los spren.
Podía volver a invocarlos, pero no quería ponerlos en peligro si se disparaba aquella saeta. Iyatil apuntó hacia ella con su balista, pero no apretó el gatillo. Sabía que no podría hacer más de un disparo. Los demás estaban escapando, pero, mientras Iyatil y Mraize siguieran concentrados en Shallan, estaría ganando tiempo para que llegase la fuerza de asalto.
—He visto a Mishram —dijo Shallan—. Relámpago en sus ojos. Pelo como la medianoche. La he visto.
Funcionó. Los dos se fijaron en ella incluso con más atención.
—Mishram está presa —replicó Iyatil.
—¿Alguna prisión puede retener de verdad a una diosa? —preguntó Shallan, dando un paso adelante—. Sea cual sea la ventaja que esperáis obtener de ella, estáis equivocados. Es malévola y horrible, la esencia del odio, encarcelada durante dos mil años. Te destruirá, Mraize. Planees lo que planees, el riesgo no merece la pena.
Mraize entrelazó las manos a su espalda y la observó. El argumento no era ninguna maravilla, porque Mraize siempre estaba dispuesto a hacer grandes apuestas y no lo movía el miedo, pero no se le había ocurrido nada mejor en el momento.
Aun así, tenía la mirada fija en Radiante. ¿Estaba pensando en lo que había dicho o…?
No, aportó Velo. Está pensando en cómo lo hemos sorprendido al colarnos aquí. Y en lo atrevidas que somos quedándonos plantadas delante de esa arma.
—No tenemos por qué ser enemigos —le dijo a Mraize.
—No eres mi enemiga —respondió él—. Eres mi obstáculo.
Iyatil se movió.
Va a disparar.
Shallan se arrojó a un lado mientras espiraba y expulsaba toda su luz tormentosa a propósito. Utilizó parte de ella para crear dos ilusiones de sí misma, una saltando en sentido opuesto y la otra estática.
Iyatil localizó a la Shallan correcta y disparó.
¡Vete!, ordenó Shallan a la armadura.
¿Shallan?, enviaron los spren, pero obedecieron y se esfumaron justo en el instante en que la saeta de ballesta se le clavaba en las costillas. Shallan rodó mientras caía, con un gruñido por la repentina sacudida de dolor. Estuvo a punto de absorber luz tormentosa, pero se contuvo a la fuerza. No. No.
El proyectil tenía la punta metálica y una gema enganchada en el asta. Esa punta… estaba diseñada, como las armas de los Fusionados, para desplazar luz. En ese caso, inyectaba la antiluz, haciendo que le recorriera el cuerpo. No dolía, al menos no en comparación con la herida en sí, pero estaba mal. Era un frío que le merodeaba por las venas, transportado de un lado a otro de su cuerpo con cada latido del corazón.
Unos dolorspren treparon desde el suelo de piedra a su alrededor. Aquella sensación era antinatural, contraria a su misma esencia, pero… Shallan sintió que podría haberla absorbido, como si fuese luz tormentosa normal. Decidió no intentarlo, ya que no parecía capaz de hacerle daño mientras apretase la mandíbula para aguantar el suplicio y se negara a usar la luz tormentosa que la sanaría. Porque si las dos se juntaban…
Entre lágrimas de dolor, vio que Mraize cogía a Iyatil por el brazo y señalaba hacia la salida. Pero ella sacó un cuchillo de la vaina que llevaba al cinto y avanzó en dirección a Shallan.
Entonces, por suerte, algo los distrajo. ¿Gritos procedentes del pasillo oculto?
El techo del centro de la cámara, entre Shallan y ellos dos, se fundió.
Cayó piedra derramada de un agujero que tendría unos dos metros y medio de diámetro, como si de pronto se hubiera transformado en barro. Salpicó en el suelo de la caverna, fallándole al estrado por escasos centímetros y sin alcanzar a ninguna persona, y al instante se endureció. Por el hueco entró una docena de Corredores del Viento, uno tras otro, y Shallan vio que el último transportaba a Erinor, el marido de Darcira, un Custodio de la Piedra. Eso explicaba lo del barro.
Con la mano en la herida y los dedos ensangrentados alrededor de la saeta de ballesta, Shallan miró a Mraize a los ojos.
Entonces Lieke, que se había quedado atrás, Iyatil y él desaparecieron. El aire a su alrededor se distorsionó con un leve tinte entre negro y violeta y los tres se esfumaron.
Szeth calló después de haberle hablado a Kaladin un poco sobre su familia, cuando ya llevaban unas horas cruzando el bosque. Una historia sobre el descubrimiento de una piedra, contada un poco a trompicones. Kaladin no había interrumpido la narración, contento de que el otro hombre por fin se sincerara un poco. Además, aprender sobre los shin era interesante por sí mismo.
Esa vez, cuando Szeth dejó de hablar, ya no continuó.
—¿Oíste un cuerno? —lo animó Kaladin al cabo de un tiempo—. ¿Qué significaba?
—He terminado por ahora —dijo Szeth.
Kaladin suspiró, pero no dio más signos de estar molesto. Por lo menos, aquella historia había sido algo. No tardaron en llegar a un despeñadero. Allí el camino descendía en una serie de escarpados serpenteos, así que tomaron un pequeño atajo aéreo. Kaladin se sintió vigorizado, bañándose en la luz de un sol que había superado su cénit y descendía ya hacia el horizonte.
—¿Tenéis bosques cerca de tu hogar? —preguntó Szeth mientras descendían con parsimonia, rozando la punta del follaje.
—No como este —dijo Kaladin—. No había visto nunca un verdadero bosque hasta que llegué a las Llanuras Quebradas e hice una excursión a la zona de cosecha, a medio día de marcha al norte.
—Yo pensaba que no podían existir árboles fuera de Shinovar. —La luz tormentosa escapó de entre los labios de Szeth—. ¿Cómo iban a crecer sin tierra fértil?
—Pues yo —dijo Kaladin— no me imaginaba que los tuvierais aquí. Sin nada a lo que pudieran agarrarse sus raíces.
Szeth gruñó al oírlo y se enlazó en un descenso constante por la ladera. Kaladin lo siguió mientras los árboles menguaban y Szeth y él iban aproximándose al verdadero Shinovar, una extensa llanura de vibrante verde. Kaladin había estado en muchos campos, pero se dio cuenta de que nunca había visto un lugar tan vivo como aquel prado. Aunque, de nuevo, no había ningún vidaspren, cosa que le pareció rara.
En todo caso, los campos de casa tenían hierba, pero las briznas estaban más espaciadas y dejaban ver la piedracrem marrón de debajo. Allí la hierba crecía como el musgo, alcanzando una densidad agresiva. Como si las briznas individuales hubieran formado turbas, ejércitos, bloques de picas.
Siguiendo a Szeth, Kaladin aterrizó en un saliente de la ladera. Mientras Szeth se sentaba para examinar el terreno que se extendía ante ellos, Kaladin anduvo hasta el borde, sintiendo cómo se le agotaba la luz tormentosa y su peso completo se asentaba en él, cómo sus pies se hundían más de lo acostumbrado en el blando suelo. El paisaje, con sus suaves colinas verdes y su grueso manto de hierba, le recordaba a un océano. Cada pendiente una ola, cada árbol un barco. Había hasta lo que creyó que podría ser una manada de caballos salvajes en la lejanía. Increíble.
—Ahora lo entiendo —susurró.
—¿El qué? —preguntó Szeth.
—Veo cómo sobrevive tu tierra. Esa hierba… no se mueve, no reacciona. Pero da la impresión de que podría tragárselo todo. De que quiere consumirme.
—Y lo hará, cuando mueras —respondió Szeth en voz baja—. Nos tomará a todos. Sin duda, más tarde de lo que merecemos.
Qué forma de pensar tan maravillosa. Syl aterrizó al lado de Kaladin mientras adoptaba su forma a tamaño humano y con matices violetas. Sonreía de oreja a oreja, por supuesto.
—¡Mira esos árboles solitarios! —exclamó, señalando—. Míralos ahí plantados, todos solos, sin preocuparse de nada en el mundo.
Allí los árboles no necesitaban compañeros con los que entrelazar las raíces. Pero lo que más raro le resultó a Kaladin, cuando por fin se le ocurrió prestarles más atención, fueron los edificios. Aquella región no estaba demasiado poblada, pero se distinguía un pueblo, quizá del tamaño de Piedralar, además de varias granjas apartadas.
Esas construcciones no parecían nada bien protegidas, casi como si les gritasen a las tormentas que se las llevaran. Estaban lejos, pero le dio la sensación de que eran de madera, y parecían endebles. Con paredes verticales en el lado este, y nada menos que ventanas también en esa parte. Kaladin sabía que la gente de allí no tenía que combatir las tormentas, pero aquellas casas lo ponían nervioso. Le hacían pensar que la gente debía de ser débil, inocente, necesitada de protección. Como niños perdidos vagando por un campo de batalla.
—Esto está mal —dijo Szeth.
—Sí —convino Kaladin, arrodillándose junto a él en la hierba, que les llegaba a la pantorrilla—. ¿Cómo vive aquí la gente?
—En paz, cuando los tuyos se lo permiten —respondió Szeth, con los ojos entornados.
Estaba sentado en una postura algo incómoda, con su extraña espada negra sujeta a la espalda. Era un buen ejemplo de por qué la gente solía invocar las hojas esquirladas, en vez de llevarlas. Aquella arma tenía un tamaño poco manejable: demasiado larga para envainarla a la cintura, pero difícil de desenfundar cuando se llevaba así a la espalda.
Szeth le lanzó una mirada y negó con la cabeza.
—Hay algo que está mal aquí. No las cosas que ves tú con la perspectiva de un caminapiedras, Kaladin. Fíjate. ¿La región no te parece más… oscura de lo que debería?
Kaladin siguió el dedo con el que Szeth señalaba hacia una elevación a su derecha, siguiendo los acantilados de la montaña. Sí que estaba más oscura que las piedras y la tierra de alrededor. Pero… no había ninguna nube visible que proyectara esa sombra. Kaladin entrecerró los ojos y le pareció entrever unas volutas de negrura elevándose del suelo.
—¿Qué hay ahí? —preguntó.
—El monasterio —dijo Szeth—. Tenemos diez. La mayoría albergan las hojas de Honor.
Las legendarias armas de los Heraldos. Szeth había empuñado una cuando mató al rey Gavilar. Luego, por desgracia, había caído en otras manos… en las de un hombre que debería haber sido el hermano de Kaladin.
—¿Guardáis las hojas de Honor en monasterios? —preguntó Kaladin.
—Uno por cada orden Radiante, aunque la hoja de Talmut no está, claro, como tampoco la de Nin. Ahora Ishu también ha reclamado la suya. En todo caso, cuando alguien recibe el mismo honor que se me concedió a mí en mi juventud, viaja de un monasterio a otro en peregrinaje, para entrenar en los que tienen una hoja de Honor y dominar todas las potencias. Ese de ahí delante es el primero en el que viví, pero no tiene hoja.
—¿Cuál es? —preguntó Syl desde el borde del saliente, con la mirada fija en paralelo a la falda, hacia aquella lejana fortaleza de la cumbre—. ¿Qué hoja debería haber en él?
—La de Talmut. Vosotros lo llamáis Talenelat, o Taln. Tendón de Piedra, el Portador de las Agonías.
—Esa oscuridad —dijo Kaladin— me recuerda a la que rodeaba el palacio de Kholinar. Allí vivía un Deshecho. ¿De verdad conociste a uno aquí, en Shinovar?
—Sí —respondió Szeth con suavidad.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Kaladin y, esperando animar a Szeth a contarle más, añadió—: ¿Después de que descubrieras una piedra en el terreno de tu familia?
—La reunión fue muy posterior —dijo Szeth—, pero ese día, el de la piedra y la incursión… ese día fue el principio.
—¿Quieres seguir contándomelo? —preguntó Kaladin.
—Nada de eso importa. Lo único relevante es la misión.
—¿Y la gente, tu familia, el…?
—Nada de eso importa —repitió Szeth—. Deberíamos hacer noche aquí y visitar el monasterio por la mañana. A no ser que quieras investigarlo ya.
Kaladin contuvo su enfado con Szeth y miró de nuevo aquella zona de oscuridad. Luego echó un vistazo hacia el sol, que ya estaba próximo al ocaso. No estaba seguro de cómo se relacionaba todo aquello: Ishar, lo que le había encargado Dalinar y la historia de Szeth. Pero, si de verdad había un Deshecho, prefería no arriesgarse a encontrarlo de noche. Kaladin se había enfrentado a aquellos seres en Kholinar, y no había logrado proteger a la gente. Incluso el Deshecho al que había derrotado más adelante, el que había ocupado el cuerpo de Amaram, había sido peligrosísimo.
—Acampar suena bien —dijo Kaladin—. Pero retrocedamos un poco, detrás de ese recodo, para resguardar la hoguera y cocinar a gusto.
—No necesitamos cocinar nada —protestó Szeth—. Traemos raciones de viaje.
Pero Kaladin insistió. Y Szeth fue tras él y no puso más objeciones a encender un fuego, por suerte. Porque Kaladin necesitaba que ese hombre se sincerase.
Y se le había ocurrido probar un viejo truco.
Tamara Eléa Tonetti Buono
Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.