Avance: El Ritmo de la Guerra – Capítulo 15

A poco más de un mes de la salida del Ritmo de la Guerra, esta semana vamos a leer un nuevo capítulo, y ya nos quedarán solo cuatro por delante antes de tener el libro entero.

A pasos agigantados vamos descubriendo más y más detalles, no solo de Roshar, sino de todo el Cosmere. Aunque confieso que personalmente, una de las cosas que estoy disfrutando más es ver el de vista de los Fusionados y de cantores que, como Venli (aunque ascendida a Regia) descubre el pasado de su propia raza.

En sus comentarios en Reddit, Brandon mencionaba que la inmortalidad y cómo ello puede afectar a los individuos es uno de los temas que llevaba tiempo queriendo tratar, y que en este libro desarrollará en mayor profundidad las personalidades y actitudes de los Fusionados, como pudimos ver con Lezian, llamado el Perseguidor entre los suyos, o la propia Leshwi.

La semana pasada estuvimos sin CosmereCast por problemas técnicos, mi ordenador murió, ¡pero ya tengo por aquí el nuevo a tiempo, y estoy muy contenta de volver a la vida del S XXI después de diez días de desconexión! Así que el próximo capítulo será doble, y posiblemente más extenso.

Pero de momento, vamos a disfrutar de este estupendo capítulo, a sabiendas de que se desvelarán más misterios del Cosmere, tal y como nos avisó Brandon hace un par de semanas.

Como siempre, podéis dejar vuestros comentarios en el foro, o en nuestro Discord.

Trained by a Master, por Ari Ibarra

 

AVANCE: EL RITMO DE LA GUERRA – CAPÍTULO 15

AVANCE DE LA TRADUCCIÓN DEL RITMO DE LA GUERRA, TRADUCIDA POR MANU VICIANO Y CEDIDA POR NOVA

15. La luz y la música

 

Los logispren tienen una reacción curiosa al encerrarlos. Al contrario que otros spren, estos no manifiestan ningún atributo: no pueden emplearse para producir calor, ni para advertir de un peligro cercano, ni para crear gemas parejas. Durante años, los artifabrianos consideraron que eran inútiles y, de hecho, no solían experimentar con ellos, porque además los logispren son escasos y difíciles de capturar.
Se produjo un gran avance al descubrir que los logispren hacen variar la luz que irradian siguiendo ciertos estímulos. Por ejemplo, si se hace que la luz tormentosa fluya de la gema a un ritmo controlado, el spren alternará entre más apagado y más brillante siguiendo una pauta regular. Esto llevó a la creación de los relojes fabriales.
Cuando la gema entra en contacto con ciertos metales, la luz también cambia su estado de más brillante a más apagada. Este efecto está provocando la creación de algunos mecanismos muy interesantes y complejos.

Lección sobre mecánica de fabriales impartida por Navani Kholin a la coalición de monarcas, Urithiru, jesevan de 1175.

 

En las semanas que siguieron al ataque a Piedralar, la ansiedad de Kaladin empezó a remitir y eso le permitió superar lo peor de la oscuridad. Siempre acababa emergiendo al otro lado. ¿Por qué le costaba tanto recordarlo cuando estaba en pleno hundimiento?

Le habían concedido tiempo para decidir qué quería hacer después de su «retiro», de modo que no vio ninguna necesidad de darse prisa y tampoco se lo contó a nadie más después de Adolin. Quería buscar la mejor manera de presentar la idea a sus Corredores del Viento y, si podía, tomar antes su decisión. Era mejor llevarles un plan coherente.

A cada día que pasaba, iba comprendiendo más la orden de Dalinar. Por lo menos Kaladin ya no tenía que seguir fingiendo que no estaba agotado. Pero sí que pospuso el momento de decidir. Así que al cabo de un tiempo Dalinar le dio un aviso, amable pero firme. Kaladin podía tardar un poco más en optar por un camino, pero tenían que empezar a ascender a otros Corredores del Viento para que asumieran sus deberes.

Y fue así como, diez días después de la misión en Piedralar, Kaladin se presentó ante el cuadro de mando del ejército y escuchó a Dalinar anunciar que el papel de Kaladin iba a «evolucionar».

La experiencia le resultó humillante. Todo el mundo aplaudía su heroísmo mientras lo obligaban a retirarse. Kaladin anunció que Sigzil, con quien había hablado antes ese mismo día, pasaría a encargarse de la administración cotidiana de los Corredores del Viento, supervisando cosas como los suministros y el reclutamiento. Ascendería al rango de jefe de compañía. Cikatriz, cuando regresara de su permiso en los Picos Comecuernos, sería nombrado segundo de compañía y supervisaría y dirigiría las misiones activas de los Corredores del Viento.

Al poco tiempo, permitieron que Kaladin se marchara: por suerte, no le impusieron ninguna fiesta. Kaladin se fue deprisa por un pasillo largo y oscuro de Urithiru, aliviado por no sentirse ni por asomo tan mal como había temido. Ese día no era un peligro para sí mismo.

A Kaladin solo le faltaba encontrar un nuevo propósito en la vida. Tormentas, eso sí que le daba miedo. No tener hada que hacer le recordaba sus tiempos como hombre del puente. Cuando no estaba haciendo carreras de puente, los días se prolongaban llenos de un espacio en blanco que adormecía el cerebro, como una extraña anestesia mental. Su vida había mejorado mucho desde entonces. No estaba tan sumido en la autocompasión como para no darse cuenta de eso ni reconocerlo. Pero aun así, la similitud con sus tiempos del puente le resultaba incómoda.

Syl flotaba por delante de él en el pasillo de Urithiru, con la forma de un pintoresco barco que tenía las velas en la parte de abajo.

—¿Qué es eso? —le preguntó Kaladin.

—No lo sé —dijo ella, navegando de vuelta hacia él y rebasándolo—. Navani estaba dibujándolo durante una reunión, hace unas semanas. Supongo que se confundiría. ¿Es posible que no haya visto nunca un barco?

—La verdad es que lo dudo muchísimo —respondió Kaladin, mirando pasillo abajo. No había tareas para él.

«No —pensó—. No puedes fingir que estás sin tareas porque tengas miedo. Busca un nuevo propósito.»

Respiró hondo y apretó el paso. Por lo menos, podía aparentar confianza. Esa era la primera regla del liderazgo con la que Hav había machacado a Kaladin hasta metérsela en la cabeza durante su primer día como líder de escuadrón. Cuando se toma una decisión, hay que mantenerla.

—¿Dónde vamos? —preguntó Syl, transformada en una cinta de luz para alcanzarlo de nuevo.

—A los terrenos de entrenamiento.

—¿Quieres practicar un poco para distraerte?

—No —dijo Kaladin—. Seguro que me arrepiento, pero voy a buscar sabiduría allí.

—Muchos fervorosos de los que entrenan en ese sitio me parecen bastante sabios —comentó ella—. Fíjate en que se afeitan la cabeza.

—Se… —Kaladin frunció el ceño—. Syl, ¿qué tiene que ver eso con ser sabio?

—El pelo es una cochinada. Me parece lógico afeitárselo.

—Pero si tú tienes pelo.

—No es verdad. Yo solo me tengo a mí. Piénsalo, Kaladin. Te deshaces de todo lo demás que sale de tu cuerpo, rápido y con disimulo, pero ¿hay una cosa rara que rezuma de unos agujeritos en la cabeza y eso sí que lo dejas ahí tan tranquilo? Es un asco.

—No todos tenemos la suerte de ser fragmentos de divinidad.

—En realidad, todo son fragmentos de divinidades. Visto así, somos familia. —Voló más cerca de él—. Lo que pasa es que los humanos sois esos parientes raritos que viven en el refugio para tormentas, los que intentamos ocultar a las visitas.

Kaladin empezó a oler los terrenos de entrenamiento antes de llegar: los aromas del sudor y el aceite para espadas, entremezclados y familiares. Syl voló hacia la izquierda para dar una vuelta a la sala mientras Kaladin iba casi al trote, dejando atrás a hombres emparejados que gritaban inmersos en todo tipo de lances, en dirección a la pared del fondo, donde se congregaban los maestros espadachines.

Los fervorosos marciales siempre le habían parecido un grupo muy raro. Los fervorosos normales tenían más sentido: se unían a la iglesia por motivos académicos, o presionados por sus familias, o porque eran personas devotas y querían servir al Todopoderoso. Pero casi todos los fervorosos marciales tenían un pasado distinto. Muchos habían sido soldados antes de entregarse a la iglesia, no para servir sino para escapar. Kaladin nunca había comprendido del todo qué podría llevar a alguien por ese camino. No hasta hacía muy poco.

Mientras caminaba entre los soldados que entrenaban allí, recordó por qué había dejado de frecuentar aquel lugar. Inclinaciones, murmullos de «Bendito por la Tormenta», gente apartándose para abrirle paso. No le molestaba tanto que ocurriera en los pasillos, cuando se cruzaba con desconocidos. Pero quienes entrenaban allí eran sus hermanos, y en unos pocos casos sus hermanas, de armas. Ya deberían saber que no necesitaba esa clase de atención.

Llegó hasta los maestros espadachines, pero por desgracia el hombre al que buscaba no estaba entre ellos. El maestro Lahar le explicó que Zahel tenía turno de lavandería, cosa que sorprendió a Kaladin. Aunque sabía que todos los fervorosos realizaban labores básicas, nunca habría pensado que a los maestros espadachines los enviaran a lavar ropa.

Mientras salía de la sala de entrenamiento, Syl regresó hacia él con la forma de una flecha en pleno vuelo.

—¿He oído que preguntabas por Zahel? —preguntó.

—Así es. ¿Por qué?

—Es que… hay muchos maestros espadachines, Kaladin, y algunos hasta pueden ser útiles. Así que ¿por qué quieres hablar con Zahel?

Kaladin no estaba seguro de poder explicarlo. Seguro que algún otro maestro espadachín, o incluso cualquier fervoroso de los que frecuentaban la zona de entrenamiento, podrían responder a sus preguntas. Pero todos ellos, como el resto de la torre, mostraban a Kaladin una actitud de respeto y asombro. Quería hablar con alguien que fuese a ser sincero del todo con él.

Llegó hasta la parte exterior de la torre. Allí, al aire libre, había varios discos de piedra escalonados que sobresalían de la base de la estructura, como enormes frondas. Durante el año anterior, varios de ellos se habían convertido en pastos para chulls, bestias lanzadoras y caballos. En otros había cuerdas de tender para secar la colada.

Kaladin empezó a dirigirse hacia los discos de secado, pero se detuvo y decidió dar un pequeño rodeo.

Navani y sus eruditos afirmaban que aquellas superficies exteriores que rodeaban la torre habían sido campos en otros tiempos. ¿Cómo podía ser? El aire de allí arriba era frío y, aunque Roca parecía encontrarlo tonificante, Kaladin notaba que le faltaba algo. Se quedaba sin aliento más deprisa y, si se esforzaba demasiado, a veces se mareaba de una forma que no le ocurría a altitudes normales.

Las altas tormentas rara vez llegaban hasta allí. Nueve de cada diez se quedaban cortas de altura y pasaban por debajo como extensiones furiosas, atronando insatisfechas con destellos de relámpago. Sin las tormentas, sencillamente no había la suficiente agua para cultivar, y desde luego no tenían laderas de colinas en las que plantar pólipos.

Aun así, a instancias de Navani, durante los anteriores seis meses se había puesto en práctica un proyecto muy singular. Los alezi habían pasado años combatiendo a los parshendi para obtener gemas corazón en las Llanuras Quebradas. Había sido una empresa sangrienta erigida sobre los cadáveres de hombres del puente cuyos cuerpos, más que sus herramientas, habían servido para cruzar los huecos entre mesetas. Kaladin aún seguía estupefacto de que casi nadie de los implicados en aquella carnicería se hubiera hecho una pregunta muy específica y crucial: ¿para qué querían los parshendi las gemas corazón?

Para los alezi, las gemas no suponían solo riqueza, sino también poder. Con un moldeador de almas, las esmeraldas se transformaban en comida, una fuente de alimentación portátil que podían llevar consigo los ejércitos. Las tropas alezi habían aprovechado la ventaja que suponía no necesitar largas líneas de suministro para sembrar la destrucción por todo Roshar durante los reinados de media docena de monarcas intercambiables.

Pero los parshendi no habían tenido moldeadores de almas. Rlain les había confirmado ese hecho. Y también había hecho un regalo a la humanidad.

Kaladin descendió por unos peldaños de piedra hasta el lugar donde un grupo de granjeros trabajaba en un campo de prueba. Habían recubierto la piedra lisa con pasta de simiente y de ahí habían salido rocabrotes. Llevaban el agua desde una bomba cercana, y Kaladin pasó junto a porteadores que cargaban con un balde tras otro para echar el agua a los pólipos simulando una tormenta.

Los mejores granjeros que tenían opinaban que no iba a funcionar. Se podían imitar los minerales de una alta tormenta que las plantas necesitaban para formar sus cascarones, pero el aire frío impediría el crecimiento. Rlain había aceptado que aquello era cierto… a menos que se contara con una ventaja.

A menos que se cultivara las plantas utilizando luz de gemas.

El campo normal y corriente que se extendía ante Kaladin estaba adornado con una visión de lo más extraña: enormes esmeraldas extraídas de los corazones de abismoides, instaladas dentro de farolas bajas de hierro que a su vez estaban clavadas al suelo de piedra. Las esmeraldas eran tan enormes y estaban tan cargadas de luz tormentosa que, incluso a plena luz del día, mirarlas dejó manchitas en la visión de Kaladin.

Al lado de cada lámpara había un fervoroso sentado con un tambor, tocando a un ritmo lento específico. Ahí estaba el secreto. La gente se habría dado cuenta si las plantas crecieran con solo iluminarlas con gemas, pero la combinación de la luz y la música hacía que algo cambiara. Alrededor de los tamborileros giraban vidaspren, motitas verdes que se mecían en el aire. Los spren brillaban más de lo normal, como si la luz de las gemas estuviera infundiéndolos. Y salían flotando hacia las plantas para dar vueltas a su alrededor.

El proceso drenaba la luz tormentosa, como lo haría utilizar un fabrial. Y de hecho, las gemas se resquebrajaban de vez en cuando, como también les pasaba a los fabriales. Por algún motivo, la mezcla de spren, música y luz creaba una especie de máquina orgánica que sustentaba las plantas por medio de la luz tormentosa.

Rlain, vestido con su uniforme del Puente Cuatro, caminaba entre los fervorosos para comprobar la exactitud de los ritmos. En los últimos tiempos solía llevar la forma de guerra, aunque había confesado a Kaladin que no le gustaba que lo hiciera parecerse más a los invasores con su filosa armadura de caparazón. Hacía que algunos humanos desconfiaran de él. Pero la forma de trabajo provocaba que la gente lo tratara como a un parshmenio, cosa que lo disgustaba más todavía.

Aunque si Kaladin tenía que ser franco, sí que era raro ver a Rlain, con su piel jaspeada en negro y rojo, dando instrucciones a los alezi. Recordaba a lo que estaba sucediendo en Alezkar desde la invasión. A Rlain no le gustaba que se hicieran esas comparaciones, y Kaladin procuraba no pensar así.

En todo caso, Rlain parecía haber encontrado un propósito en aquella tarea. El suficiente para que Kaladin estuviera a punto de dejarlo y seguir a lo suyo. Pero no. Los días en los que Kaladin podía cuidar directamente de los hombres y mujeres del Puente Cuatro estaban llegando a su fin. Quería asegurarse de que dejarlos en buenas condiciones.

Cruzó al trote el campo. Aunque aquellos rocabrotes del tamaño de cabezas se habrían considerado demasiado pequeños para obtener un buen precio en Piedralar, por lo menos eran lo bastante grandes para asegurar que tendrían grano dentro. La técnica estaba funcionando.

—Rlain —llamó Kaladin—. ¡Rlain!

—¿Señor? —respondió el oyente, volviéndose y sonriendo. Tarareó una melodía animada mientras correteaba hacia él—. ¿Cómo ha ido la reunión?

Kaladin titubeó. ¿Debería decírselo o esperar?

—Ha habido algunos cambios interesantes. Ascensos para Cikatriz y Sigzil. —Kaladin contempló el campo—. Pero ya te informarán de eso más adelante. De momento, estos cultivos tienen buen aspecto.

—Los spren no acuden tan dispuestos para los humanos como venían para los oyentes —dijo él, observando también el campo—. Vosotros no oís los ritmos. Y no consigo que los humanos cantéis los tonos puros de Roshar. Unos pocos van acercándose, eso sí. Tengo esperanzas. —Sacudió la cabeza—. Bueno, ¿qué querías, señor?

—Te he encontrado un honorspren.

Kaladin estaba acostumbrado a ver una expresión inescrutable, estoica, en el rostro veteado de Rlain. Esa expresión se esfumó como la arena ante una tormenta cuando Rlain compuso una sonrisa amplia y sincera. Asió a Kaladin por los hombros, con los ojos bailando, y cuando tarareó fue con un ritmo exultante que dio a Kaladin la impresión de que casi podía sentir algo más allá de él. Un sonido tan ampuloso como la luz del sol, tan gozoso como la risa de un niño.

—¿Un honorspren? —preguntó Rlain—. ¿Dispuesto a vincularse con un oyente? ¿De verdad?

—El antiguo spren de Vratim, Yunfah. Estaba posponiendo la elección de alguien nuevo, así que Syl y yo le dimos un ultimátum: escogerte a ti o marcharse. Esta mañana ha venido a decirme que aceptaba intentar vincularse a ti.

El canturreo de Rlain se suavizó.

—Fue un poco arriesgado —siguió diciendo Kaladin—, porque no quería espantarlo. Pero al final hemos hecho que acepte. Cumplirá su palabra, pero ten cuidado. Me da la impresión de que aprovechará cualquier ocasión para escabullirse del acuerdo.

Rlain apretó el hombro de Kaladin y asintió, en evidente señal de respeto. Lo cual hizo que sus siguientes palabras sonaran extrañas.

—Gracias, señor. Por favor, dile al spren que puede seguir buscando. No necesitaré su vínculo.

Rlain soltó su hombro, pero Kaladin le cogió el brazo.

—Rlain, ¿qué estás diciendo? A Syl y a mí nos ha costado mucho encontrarte un spren.

—Y yo os lo agradezco, señor.

—Sé que te sientes excluido. Sé lo difícil que es ver volar a los demás mientras tú caminas. Esta es tu oportunidad.

—¿Tu aceptarías a un spren que viene obligado, Kaladin? —preguntó Rlain.

—Considerando las circunstancias, aceptaría lo que pudiera conseguir.

—Las circunstancias… —repitió Rlain, levantando la mano e inspeccionando las pautas de su piel—. ¿Te he contado alguna vez, señor, cómo terminé en una cuadrilla de puente?

Kaladin negó despacio con la cabeza.

—Respondí a una pregunta —dijo Rlain—. Mi propietario era un ojos claros de dahn intermedio, nadie muy conocido. Un supervisor de intendencia en el ejército de Sadeas. Pidió ayuda a su esposa para hacer una suma de cabeza y yo, sin pensar, le di la respuesta. —Rlain tarareó a un ritmo ligero, con tono burlón—. Un error estúpido. Llevaba años infiltrado entre los alezi, pero me volví descuidado.

»Durante los siguientes días, mi propietario me vigiló. Yo creía que me había delatado a mí mismo. Pero no, ni se le pasó por la cabeza que pudiera ser un espía. Pensó que era demasiado listo, nada más. Un parshmenio inteligente lo asustaba. Así que me ofreció para las cuadrillas de puentes. —Rlain miró de nuevo a Kaladin—. Un parshmenio así mejor que no críe, ¿verdad? Vete a saber la de problemas que darían si empezaran a pensar por sí mismos, ¿no?

—No estoy diciéndote que no pienses, Rlain —respondió Kaladin—. Solo intento ayudar.

—Ya lo sé, señor. Pero no estoy interesado en aceptar «lo que pueda conseguir». Y tampoco creo que se deba forzar a un spren a vincularse. Sentaría un mal precedente, señor. —Canturreó a un ritmo distinto—. Todos me llamáis escudero, pero no puedo absorber luz tormentosa como los demás. Creo que hay una brecha entre el Padre Tormenta y yo. Es raro. Esperaba prejuicios en los humanos, pero no en él. En todo caso, esperaré a un spren que quiera vincularse conmigo por quien soy, y por el honor que yo represento.

Hizo a Kaladin el saludo del Puente Cuatro, juntando las muñecas, y dio media vuelta para seguir enseñando canciones a los granjeros.

Kaladin se marchó en dirección a las lavanderías. Comprendía la argumentación de Rlain, pero ¿renunciar a esa oportunidad? Quizá la única manera de obtener lo que Rlain quería, el respeto de un spren, pasara por empezar con uno que fuese escéptico. Y Kaladin no había forzado a Yunfah. Había dado una orden. A veces los soldados tenían que servir en puestos que no les gustaban.

Kaladin odiaba sentir que, de algún modo, había hecho algo vergonzoso, pese a tener la mejor intención. ¿No podía Rlain aceptar los esfuerzos de Kaladin y hacer lo que le estaba pidiendo?

«O a lo mejor —pensó otra parte de él—, tú podrías hacer lo que le prometiste y escuchar por una vez.»

Kaladin entró en la zona de lavado de ropa y fue pasando junto a filas de mujeres que parecían desplegadas en formación delante de artesas, guerreando contra una horda interminable de camisas y casacas de uniforme manchadas. Rodeó la antigua bomba, que suministraba agua a las artesas, y por un ondeante campo de sábanas colgadas de cuerdas como banderas blancas.

Zahel estaba cerca del borde del altiplano. Aquella sección del campo terminaba en un precipicio casi vertical. A cierta distancia, Kaladin vio colgando de la superficie la enorme construcción de Navani, el aparato que se empleaba para que el Cuarto Puente se elevara y descendiera.

Daba la sensación de que precipitarse desde allí llevaría a una caída eterna. Aunque Kaladin sabía que en algún lugar más abajo la montaña debía presentar una pendiente, las nubes solían ocultar la caída. Él prefería pensar que Urithiru estaba flotando, separada del resto del mundo y de los suplicios que padecía.

Allí, en la cuerda de tender más alejada, Zahel estaba colgando con meticulosidad una sucesión de pañuelos de vivos colores. ¿Qué ojos claros lo habría obligado a lavar aquello? Parecían la clase de frívolas prendas que se ponían al cuello los más fastuosos de entre la élite para resaltar sus mejores galas.

En contraste con la fina seda, Zahel era como la piel de un visón recién sacrificado. Llevaba una túnica de algodón de brechárbol vieja y raída, la barba sin arreglar, como un puñado de hierba creciendo indómita en un recoveco resguardado del viento, y una cuerda a modo de cinturón.

Zahel era todo lo que el instinto decía a Kaladin que debía evitar. Con el tiempo, uno aprendía a evaluar a los soldados por cómo mantenían sus uniformes. Una casaca bien planchada no ayudaría a ganar una batalla, pero quien se preocupaba de sacar brillo a sus botones era a menudo también quien sabía mantener una formación con exactitud. Los soldados de barba desaliñada y ropa desgastada tenían a ser los que dedicaban las tardes a beber en vez de a cuidar de su equipamiento.

Durante los años de la división entre Sadeas y Dalinar en los campamentos de guerra, esas distinciones se habían acentuado tanto que prácticamente se habían convertido en estandartes. A pesar de ello, la apariencia de Zahel parecía deliberada. El maestro espadachín estaba entre los mejores duelistas que jamás había visto Kaladin, y poseía una sabiduría muy distinta a la de cualquier otro fervoroso o erudito. La única explicación posible era que Zahel se vestía así a propósito para dar una impresión errónea. Era como una obra maestra al óleo colgada deliberadamente en un marco astillado.

Kaladin se detuvo a una distancia respetuosa. Zahel no lo miró, pero el extraño fervoroso siempre parecía saberlo cuando se le acercaba alguien. Tenía una consciencia de su entorno que rayaba el surrealismo. Syl voló hacia él y Kaladin prestó mucha atención a cómo reaccionaba Zahel.

«Sí que puede verla», decidió mientras Zahel tendía otro pañuelo con cuidado. El fervoroso se colocó para poder observar a Syl por el rabillo del ojo. Aparte de Roca y Cuerda, Kaladin nunca había conocido a nadie capaz de ver a los spren invisibles. ¿Tendría Zahel sangre comecuernos? Esa capacidad era infrecuente incluso entre el pueblo de Roca, aunque el comecuernos le había contado que algún que otro pariente lejano suyo había nacido con ella.

—¿Y bien? —dijo Zahel por fin—. ¿Por qué has venido hoy a molestarme, Bendito por la Tormenta?

—Necesito consejo.

—Búscate algo fuerte para beber —dijo Zahel—. Puede ser mejor que la luz tormentosa. Las dos acabarán matándote, pero al menos el alcohol lo hace despacio.

Kaladin se situó junto a Zahel. Los pañuelos ondeantes le recordaron a un spren en pleno vuelo. Syl, tal vez haciendo la misma asociación, adoptó una forma parecida.

—Me obligan a retirarme —dijo Kaladin en voz baja.

—Enhorabuena —repuso Zahel—. Acepta la pensión. Deja que todo esto pase a ser el problema de otros.

—Me han dicho que puedo escoger a qué dedicarme a partir de ahora, siempre que no esté en el frente. He pensado…

Miró a Zahel, que sonrió formando arrugas en las comisuras de sus ojos. Era curioso que la piel de ese hombre pudiera parecer suave como la de un niño y luego fruncirse al instante como la de un abuelo.

—¿Has pensado que tu lugar está con nosotros? —preguntó Zahel—. ¿Con los soldados rendidos del mundo? ¿Con los hombres de almas tan ralas que tiritan a poco viento que haga?

—Es en lo que me he convertido —dijo Kaladin—. Sé por qué la mayoría de ellos abandonaron el campo de batalla, Zahel. Pero tú no. ¿Por qué te hiciste fervoroso?

—Porque aprendí que el conflicto encontraría hombres por mucho que yo intentara impedirlo —respondió él—. Ya no quería implicarme en intentar detenerlos.

—Pero no pudiste renunciar a la espada —dijo Kaladin.

—Ah, sí que renuncié. La dejé marchar. Fue el mejor error que he cometido jamás. —Miró a Kaladin, sopesándolo—. No has respondido a mi pregunta. ¿Crees que tu sitio está entre los maestros espadachines?

—Dalinar me ha ofrecido entrenar a los nuevos Radiantes —dijo Kaladin—. No creo que soportara verlos volar a la batalla sin mí. Pero se me ha ocurrido que a lo mejor podría volver a entrenar a soldados normales. Eso quizá no me hiciera tanto daño.

—¿Y crees que tu sitio está con nosotros?

—Eh… sí.

—Demuéstralo —dijo Zahel, arrancando unos pañuelos de la cuerda—. Dame un golpe.

—¿Qué? ¿Aquí? ¿Ahora?

Zahel se enrolló un pañuelo en el antebrazo. No tenía armas a la vista, pero en aquella maltrecha túnica marrón se podrían ocultar un par de cuchillos.

—¿Combate desarmado? —preguntó Kaladin.

—Qué va, usa la espada —dijo Zahel—. ¿No quieres ser maestro espadachín? Pues a ver cómo la manejas.

—Yo no he dicho…

Kaladin miró hacia la cuerda de tender, donde estaba sentada Syl con forma de mujer joven. La spren se encogió de hombros, así que Kaladin la invocó como hoja esquirlada, larga y fina, elegante. No como el enorme armatoste que una vez había blandido Dalinar.

—Embota el filo, cerebro de chull —dijo Zahel—. Mi alma se habrá vuelto rala, pero preferiría que siguiera de una pieza. Y nada de poderes por tu parte. Quiero verte luchar, no volar.

Kaladin embotó el filo de Syl con una orden mental. La hoja se difuminó en una neblina y cobró forma de nuevo sin afilar.

—Esto… —dijo Kaladin—. ¿Cómo empezamos el…?

Zahel cogió una sábana de la cuerda y la arrojó hacia Kaladin. La sábana se infló y se extendió y Kaladin dio un paso adelante y usó la espada para derribar la tela del aire. Zahel había desaparecido entre las ondulantes hileras de sábanas.

Con mucho cuidado, Kaladin se internó entre las cuerdas de tender. Las telas se hinchaban con el aire y luego pendían laxas, recordándole a las plantas que solían verse en los abismos. Seres vivos que se movían y fluían con las invisibles mareas del viento al soplar.

Zahel apareció desde otra fila, arrancó otra sábana y la lanzó. Kaladin gruñó, retrocedió y apartó la tela. Entonces comprendió que aquella era la táctica de Zahel: mantener a su rival centrado en las sábanas.

Kaladin dejó de prestar atención a la sábana y se abalanzó contra Zahel. El ataque lo satisfizo: el entrenamiento de Adolin con la espada le resultaba ya casi tan natural como su anterior instrucción con la lanza. El tajo falló, pero su forma era excelente.

Zahel, moviéndose con un vigor notable, esquivó hacia atrás entre las hileras de sábanas. Kaladin saltó tras él, pero de nuevo perdió de vista a su presa. Fue dando la vuelta poco a poco y buscando por las líneas en apariencia inacabables de aleteantes y níveas sábanas. Como llamas danzarinas de un blanco puro.

—¿Por qué luchas, Kaladin Bendito por la Tormenta? —La voz de Zahel llegó fantasmagórica de algún lugar cercano.

Kaladin se volvió con la espada lista.

—Lucho por Alezkar.

—¡Ja! ¿Me pides que te apadrine como maestro espadachín y me mientes a la cara?

—Yo no te he pedido… —Kaladin respiró hondo—. Llevo los colores de Dalinar con orgullo.

—Peleas para él, pero no por él —replicó Zahel—. ¿Por qué luchas?

Kaladin avanzó despacio en la dirección desde la que creía que provenía el sonido.

—Lucho para proteger a mis hombres.

—Eso se acerca más —dijo Zahel—. Pero ahora tus hombres están tan a salvo como pueden estar. Son capaces de cuidar de sí mismos. Así que ¿por qué sigues luchando?

—A lo mejor no creo que estén a salvo —respondió Kaladin—. A lo mejor no…

—¿No crees que puedan cuidarse solos? —preguntó Zahel—. El viejo Dalinar y tú sois dos gallinas de la misma nidada.

En una sábana cercana se formaron una cara y una figura, que se movieron hacia Kaladin como si alguien estuviera llegando desde el otro lado. Kaladin atacó de inmediato y atravesó la sábana con su espada. La tela se rasgó, ya que el arma aún era lo bastante puntiaguda, pero el ataque no alcanzó a nadie por detrás.

Syl se volvió afilada durante un momento, cambiando antes de que Kaladin pudiera pedírselo, mientras él descargaba un tajo para cortar en dos la sábana. Se retorció al viento, partida por el centro.

Zahel llegó desde el otro lado y Kaladin a duras penas se volvió a tiempo para atacar con su hoja esquirlada. Zahel desvió el golpe con el brazo que tenía envuelto en tela. En su otra mano llevaba un largo pañuelo con el que fustigó a Kaladin. Le atrapó la mano libre y la envolvió con una tensión sorprendente, como si fuese un látigo.

Zahel dio un tirón y desequilibró a Kaladin, que tuvo dificultades para mantenerse en pie y lanzó una estocada a una sola mano. Zahel desvió otra vez el golpe con su antebrazo envuelto en tela. Aquella táctica jamás habría resultado contra una auténtica hoja esquirlada, pero podía ser sorprendentemente efectiva contra las espadas normales. Los reclutas novatos solían sorprenderse de lo bien que podía desviar un filo una buena tela gruesa.

Zahel aún tenía la mano libre de Kaladin envuelta en su pañuelo, así que tiró de la tela e hizo rodar a su adversario. Condenación. Kaladin logró maniobrar su hoja esquirlada, cercenar la tela gracias a que Syl se volvió afilada por un instante y saltar hacia atrás, intentando recobrar una posición firme.

Zahel caminó tranquilo hacia un lado, hizo restallar el pañuelo con un sonoro chasquido y luego empezó a darle vueltas como a una maza. Kaladin no veía ninguna luz tormentosa emergiendo del fervoroso y no tenía motivos para creer que el hombre fuese un potenciador… pero la forma en que la tela le había aferrado el brazo era asombrosa.

Zahel extendió el pañuelo con las dos manos y Kaladin reparó en que era más largo de lo que había esperado.

—¿Crees en el Todopoderoso, chico?

—¿Qué importa eso?

—¿Preguntas por qué es relevante la fe mientras te planteas hacerte fervoroso, convertirte en un consejero religioso, nada menos?

—Quiero enseñar a usar la espada y la lanza —respondió Kaladin—. ¿Qué tiene que ver eso con el Todopoderoso?

—Muy bien, pues. ¿Preguntas por qué Dios es relevante cuando te planteas enseñar a matar?

Kaladin avanzó despacio y con mucha cautela, empuñando su hoja esquirlada por delante.

—No sé lo que creo. Navani aún es devota del Todopoderoso. Quema glifoguardas todas las mañanas. Dalinar dice que el Todopoderoso está muerto, pero también afirma que hay otro dios verdadero en algún lugar más allá de Shadesmar. Jasnah defiende que el hecho de que un ser tenga unos poderes inmensos no lo convierte en Dios, y concluye a partir de la forma en que funciona el mundo que una deidad omnipotente y benigna no puede existir.

—No te pregunto qué creen ellos. Te pregunto qué crees tú.

—Yo no estoy convencido de que nadie conozca las respuestas. Supongo que me parece bien dejar que discutan sobre el tema las personas que se preocupan por él, y yo no asomar la cabeza y preocuparme de mi vida en el presente.

Zahel asintió, como si esa contestación le resultara aceptable. Hizo una seña para que Kaladin atacara. Él procuró mantener la postura del humo, con la que más había entrenado, y probó a avanzar. Hizo dos fintas y luego atacó.

Las manos de Zahel se emborronaron cuando empujó la espada a un lado con su pañuelo extendido y luego hizo rodar los brazos para envolver la espada con la tela. Eso le permitió hacer palanca y apartar más la espada mientras entraba en la acometida de Kaladin, deslizando la tela por la hoja esquirlada para acercarse a él.

Una vez allí, de algún modo retorció la tela para envolver también las muñecas de Kaladin. Él intentó un cabezazo, pero Zahel se internó en el movimiento y levantó un extremo del pañuelo para que la cabeza de Kaladin pasara por debajo. Con un giro y un retorcimiento, Zahel ató por completo a Kaladin con el pañuelo. ¿Qué longitud tenía aquel trozo de tela?.

La maniobra dejó a Kaladin no solo bien maniatado, sino también con el pañuelo apretándole los brazos contra los costados y Zahel a su espalda. Kaladin no pudo ver lo que hizo Zahel a continuación, pero incluyó enviar un bucle de pañuelo por encima de la cabeza de Kaladin y alrededor de su cuello. Zahel tiró con fuerza y dejó a Kaladin sin aire.

Creo que estamos perdiendo, dijo Syl, contra un tipo que blande algo que encontró en un cajón de Adolin.

Kaladin gruñó, pero una parte de él se estaba emocionando. Por muy frustrante que pudiera resultar Zahel, era un luchador excelente y ponía a prueba a Kaladin de formas que no había visto nunca. Esa era la clase de práctica que necesitaba si quería derrotar a los Fusionados.

Mientras Zahel se esforzaba en asfixiarlo, Kaladin se obligó a mantener la calma. Transformó a Syl en una pequeña daga. Con un giro de muñeca cortó el pañuelo, cosa que desmontó la trampa entera, permitiendo a Kaladin girar y lanzar un tajo con su cuchillo, embotado de nuevo.

El fervoroso bloqueó la daga con el brazo envuelto en tela. Al instante asió la muñeca de Kaladin con su otra mano, así que Kaladin descartó a Syl y la invocó de nuevo en su otra mano para atacar y obligar a Zahel a esquivar retrocediendo.

Zahel cogió otra sábana de las ondeantes cuerdas, la retorció y la envolvió tensa sobre sí misma hasta crear una especie de soga.

Kaladin se frotó el cuello.

—Creo… creo que sí que había visto antes ese estilo. Luchas como Celeste.

—Es ella quien lucha como yo, chico.

—Está buscándote, me parece.

—Eso dice Adolin. Pero antes la muy boba tendrá que cruzar la Perpendicularidad de Cultivación, así que tampoco voy a contener los alientos esperando a que llegue.

Hizo a Kaladin una seña para que atacara otra vez.

Kaladin sacó un puñal arrojadizo de su cinto y adoptó una pose de espada y daga. Hizo un gesto a Zahel para que atacase él. El maestro espadachín sonrió y arrojó su sábana hacia Kaladin. La sábana se infló y se extendió como si pretendiera darle un abrazo. Cuando Kaladin acabó de apartarla, Zahel había desaparecido internándose en el ondeante bosque de tela.

Kaladin descartó a Syl y señaló hacia el suelo. Ella asintió y descendió para mirar por debajo de las sábanas en busca de Zahel. Indicó una dirección a Kaladin y luego se metió entre dos sábanas como cinta de luz.

Él la siguió con cautela. Le pareció vislumbrar a Zahel entre las sábanas, una sombra en la tela.

—¿Y tú crees? —preguntó Kaladin mientras avanzaba—. ¿En Dios, en el Todopoderoso, en lo que sea?

—Yo no tengo que creer —llegó una voz de vuelta—. Sé que los dioses existen. Lo que pasa es que los odio.

Kaladin corrió entre dos sábanas. En ese momento, las sábanas empezaron a liberarse de las cuerdas. Se arrojaron contra Kaladin, seis a la vez, y él habría jurado que distinguió los contornos de rostros y formas humanas en ellas. Invocó a Syl y, sin dejarse distraer, apartó la mirada de aquella visión inquietante y localizó a Zahel.

Embistió. Zahel, moviéndose con una desenvoltura casi sobrenatural, levantó dos dedos y los apretó contra la hoja esquirlada en movimiento, con lo que desvió la punta a un lado con el ángulo justo para que fallara por los pelos.

Cuando Kaladin pasó entre las trémulas sábanas, el viento se arremolinó a su alrededor. Las sábanas fluyeron hacia él, endebles, pero entonces le enredaron las piernas. Kaladin tropezó con un reniego y cayó a la dura piedra.

Un segundo más tarde Zahel tenía el puñal de Kaladin en la mano, apretado contra su frente. Kaladin sintió la punta entre sus cicatrices.

—Ha sido trampa —dijo Kaladin—. Estás haciendo algo con esas sábanas y esa tela.

—Es imposible que hiciera trampa —replicó Zahel—. El objetivo de esto no era ganar o perder, chico. Era que yo viese cómo peleas. Tener a alguien en desventaja me dice más sobre esa persona.

Zahel se levantó y soltó el cuchillo, que resonó contra el suelo. Kaladin lo recuperó, se incorporó y lanzó una mirada a las sábanas caídas. Reposaban en el suelo como ropa de cama normal y corriente, moviéndose de vez en cuando con el aire. De hecho, otra persona podría haber atribuido sus movimientos a jugarretas del viento.

Pero Kaladin conocía el viento. Y aquello no había sido el viento.

—No puedes hacerte fervoroso —le dijo Zahel mientras se arrodillaba y tocaba una sábana con un dedo antes de recogerla y devolverla a la cuerda de tender. Hizo lo mismo con las demás sábanas, una tras otra.

—¿Por qué no puedo? —preguntó Kaladin. No estaba seguro de que Zahel tuviera autoridad para prohibírselo, pero tampoco estaba convencido de querer recorrer ese camino si Zahel, el único fervoroso por el que sentía verdadero respeto, estaba en contra—. ¿Obligas a todo el mundo a luchar por el privilegio de retirarse al fervor?

—Este lance no consistía en ganar o perder —dijo Zahel—. No te rechazo porque hayas perdido: te rechazo porque tu lugar no está con nosotros. —Sacudió una sábana al aire y la puso en su sitio—. Te encanta luchar, Kaladin. No adoras el combate con la Emoción que sentía antes Dalinar, o ni siquiera con la ilusión de un figurín antes de un duelo.

»Lo adoras porque forma parte de ti. Es tu amante, tu pasión, la sangre que fluye por tus venas. El entrenamiento cotidiano nunca podría satisfacerte. Anhelarías algo más. Llegaría un momento en que te marcharías, y eso te dejaría en una posición peor que si no hubieras empezado.

Tiró su pañuelo a los pies de Kaladin. O más bien debió de tirar un pañuelo distinto, porque el del principio había sido de un brillante color rojo y aquel era gris apagado.

—Vuelve cuando odies pelear —dijo Zahel—. Cuando de verdad lo odies.

Se marchó entre la colada.

Kaladin recogió el pañuelo caído y lanzó una mirada a Syl, que descendía por el aire cerca de él como bajando por unos peldaños invisibles. La spren se encogió de hombros.

Él cerró el puño en torno a la tela y echó a andar rodeando las sábanas. El maestro espadachín se había sentado al borde de la plataforma, con las piernas colgando y la mirada perdida en la cordillera cercana. Kaladin soltó el pañuelo en un montón de otros pañuelos, todos los cuales estaban grises.

—¿Qué eres? —preguntó Kaladin—. ¿Eres como Sagaz?

Zahel siempre parecía saber demasiado, siempre había tenido algo único, reservado, distinto de los demás.

—No —dijo Zahel—. No creo que haya nadie más que sea como Hoid. En mis tiempos yo lo conocía como Polvo. Debe de haber tenido mil nombres diferentes entre mil pueblos diferentes.

—¿Y tú? —Kaladin se sentó en la piedra al lado de Zahel—. ¿Cuántos nombres tienes tú?

—Unos pocos —respondió Zahel—. Más de los que suelo compartir. —Se inclinó hacia delante, con los codos en los muslos. El viento jugueteó con el dobladillo de su túnica, que pendía sobre un precipicio de centenares de metros—. ¿Quieres saber lo que soy? Bueno, soy muchas cosas. Un hombre cansado, sobre todo. Pero también soy un ente Investido de clase dos. Antes me consideraba un clase uno, pero tuve que rehacer la escala entera cuando aprendí más. Es lo que tiene la ciencia, que nunca está terminada. Siempre se pone a sí misma patas arriba. Destroza unos sistemas perfectos solo por el pequeño inconveniente de ser incorrectos.

—Yo… —Kaladin tragó saliva—. No sé lo que significa nada de eso, pero gracias por responder. Sagaz nunca me da respuestas, o por lo menos no directas.

—Eso es porque Sagaz es un capullo —dijo Zahel. Hurgó en el bolsillo de su túnica y sacó algo, una piedra pequeña con forma de caparazón en espiral—. ¿Habías visto alguna vez uno de estos?

—¿Hecho por moldeado de almas? —preguntó Kaladin mientras cogía el pequeño caparazón. Tenía un peso sorprendente. Le dio la vuelta, admirando la forma en que se arremolinaba.

—Parecido —dijo Zahel—. Eso es una criatura que murió hace mucho, mucho tiempo. Se quedó en el fango y poco a poco, en el transcurso de miles y miles de años, los minerales infundieron su cuerpo y lo reemplazaron eje por eje con piedra. Llegó un momento en que quedó transformado por completo.

—Entonces es como… un moldeado de almas natural. Que sucede con el tiempo.

—Con mucho tiempo. Con una cantidad de tiempo abrumadora. En el lugar del que procedo no había ninguno de estos. Es demasiado nuevo. Puede que en tu mundo haya algunos ocultos en las profundidades, pero lo dudo. Esa piedra que tienes en la mano es vieja, vieja de verdad. Más vieja que Sagaz, y que vuestros Heraldos, y que los mismos dioses.

Kaladin la sostuvo en alto y luego, por costumbre, vertió encima unas gotas de agua de su cantimplora para revelar sus colores y tonos ocultos.

—Mi alma es como ese fósil —afirmó Zahel—. Hasta la última parte de mi alma está reemplazada con algo nuevo, aunque para mí ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. El alma que tengo ahora se parece a la que tenía al nacer, pero es algo completamente distinto.

—No lo entiendo.

—No me sorprende. —Zahel pensó durante un momento—. Puedes visualizarlo así. Sabes que se puede hacer una impresión en el crem, dejarla secar y llenarla con cera para crear una copia del objeto original, ¿verdad? Pues eso es lo que le pasó a mi alma. Cuando morí, estaba empapado en poder. Así que, cuando mi alma escapó, dejó atrás un duplicado. Una especie de… fósil de un alma.

Kaladin vaciló.

—¿Tú… moriste?

Zahel asintió.

—También le pasó a tu amigo. ¿A ese de la cárcel? El que tiene… esa espada.

—Szeth. No es mi amigo.

—Y a los Heraldos también —prosiguió Zahel—. Cuando murieron, dejaron atrás una impresión. Un poder que recordaba ser ellos. El caso es que el poder quiere estar vivo. —Señaló con el mentón hacia Syl, que volaba por debajo de ellos como una cinta de luz—. Ella sí es lo que ahora llamo un ente Investido de clase uno. Decidí que esa tenía que ser la forma correcta de referirme a ellos. Un poder que cobra vida por sí mismo.

—¡Sí que puedes verla! —exclamó Kaladin.

—¿Verla? No. ¿Sentirla? —Zahel se encogió de hombros—. Si cortas un pedacito de divinidad y lo dejas estar, al final acabará viviendo. Y si dejas que un hombre muera con un alma demasiado Investida, o si la Invistes justo cuando está muriendo, dejará atrás una sombra que luego puedes volver a clavar en un cuerpo. En el suyo propio, si ese día te sientes piadoso. Cuando se hace eso, obtienes esto. —Zahel se señaló a sí mismo—. Un ente Investido de clase dos. Un muerto que camina.

Qué conversación más… extraña. Kaladin arrugó la frente, intentando discernir el motivo de que Zahel estuviera contándole aquello. «Supongo que se lo he preguntado yo, así que… Un momento.» Quizá hubiera otra razón.

—¿Y los Fusionados? —preguntó Kaladin—. ¿Eso es lo que son ellos?

—Sí —dijo el fervoroso—. La mayoría de nosotros dejamos de envejecer cuando ocurre, así que obtenemos una especie de inmortalidad.

—¿Hay alguna… manera de matar a algo como tú? ¿Para siempre?

—Hay muchas maneras. Con los más débiles, basta con volver a matar el cuerpo, asegurándote de que nadie Invista su alma con más energía, y se marcharán al cabo de unos minutos. Con los más fuertes… bueno, a lo mejor sería posible matarlos de hambre. Muchos clase dos se alimentan de poder. Es lo que los mantiene en marcha.

»Aunque yo diría que esos enemigos tuyos son demasiado fuertes para eso. Ya duran miles de años, y parecen Conectados con Odium para extraer poder directamente de él. Tendrás que buscar la forma de trastocar sus almas. No basta con hacerlos pedazos. Necesitas un arma tan potente que desmadeje el alma. —Entornó los ojos, fijos en la lejanía—. Pero aprendí por las malas que esa clase de armas son muy peligrosas de forjar y nunca parecen funcionar bien.

—Hay otra manera —dijo Kaladin—. Podríamos convencer a los Fusionados de que dejaran de luchar. En vez de matarlos, podríamos buscar la forma de convivir con ellos.

—Ideales elevados —respondió Zahel—. Optimismo. Sí, serías un maestro espadachín espantoso. No te fíes de esos Fusionados, chico. Cuanto más tiempo existe uno de nosotros, más acabamos pareciéndonos a los spren. Obsesionados con un único propósito, nuestras mentes atadas y encadenadas por nuestra Intención. Somos spren disfrazados de hombres. Por eso ella toma nuestros recuerdos. Sabe que no somos las mismas personas reales que murieron, sino otra cosa a la que se entregó un cadáver que habitar…

—¿Ella? —preguntó Kaladin.

Zahel no respondió, pero sí recuperó el caparazón de piedra cuando Kaladin se lo devolvió. Mientras Kaladin se marchaba, el maestro espadachín lo acunó contra el pecho, contemplando el interminable horizonte.

Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.

Comments

  • NightReader

    Cuando habla de "Ella", supongo que se refiere a la Vigilante Nocturna.

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