AVANCE - El Archivo de las Tormentas 5, Viento y Verdad - Interludio: Dyel

AVANCE – El Archivo de las Tormentas 5 – Viento y Verdad: Interludio, Dyel

Os traemos la traducción del último avance de Viento y Verdad, el quinto libro dentro de la saga de El Archivo de las Tormentas que cierra el primer arco de esta serie de libros que nos lleva en vilo desde hace más de una década. Un libro que estamos convencidos que va a rompernos el corazón y que posiblemente va a sembrar más misterios de los que solucione, como bien podemos ver en este interludio de Dyel, la nieta de Ym, el zapatero asesinado por el heraldo Nale en uno de los interludios de Palabras Radiantes.

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leído por brandon durante la Dragonsteel Con, el 20 de noviembre de 2023

Dyel tuvo el más extraño de los visitantes. Aquello no era algo raro en Iri últimamente, ahora que los amos habían regresado. Andaban por las calles con los cuerpos cubiertos de patrones, como si estuvieran pintados de rojo, blanco y negro. Pero aquellos visitantes no pertenecían a los amos. Aquellos visitantes eran distintos. 

Los tres se sentaron en una mesa de su tienda, en el lado más alejado, cerca de los compartimentos de la pared donde su abuelo, antes de ser asesinado, colocaba zapatos. Se apiñaron en torno a la mesa, y cuando entraron pretendieron ser «del este». Pero Dyel conocía los acentos, y estos hombres no eran del este. Además, su ropa era muy extraña, sobre todo la del más alto, con el largo abrigo blanco y los extraños anteojos que sobresalían de su bolsillo.

Merodeó en la entrada de la cocina una vez les entregó su té, y se quedó escuchando, con la esperanza de que su madre pasara por alto que estuviera holgazaneando.

—¿Estás seguro de que es el momento correcto? —preguntó el hombre alto, el del abrigo. Su piel parecía de Azir, con el pelo corto y músculos como los de un soldado. Casi podía creerse que era del lejano oriente, donde había hombres horribles que eran los soldados más fieros. ¿Qué clase de fiero soldado pondría azúcar en su té?

—Pues claro que no estoy seguro —dijo el barrigón, que se pasaba el todo el rato de mala cara—. El cacharro siempre resulta impredecible, ¿o es que no lo sabes?

Puede que este fuera de Azish, estaba completamente calvo. Era más mayor, más bajito. Y, de nuevo, vestía ropas extrañas para su región. La mayoría de gente que conocía iba por ahí descamisada y las mujeres llevaban solo su <bandlo>. Él llevaba una túnica bajo el abrigo. Una capa y una túnica de colores vivos, ¿en este tiempo?

El hombre alto gruñó y luego dio un sorbo a su té. El tercero de ellos permanecía sentado. Tal vez fuera un shin de altura media, pero también se estaba quedando calvo, y el tono de su piel era más claro y lucía ropas más normales, para un forastero. Camisa y pantalón. No hablaba mucho, pero observaba las cosas. Ella conocía gente así.

Para que no pensaran que los estaba observando, Dyel se afanó con otras tareas durante un ratito. Limpiar las mesas, quedarse de pie en la puerta con una sonrisa de invitadora a quienes pasaban por la calle. Le gustaba esa parte. Observar a todos los diferentes tipos de gente que formaban parte del Uno. También le gustaba oler el aire del océano. Aunque eran demasiado pobres como para permitirse una tienda en la mejor zona de la ciudad, la brisa aún llevaba hasta allí un aire fresco y salado. Un regalo de experiencia que podía añadir al Único.

Fuera, un amo pasó, una figura descomunal con caparazón y ojos que brillaban rojizos. Había un cierto debate: ¿formaban los cantores, como aquellos amos, parte del Único? ¿Eran parte de la vasta experiencia que unificaba a todas las gentes? ¿O eran otra cosa? Dyel pensó que debían ser el Único. No sería el Único a menos que ello, Dios, lo abarcara todo. Cada persona una pieza desplegada por el cosmere para vivir una vida distinta y devolver conocimiento enriquecedor. Su madre no lo creía, pero Dyel sí. Porque, si lo creía, el abuelo Ym estaba siempre con ella, porque eran lo mismo.

—Muchacha que sirve, ¿me traes otra? —dijo uno de los hombres.

Se sobresaltó y luego se acercó a toda prisa a la mesa de los tres extraños, con el pelo ondeando tras de sí. Lo llevaba largo y solo se lo cortaba cuando madre la obligaba. Era una iriali, y su pelo dorado era su herencia.

Se apresuró a rellenar las copas de los hombres, aunque el pensativo, el que permanecía en silencio, depositó una esfera sobre la mesa. Se quedó sin aliento. ¿Un broam entero? Miró al hombre, que tenía una cara redonda y amigable. Él asintió.

Dyel la agarró con un gesto rápido, y la luz celeste que albergaba en el interior hizo que su piel brillara. Aunque madre insistiría en que preguntara, así que habló a regañadientes.

—¿Necesita cambio?

—No —respondió el hombre aún con la sonrisa—. Aunque no me importaría si respondieras un par de preguntas.

Ella se encogió de hombros.

—Claro.

–¿Has visto alguna vez un extraño grupo de luces que se mueven por la pared o por el suelo, aunque no pudieras encontrar la fuente que las reflejaba?

Inmediatamente, Dyel sintió una punzada de terror. Casi se le cae la tetera. Suponía que ellos no eran quienes decían ser pero, ¿eso? ¿Eso?

—Lo siento, tengo que marcharme, olvidé que mi madre quería que revisara las galletas. Quédense todo el tiempo que deseen. Les damos las gracias por la propina. Estamos cerrados. Bien, ¡adiós!

Se metió a toda prisa en la habitación trasera, la cocina y la vivienda, un espacio remodelado a partir del taller de su abuelo. Apoyó la espalda en la pared, con el corazón retumbando en su pecho, e intentó inspirar y expirar. Había vuelto. El asesino. ¿Qué hacer?

Encontrar a madre.

Pero madre se había marchado. Dyel rebuscó en toda la tienda. No era muy difícil, teniendo en cuenta el pequeño tamaño y solo encontró una nota: «Vuelvo en quince minutos. Encárgate de la tienda.»

Oh, no. No, no, no, no, no, no. No.

Gateó por el suelo y encontró un cuchillo, para untar mantequilla, y se escondió en la esquina sosteniéndolo en su mano, intentando no hacer demasiado ruido mientras temblaba y lloraba. Hasta que oscurecieron la entrada. Tres hombres, dos bajitos y uno más alto.

Pese a todo, Dyel dejó escapar un grito mientras sostenía el cuchillo. Los tres parecían casi aburridos, como si matarla apenas les importara.

El alto miró al pensativo.

—Mira lo que has hecho, Demoux —dijo señalándola—. ¡Te dije que no tenías que hablar de eso!

—Necesito un spren inteligente para estudiarlo respondió— ¡Y se siguen negando!

—Quizás se deba a que sigues diciendo que quieres estudiarlos, ¿no es así? —dijo el gruñón—. Está claro que asustábamos a menos personas cuando tu traductor no funcionaba.

El hombre más alto caminó hacia Dyel y se arrodilló donde ella estaba arrodillada intentando apretujarse contra la pared con la falda alborotada y arrugada, notando cómo la gruesa textura de la madera presionaba contra la piel de su espalda salvo en las zonas cubiertas por su <bandlo>. El hombre la estudió.

—Siento tener… —dijo.

La puente trasera se abrió con un estruendo y allí estaba su madre, frenética, vestida con sus pantalones sueltos y su <bandlo>, con una maraña de pelo brillante que refulgía bajo la luz del sol poniente. Al ver a los tres extraños, parecía alarmada y sus ojos enloquecidos. Su hoja esquirlada se materializó un segundo más tarde, reluciente y plateada. El secreto que su familia había ocultado, que había mantenido en silencio desde que se manifestara meses atrás. Pero pocos secretos importaban al irrumpir en una habitación para encontrar a tu hija de doce años atemorizada por tres agresores.

—¡Uauh! —dijo el alto dando un salto hacia atrás.

Era él, ¡el asesino llamado Oscuridad!

—¡Uauh!

Sacó algo de su cinturón, algo que blandió como si fuera un arma, aunque Dyel no había visto jamás un arma que simplemente fuera un pequeño tubo de metal.

Luces extrañas aparecieron cuando el gruñón aplastó una esfera contra el suelo, rompiéndola de algún modo. La luz tormentosa fluyó en torno a él y se formaron unos glifos extraños en el aire. Madre se puso delante de Dyel de un salto, sudorosa mientras sostenía su arma con ambas manos.

—Sabíamos que volveríais —dijo madre—. ¡Sabíamos que vendríais a por mí en cuanto os enterarais!

La voz de madre tembló. Dyel gateó hacia delante y se aferró a sus piernas, aterrada.

Todos permanecieron inmóviles en la habitación a excepción del pensativo, el shin, que dijo:

—¿Qué diablos está pasando?

—Te conocemos —dijo madre—. ¡He pasado meses intentando encontrar al makabaki alto que asesinó a mi padre! ¡He hablado con las familias de las otras personas que habéis matado! Sabemos lo que eres, lo que haces, ¡asesino!

Dyel se encogió. Madre seguí intentando expulsarlos hacia la puerta. Curiosamente, el alto, el hombre que había acabado con la vida de su abuelo, se relajó y bajó su… extraña arma. El calvo bajó las manos, y la extraña luz que brillaba alrededor de sus manos se evaporó.

—Ya te dije que te parecías a él.

—No me parezco —dijo el alto.

—Un poco sí —dijo el pensativo.

—¿Solo porque ambos tenemos la piel oscura? —replicó el alto.

—Yo también tengo la piel oscura —dijo el calvo—, y nadie dice que me parezco a él.

—Eres plateado la mayor parte del tiempo, Galladon —dijo el alto, volviendo a guardar su arma en la capa—. Mira no soy el asesino que te preocupa. Ese es Nale, el Heraldo. Yo solo soy un viajero.

Ambas lo contemplaron en un silencio aterrador hasta que madre, cosa rara, ladeó la cabeza. Desvaneció su hoja, haciendo que Dyel se estremeciera. Madre no se habría creído las palabras de ese asesino, ¿no?

Uma apareció un segundo más tarde, deslizándose por la pared, una colección de luces como las dispersadas por un prisma. Salvo que aquí no había ninguno. Proyectaba una especie de patrón brillante que ella decía que era únicamente suyo.

—Todo está bien, Dyel —dijo Uma. Su voz era tranquila, como el sonido de cristal cuando una copa vibra en manos de un músico—. Se lo he dicho a tu madre también. Conozco al Heraldo Nale de vista, al que llaman Oscuridad, y no es él. Sospecho que, desde luego, procede de tierras bien remotas.

Oh. Dyel se puso de pie detrás de su madre con precaución, su corazón martilleaba, posiblemente como el de todos.

Un momento más tarde, el pensativo dijo:

—¿Puedo estudiarte?

—Esto… ¿no? —repuso Uma.

—Ya te dije que dejaras de formularlo así, Demoux —comentó al que llamaron Galladon.

—No quiero mentirles —respondió Demoux señalando.

El alto se aclaró la garganta.

—Tal vez deberíamos marcharnos.

Madre los escrutó y seguía en tensión. Dyel se dio cuenta del motivo. Sí, este no era Oscuridad, pero aún así entró como una tromba en la habitación, seguramente tras escuchar el grito de su hija, y se había encontrado con tres hombres extraños en una zona de la tienda prohibida a los clientes.

—Madre —dijo Dyel entre susurros y señalando con el dedo—. Lo saben. Me han preguntado por Uma.

—¿Cómo? —preguntó ella.

—No queríamos asustar a la muchacha —respondió el alto, extendiendo la mano en gesto apaciguador—. Tan solo hemos escuchado rumores. Somos eruditos y nos gusta estudiar spren.

—¿Lo ves? ¡Baon la usa! —dijo Demoux.

—Baon no es un ejemplo sobre cómo tener un mínimo de tacto —dijo Galladon—. Necilocos, todos vosotros.

Qué palabra tan curiosa, juntar dos palabras así. [Baon] dio un paso al frente y, aunque había sido el de peor temperamento a la hora de pedir bebidas en la mesa, ahora su tono era educado.

—Siento haberos asustado. Ahora, con vuestro permiso, nos marcharemos, Radiante.

Madre bajó la mirada hacia Dyel, y suspiró devolviendo la mirada a los hombres.

—Tengo una carta para vosotros.

—… ¿Qué?

—¿Qué?

—¿Madre? —preguntó Dyel.

—¿Recuerdas la mujer extraña que nos visitó el mes pasado? —dijo ella—. Me dejó una carta, está en mi mesita de noche. Por favor, ve a buscarla.

Dyel, confundida, hizo lo que se le pidió. Madre no quitó la vista de encima de los tres extraños. Dyel recordaba a la mujer, la que llevaba demasiados anillos y que había ayudado durante varias semanas en el hospital de caridad local. Una curandera habilidosa con las hierbas, cuya habitación olía a pescado, por las criaturas que había cazado en el Lagopuro y que luego había puesto a secar. Venía a tomar té cada mañana, pero hacía unas semanas que se había ido. Por lo que se veía, no sin antes haber dejado algo.

Dyel encontró un sobre sellado en la mesita de noche que compartía con su madre junto a la mesa. Y en él estaban dibujados toscamente los perfiles de los tres hombres. Aquellos tres hombres, salvo por las proporciones exageradas un tanto cómicamente. Le hubieran parecido divertidos de no sentirse tan tensa.

Qué experiencia tan extraña del Único. ¿Cómo lo había sabido la mujer? Pero, bueno, la vida de Dyel se había puesto patas arriba desde la llegada de Uma y su madre había empezado a brillar a veces. Experiencias únicas, desde luego. Le gustaba pensar en ellas así, tal y como le habían enseñado. En esos tiempos, muchos ya no creían, pero ella lo hacía, por su abuelo.

—Me dijeron que sabría a quién entregar esto—explicó su madre.

El alto, Baon, lo agarró. Miró a los otros, y tras eso procedió a abrirlo con su cuchillo de bolsillo.

—Lo ha escrito él —dijo Baon.

—Pues claro que lo ha escrito el —respondió Demoux—. Justo cuando estamos por marcharnos. Crees que quiere volver a enredarnos, ¿hacer que sigamos perdiendo el tiempo?

—¿Qué dice? —preguntó Galladon.

Baon cerró el sobre.

—Solo contiene su firma. Y una burda descripción de genitales masculinos.

—¿Del Aspecto Embaucador? —dijo madre—. También estuvo aquí el año pasado.

—¡Pues claro que estuvo! —repitió Demoux, y luego soltó un suspiro—. Estoy listo para irme de este herrumbroso planeta. ¿Vosotros dos qué decís?

—Sí, por favor —dijo Galladon—. Es uno de los seres más antiguos del cosmere y tiene la edad mental de alguien de trece años.

—Si este hombre llega a volver a aparecer, mantente al margen —dijo Baon—. No es terriblemente peligroso, pero las cosas que lo rodean siempre lo son. Cuando dan con él, sufren inocentes. Es inevitable.

Bueno, claro. Era el Aspecto Embaucador, separado del Único para crear caos. Pero no podías dedicarte a insultarlo negándote a servir el té cuando lo pedía.

Se escuchó un ding proveniente del bolsillo de Galladon.

—Es la hora —dijo.

Los tres hombres las saludaron con la cabeza, y se dirigieron hacia fuera. Baon se detuvo en la puerta, dubitativo.

—Puede que las cosas en vuestra ciudad sean un tanto caóticas por un tiempo, pero pasará. Lo mejor es quedarse dentro —y con eso, él también se marchó.

Dyela abrazó a su madre. Porque estaban vivas, a pesar de toda la tensión, pero también porque estaba preocupada. No solo por lo que Baon había dicho. Sino porque implicaba que Oscuridad no había llegado aún y que aún tenían que temerlo.

En el exterior la gente empezó a gritar.

—Voy a mirar —dijo Uma con su voz tintineante—. Sé fuerte. Todavía no sé de qué se trata.

Madre asintió y agarró a Dyel y la hizo subir por los escalones mientras Uma salía por la puerta. Su tienda formaba parte de un edificio más grande, de cuatro pisos de altura y ayudaban a con la limpieza y el mantenimiento. Lo que implicaba que madre podía llevarlas por la escalera de acceso directas hasta el tejado. Al llegar allí salieron de golpe, y vieron lo que estaba causando el caos.

Cusicesh el Protector se había alzado en la bahía. El enorme spren de múltiples brazos, hecho únicamente de una columna de agua. Se había alzado en el aire, más grande de lo habitual.

¿Eso era todo? Syel se relajó. Había visto a Cusicesh muchas veces. No había nada que temer. Pero, entonces, ¿por qué había tanta gente señalando y gritando? ¿Por qué había tanta gente corriendo?

—No es el momento correcto del día —dijo su madre, dirigiendo su mirada por encima de los tejados hacia la bahía.

Cusicesh, rompiendo con la tradición de su comportamiento habitual, movió sus manos a los lados con las palmas hacia la ciudad. Y entonces, ante él, en la bahía, el aire se partió un una gloriosa fuente radiante, una columna de luz.

—El portal a la Tierra de Sombras —susurró madre—. El portal de Honor. ¡Oh, Padre, madre, ancestros, uníos! ¡Dyel, es la hora! Corre y agarra las mochilas de viaje, ¡es la hora!

Dyel se quedó petrificada. ¿La hora? ¿Mochilas de viaje? Todo buen iriali las tenía, por supuesto, en caso de que tuvieran que marcharse, pero se trataba más que nada de una formalidad, a menos…

¿Era la hora?

—GENTES —Cusicesh habló.

Ese spren no hablaba jamás.

La voz era profunda y vibraba en la ciudad, de algún modo tan alta como para hacer que su alma se estremeciera, pero no tan alta como para dañar su oído.

—ESTÁ AQUÍ. VOY A SER VUESTRO GUÍA PARA EL QUINTO VIAJE.

La hora. Eso quería decir que era la hora de continuar el Largo Sendero. La hora de encontrar la Quinta Tierra. El shock la liberó finalmente de su ensimismamiento y corrió a por las mochilas de viaje, aterrada de que aquel gran día hubiera llegado durante su vida. El Único estaba poniéndola a prueba con nuevas experiencias, desde luego. Deseó que hubiera una manera de explicar que estaba repleta de ellas, que preferiría experimentar días tranquilos, sin amos regresando a la tierra, o sin su madre empezando a brillar, o sin que la mismísima llamada al Largo Sendero tuviera lugar.

Pero no iba a suceder, pues cuando se reunió de nuevo con su madre, Uma había regresado. Madre estaba llorando.

—Lo intentaremos —susurró madre al spren, que brillaba en el suelo del tejado—. Veremos, veremos lo lejos que puedes ir. Vamos, Dyel. No debemos perder la llamada. La puerta no permanecerá por siempre, y las barcas ya se están alineando para encontrarse con él.

Así que fue con su madre. Se abrieron paso hasta un bote únicamente con sus mochilas de viaje. Se unieron a la luz del portal, algo que por un momento pensó tenía que parecerse a reunirse con el Único cuando muriera. Salió a un lugar de sombra junto a los líderes de los suyos, que ya habían empezado a preparar caravanas para cruzar la oscuridad. Había oído que otros portales se habían abierto por todo Iri, uno en cada ciudad principal. Cerca, divisó a los tres extraños pasando, Demoux quejándose del atípico comportamiento para una perpendicularidad de esta naturaleza.

Madre la depositó sobre algunas mantas a la espera mientras ella iba a encontrar su posición en las caravanas. Dyel aferró la mochila contra su pecho, perpleja con la velocidad en que todo había sucedido. Perpleja al darse cuenta de que su tiempo en la ciudad, con la tienda, había llegado a su fin.

Así que susurró una despedida tranquila. Era hora de dejar Roshar.

Para siempre.

Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.

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