AVANCE OFICIAL – El Archivo de las Tormentas 5 – Viento y Verdad: capítulos 23 y 24

Aquí estamos, de lunes de avances de Viento y Verdad, la quinta entrega de El Archivo de las Tormentas donde ya descubrimos el varias cosas sobre el Hermano, los spren y… Szeth.

Os dejamos el CosmereCast de la semana pasada que ya está incluido en la lista de reproducción que tenéis disponible en la página de índice de los avances de Viento y Verdad, disponible también en iVoox y Spotify, ¡donde ya estamos al día con todos los CosmereCast subidos!

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Viento y Verdad: capítulos 23 y 24. traducción de manu viciano.

Título original: Wind and Truth, escrito por Brandon Sanderson, © 2024 Brandon Sanderson, © Manu Viciano por la traducción. Publicado por acuerdo con la editorial Nova, parte de Penguin Random House Grupo Editorial, S.A.U.

El Archivo de las Tormentas 5, Viento y Verdad - Encabezados - Capítulo 23- ACUERDO

23. Acuerdo

Ojalá el hombre pudiera hacer lo mismo siempre. Si tuviera el poder de consagrar una ley en todos los códigos legales futuros, sería esa. Dejad que la gente se marche, si así lo desea.

De El camino de los reyes, cuarta parábola.

Las cuatro gotas cayendo ya se habían comprometido del todo como lluvia cuando el equipo de Radiante se situó en posición. Si aquellos últimos Sangre Espectral que faltaban iban a acudir a la reunión, llegarían pronto. Y si no tenía que venir nadie más… bueno, en ese caso era probable que hubiera una conferencia enemiga en marcha, lo que hacía incluso más importante que Radiante entrara en ese escondrijo.

Así que ayudó a Rojo a empujar un carrito de herramientas por la calle, entre lluviaspren que eran como velas con un ojo encima. Llegaron a una intersección justo delante de la guarida de los Sangre Espectral. A Radiante le parecía un descaro tremendo que la organización se hubiera instalado allí arriba. Mientras otros intentarían ocultarse en los rincones mugrientos de las peores partes de la ciudad, ellos habían escogido el centro de un tormentoso campamento militar. Mraize debía de tener en el bolsillo a unos cuantos altos cargos del ejército alezi. A Radiante le costaría trabajo sacarlos a todos a la luz.

Cuando estuvieron en posición, Rojo y ella empezaron a montar un pequeño toldo bajo la lluvia. Habían renunciado a sus tejidos de luz y confiaban en que las capas con capucha ocultasen su cara, por si aquella arena los delataba. Al poco tiempo, como esperaban, alguien de los Sangre Espectral se acercó a ver qué pasaba.

No era la vigilante enmascarada. Condenación. Radiante mantuvo la calma y dejó que Rojo se ocupara mientras ella esperaba, trasteando con las herramientas. La guardia que les interesaba, la de las máscara, asomó de entre las sombras del porche, pero no fue hacia ellos.

—Eh —dijo el otro Sangre Espectral al llegar—. ¿Qué es esto?

Se llamaba Umbra y tenía sangre comecuernos, aunque parecía más bien alezi a pesar de la barba bifurcada. Radiante pensó que la mujer enmascarada debía de haber ido a buscarlo mientras montaban el toldo.

—Nos han mandado aplanar esta intersección —respondió Rojo. Reparó en el uniforme alezi de Umbra—. Tengo la orden en algún sitio, sargento.

—¿Y se supone que trabajáis con lluvia? —espetó Umbra.

—Sí. Tormentosamente injusto. —Rojo señaló con el pulgar hacia el pequeño toldo—. Por lo menos, tenemos eso. Si quieres protestarle al comandante de operaciones del campamento, yo encantado de tomarme el día libre.

Umbra revolvió las herramientas y husmeó un poco bajo el toldo, mientras la guardia enmascarada merodeaba junto al edificio. Las sesiones con Adolin permitieron a Radiante distinguir en ella la presteza de una soldado competente: la pose, la atención despierta.

Con calma y meticulosidad, Radiante recolocó los utensilios después de que Umbra terminara de moverlos. Ese hombre tenía la complexión de un peñasco, por lo que sería fácil dar por hecho que era el más peligroso de los dos, pero no mostraba la desenvoltura relajada de la mujer de la máscara. Umbra dio un paso atrás, pensativo, con la lluvia goteándole de la barba. No le convendría llamar la atención, pero tampoco querría tener a unos trabajadores fortuitos tan cerca de su base, quizá oyendo cosas que no deberían.

—Recoged y marchaos a trabajar a otro sitio —le dijo a Rojo—, durante al menos un par de horas. No necesitáis autorización. Si alguien os pregunta, decidle que lo he ordenado yo.

Rojo lanzó una mirada a Radiante, que, con la capucha bien bajada, asintió.

—Muy bien, sargento —respondió Rojo con un suspiro.

Él y Radiante empezaron a desmontar el toldo despacio. Umbra regresó con la guardia enmascarada e intercambiaron unos susurros. Luego la centinela se quedó en posición junto a la puerta mientras Umbra pasaba dentro, llevándose un gran frasco de arena negra de los que estaban colgados fuera.

—Eso será un problema —bisbiseó Rojo entre el sonido de la lluvia al caer—. ¿Alguien ha oído la conversación?

—Mmm… —respondió Patrón desde el abrigo de Radiante—. Él ha dicho: «No quiero que estén ahí cuando lleguen Aika y Jezinor». Y la mujer ha dicho: «Se van ya, ¿sí?».

—Se supone que teníamos que hacer salir a la mujer bajita —dijo Rojo—. Necesitamos esa máscara.

—Voy yo a ocuparme de ella —respondió Radiante.

—¿Seguro? ¿Y si hace ruido?

—Seré rápida —le aseguró Radiante, viendo que Gaz llegaba al trote.

—Mi parte está hecha —informó Gaz—. ¿Por qué desmontamos el toldo?

—Enfádate por ello —le dijo Radiante, a sugerencia de Velo—. Exige saber quién ha dado esa orden. Finge que eres nuestro capataz.

Gaz se lanzó a ello con ganas, quejándose en voz muy alta de que no tenían autorización para trabajar en ningún otro sitio. Lo hizo tan bien que hasta atrajo unos pocos furiaspren. Perfecto. Shallan y Rojo instalaron de nuevo el toldo —apenas habían empezado a desmontarlo— mientras Gaz exigía hablar con el sargento que les había cambiado las instrucciones. Usando eso como excusa, Radiante le pidió a Patrón que se quedara atrás y fue hasta el edificio. Se metió en el porche, al resguardo de la lluvia, y titubeó ante la puerta.

La guardia salió de las sombras, con la máscara asomando de su capucha. Al igual que pasaba con Iyatil, la máscara hacía que aquella mujer pareciese… inhumana. Era de madera pintada, sin tallas ni rasgos faciales, y lo ocultaba todo salvo esos ojos. Fijos en ella.

—¡Ah! —exclamó Radiante—. Perdón. Pero, hum, nuestro capataz quiere hablar contigo. Hum. Es… Hum. Lo siento…

La centinela le cogió el brazo. Radiante se retorció y alzó la otra mano, llevando un estilete hacia el cuello de la mujer. La guardia le atrapó la muñeca, entornando los ojos, y entonces gruñó y empujó a Radiante hacia atrás, intentando derribarla.

Pero un año entrenando con Adolin había proporcionado a Radiante una firmeza inesperada. Resistió el empujón y mantuvo la postura, trabando la mirada con la mujer de la máscara.

Ahora, ordenó a su armadura.

Al instante la armadura cobró forma. No alrededor de Radiante, sino de la guardia, paralizándola donde estaba como había hecho con Rojo. Radiante captó el atisbo de unos ojos sorprendidos mientras el yelmo recubría el rostro de la mujer.

¡Shallan!, exclamaron los creacionspren, ansiosos.

—Que no pueda abrir la boca —dijo Radiante—. Como en el dibujo que os ha hecho Shallan, ¿entendido?

¡Shallan!, corearon ellos.

El único ruido que llegaba de la guardia eran sus amortiguados esfuerzos, por lo que, con un poco de suerte, el plan del yelmo estaba funcionado. Radiante pensaba que se lo habían explicado bastante bien a los creacionspren: necesitaban un mecanismo que mantuviese la mandíbula cerrada, haciendo que el yelmo se ajustara más en la parte inferior, por debajo de la máscara.

Comprobó la arena del frasco que colgaba del techo. Seguía negra, como había esperado. Se decía que era necesario un spren inteligente para activar aquella sustancia, y tenía sentido, o sería inútil que se volviera blanca en señal de alarma cada vez que a alguien le entraba ansiedad. Los spren de su armadura esquirlada no la habían afectado ni siquiera al obtener forma física.

Rojo y Gaz llegaron correteando.

—Ha funcionado —susurró Radiante, con el corazón aporreando.

Gaz señaló con el mentón hacia la mano izquierda de la mujer, inmovilizada en el acto de alzar un cuchillo hacia Radiante. El guantelete se había formado alrededor sin más, dejando sobresalir la hoja. Radiante ni se había dado cuenta de que había un cuchillo. Buena advertencia. Un año de práctica le había proporcionado cierta habilidad, pero eso no reemplazaba toda una vida de experiencia en batalla.

—Bueno —susurró Rojo, que traía el carrito—, eso podría habérselo curado.

—¿Y qué habría pasado entonces con la arena? —murmuró Gaz, señalando hacia el frasco de cristal—. No sabemos seguro si la sanación la activa o no. Si es que sí, la siguiente persona que cruzara esa puerta sabría que aquí ha estado algún Radiante. —Inspeccionó la armadura más de cerca, bloqueada como estaba—. Pero es verdad que ha funcionado. Apenas oigo a esa mujer.

La armadura ni siquiera temblaba con los esfuerzos de su cautiva por escapar. Juntos, lograron subirla al carrito de dos ruedas, la taparon con una lona y se la llevaron a su pequeño toldo. ¿Los habría visto algún guardia de la muralla? Darcira y el equipo de asalto estaban desplegados para interceptar a cualquiera que viniese corriendo, pero aun así Radiante se preocupaba.

Venga, deprisa, pensó Shallan, y tomó el control. No quería que los últimos Sangre Espectral que faltaban llegaran a la puerta y la encontraran sin vigilancia.

Gaz se situó en posición con los brazos alrededor de la cabeza de la mujer. Asintió.

Shallan tocó la armadura. ¿Puedes descartar solo el yelmo, por favor?, pidió.

¡Shallan!, exclamó la armadura, y el yelmo desapareció con una humarada de luz tormentosa. Gaz atenazó el cuello de la mujer con los brazos, ejecutando una presa de estrangulamiento perfecta. Shallan necesitó otra vez a Radiante durante un momento mientras veía asfixiarse a la mujer, con los ojos desorbitados y la piel poniéndose muy roja alrededor de la máscara.

Gaz no la mató, aunque sí la retuvo más tiempo del que Radiante consideraba necesario. Le había explicado antes por qué: suponiendo que tu atacante no quisiera matarte, la mejor forma de escapar de una presa estranguladora era fingir que caías inconsciente antes de tiempo. Así que Gaz no hizo caso a los forcejeos, ni a los dolorspren, ni a los ojos frenéticos, ni a la repentina flacidez, y siguió contando en voz baja.

Radiante nunca le había preguntado cómo era que sabía tanto del tema.

Gaz asintió y Shallan descartó la armadura y se desvistió hasta quedar en ropa interior mientras los otros dos Tejedores de Luz desnudaban, ataban y amordazaban a la guardia con eficacia. Gaz había advertido a Shallan que la gente no solía seguir desmayada mucho rato después de que la asfixiaran y, en efecto, la mujer ya empezaba a moverse un poco mientras Shallan terminaba de ponerse su ropa. Práctico cuero marrón, no muy entallado, además de una capa con capucha y una inquietante cantidad de cuchillos sujetos al cuerpo.

Aunque Shallan estaba acostumbrada a ser de menor estatura que los alezi, era un poco más alta que aquella mujer de fuera del mundo. Confió en que la diferencia no fuese muy perceptible. Llevaba el pelo recogido bajo una peluca, pero no había tenido muchas opciones, así que se angustió al ver que el pelo de la centinela era menos largo que en los retratos. Tormentas. Se lo había cortado, lo cual significaba que Shallan tendría que llevar la capucha puesta bajo techo. ¿Resultaría extraño?

Rojo se arrodilló junto a la mujer todavía inconsciente y, pareciendo más perturbado por aquello que por desvestir a una prisionera, trató de averiguar cómo se quitaba la máscara. Descubrieron que estaba sujeta por dos cordeles, que Rojo desató antes de separar la madera, pintada de rojo y naranja. Shallan había esperado que la tuviera pegada a la cara, porque siempre le había dado la impresión de que Iyatil llevaba la suya desde hacía tanto tiempo que la piel tenía que haber crecido por encima. Pero la suposición resultó errónea: era evidente que la máscara se retiraba y se limpiaba a menudo, pero sí que se llevaba puesta durante periodos largos, tanto que había dejado marcas en la cara de la guardia.

La mujer tenía la piel tan pálida como la de Shallan, y sin la máscara parecía mucho menos peligrosa. Aunque debía de estar en plena madurez, su rostro era suave, casi infantil.

«Para ya —pensó Shallan mientras Rojo le daba la máscara—. Tienes que dejar de comparar a toda la gente shin con niños». Era una mala costumbre. Además, aquella mujer ni siquiera era shin, sino alguien de fuera del mundo que casualmente parecía shin.

Shallan se ató la máscara y se puso la capucha. La máscara le cubría toda la cara y tenía un pequeño pico en el centro, inclinada por los lados. Era lo bastante ancha para que apenas se le viesen las orejas. Aparte de los agujeros de los ojos, tenía otros dos a la altura de la nariz para respirar y le faltaba una pequeña porción cerca de la boca, como si hubieran arrancado un mordisco de madera en la barbilla.

Rojo asintió.

—Queda bastante bien.

—Yo no lo veo tan claro —replicó Gaz, rascándose la mejilla—. Engañaría a un observador casual, pero ¿a los Sangre Espectral?

Shallan empezó a imitar la pose de la mujer. Peligrosa, preparada. Dio unos pasos con ese tipo de gracilidad descuidada que costaba años perfeccionar. Entornó los ojos tras la máscara, imitando la expresión de la mujer, transmitiéndola mediante la postura.

Bien hecho, pensó Velo.

Rojo le lanzó una mirada a Gaz, enarcando una ceja.

—Muy bien, sí —dijo Gaz—. Aún me pone los pelos de punta que pueda hacer cosas como esa. Pero no te quites la capucha, ¿eh? El pelo está mal.

Un momento después, Darcira entró bajo el toldo.

—¿Aún no estás en posición?

—Ya voy —respondió Shallan con un susurro, ya que era más fácil disimular la voz así.

—¿Has encontrado tu puesto de vigilancia? —preguntó Darcira a Gaz.

—Sí —dijo él—, y lo he neutralizado lo bastante rápido como para venir aquí a ayudar. ¿Por qué has tardado tanto tú?

—Tenía que ir a desplegar el equipo de asalto, por si no lo recuerdas —replicó Darcira—. ¿Qué hacemos si había más de dos puestos de observación vigilando la base?

Nadie tenía respuesta para eso, pero solo habían detectado dos al barrer la zona. Tendrían que confiar en sus habilidades. Shallan se guardó en la manga una de las vinculacañas del grupo, lanzó una mirada a Patrón, que abultaba la madera del carrito tarareando nervioso para sí mismo, y se despidió con la mano. Los dejó y se situó en el hueco del porche. Mantuvo la pose y la actitud que había tenido la mujer. Ciñéndose a las sombras. Callada.

Tú puedes con esto, le susurró Velo.

Aun así, el corazón le palpitaba como unos tambores de guerra de los oyentes. Iba a internarse ella sola en el baluarte enemigo, y no podía usar sus poderes. Pero era la única manera. ¿Qué hacías cuando había un guardia vigilando por si aparecías?

Convertirte en el guardia.

No habían pasado ni cinco minutos cuando Shallan vio a dos personas que llegaban deprisa a la madriguera de los Sangre Espectral. Aika y Jezinor, una pareja de mercaderes thayleños. Habían llegado con el séquito de la reina Fen, lo que explicaba que estuvieran entre los últimos. Habrían tenido que buscar una excusa para desplazarse a las Llanuras Quebradas.

El nerviosismo de Shallan fue desapareciendo mientras hacía ver que revisaba sus rasgos con las manos y luego sostenía el frasco de arena junto a cada uno de ellos. Ninguno pareció darse cuenta de que hubiera nada raro. Shallan llamó a la puerta con los nudillos, como le había visto hacer a la centinela. Umbra la abrió e indicó a los otros dos que pasaran. Shallan entró también tras ellos, y Umbra le sostuvo la puerta abierta. Confiarían en que sus puestos de guardia enviaran avisos por vinculacaña si se acercaba alguien al escondrijo. Tener un guardia apostado fuera demasiado tiempo era arriesgarse a llamar la atención.

Había llegado el momento. Velo tenía razón: Shallan podía con aquello. A no ser que tuviese que hablar demasiado. A no ser que hubiera un tercer puesto de guardia que no habían encontrado. A no ser que su disfraz fallara.

Demasiado tarde. Shallan se había metido de cabeza en la madriguera, llena de confianza. Ya solo le quedaba demostrar que era una depredadora o ver cómo la devoraban.

Navani dejó solo a Dalinar en la sala de las plantas para que hablara con el Padre Tormenta y salió con los demás, sabiendo que después la pondría al día.

Entró en un mundo de caos. Estrategas planificando, mensajeros transmitiendo órdenes, todo puesto patas arriba para lidiar con otra crisis. Era el momento de hacer de reina. Lo cual, lamentablemente, implicaba ocuparse de todos los asuntos diversos que no le correspondían a nadie más. En el perímetro de la estancia había por lo menos una docena de personas esperando su atención.

Durante la ocupación se habían desmoronado muchísimos sistemas. La escolarización había dejado de funcionar. El comercio de bienes secundarios, desde botones hasta comida para los sabuesos-hacha mascota, se había interrumpido. El despertar de la torre había significado que muchos de esos problemas estaban resolviéndose, mientras que otros, como quién podía usar qué servicios cuándo, apenas habían empezado.

Los demás podían ocuparse de todo sin ella, solo que no lo sabían. Y… quizá Navani no debería pensar así. Ella era importante para la administración de aquella torre, de aquel reino. Crucial, incluso.

Así que pasó a la acción, asignando distintos problemas a varios miembros de su personal. Makal se ocuparía de reubicar a la gente cuyos aposentos hubieran resultado ser importantes por otros motivos. Venan de organizar un refrigerio para todos los presentes en la reunión, y de apuntar con disimulo quién enviaba qué mensajes dónde, por si acaso.

Luego encontró al alto príncipe Sebarial y a Palona esperándola. Habían aprendido una triste lección: que a veces había que ponerse donde Navani pudiera verte si querías que te dedicara tiempo. Tenían dudas sobre cómo iban a llegar los suministros a la ciudad si había guerra en las Llanuras Quebradas.

—No podemos seguir dependiendo de las Puertas Juradas —dijo Sebarial, frotándose la frente. El grueso alto príncipe volvía a vestir con takama abierta desde que el clima de la torre era veraniego, y su barriga asomaba de un modo que, al parecer, consideraba distinguido—. Pero organizar envíos desde Azir por estas montañas va a ser un engorro monumental. Traer los suministros por aire será prohibitivo en luz tormentosa, a menos que construyamos más naves voladoras. Sí, podemos cultivar comida, pero todo lo demás…

—Traedme propuestas —dijo Navani, repasando por encima los libros de cuentas de Palona.

—¡Se suponía que esto iba a hacerme rico! —exclamó Sebarial—. ¡Era el Alto Príncipe de Comercio! ¡Podría forrarme desfalcando miles de esferas! Pero casi no puedo hacer ni que cuadren estas cuentas. ¡No hay nada que desfalcar!

—No le hagas caso, brillante —dijo Palona—. Le cuesta aceptar lo responsable que está volviéndose.

—Se te da bien ser útil, Sebarial —asintió Navani—. Ahí está el problema, ¿verdad?

—Es mi secreto más oscuro —refunfuñó él—. Pero aún pago a mi servicio doméstico, mis vacaciones y mis masajes con fondos públicos, que lo sepas. Es un escándalo intolerable.

—Seguro que la brillante Navani sabe lo canalla que eres, gema corazón —le dijo Palona, dándole palmaditas en el brazo.

Sebarial suspiró.

—Vamos a movilizar tropas a Thaylenah y las Llanuras Quebradas. ¿Autorizarás la paga de batalla activa, entonces? ¿Eres consciente de que eso tiene que salir de lo poco que nos queda? Quizá podríamos ofrecer raciones adicionales en vez de paga de batalla, en según qué casos.

—Gracias al Todopoderoso por las esmeraldas que obtuvimos en las Llanuras Quebradas —dijo Palona—. Es la única forma que tenemos de producir suficiente comida para todos ahora mismo.

—Veré si puedo conseguir más tiempo con los moldeadores de almas Radiantes —propuso Navani—. Dada la forma en que funciona la torre, podemos tenerlos trabajando a mayor velocidad.

—Rompen las gemas al usarlas, brillante —dijo Sebarial—. Incluso los moldeadores de almas Radiantes necesitan gemas como foco, lo cual significa que no podemos seguir así para siempre. Necesitaríamos un criadero de gemas corazón aquí arriba, pero tampoco hay mucho espacio, así que no podemos perder las Llanuras Quebradas.

Navani hizo lo posible por tranquilizarlo y luego fue a hablar con el alto príncipe Aladar sobre el estatus de los ojos claros. Se había desatado el pánico por la iniciativa de Jasnah de liberar a los esclavos alezi, una decisión que Dalinar había terminado dejándose convencer para imitar en Urithiru. Sería un proceso lento, pensado para ir cobrando efecto con el tiempo, facilitado por sistemas de protección social. Jasnah, como de costumbre, se había documentado bien.

Pero los ojos claros estaban resistiéndose.

—La tradición se irá al garete —protestó Aladar—. El orden recto y natural de las cosas, pisoteado. ¿Cómo van a mantenerse las familias de ojos claros sin tierras ni tributos? ¿Qué significa, siquiera, ser un ojos claros en estos tiempos?

—Significa lo mismo que ha significado siempre —dijo Navani.

—¿Y qué es eso? —preguntó Aladar—. Brillante, tras el ascenso del apellido Bendito por la Tormenta a casa de pleno derecho, y ahora nada menos que al tercer dahn, ¿qué ocurrirá con los otros Radiantes? Más de tres cuartas partes de ellos eran ojos oscuros y ahora son ojos claros. ¡Es un caos!

—Ya nos preocuparemos por eso después del duelo, Aladar —dijo Navani—. Cuando no estemos concentrados en una invasión masiva. De momento, necesito que hagas trabajo logístico. Ocuparte de que los suministros se transfieran según las solicitudes de los generales. Fen podrá aprovisionar a los soldados que le enviemos, pero, si desplazamos batallones a Narak, tardarán poco en quedarse sin agua a menos que nos preparamos. Recuerda hablar también con Adolin y conseguirle lo que necesite.

El hombre calvo y señorial negó con la cabeza y suspiró.

—Como desees, pero mis preocupaciones no van a esfumarse, brillante. Este problema es un caldero bullente. Terminará desbordándose. Lo único que lo ha impedido hasta ahora son las invasiones.

—Lo sé —dijo ella—. Pero ocupémonos primero de la crisis que afrontamos ahora mismo, Aladar.

El alto príncipe hizo una inclinación y se fue a cumplir las órdenes de Navani. Ella procuró no enfadarse e hizo que se esfumaran los irritaspren que estaban apareciendo. Aladar era un hombre razonable, para ser un alto señor, y solo estaba comunicándole lo que pensaban los altos señores menos razonables que él. Eran un contingente poderoso y no se les había pasado por alto que, tras años de politiqueos, casi todo aquel que se había opuesto a Dalinar estaba muerto. Corrían rumores sobre lo que le había sucedido de verdad a Sadeas, por mucho que Jasnah se esforzara entre bambalinas por aplastarlos.

Sí, era cierto que las categorías superiores de ojos claros eran un caldero burbujeante. Por desgracia para ellos, los ojos oscuros llevaban mucho más tiempo hirviendo, y de pronto tenían a unos defensores capaces de doblegar las leyes de la realidad. Navani sospechaba que, si las cosas estallaban, los ojos claros iban a descubrir lo poco que valía la «tradición» frente a siglos de ira contenida.

Apartó el problema de su cabeza por el momento. Era peligroso hacerlo, pero no le quedaba más remedio que imponer un triaje mental. Tenían la guerra encima y, durante ocho días más, Navani debía mantener a todo el mundo encarado en la misma dirección. Resolvió otra docena de problemas, a medida que funcionarios y ayudantes iban interceptándola. Cuando se volvía, no dejaba de encontrar vidaspren arremolinándose a su alrededor, o glorispren merodeando cerca del techo, u otros de distintos tipos revoloteando de acá para allá. Era como si fuese la tormentosa heroína de un cuento, de esos tan tontos en los que una chica joven e inocente siempre tenía mil vidaspren o lo que fuese flotando en torno a ella.

Mientras trabajaba, no dejaba de mirar hacia la sala donde Dalinar hablaba con el Padre Tormenta. Su marido siempre había sido ambicioso, pero aquello…

¿Está bien lo que se plantea?, le preguntó al Hermano. ¿Ascender a Honor?

Alguien tendrá que hacerlo en algún momento, dijo la entidad. El poder no puede dejarse a su libre albedrío, o terminará despertando.

¿Por qué no lo ha hecho hasta ahora? Han pasado miles de años.

Sea cual sea el motivo, alégrate. Estos poderes no son como las partes diminutas que se convierten en spren. El poder de una Esquirla necesita un acompañante, un recipiente. Si no lo tiene…

¿Qué?, preguntó Navani.

Un gran peligro. No pensamos como los humanos. Separar el poder de quienes están sujetos al Reino Físico… debería darte miedo. Que una parte de mí os desprecie no es algo tan terrible. Pero ¿que lo haga el poder de un dios? Peligroso. Para todos nosotros.

Navani se estremeció por el tono del Hermano, pero tenía que seguir trabajando. Fue a ver a sus eruditos, que la esperaban pacientes en la sala contigua, una de las pequeñas que formaban un círculo alrededor de los elevadores. En ella, siete fervorosos habían montado una exposición. A Navani no le gustaba que tuvieran que llevarlo todo allí arriba, pero, a pesar de los elevadores más rápidos, sencillamente no había tiempo para que ella se desplazara a ningún otro sitio. La gente tenía que ir a buscarla para reunirse con ella.

Rushu la recibió en la puerta, vistiendo su habitual túnica gris de fervorosa, con el sudor goteándole por la frente. Sí, en aquella sala hacía demasiado calor. Rushu era una mujer hermosa y, como de costumbre, la seguían varios fervorosos varones que anhelaban su atención. En ese caso, se habían presentado voluntarios para preparar el material de su presentación. Incluso después de tantos años, Navani no habría sabido decir si la forma en que Rushu hacía caso omiso al interés masculino era inconsciente o deliberada.

—¡Brillante! —exclamó la fervorosa, inclinándose mientras Navani entraba—. Gracias por encontrar el tiempo.

—No tengo mucho, me temo —respondió Navani—. Dalinar está contrariando al Padre Tormenta otra vez y tendré que marcharme en cuanto esté dispuesto a hablar.

—Entendido, brillante —dijo Rushu.

La joven fervorosa fue a un banco de trabajo en el que habían puesto varios fabriales y un pequeño horno en el que Navani se sorprendió de ver que ardía carbón creado por moldeado de almas. Un fabrial atractor situado encima recogía el humo y los gases mortíferos invisibles en una esfera de arremolinada negrura, permitiendo que el horno ardiera sin olores ni la necesidad de una chimenea. Había llamaspren jugando dentro, con formas iridiscentes que imitaban la forma del fuego y tenían el color rojo derretido del corazón de las brasas.

Junto al horno había un dispositivo calentador más moderno, un gran fabrial de rubí como los que habían instalado en muchas habitaciones. Estaban demostrando ser, para irritación del Hermano, más efectivos que el método antiguo de la torre, consistente en calentar el aire en una caldera situada en el centro de cada planta y luego enviarlo a cada habitación concreta que lo solicitaba. Aunque aquello era impresionante, un sencillo fabrial calentador de rubí no desperdiciaba la energía de mantener unas calderas inmensas encendidas a todas horas. Por desgracia, los fabriales modernos tenían otros problemas, al menos a ojos del Hermano.

—Solo hemos tenido un día o así para trabajar —dijo Rushu—, pero quería mostrarte nuestros progresos. Fue una idea muy sabia la que tuviste, ¡y podría revolucionar el arte fabrial! Brillante, este podría ser tu legado.

—Nuestro legado, Rushu —repuso Navani—. El trabajo lo estás haciendo tú.

—Discúlpame, brillante, pero es tu idea. Tu ingenio.

Navani se dispuso a protestar de nuevo, pero… pero se mordió la lengua. Tormentas, quizá sí que estaba aprendiendo.

—Gracias, Rushu. Pero no supongamos que hemos cambiado el mundo después de un día de trabajo. Enséñame lo que has hecho.

Rushu abrió la portezuela de cristal del pequeño horno. Los llamaspren que había dentro temblaron con la entrada de aire fresco y luego siguieron retozando, adoptando la forma de pequeños visones que hacían cabriolas por la superficie del carbón en llamas.

La fervorosa sacó un ascua con unas tenazas y asintió en dirección a un asistente. El fabrial calentador que había al lado del horno tenía una válvula de escape, un agujero taladrado en la gema que mantenían cerrado con un tapón de aluminio. El asistente desenroscó el tapón y abrió la válvula, acto que solía ser bastante desaconsejable. Porque al hacerlo, el llamaspren del fabrial calentador, una parte vital de su funcionamiento, escaparía.

El de aquel fabrial salió a toda prisa por la válvula y, de inmediato, empezó a esfumarse de vuelta al Reino Cognitivo. Pero entonces Rushu le acercó su ascua. Otro fervoroso utilizó unos diapasones para interpretar lo que esperaban que fuese una melodía reconfortante para los spren. En vez de desvanecerse, el llamaspren saltó al ascua que Rushu llevaba con su tenaza y le permitió depositarlo en el horno. La fervorosa entonces sacó otra brasa con un llamaspren distinto, que parpadeó sobre sus refulgentes ojillos rojos, con una especie de «pelo» también rojo ardiendo a lo largo de su forma.

Calmado por la melodía, el spren dejó que Rushu lo llevara hasta el fabrial. Lo atraparon dentro mediante técnicas modernas de difusión de luz tormentosa. Después, con la gema ya tapada y un spren nuevo en su interior, recargaron el fabrial con la ayuda de una Radiante y volvieron a encenderlo para que calentara de nuevo.

¿Qué abominación estáis creando ahora?, preguntó el Hermano en la mente de Navani.

¿Abominación?, replicó ella. ¿No has visto lo que acabamos de hacer?

Esclavizar spren, dijo el Hermano. Torturarlos en su cautiverio.

Navani se inclinó hacia la puerta de cristal del horno, donde los spren correteaban sobre el carbón.

¿Torturarlos, dices? Señálame, Hermano, cuál de esos spren era el que estaba cautivo. Si ha sido una tortura, no veo ningún efecto duradero.

Sigue estando mal retener a los spren en unas prisiones tan pequeñas, insistió el Hermano.

—Brillante —dijo Rushu, agachándose junto a ella para mirar a los spren del horno—, esto es posible de verdad. ¿Leíste los escritos de Geranid y Ashir que te di?

—Algunos —respondió Navani—, antes de la invasión. Sé que fueron capaces de mantener a los mismos llamaspren durante meses seguidos, sin que escaparan al Reino Cognitivo. Requiere el mantenimiento de un fuego.

—¡Sí, pero hay más! —exclamó Rushu—. Su investigación me reveló algo asombroso: los llamaspren se quedan más tiempo si les das cosas que les gustan.

—¿Y qué cosas les gustan a los llamaspren? —preguntó Navani—. ¿Más carbón?

—Nombres —dijo Rushu—. Nombres y halagos. Brillante, con solo que pienses en los spren, se amoldan a tus pensamientos.

—Ya había leído sobre el proceso de amoldamiento —convino Navani—. Si los mides, se ciñen a esas medidas. Pero… ¿halagos?

—Este de aquí se llama Bipi —dijo Rushu, señalando a un spren—. ¿Ves el mechoncito que tiene en la coronilla?

Bipi miró hacia ellas al notar su atención y entonces saltó hasta el borde del horno para mirarlas con unos ojos demasiado grandes. Un pedacito del mismo fuego, reaccionando a la mera mención de su nombre por parte de Rushu.

—Fascinante —dijo Navani mientras algunos glorispren de los que la seguían empezaban a girar alrededor de las dos.

—Podemos adiestrarlos con el tiempo —dijo Rushu—. Tener todo un… ¿rebaño? ¿Manada?

—Yo voto por «fulgor» —dijo otro fervoroso—. Un fulgor de llamaspren.

—Tener todo un fulgor, pues —aceptó Rushu—, de llamaspren domesticados. Aún es pronto para saberlo, brillante, pero podrías tener razón. Si es posible entrenarlos… quizá puedan aprender a entrar y salir de los fabriales con solo darles una orden.

¿Llamaspren domesticados?, dijo el Hermano. Sandeces.

¿Tú crees?, replicó Navani, todavía observando a Bipi. Rushu movió el dedo de un lado a otro por el cristal y Bipi corrió siguiéndolo. Cuando la fervorosa felicitó al spren por haber hecho bien el truco, Navani habría jurado que Bipi ardió más brillante. Los spren inteligentes establecen vínculos con personas. ¿Por qué no iban a hacerlo los spren inferiores?

No es… no es natural, dijo el Hermano.

Disculpa, Hermano, pero tampoco lo es vivir en torres con las condiciones climáticas controladas. Si nos limitásemos solo a lo que es natural, mi gente viviría desnuda en la naturaleza y defecaría en el suelo.

El Hermano humeó al fondo de su mente, como si fuese también un ascua ardiente.

Dices que nuestras prácticas son crueles, añadió Navani, intentando suavizar el tono. Estoy intentando hacer algo al respecto. Tenemos a chulls como bestias de carga. ¿No podemos hacer lo mismo con los spren? Si estar en un fabrial es incómodo para ellos… bueno, también lo es tirar de un carro para un chull. Pero, suponiendo que no sea demasiado horrible, deberíamos ser capaces de entrenarlos para que lo hagan por voluntad propia, con recompensas. Podemos… adiestrarlos, Hermano. ¿No es mejor así? ¿No es mejor que los spren hagan turnos en los fabriales, entrenados para entrar y salir voluntariamente?

Contuvo el aliento, esperando. El Hermano siempre se había cerrado en banda sobre ese asunto.

Mira mi corazón, Hermano, le envió Navani. Ve que estoy intentándolo.

Lo veo, respondió el spren. Rushu se sobresaltó y miró alrededor, igual que los demás fervorosos, dando a entender que el Hermano había decidido hacerse audible para ellos también. Esto que intentas es algo bueno. Sería preferible que todos los spren fuesen libres. Pero… si esto funciona… quizá sea posible llegar a un acuerdo. Gracias. Por escuchar y cambiar. Había olvidado que la gente era capaz de hacerlo.

Navani liberó el aliento contenido, y con él una montaña de tensión. Rushu tenía los ojos como platos, y rebuscó en su bolsillo hasta sacar un cuaderno.

—¿Hermano? —dijo con un hilo de voz mientras estallaban asombrospren a su alrededor—. Gracias por hablarme. ¡Muchísimas gracias!

¿Qué sucede aquí?, le preguntó el Hermano a Navani.

Rushu ha pedido hablar contigo una y otra vez desde que nos vinculamos, pensó Navani. ¿No te habías enterado?

Como te he dicho, no presto atención a todas las palabras que se pronuncian en mis salones, respondió el Hermano. Solo a lo que es relevante. Y luego, tras una pausa, añadió: ¿Esto es relevante?

Para Rushu, sí, dijo Navani.

Con el cuaderno en la mano, Rushu se mordió el labio y miró suplicante a Navani.

—Rushu agradecería tener la ocasión de hablar contigo —dijo Navani en voz alta—. Creo que quiere hacerte preguntas sobre fabriales.

—Muy bien —dijo el Hermano, y Rushu dio un leve respingo. Deberías marcharte, Navani. Creo que la conversación de tu marido con mi hermano ha concluido. Habrá consecuencias.

Navani asintió. Mientras se marchaba, sin embargo, oyó la primera pregunta de Rushu… y la sorprendió que no tuviera absolutamente nada que ver con los fabriales.

—Según Navani —dijo Rushu—, no eres una entidad masculina ni femenina.

—Así es.

—¿Podrías hablarme más de eso? —pidió Rushu.

—A oídos humanos, debe de sonar muy extraño.

—En realidad, no —dijo Rushu en voz baja—. Para nada. Pero habla, por favor. Quiero saber lo que se siente al ser tú.

Navani dejó que siguieran con lo suyo, satisfecha. Aquel experimento con el fabrial prometía mucho, pero, además de eso, si Navani conseguía que el Hermano hablara con otros eruditos, sospechaba que ayudaría con la reintegración del spren. Hasta el momento, el Hermano los ayudaba solo porque, en esencia, Navani le había impuesto un nuevo vínculo casi por la fuerza. Cuantos más amigos tuviese el Hermano, o conocidos al menos, mejor.

Por el momento, sin embargo, Navani iba a tener que lidiar con otro spren. Y con un marido que había decidido convertirse en un dios.

Wind-and-Truth-Artwork-NN-Spren

Art by Kelley King © Dragonsteel, LLC

El Archivo de las Tormentas 5, Viento y Verdad - Encabezados - Capítulo 24- EN EL CIRCULO DE DANZA

24. En el círculo de danza

 

Veintiséis años antes

 

 

Szeth-hijo-Neturo halló magia en el viento, de modo que danzó con él.

Movimientos estrictos, metódicos al principio, siguiendo las pautas que había memorizado. Pasos y giros, bailando en un amplio círculo alrededor del gran peñasco. Szeth era como las ramas del roble, rígido pero dispuesto. Cuando esas ramas tiritaban con el viento, a Szeth le parecía oír sus almas intentando escapar, queriendo soltar corteza como si fuese un caparazón y emerger con una piel renovada, sufriendo por el aire frío y aun así ruborizadas de gozo. Dolor y deleite, como en todas las cosas nuevas.

Szeth sintió cómo sus pies descalzos raspaban la tierra compacta al bailar, cómo se le metía entre los dedos, cómo adoraba la sensación de pisar el suelo. Fue hasta el mismo borde y sus pies besaron la hierba, y entonces regresó danzando, rodando en acompañamiento a la flauta de su hermana. La música era su compañera de baile, el viento animado por medio del sonido. La flauta era la voz del mismo aire.

El tiempo se volvía denso cuando bailaba. Minutos de melaza y segundos de sirope. Y aun así el viento se entretejía con ellos, visitando cada momento, persistente, y luego huyendo raudo. Szeth lo seguía. Lo emulaba. Se convertía en él.

Se volvió más y más fluido mientras rodeaba la piedra. Adiós a la rigidez, adiós a los pasos planificados. El sudor volaba de su ceño en busca del cielo y él era el aire. Revuelto, arremolinado, violento. Dio vueltas y vueltas, su baile una veneración de la roca que ocupaba el centro del terreno desnudo. Con su metro y medio de largo y su metro de altura, o al menos eso medía la parte que asomaba del suelo, era la roca más grande de la región.

Cuando Szeth era el viento, tenía la sensación de que podría tocar aquella piedra sagrada, que nunca había conocido la mano del hombre. Imaginaba lo que se sentiría. La piedra de su familia. La piedra de su pasado. La piedra a la que entregaba su danza. Por fin se detuvo, jadeante. La música de su hermana se interrumpió, dejándole como único aplauso los balidos de las ovejas. Moli se había colado otra vez en la zona de baile y, pobrecilla, estaba intentando comerse la roca sagrada. Nunca había sido la más lista del rebaño.

Szeth respiró hondo, chorreando sudor de la cara, mojando la tierra compacta de manchas como estrellas.

—Practicas demasiado —le dijo su hermana, Elid-hija-Zeenid—. En serio, Szeth, ¿no puedes relajarte nunca?

Elid se levantó de la hierba y se estiró. Tenía catorce años, tres más que él. Y como él, era más bien bajita, aunque tirando a achaparrada mientras que Szeth era cenceño. Tronco y rama, los llamaba Dolk-hijo-Dolk. Y era acertado, por mucho que ambos Dolks fuesen idiotas.

La hermana de Szeth vestía naranja como su toque, la prenda de color vivo que los marcaba como gente que añadía. Un artículo por persona, del color que ella quisiera. En el caso de Elid, un delantal de brillante naranja sobre un vestido gris y unas enaguas muy blancas. Hizo rodar la flauta entre los dedos, sin preocuparse de haber roto la anterior haciendo justo eso.

Szeth inclinó la cabeza y fue a sacar agua del pozo de barro. Allí cerca estaba su casa, una recia construcción de tablones sujetos con tarugos de madera. Nada de metal, por supuesto. El padre de Szeth trabajaba en el tejado, tapando un agujero. Lo normal era que estuviera supervisando a los demás pastores, visitándolos para prestarles ayuda. Había también algún tipo de entrenamiento, cosa que Szeth no comprendía. ¿Qué entrenamiento necesitaban los pastores? Solo tenían que escuchar a las ovejas, y seguirlas, y protegerlas.

Neturo estaba entre encargos, trabajando en la casa que habían construido él y sus hermanos. En un prado que había enfrente de la casa, lejano pero visible, pastaban la mayoría de las ovejas de la familia. Unas pocas, como Moli, preferían estar más cerca. A Szeth le gustaba cuando era posible quedarse en los campos cercanos a la casa, porque así estaba cerca de la piedra y podía bailar para ella.

Metió un cucharón en el bebedero y sorbió agua de lluvia, pura y limpia. Miró a través de ella hasta el fondo de arcilla; le encantaba ver cosas que no podían verse, como el aire y el agua.

—¿Se puede saber por qué practicas tanto? —preguntó Elid—. Aquí no hay nadie más que un par de ovejas.

—A Moli le gusta ver cómo bailo —dijo Szeth en voz baja.

—Moli está ciega —replicó Elid—. Está lamiendo la tierra.

—A Moli le gusta probar experiencias nuevas —dijo él, sonriendo y mirando hacia la anciana oveja.

—Lo que tú digas. —Elid se dejó caer a la hierba y contempló el cielo—. Ojalá hubiera más cosas que hacer aquí fuera.

—Bailar es algo que hacer. La flauta es algo que hacer. Debemos aprender a añadir para que…

Elid le arrojó un terrón. Szeth lo esquivó con facilidad, sus pies ligeros en el suelo. Tendría solo once años, pero en el pueblo ya había quienes susurraban que era el mejor bailarín de entre ellos. A él le daba lo mismo ser el mejor. Solo le importaba hacerlo bien. Si lo hacía mal, era que tenía que practicar más.

Elid no pensaba del mismo modo. A Szeth lo molestaba lo apática que se había vuelto con la práctica a medida que crecía. En los últimos tiempos, parecía una persona distinta.

Szeth se ató de nuevo su toque, un pañuelo rojo que llevaba al cuello, e hizo un conteo rápido de las ovejas. Elid siguió mirando el cielo.

—¿Tú te crees las historias que cuentan sobre las tierras al otro lado de las montañas? —preguntó al cabo de un rato.

—¿Las tierras de los caminapiedras? ¿Por qué no iba a creérmelas?

—Es que suenan muy extrañas.

—Elid, ¿tú te oyes a ti misma? Pues claro que las historias sobre tierras extrañas suenan extrañas.

—Pero ¿una tierra en la que todo el mundo camina siempre sobre piedra? ¿Cómo lo hacen? ¿Van dando saltitos de piedra en piedra para evitar el suelo?

Szeth lanzó una mirada hacia la piedra de su familia. Asomaba de la tierra como el globo ocular de un spren, mirando al cielo sin parpadear, de un vibrante rojo anaranjado. Un toque para Roshar.

—Yo creo —le dijo a Elid— que ahí fuera debe de haber mucha más roca. Creo que será difícil caminar sin pisar piedra. Por eso se insensibilizan.

—¿Y dónde crecen las plantas, entonces? —preguntó ella—. La gente siempre está diciendo que el exterior está lleno de plantas peligrosas que se comen a la gente. Tendrá que haber terreno fértil.

Cierto. Quizá las terroríficas enredaderas de las que Szeth había oído hablar se extendían y se extendían, como los tentáculos que se veían en el mercado, o en los animales que vivían en las pozas de marea a poca distancia costa abajo.

—He oído —dijo Elid— que ahí fuera está siempre todo el mundo matándose entre sí. Que nadie añade, solo sustraen.

—¿Y quién hace la comida, entonces? —preguntó él.

—Seguro que se comen unos a otros. O igual están todo el día pasando hambre, ¿no? Ya sabes cómo son los hombres de los barcos…

Szeth miró nervioso hacia el océano, aunque solo alcanzaba a verse en los días más soleados. Oficialmente, su familia formaba parte del pueblo granjero de Monteclaro, que estaba en el mismo borde de una extensa llanura, excelente para pastar. Esa parte de Shinovar no estaba muy habitada; se tardaba una jornada o dos en llegar de un pueblo al siguiente. Szeth había oído que en el norte había localidades por todas partes.

La pradera lindaba con la costa sudoriental de Shinovar. Monteclaro y la casa de la familia de Szeth ocupaban una posición de honor cerca del Monasterio del Custodio de la Piedra, que estaba en lo alto de la cordillera. En opinión de Szeth, era el lugar perfecto para vivir. Se veían las montañas y, a la vez, se podía visitar el océano. Se podía caminar durante días por la brillante pradera verde sin ver a ninguna otra persona. En los primeros meses del año llevaban a sus animales a pastar allí, cerca de su hogar. Luego, en los intermedios, subirían con las ovejas montaña arriba, en busca de la hierba intacta y crecida de allí.

Se agachó al lado de la vieja Moli y le rascó las orejas mientras ella frotaba la cabeza contra él. Quizá lamiera rocas y comiera tierra, pero siempre estaba dispuesta a un abrazo. A Szeth le encantaba su calor, y el picor de la lana en su mejilla, y la forma en que le hacía compañía cuando el resto se marchaba.

Moli baló con suavidad cuando Szeth terminó de abrazarla. Él se quitó el sudor salado y medio seco de la cabeza. Tal vez no debería practicar la danza con tanto ahínco, pero sabía que había dado unos pocos pasos en falso. Su padre decía que estaban bendecidos por ser personas que podían añadir bajo la mirada del granjero. La situación perfecta. No tenían que bregar en el campo, no estaban obligados a matar y sustraer: podían cuidar de las ovejas y desarrollar sus talentos.

El tiempo libre era la mayor bendición del mundo. Quizá por eso los hombres de los océanos pretendían matarlos y robarles las ovejas. Debía de enfurecerlos contemplar un lugar tan perfecto como aquel. Aquellos hombres terribles, como niños gruñones, destruían lo que no podían tener.

Elid susurró:

—¿Tú crees que los siervos de los monasterios saldrán alguna vez a luchar por nosotros? ¿A usar las espadas durante alguna incursión?

—¡Elid! —exclamó él, irguiéndose—. Los chamanes jamás sustraerían.

—Madre dice que entrenan con las hojas. Eso me gustaría verlo, y empuñar una. ¿Por qué entrenan, si no es para…?

—Lucharán contra los Portadores del Vacío cuando vengan —espetó Szeth—. Esa es la razón. —Miró hacia el océano—. No hables de las espadas. Si los forasteros supieran los tesoros que hay en los monasterios…

—Ja —dijo ella—. Ya me gustaría a mí verlos intentando atacar un monasterio. Una vez vi a una portadora de Honor. Podía volar. Hizo…

—No hables de eso —la interrumpió Szeth—. No aquí fuera.

Elid puso los ojos en blanco, aún tumbada en la hierba. ¿Qué había hecho con su flauta? Como padre tuviera que tallarle otra… A Elid no le gustara nada que le sacaran ese tema, así que Szeth se obligó a guardar silencio. Se apartó de Moli y bajó la mirada a la tierra que había estado lamiendo.

Y encontró otra roca.

Szeth reculó, medio sorprendido y medio aterrorizado. Era pequeña, de solo un palmo de ancho. Surgía de la tierra, quizá revelada por la lluvia de la noche anterior. Szeth se llevó los dedos a los labios, apartándose. ¿La habría pisado mientras bailaba? Estaba en la tierra compacta del círculo de danza.

¿Qué… qué debería hacer? Era la primera piedra que había visto emerger en la vida. Las que había en los otros pueblos y campos, señaladas con gran cuidado y reverenciadas como era debido, llevaban años allí.

—¿Qué te pasa? —preguntó Elid.

Szeth se limitó a señalar. Su hermana, quizá percibiendo lo preocupado que estaba, se levantó y fue hacia él. En el instante en que se dio cuenta de lo que era, ahogó un grito.

Se miraron.

—Voy a buscar a padre —dijo Szeth, y echó a correr.

Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.

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