
Proyecto Secreto #1: CapÃtulos 1 al 5
AVISO: este artÃculo contiene spoilers del Proyecto Secreto Número Uno que Brandon publicará en enero de 2023 a través de su Kickstarter. Si quieres mantener el misterio hasta entonces, ¡cierra este artÃculo!
Pero si quieres leer una historia de un Brandon como hacÃa tiempo que no leÃamos… ¡sigue adelante!
Hoy, a las 18:00h MST, Brandon hará el primer directo de cuatro para compartir parte del arte con el que están trabajando para las nuevas novelas del Kickstarter «Un año de Brandon», que incluye los libros que ahora mismo conocemos como Proyecto Secreto Uno (aunque de este ya sabemos el tÃtulo oficial), Proyecto Secreto Dos, Proyecto Secreto Tres y Proyecto Secreto Cuatro.
Si por un casual no sabéis de lo que estamos hablando, os animamos a leer el artÃculo en el que Brandon confiesa y ver nuestro último vÃdeo de noticias.
Y sin más, os animamos a leer los nuevos capÃtulos de este prometedor libro, traducidos como siempre por Manu Viciano, que vaya tute se ha pegado con estas casi 40 páginas acompañadas, por primera vez, de una nota de su puño y letra.
Mecha del mar esmeralda: capÃtulos 1 a 5. traducción de manu viciano
publicado originalmente por brandon en su web, EL 3 de marzo DE 2022
(Nota del traductor.)
Lo que estáis a punto de leer es la traducción preliminar de la versión preliminar de los cinco primeros capÃtulos de un libro inédito de Brandon Sanderson, cuyo tÃtulo he traducido de momento como Mecha del mar Esmeralda. Lo señalo porque, además de que el texto definitivo aún puede cambiar bastante en su versión original, yo tampoco he leÃdo más que estos primeros cinco capÃtulos del libro, asà que no sé si los términos que he acuñado aquà se quedarán igual cuando sepa más sobre el mundo en el que transcurre la historia. También es posible que el tono de la narración, con la voz de un personaje que no tardaréis en descubrir, cambie un poco en la versión definitiva cuando le pille el truco, revise a fondo estos capÃtulos y pueda dedicar tiempo a pulir los juegos de palabras. Dicho todo eso, espero que los disfrutéis mucho.
1: La chica
En pleno océano habÃa una chica que vivÃa sobre una roca.
El océano no era como el que te has imaginado.
La roca tampoco era como la que te has imaginado.
La chica, en cambio, tal vez sà sea como la que te has imaginado, siempre que la hayas imaginado reflexiva, de hablar suave y demasiado aficionada a coleccionar tazas y vasos.
Los hombres solÃan describirla diciendo que tenÃa el pelo del color del trigo. Otros afirmaban que era del color de la linaza, o a veces del de la miel. La chica se preguntaba por qué los hombres acostumbraban tanto a emplear sÃmiles con la comida para describir los rasgos femeninos. En esos hombres parecÃa haber un apetito que era mejor evitar.
A juicio de ella, «castaño claro» era una descripción bastante acertada, aunque el rasgo más interesante de su cabello no era la tonalidad, sino su rebeldÃa. Cada mañana la chica lo domaba heroicamente con cepillo y peine antes de amordazarlo con una cinta y una apretada trenza. Y sin embargo, algunos mechones siempre se las ingeniaban para escapar y ondeaban libres al viento, saludando emocionados a la gente con quien se cruzaba.
La chica habÃa recibido el desafortunado nombre de Glorf al nacer —antes de que digas nada, era un nombre tradicional en su familia—, pero aquel cabello tan salvaje le habÃa ganado que todo el mundo la conociera como Mecha. Y en opinión de Mecha, ese mote era lo más interesante de ella.
A Mecha la habÃan criado para inculcarle un cierto pragmatismo intrÃnseco. Tal actitud es un defecto muy común entre quienes viven en islas ariscas y yermas de las que nunca pueden marcharse. Cuando siempre te da los buenos dÃas el mismo paisaje de piedra negra, es irremediable que influya en tu perspectiva vital.
La forma de la isla tenÃa cierto parecido al dedo encorvado de un viejo, asomando del océano para señalar hacia el horizonte. Era toda ella de estéril y negra piedrasal, lo bastante grande para albergar un pueblo de buen tamaño y la mansión de un duque. Aunque los lugareños llamaban «la roca» a su isla, en los mapas figuraba como Punta de Diggen. Ya nadie recordaba quién habÃa sido Diggen, pero seguro que espabilado debÃa de ser, pues habÃa abandonado la roca al poco tiempo de ponerle nombre y no habÃa regresado jamás.
Por las tardes, Mecha se sentaba en su porche y tomaba una infusión salada en alguna de sus tazas favoritas, mientras contemplaba el color verde oscuro del océano. Cuando se ponÃa el sol, Mecha pensaba en la gente que visitaba la roca en barco.
Y sÃ, acabo de afirmar que el océano era verde. Además, no mojaba. Todo llegará.
Como te decÃa, los habitantes de la roca no tenÃan permitido marcharse. Algún rey de alguna parte se habÃa adjudicado la isla, que consideraba crucial por motivos relacionados con categóricas expresiones militares como «reabastecimiento estratégico», «fondeadero amistoso» y «posible casa de vacaciones».
Tampoco era que nadie en su sano juicio pudiera considerar la roca como un destino turÃstico. La piedrasal negra se deshacÃa y se metÃa por todas partes. También imposibilitaba casi todo tipo de agricultura y terminaba echando a perder la tierra de cultivo que traÃan al pueblo de fuera de la isla. La única comida que producÃa la isla procedÃa de las cubas de compostaje.
Aunque en la roca habÃa varios pozos de buen tamaño que extraÃan agua de un profundo acuÃfero (con la que se abastecÃa a los barcos que la visitaban), la maquinaria que operaba las salinas eructaba un flujo constante de humo negro al aire.
Resumiendo, la atmósfera era lúgubre, el terreno miserable y las vistas deprimentes. Ah, y creo que no he mencionado aún las esporas mortÃferas, ¿verdad?
Punta de Diggen estaba situada cerca del lunacuerdo Glauco. Los lunacuerdos, por cierto, eran los lugares donde una de las doce lunas del planeta de Mecha permanecÃan en unas órbitas geosÃncronas opresivamente bajas. En otras palabras, no se movÃan nunca. Una de esas doce siempre era visible, estuvieras donde estuvieses, tan grande como para llenar la tercera parte del cielo. Dominando la visión, como si te hubiera salido una verruga en el globo ocular.
Los habitantes del planeta rezaban a las doce lunas como a dioses, lo cual estaremos de acuerdo en que es mucho más ridÃculo que lo que sea que adoréis aquÃ. Sin embargo, no es difÃcil suponer cómo tuvo que empezar esa superstición, teniendo en cuenta las esporas que dejaban caer las lunas sobre el planeta.
Se filtraban desde el lunacuerdo, visible desde la isla a unos noventa o cien kilómetros. No era nada recomendable acercarse más que eso al lunacuerdo, una enorme y resplandeciente lluvia de coloridas motas, brillantes y peligrosÃsimas. Las esporas llenaban los océanos del mundo, creando extensos mares que no eran de agua, sino de polvo alienÃgena. Los barcos navegaban surcando ese polvo igual que lo hacen aquà en el agua, lo cual no deberÃa resultarte tan extraordinario. Al fin y al cabo, ¿cuántos otros planetas has visitado? Es posible que en todos ellos se navegue sobre océanos de polen y el raro sea el tuyo.
Las esporas solo eran peligrosas si se mojaban. Lo cual suponÃa un problema bastante grave, considerando la cantidad de cosas mojadas que salen del cuerpo humano incluso estando sano. La más Ãnfima cantidad de agua provocaba que las esporas brotaran de golpe, y el resultado variaba entre lo incómodo y lo letal. Si inhalabas esporas glaucas, por ejemplo, la saliva hacÃa que te crecieran enredaderas desde la boca o, en los casos más interesantes, que se te metieran en los senos nasales y te salieran por los ojos.
HabÃa dos cosas que dejaban inertes las esporas: la sal y la plata. Es por eso que a los lugareños no les importaba demasiado que el agua o la comida siempre estuvieran muy salados. Significaba que eran seguras, y enseñaban a los niños la importante norma de que «sal y plata paran lo que mata». Una pequeña rima bastante aceptable, si eres de esos bárbaros a quienes les trae sin cuidado la métrica.
En todo caso, entre las esporas, el humo y la sal, quizá resulte más fácil de entender que el rey hubiera promulgado una ley que prohibÃa a los habitantes de la roca salir de ella. Era un lugar tan inhóspito que hasta la capa gris de humo lo encontraba deprimente. Los barcos visitaban la isla de vez en cuando para hacer reparaciones, dejar restos para las cubas de compostaje y recargar agua. Pero todos ellos obedecÃan sin excepción el decreto real: no se podÃa sacar a nadie de Punta de Diggen. Nunca.
Y asÃ, Mecha se sentaba en los peldaños del porche por las tardes, viendo los barcos navegar hacia el horizonte. Del lunacuerdo caÃa una columna de esporas y el sol asomaba desde detrás de la luna en su lento descenso hacia la penumbra. Mecha daba sorbitos a su infusión salada en una taza con caballos pintados y se decÃa: «Esto es bonito, en realidad. Me gusta estar aquÃ. Creo que estará bien quedarme toda la vida».
2: El jardinero
Quizá te haya extrañado oÃr esas últimas palabras. ¿Mecha querÃa quedarse en la roca? ¿Le gustaba vivir allÃ?
¿Dónde estaba su ansia de aventura? ¿Su deseo de ver mundo, su espÃritu viajero?
Bueno, esta no es la parte de la historia en la que se hacen preguntas, asà que hazme el favor de reservártelas. Dicho eso, deberÃa aclarar que este es un relato sobre personas que son tanto lo que parecen como no lo que parecen. Al mismo tiempo. Es una historia de contradicciones. O en otras palabras, es una historia sobre seres humanos.
En el caso que nos ocupa, Mecha no era la tÃpica heroÃna, en el sentido de que en realidad era una chica bastante tÃpica. De hecho, se consideraba aburrida sin paliativos. Le gustaba tomar la infusión tibia. Se iba a la cama a su hora. QuerÃa a sus padres, reñÃa de vez en cuando con su hermano pequeño y no ensuciaba. Se le daba bien la costura y tenÃa talento para la panaderÃa, pero tampoco ninguna otra habilidad notable.
No aprendÃa esgrima en secreto. No sabÃa hablar con los animales. No tenÃa a reyes ni deidades como antepasados, aunque su bisabuela Glorf una vez habÃa saludado al rey de lejos. HabÃa sido desde encima de la roca mientras él pasaba en barco a millas de distancia, asà que en opinión de Mecha no contaba.
En breve, Mecha era solo una chica normal. Lo sabÃa porque las otras chicas estaban siempre hablando de que ellas no eran como «los demás», y al cabo de un tiempo Mecha dedujo que el grupo de «los demás» debÃa de incluirla solo a ella. Era evidente que las otras chicas tenÃan razón, ya que todas sabÃan cómo ser únicas. Se les daba tan bien, de hecho, que lo hacÃan juntas.
En vez de ser popular o única, Mecha era pragmática. Era más reflexiva que la mayorÃa del resto, pero no le gustaba imponerse pidiendo lo que querÃa. Se quedaba callada cuando las otras chicas se reÃan de ella o hacÃan chistes a su costa. Con lo bien que parecÃan pasarlo, ¿para qué? SerÃa de mala educación estropeárselo, y presuntuoso por su parte pedirles que pararan.
Asà que Mecha escuchaba. Y a veces los jóvenes más bulliciosos hablaban de aventuras en lejanos océanos. A Mecha le daba miedo la idea. ¿Cómo iba a dejar a sus padres y a su hermano? Además, la colección de tazas ya llevaba la aventura hasta ella.
Mecha adoraba sus tazas. Cuando llegó a la adolescencia, empezó a coleccionarlas, procedentes de los doce océanos, de tierras distantes donde se decÃa que las esporas eran carmesÃes, azul celeste o incluso doradas. TenÃa finas tazas de porcelana esmaltada, vasos de arcilla con el tacto áspero a los dedos y hasta jarras de madera que parecÃan desgastadas por el uso. Le encantaban todas sus piezas de colección por cómo le traÃan a casa el mundo entero. Siempre que daba un sorbo de una taza, imaginaba estar degustando las comidas y las bebidas de tierras lejanas. Y al hacerlo, creÃa comprender a quienes las habÃan creado.
Algunos marineros de los que solÃan atracar en Punta de Diggen sabÃan de su afición y a veces le llevaban tazas. Casi siempre estaban maltrechas y usadas, pero a Mecha le daba igual. Las tazas con muescas o abolladuras tenÃan su historia, y Mecha disfrutaba horrores imaginándose esas historias. A cambio de los regalos, Mecha llevaba pasteles a los marineros, horneados a partir de ingredientes que compraba con la miseria que ganaba limpiando ventanas.
Y cada vez que Mecha recibÃa una pieza nueva, se la llevaba a Charlie para enseñársela.
Charlie afirmaba ser el jardinero de la mansión del duque, allá en lo alto de la roca, pero Mecha sabÃa que en realidad era su hijo. No hacÃa falta ser pragmática ni reflexiva para darse cuenta. Charlie tenÃa las manos suaves como un niño, sin un solo callo, y comÃa mejor que nadie en el pueblo. Siempre llevaba el pelo bien cortado y, aunque se quitaba el anillo con el sello cuando la veÃa acercarse, le quedaba en la piel una marca un poco más clara que delataba que solÃa llevarlo. Y eso, en el dedo de los nobles.
Además, Mecha no tenÃa muy claro de qué jardÃn debÃa ocuparse Charlie en teorÃa. A fin de cuentas, la mansión estaba en la roca. En una ocasión habÃan plantado un árbol en el terreno, pero el pobre habÃa optado por la opción más razonable y se habÃa muerto. Sà que habÃa unas pocas plantas en macetas, sin embargo, que permitÃan a Charlie fingir.
El viento arremolinó unas motas grises alrededor de los pies de Mecha mientras subÃa por el camino hacia la mansión. Las grises estaban muertas, porque hasta el aire de la roca era lo bastante salado como para matar esporas, pero aun asà Mecha contuvo el aliento y apretó el paso. Giró a la izquierda en la encrucijada —por la derecha se iba a las minas— y dobló un recodo tras otro hasta el saliente.
Allà estaba la mansión, achaparrada como una recia rana en su lirio. Mecha no sabÃa por qué los duques preferÃan vivir allà arriba. Estaban más cerca de la capa de humo gris, asà que tal vez les gustara tener una compañÃa con su mismo talante. Llegar hasta arriba del todo costaba esfuerzo, pero, teniendo en cuenta cómo le sentaba la ropa a la familia ducal, tal vez habÃan pensado que les vendrÃa bien el ejercicio.
HabÃa cinco soldados encargados de vigilar la finca, aunque en ese momento solo estaban de servicio Snagu y Plomo. Se les daba de maravilla su trabajo. Al fin y al cabo, hacÃa siglos y siglos que no morÃa nadie de la familia ducal por los numerosos peligros que acosaban a la nobleza en la roca, entre ellos el aburrimiento, las patadas involuntarias que hacen daño en los dedos de los pies y atragantarse devorando tarta.
Mecha habÃa llevado pastelitos a los soldados, por supuesto. Mientras se los comÃan, se planteó si enseñar a los dos hombres su copa nueva. Estaba hecha toda de estaño y tenÃa letras grabadas en un idioma que se escribÃa de arriba abajo, no de izquierda a derecha. Pero mejor no, tampoco querÃa molestarlos.
La dejaron pasar, aunque no era el dÃa que le tocaba limpiar las ventanas de la mansión. Encontró a Charlie en la parte de atrás, entrenando con su espada de prácticas. Cuando el chico vio a Mecha, la guardó y se quitó a toda prisa el anillo.
—¡Mecha! —exclamó—. Pensaba que no ibas a venir hoy.
Con sus diecisiete años recién cumplidos, Charlie era solo dos meses mayor que ella. TenÃa una gran variedad de sonrisas, y Mecha habÃa aprendido a identificarlas todas. Por ejemplo, la dentuda que estaba dedicándole en esos momentos significaba que de verdad se alegraba de tener una excusa para dejar la práctica de esgrima. No le gustaba tanto como su padre opinaba que deberÃa.
—¿Esgrima, Charlie? —preguntó—. ¿A eso se dedica un jardinero?
Charlie recogió el fino florete.
—¿Lo dices por esto? Qué va, es una herramienta de jardinerÃa.
Dio un tajo desganado a una planta de las macetas del patio. La planta aún no estaba muerta del todo, pero la hoja que le arrancó Charlie desde luego no iba a mejorarle la perspectiva.
—JardinerÃa —dijo Mecha—. Con espada.
—Es como lo hacen en la isla real —respondió Charlie. Descargó otro tajo—. Allà siempre hay guerra, ¿sabes? Hasta los jardineros tienen que ir por ahà armados, por protección. Asà que, si lo piensas, es normal que aprendan a podar a espada. No querrán que los ataquen estando indefensos.
Charlie no era muy buen mentiroso, pero esa caracterÃstica formaba parte de lo que a Mecha le gustaba de él. Charlie era auténtico. Hasta cuando mentÃa, sonaba genuino. Y teniendo en cuenta lo mal que lo hacÃa, tampoco era que se le pudieran tener en cuenta los embustes. Eran tan ostensibles que valÃan más que las verdades de muchos.
Dio otro tajo en la dirección general de la planta y luego miró a Mecha arqueando una ceja. Ella negó con la cabeza, asà que él le puso su sonrisa de «me has pillado pero no puedo reconocerlo» y clavó la espada en la tierra de la maceta antes de dejarse caer contra la valla baja del jardÃn.
No era nada propio del hijo de un duque dejarse caer asÃ. PodrÃa inferirse de ello que Charlie quizá fuese un joven de extraordinarios talentos.
Mecha se sentó a su lado, con la cesta en el regazo.
—¿Qué me has traÃdo? —preguntó él.
Mecha sacó una pequeña empanada de carne.
—Es de palomo y zanahoria —dijo—, con una salsa de tomillo.
—Noble combinación —respondió él.
—Creo que el hijo del duque, si estuviera aquÃ, te lo rebatirÃa.
—Al hijo del duque solo le dejan comer platos que tengan algún simbolito extranjero raro encima de las letras —dijo Charlie—. Y tampoco puede dejar de entrenar para comer. Asà que menos mal que no soy él.
Charlie dio un mordisco. Mecha observó sus rasgos. Y ahà estaba, la sonrisa de deleite. Mecha habÃa estado pensando un dÃa entero en qué podrÃa preparar con los ingredientes que habÃa encontrado de oferta en el mercado del puerto.
—¿Y qué más has traÃdo? —preguntó él.
—Charlie el jardinero —dijo ella—, ¿acabas de recibir una empanada gratis y aún tienes el morro de suponer que habrá algo más?
—¿Suponer? —farfulló Charlie con la boca llena. Metió la mano libre en la cesta de Mecha—. Sé que hay más. Venga, sácalo.
Mecha sonrió. Si estuviera con casi cualquier otra persona, se resistirÃa a enseñársela por no molestar, pero Charlie era distinto. Sacó la copa de estaño.
—Aaah —dijo Charlie, y entonces dejó la empanada a un lado y tomó la copa entre las dos manos con gesto reverente—. Esto sà que es especial.
—¿Sabes alguna cosa sobre la escritura? —preguntó ella, impaciente.
—Es iriali antiguo —explicó él—. Los iriali desaparecieron, ¿sabes? Un pueblo entero: ¡puf! Un buen dÃa se marcharon y dejaron la isla deshabitada. Eso fue hace trescientos años, asà que no queda nadie vivo que los conociera en persona, pero dicen que tenÃan el pelo dorado. Como el tuyo, del color de la luz del sol.
—Mi pelo no tiene el color de la luz del sol, Charlie.
—Sà que lo tiene, si la luz del sol fuese de color castaño claro —replicó Charlie. PodrÃa decirse que tenÃa mano para las palabras. En el sentido de que acostumbraba a despedirlas una tras otra—. Seguro que esa copa tiene toda una historia. La fraguaron para un noble iriali el dÃa antes de que a él y a su pueblo se los llevaran los dioses. La copa se quedó en una mesa hasta que la recogió la pobre pescadora que fue la primera en llegar a la isla y descubrir el horror de todo un pueblo desaparecido. Dejó la copa en herencia a su nieto, que luego se hizo pirata, corremuertos incluso. Más tarde él enterró su tesoro de dudoso origen bajo las esporas y ahora ha reaparecido, tras pasar eones en la oscuridad, y ha llegado a tus manos.
Sostuvo la copa en alto para que le diera la luz.
Mecha limpiaba las ventanas de la mansión y habÃa oÃdo a los padres de Charlie regañarlo. Le reprochaban que hablara tanto, cosa que consideraban de tontos y nada propia de alguien en su posición. Rara vez le dejaban terminar lo que querÃa decir.
Y aunque era cierto que de vez en cuando divagaba, Mecha habÃa llegado a comprender que tenÃa un motivo para hacerlo. Era porque a Charlie le gustaban las historias igual que a ella las tazas y las copas.
—Gracias, Charlie —susurró.
—¿Por qué?
—Por concederme lo que quiero.
Él ya sabÃa a qué se referÃa. No eran tazas ni historias.
—Siempre —dijo él, poniéndole la mano sobre la suya—. Siempre tendrás lo que quieres, Mecha. Y siempre puedes decirme lo que es. Sé que no sueles hacerlo con los demás.
Llegó un grito desde muy dentro de la mansión. Era el padre de Charlie, quejándose de algo. Que Mecha supiera, dar voces era el único trabajo que tenÃa el duque en la isla, y se lo tomaba muy en serio.
Charlie miró hacia los sonidos y se tensó mientras su sonrisa, por desgracia, se desvanecÃa. Pero cuando los gritos no se aproximaron, miró de nuevo la copa. El momento habÃa pasado, pero otro ocupó su lugar, como suelen hacer. No era tan Ãntimo, pero sà valioso de todos modos, porque era tiempo que Mecha pasaba con él.
—Me gusta que escuches —dijo Charlie en voz baja—. Gracias, Mecha.
—Y a mà me gustan tus historias —repuso ella, cogiendo la copa y dándole la vuelta—. ¿Crees que algo de esta última es verdad?
—PodrÃa ser —dijo Charlie—. Es lo bueno que tienen las historias. Pero ¿ves esto, lo que pone aquÃ? Dice que una vez perteneció a un rey. Su nombre está escrito y todo.
—Y este idioma lo aprendiste en…
—… en la escuela de jardinerÃa —dijo él—. Por si tenÃamos que leer las advertencias en el envoltorio de ciertas plantas peligrosas.
—Y claro, llevas jubón y calzas de señor…
—… porque asà soy un señuelo excelente, si vienen asesinos para matar al hijo del duque.
—Como ya me habÃas contado. Pero entonces, ¿por qué te quitas el anillo?
—Eh… —Charlie bajó la mirada a la mano y luego la devolvió a los ojos de Mecha—. Bueno, porque no quiero que tú me confundas con otra persona. Con alguien que no quiero tener que ser.
Sonrió entonces: su sonrisa tÃmida. Su sonrisa de «Por favor, sÃgueme la corriente, Mecha». Porque el hijo de un duque no podÃa confraternizar a la vista de todos con la chica que limpiaba las ventanas. En cambio, ¿un noble haciéndose pasar por plebeyo? ¿Fingiendo ser de clase baja para visitar a la gente de su reino y saber de ellos? Eso era justo lo que se esperaba. SucedÃa en tantos relatos que ya estaba casi instituido.
—Tiene todo el sentido del mundo —dijo ella.
—Y ahora, cuéntame qué tal el dÃa. —Charlie dio otro mordisco a la empanada—. Quiero saberlo todo.
—He ido al mercado a buscar ingredientes —le explicó Mecha, metiéndose un bucle perdido de pelo detrás de la oreja—. Me he llevado medio kilo de pescado que Poloni creÃa que estaba poniéndose malo, pero en realidad era el pescado del otro tonel. Asà que ha sido una ganga.
—Fascinante —dijo él—. ¿Y te dejan caminar por ahà como si nada? ¿A nadie le da un ataque cuando te ve llegar? ¿No llaman a sus hijos para que les des la mano? Cuéntame más. Por favor, quiero saber cómo has sabido que el pescado no estaba malo.
Animada por sus preguntas, Mecha siguió relatando los cotidianos detalles de una vida aburrida. Charlie la obligaba a hacerlo siempre que iba de visita, y él, a cambio, le prestaba atención. Ese era el hecho que demostraba que su gusto por hablar no era un defecto. Charlie era igual de bueno escuchando. O por lo menos, escuchándola a ella. Porque Charlie encontraba interesante la vida de Mecha, por alguna razón inescrutable.
Mientras hablaba, Mecha sintió una calidez. Le pasaba a menudo cuando iba a la mansión, porque habÃa tenido que subir mucho y estaba más cerca del sol, asà que allà arriba habÃa más temperatura. Por supuesto.
Solo que justo entonces era sombraluna, cuando el sol se ocultaba tras el satélite y todo refrescaba unos pocos grados. Y ese dÃa Mecha estaba hartándose de ciertas mentiras que se contaba a sà misma. Tal vez hubiera otro motivo para aquella calidez. Estaba allà mismo, en la sonrisa de Charlie, y Mecha sabÃa que también debÃa de estar en la suya propia.
Charlie no la escuchaba solo porque la vida de los plebeyos lo tuviera fascinado.
Ella no iba a verlo solo porque quisiera oÃr las historias que contaba.
De hecho, en el fondo del fondo, aquello no tenÃa nada que ver con las tazas ni con las historias. TenÃa que ver con los guantes.
3: El duque
Mecha se habÃa fijado en que un buen par de guantes le facilitaba mucho el trabajo diario. Se referÃa a guantes de buena calidad, ojo, los que estaban hechos de un cuero blando que se iba amoldando a las manos a medida que se usaban. Los guantes que, si se engrasaban bien y no se dejaban al sol, nunca se ponÃan rÃgidos. Los guantes tan cómodos que, al ir a lavarte las manos, te extrañabas de llevarlos puestos aún.
El par perfecto de guantes no tenÃa precio. Y Charlie era como un buen par de guantes. Cuanto más estaba Mecha con el, mejor sensación le daba el tiempo que pasaban juntos. Hasta las sombralunas le parecÃan más luminosas, y sus propias cargas, más livianas. A Mecha le gustaban de verdad las tazas interesantes, pero en parte se debÃa a que le daban una excusa para ir a visitarlo.
Lo que estaba creciendo entre ellos le daba una sensación tan ideal, tan maravillosa, que Mecha tenÃa miedo de llamarlo amor. Por lo que decÃan los otros jóvenes, el «amor» era peligroso. Ese amor que tenÃan los demás parecÃa basarse en los celos y la inseguridad. En apasionadas competiciones de gritos y en unas reconciliaciones más apasionadas si cabe. No recordaba tanto a un buen par de guantes como a un ascua ardiente que te quemaba las manos.
El amor siempre habÃa asustado a Mecha. Pero cuando Charlie volvió a poner la mano sobre la de ella, notó ese calor. El fuego que temÃa desde siempre. Resultó que el ascua sà que estaba ahÃ, solo que contenida, como en una buena estufa.
Mecha quiso saltar a su calor, renunciando a toda lógica.
Charlie se quedó muy quieto, con la mano en la de Mecha. Se habÃan tocado muchas veces antes, claro, pero aquello era distinto. Aquel momento. Aquel sueño. Charlie se sonrojó, pero dejó la mano allà un momento más. Luego la retiró y se la pasó por el pelo, sonriendo con timidez. Por supuesto, al tratarse de él, el gesto no estropeó el momento, sino que lo volvió incluso más dulce.
Mecha buscó la frase perfecta que decir. HabÃa varias que sacarÃan jugo al momento. PodrÃa haberle dicho: «Charlie, ¿me sujetas esto mientras doy un paseo por la finca?» y volver a ofrecerle la mano.
PodrÃa haberle dicho: «Socorro, no puedo respirar. Mirarte me ha dejado sin aliento».
Hasta podrÃa haberle dicho algo totalmente demencial, como «Me gustas».
Pero lo que dijo fue:
—Uuuf. Qué calientes son las manos.
Y lo remató con una carcajada a mitad de la cual se atragantó, imitando por puro azar el bramido de un elefante marino.
PodrÃa decirse que Mecha tenÃa mano para las palabras. En el sentido de que acostumbraban a Ãrsele de ellas.
Charlie respondió con una sonrisa. Una sonrisa maravillosa, más y más confiada a medida que perduraba. Era una que Mecha no habÃa visto nunca. Y decÃa: «Te quiero, Mecha, pese a lo del elefante marino».
Ella también le sonrió. Entonces, por detrás de Charlie, vio al duque en la ventana. Alto y envarado, vestÃa con ropa de estilo militar que parecÃa clavada al cuerpo por las medallas que llevaba en el pecho.
Y el duque, desde luego, no sonreÃa.
De hecho, ella solamente lo habÃa visto sonreÃr una vez, durante el castigo al viejo Lotari, que habÃa intentado en vano escabullirse de la isla como polizón en un barco mercante. Al parecer esa era la única sonrisa del duque; quizá Charlie se habÃa quedado con toda la asignación familiar. Sin embargo, aunque el duque tuviera solo una sonrisa, de algún modo lo compensaba enseñando demasiados dientes.
El duque se retiró a las sombras del interior de la casa, pero aun asà a Mecha le dio la sensación de que seguÃa presente, amenazador, mientras se despedÃa de Charlie. Al bajar los escalones, esperó oÃr gritos entre ellos. Pero la mansión permaneció en silencio, aunque era un silencio de mal agüero. El silencio tenso que llegaba después de ver el relámpago.
Un silencio que la persiguió camino abajo, durante todo el descenso y hasta que llegó a su casa, donde farfulló algo a sus padres sobre estar cansada. Fue a su habitación y allà esperó a que el silencio terminara. A que los soldados llamaran a la puerta exigiendo saber por qué la chica que limpiaba las ventanas habÃa osado tocar al hijo del duque.
Cuando no pasó nada por el estilo, Mecha se atrevió a tener esperanzas de estar exagerando, de haber malinterpretado la expresión del duque. Entonces recordó aquella sonrisa tan particular y, después de eso, ya no se quitó de encima la preocupación en toda la noche.
Se levantó temprano por la mañana, bregó con su pelo para hacerse una coleta y fue con paso trabajoso al mercado para rebuscar algo que pudiera permitirse comprar entre el género del dÃa anterior y los ingredientes a punto de estropearse. Pese a lo temprano que era, sin embargo, el mercado bullÃa de actividad. Los hombres barrÃan esporas muertas del camino y la gente se apiñaba en grupitos para parlotear.
Mecha supo al instante que habÃa alguna noticia. Hizo acopio de valor, pensando que nada podrÃa ser peor que la horrorosa inquietud expectante que la habÃa acosado toda la noche.
Se equivocaba.
El duque habÃa declarado que su familia y él iban a marcharse de la isla ese mismo dÃa.
4: El hijo
Marcharse.
¿Marcharse de la isla?
La gente no se marchaba de la isla.
Mecha sabÃa que, en términos lógicos, aquello no era cierto al pie de la letra. El duque navegaba de vez en cuando para informar al rey. Además, todas aquellas medallas las habÃa ganado matando a la gente de algún lugar lejano que era un poco distinta. Al parecer habÃa sido todo un héroe en esas guerras, dado que gran parte de sus tropas habÃa muerto y él sobrevivÃa.
En las ocasiones anteriores, el duque nunca se habÃa llevado a su familia. Pero esa vez iban a acompañarlo. «El heredero ducal ya es mayor de edad —anunciaba la proclama—, por lo que lo ofreceremos en compromiso a las distintas princesas de los mares civilizados.»
Mecha de verdad era una joven pragmática. Ese es el motivo de que solo pensara en hacer trizas la cesta de la compra por la frustración. De que solo se planteara si serÃa apropiado maldecir hasta desgañitarse. De que apenas se le ocurriera subir hasta la mansión del duque para exigirle que desistiera de sus planes.
Asà que en lugar de esas reacciones tan poco prácticas, siguió haciendo la compra en una neblina embotada, para que los actos repetitivos confiriesen a su vida, que se desmoronaba de repente, una sensación de normalidad. Encontró unos ajos que estaba segura de poder aprovechar, unas patatas que no se habÃan puesto demasiado pochas y hasta un poco de grano con los gorgojos lo bastante crecidos para poder apartarlos.
Cualquier otro dÃa, estarÃa satisfecha con ese botÃn. Esa mañana no podÃa pensar en otra cosa que en Charlie.
Le parecÃa de una injusticia arrolladora. Apenas acababa de admitir para sus adentros lo que sentÃa por él, ¿y ya estaba todo poniéndose patas arriba? SÃ, le habÃan advertido que podÃa esperar esa clase de dolor. El amor implicaba sufrimiento. Pero si esa era la sal de la infusión, ¿acaso no deberÃa llevar también una cucharadita de miel? ¿Acaso no deberÃa haber, aunque fuese un atrevimiento desearlo, un poco de pasión?
Mecha iba a ganarse todos los inconvenientes de los amorÃos y ninguna de sus ventajas.
Por desgracia, su sentido práctico empezó a imponerse. Mientras los dos habÃan sido capaces de fingir, el mundo real no habÃa podido acabar con ellos. Pero los dÃas de fingimiento habÃan terminado.
¿Qué habÃa creÃdo Mecha que iba a pasar? ¿Que el duque le permitirÃa casarse con su hijo? ¿Qué pensaba ella que tenÃa que ofrecer a alguien como Charlie? Mecha no era nada comparada con una princesa. ¡La de tazas que podrÃan permitirse ellas!
En el mundo fingido, el matrimonio era un acto de amor. En el mundo real, era pura polÃtica. La palabra «polÃtica» traÃa consigo una gran cantidad de significados, pero la mayorÃa de ellos quedaban reducidos a: «Esto es un asunto que concierne a los nobles, y, mal que le pese a la nobleza, también a los muy ricos. No a la plebe».
Mecha terminó de comprar y empezó a subir por el camino hacia casa, donde al menos podrÃa compadecerse con sus padres. Pero por desgracia, parecÃa que el duque llevaba prisa, porque vio una procesión que descendÃa serpenteando hacia el puerto.
Dio media vuelta, regresó y llegó poco después que el desfile, cuando ya empezaban a cargar el equipaje de la familia en la bodega de un barco mercante. Nadie tenÃa permitido salir de la isla, pero eso no se aplicaba a quienes eran alguien. Mecha temió no tener ocasión de hablar con Charlie. Luego temió tenerla, pero que él no quisiera.
Afortunadamente, lo vio al borde de la muchedumbre, buscando entre las caras de la gente que se congregaba. En el instante en que distinguió a Mecha, corrió hacia ella.
—¡Mecha! Oh, por las lunas. Ya desesperaba de encontrarte a tiempo.
—Eh… —¿Qué iba a decirle?
—Bella damisela —proclamó él con una reverencia—, debo despedirme de vos.
—Charlie —dijo ella en voz baja—, no intentes ser quien no eres. Te conozco.
Él hizo una mueca. Llevaba capa de viaje y hasta sombrero, y eso que aborrecÃa los sombreros.
—Mecha —dijo entonces con más suavidad—, me temo que te he mentido. Verás… no soy el jardinero. Soy, hum… el hijo del duque.
—Asombroso. ¿Quién habrÃa pensado que Charlie el jardinero y Charles el heredero del duque eran la misma persona, teniendo en cuenta que tienen la misma edad, el mismo aspecto y la misma ropa?
—Hum, sÃ. ¿Te has enfadado?
—El enfado está haciendo cola —respondió Mecha—. Va el séptimo, entre la confusión y la fatiga.
Por detrás de Charlie, su padre y su madre embarcaron con paso firme. Sus sirvientes los siguieron con el último equipaje que faltaba por cargar. Charlie bajó la mirada a los pies.
—Parece que van a casarme. Con la princesa de alguna nación. ¿Qué opinas de eso?
—Yo… —¿Qué deberÃa decir?—. ¿Te deseo lo mejor?
Charlie alzó la mirada y la clavó en los ojos de ella.
—Siempre, Mecha, ¿recuerdas?
Le costó mucho, pero Mecha encontró las palabras escondidas en un rincón, intentando evitarla.
—Ojalá no lo hicieras —dijo, aferrando las palabras—. Casarte. Con otra persona.
—¿S� —Charlie la miró de nuevo—. ¿De verdad?
—O sea, seguro que son simpáticas. Las princesas.
—Creo que se lo exige su trabajo —dijo Charlie—. En fin, ¿no has oÃdo las cosas que hacen en los cuentos? ¿Resucitar anfibios? ¿Fijarse en que los hijos de la gente han mojado la cama? Supongo que hay que ser bastante amable para prestar esos servicios.
—Sà —repuso Mecha—. Aun asÃ… —Respiró hondo—. Aun asÃ, preferirÃa que no te casaras con ninguna.
—Entonces, no lo haré —dijo Charlie.
—No creo que tengas elección, Charlie. Tus padres quieren casarte. Es polÃtica.
—Ah, pero verás, tengo un arma secreta.
Le cogió las manos y se acercó. Por detrás, su padre fue a la proa del barco y miró hacia abajo, ceñudo. Charlie, en cambio, puso media sonrisa. Su sonrisa de «Mira lo astuto que soy». La usaba cuando no estaba siendo muy astuto.
—¿Qué… clase de arma secreta, Charlie? —preguntó.
—Puedo ser increÃblemente aburrido.
—Eso no es un arma.
—Tal vez no en una guerra, Mecha —dijo él—. Pero ¿en el cortejo? Es mejor arma que el estoque más afilado. Ya sabes que hablo por los codos. Largo y tendido.
—Me gusta que hables por los codos, Charlie. Y no me importa el largo. A veces hasta me divierte el tendido.
—Tú eres un caso especial —replicó Charlie—. Eres… bueno, igual suena un poco tonto, pero… eres como un par de guantes, Mecha.
—¿Lo soy? —dijo ella, con un nudo en la garganta.
—SÃ. Espera, no te ofendas. Lo digo porque, cuando estoy haciendo esgrima, llevo unos guantes que…
—Lo he entendido —susurró ella.
Desde el barco, el padre de Charle frunció el ceño otra vez y le gritó que se diera prisa. Mecha cayó en la cuenta de que, al igual que Charlie tenÃa distintos tipos de sonrisa, su padre tenÃa distintos tipos de ceño. No le hizo mucha gracia lo que insinuaba sobre ella el que estaba viendo.
Charlie se volvió hacia su padre y luego apretó las manos de Mecha y la miró de nuevo.
—Escúchame, Mecha. Te lo prometo. No voy a casarme. Iré a esos reinos y me mostraré tan insufrible y aburrido que ninguna chica me querrá.
»No soy bueno en muchas cosas. No le he dado ni un solo toque a mi padre practicando con la espada. Derramo la sopa en las cenas formales. Hablo tanto que hasta a mi lacayo, que cobra por escuchar, se le ocurren razones creativas para interrumpirme. El otro dÃa estaba contándole la historia del pez y la ballena y fingió que tropezaba con…
El duque gritó de nuevo.
—Puedo hacerlo, Mecha —insistió Charlie—. Voy a hacerlo. En cada parada te buscaré una taza, ¿de acuerdo? Cuando haya aburrido a la princesa de turno hasta la muerte y mi padre decida que nos marchamos, te la enviaré. Como prueba. —Le apretó las manos otra vez—. Lo haré, y no solo porque me escuchas, sino porque me conoces, Mecha. Siempre has sabido ver en mà lo que otros no.
Le apretó las manos una última vez e hizo ademán de responder por fin a las voces que daba su padre. Mecha no quiso soltarle las manos. No estaba dispuesta a dejar que terminara.
Charlie la miró otra vez y le dedicó una última sonrisa. Y aunque sin duda intentaba mostrarse confiado, Mecha conocÃa sus sonrisas. Aquella era la dubitativa. La esperanzada pero preocupada.
—Tú también eres mis guantes, Charlie —le dijo Mecha.
Después de eso, tuvo que soltarlo y dejar que subiera al trote por la pasarela. Ya le habÃa quitado bastante tiempo. El duque obligó a su hijo a ir bajo cubierta. El barco zarpó, deslizándose desde las esporas muertas y grises hacia el verdadero océano de esporas. El mar se sacudió y vibró a causa del aire que emanaba de las fumarolas del suelo oceánico.
Agitadas por él, las esporas se comportaban como un lÃquido. Las velas del barco cazaron viento y lo impulsaron hacia el horizonte, dejando atrás una estela de polvo esmeralda removido. Mecha subió hasta casa y lo observó desde el acantilado hasta que el barco tuvo el tamaño de una taza. Luego el de una mota. Luego desapareció.
Y después de eso, empezó la espera.
Dicen que esperar es el suplicio más atroz que imparte la vida. En este caso, quienes lo dicen son los escritores, que no tienen nada útil que hacer, asà que ocupan el tiempo pensando en cosas que decir. Cualquier trabajador honrado te dirá, en cambio, que tener tiempo para esperar es todo un lujo.
Mecha tenÃa ventanas que lavar. Comidas que preparar. Un hermano pequeño al que cuidar. Su padre nunca se habÃa recuperado del todo de su accidente en la mina y, aunque intentaba colaborar, apenas podÃa levantarse. Ayudaba a la madre de Mecha a coser calcetines todo el dÃa, que luego vendÃan a los marineros, pero con lo cara que estaba la lana, apenas les sacaban beneficio.
Asà que Mecha no esperó. Trabajó.
Aun asÃ, fue un alivio inmenso cuando llegó la primera taza. Se la entregó Hoid el grumete. (SÃ, ese soy yo. ¿Cómo te has dado cuenta? ¿Ha sido por el nombre?). Era una hermosa taza de porcelana, sin una sola muesca. Llegó junto a una carta y una tarjeta en la que habÃa un dibujito de dos manos enguantadas agarradas una a la otra.
Ese dÃa el mundo se iluminó. Mecha casi podÃa imaginar a Charlie hablando mientras leÃa la carta, que detallaba los afectos de la primera princesa. Con heroica monotonÃa, Charlie le habÃa recitado una lista de los sonidos que hacÃa su estómago cuando cambiaba de postura por la noche. Y por si no bastara con eso, por lo visto habÃa explicado a la pobre que se guardaba las uñas de los pies al cortárselas y les ponÃa nombre. HabÃa logrado repelerla.
«Sigue luchando, mi locuaz amor —pensó Mecha al dÃa siguiente mientras frotaba las ventanas de la mansión, pensando en sus palabras—. Valor, mi levemente asqueroso guerrero.»
Lo segundo que llegó era una copa de puro cristal rojo, alta y fina, como si su objetivo fuese aparentar que contenÃa más lÃquido del que la llenaba. Tal vez procediera del establecimiento de un tabernero muy agarrado. Charlie habÃa disuadido a la segunda princesa explicándole lo que habÃa desayunado, pero hasta el más mÃnimo detalle, ya que al parecer habÃa contado los pedacitos de huevo revuelto y los habÃa clasificado por tamaño.
El tercer regalo fue una jarra de peltre, sólida y recia. Quizá viniera de uno de esos lugares que Charlie se inventaba, donde la gente tenÃa que ir armada siempre. Mecha estaba bastante convencida de poder derribar a un atacante con un golpetazo de aquella jarra. La princesa correspondiente no habÃa soportado una prolongada conversación sobre los pros y los contras de los distintos signos de puntuación, incluyendo los inventados por Charlie.
El cuarto paquete no traÃa carta, sino solo una taza con una mariposa pintada sobre un océano rojo. Mecha se extrañó de que la mariposa no tuviera miedo a las esporas, pero tal vez fuese una mariposa prisionera, obligada a volar por el océano hacia su perdición.
Ya no llegó un quinto envÃo.
Mecha intentó restarle importancia, diciéndose que se habrÃa perdido por el camino. Al fin y al cabo, a un barco que surcaba las esporas podÃan pasarle muchas cosas peligrosas. Piratas o… bueno… o esporas.
Pero los meses fueron pasando, cada uno más tedioso que el anterior. Siempre que un barco echaba amarras en el puerto, Mecha estaba allà preguntando si tenÃa correo.
Y nada.
Siguió asà durante más meses. Hasta que hubo transcurrido un año entero desde la partida de Charlie.
Y entonces, por fin, una nota. No estaba escrita por Charlie, sino por su padre, y no iba dirigida a ella en particular sino al pueblo entero. El duque regresaba por fin a Punta de Diggen, acompañado por su esposa, su heredero… y su flamante nuera.
5: La novia
Mecha estaba sentada en el porche, apoyada de lado en su madre, contemplando el horizonte. TenÃa en las manos la última taza que Charlie le habÃa enviado, la de la mariposa suicida.
La infusión tibia le sabÃa a lágrimas.
—No tenÃa mucho sentido —susurró a su madre.
—El amor no suele tenerlo —respondió ella.
Era una mujer fornida, de alegre cintura. Cinco años antes estaba flaca como un palo. Luego Mecha habÃa descubierto que su madre estaba dando parte de su propia comida a sus hijos y, desde entonces, habÃa decidido ocuparse ella de la compra y estirar un poco más el dinero.
Apareció un barco en el horizonte.
—Por fin sé lo que deberÃa haberle dicho. —Mecha se apartó el pelo de los ojos—. Cuando se marchó. Le dije que era un guante. No es tan malo como suena, y él acababa de llamarme a mà lo mismo. Pero he tenido un año para pensarlo y me he dado cuenta de que podrÃa haberle dicho algo más.
Su madre le apretó el hombro mientras el barco se aproximaba en su inevitable rumbo.
—DeberÃa haberle dicho que le querÃa —susurró Mecha.
Su madre fue con ella cuando Mecha emprendió la marcha, como un soldado en el frente entre el fuego de cañones, hacia el muelle para dar la bienvenida al barco. Su padre, que tenÃa mal las piernas, se quedó en casa, y menos mal. Mecha temÃa que montara una escena, por lo mucho que habÃa estado refunfuñando sobre el duque y su hijo los últimos meses.
Pero en el fondo, Mecha no podÃa reprocharle nada a Charlie. No era culpa suya ser hijo del duque. Le podrÃa haber pasado a cualquiera.
HabÃa toda una multitud. El duque decÃa en su carta que querÃa una celebración y que traÃa comida y vino. Pensara lo que pensase la gente de tener una nueva futura duquesa, no iban a desaprovechar la ocasión de beber gratis. No era ninguna novedad que los regalos fuesen el secreto de la popularidad. Eso y estar en condiciones de decapitar a cualquiera a quien le caigas antipático.
Mecha y su madre llegaron al borde del gentÃo, pero Holmes el panadero les indicó por gestos que subieran a su portal para ver mejor. Era un hombre amable, que siempre reservaba las puntas de las hogazas al rebanarlas y se las vendÃa regaladas de precio.
De modo que Mecha pudo ver bien a la princesa cuando descendió al embarcadero. Era hermosa. Mejillas sonrosadas, pelo resplandeciente, rasgos delicados. Era tan perfecta que ni el mejor pintor de todos los mares podrÃa haberla mejorado en un retrato.
Charlie por fin habÃa pasado a formar parte de una historia. Con cierto esfuerzo, Mecha se alegró por él.
A continuación desembarcó el duque, saludando con la mano para que la gente supiera que debÃa aclamarlo.
—¡Os presento… a mi heredero! —vociferó.
Un joven descendió al muelle junto a la princesa. Y sin lugar a la menor duda, no era Charlie.
El chico serÃa más o menos de la edad de Charlie, pero medÃa dos metros y tenÃa la mandÃbula tan marcada que hacÃa que otros hombres se preguntaran si lo eran. Rebosaba de músculos hasta el punto de que, cuando levantó el brazo para saludar, Mecha habrÃa jurado oÃr las costuras de su camisa suplicando clemencia.
Por las doce lunas, ¿qué pasaba all�
—Tras un desafortunado incidente —proclamó el duque a la callada muchedumbre—, me he visto obligado a adoptar a mi sobrino Dirk y nombrarlo mi nuevo heredero. —Dejó un momento a la gente para que lo asimilara. Luego añadió—: Es un espadachÃn excelente y responde a las preguntas con una sola frase. ¡A veces con una sola palabra! Además, es un héroe de guerra. Perdió a diez mil hombres en la batalla de Lagoletrina.
—¿A diez mil? —se sorprendió la madre de Mecha—. Vaya, son muchos.
—¡Celebremos el matrimonio de Dirk con la princesa de Letargo! —bramó el duque, con los dos brazos en alto.
La multitud guardó silencio, todavÃa perpleja.
—¡Traigo treinta barriles! —gritó el duque.
Eso lo vitorearon. Y asÃ, se celebró una fiesta. Los lugareños abrieron el paso hasta la sala común. Comentaron la hermosura de la princesa y se maravillaron de que Dirk mantuviera tan bien el equilibrio al andar, teniendo en cuenta que su centro de gravedad debÃa de estar situado alrededor del esternón.
La madre de Mecha le prometió conseguir respuestas y fue tras la gente. Pero cuando Mecha salió de su estupor, encontró a Flik, un siervo del duque, llamándola desde el final de la pasarela. Era un hombre simpático, aunque tenÃa unas orejas de soplillo que parecÃan estar esperando al momento propicio para huir volando y unirse en el cielo a las de su especie.
—¿Flik? —susurró Mecha—. ¿Qué ha pasado? ¿Algún accidente? ¿Dónde está Charlie?
Flik lanzó una mirada hacia la procesión que subÃa hacia el salón de banquetes. El duque y su familia iban con ellos, y ya estaban lo bastante lejos para que todo ceño fruncido perdiera potencia por la fricción del aire y la gravedad.
—QuerÃa que te diera esto —dijo Flik, y le entregó un saquito.
Tintineó al llegar a manos de Mecha. Dentro habÃa pedazos de cerámica rota.
La quinta taza.
—Lo intentó con todas sus fuerzas, señorita Mecha —susurró Flik—. TendrÃas que haber visto al joven amo. Hizo todo lo posible para ahuyentar a esas mujeres. Memorizó ochenta y siete tipos distintos de contrachapado y sus usos. Habló a todas las princesas que le presentaban, largo y tendido, sobre las mascotas de su infancia. Hasta les habló de religión, nada menos. CreÃa que iban a pillarlo en el quinto reino, porque esa princesa era sorda, pero el joven amo fue y le vomitó encima durante la cena.
—¿Le vomitó?
—En todo el regazo, señorita Mecha. —Flik miró a ambos lados antes de hacerle un gesto para que lo siguiera mientras sacaba un baúl del muelle, para hablar en un lugar más disimulado—. Pero su padre se olió el pastel, señorita Mecha. Descubrió lo que estaba haciendo el joven amo. Se puso hecho una furia. Hecho una verdadera furia.
Flik señaló la taza rota que Mecha llevaba en el saquito.
—SÃ, pero ¿qué le ha pasado a Charlie? —preguntó ella.
Flik apartó la mirada.
—Por favor —pidió Mecha—, dime dónde está.
—Navegó hacia el mar de Medianoche, señorita Mecha —respondió él—. Bajo la luna de la mismÃsima Thanasmia. La hechicera se apoderó de él.
Los nombres dieron escalofrÃos a Mecha. ¿El mar de Medianoche? ¿Los dominios de la hechicera?
—¿Por qué querrÃa hacer algo asÃ?
—Bueno, supongo que será porque le obligó su padre —dijo Flik—. La hechicera no está casada, ¿sabes? Y el duque llevaba mucho tiempo queriendo reducir la amenaza que suponÃa, asà que…
—¿Envió a Charlie a casarse con la hechicera?
Flik no respondió.
—No —dijo Mecha, comprendiéndolo—. Envió a Charlie a morir.
—Yo no he dicho nada ni parecido —replicó Flik mientras se marchaba a toda prisa—. Si alguien pregunta, yo no he dicho nada.
Embotada, Mecha se sentó en un pilar del muelle. Escuchó el movimiento de las esporas, que sonaba como a arena cayendo de la mano. Incluso en una isla tan remota como la suya, todo el mundo habÃa oÃdo hablar de la hechicera. Enviaba barcos cada cierto tiempo a saquear las fronteras del mar Glauco, y era dificilÃsimo enfrentarse a ella. TenÃa su fortaleza en algún lugar oculto del remoto mar de Medianoche, el más peligroso de todos. Y para llegar allà habÃa que cruzar el mar CarmesÃ, una zona desierta que solo era un poco menos mortÃfera.
Averiguar que la hechicera tenÃa prisionero a Charlie venÃa a ser como averiguar que se lo habÃan llevado a una luna. Pero Mecha no podÃa confiar en la palabra de un solo hombre, tratándose de un asunto tan importante. No se atrevÃa a molestar a nadie más con preguntas, pero sà que escuchó mientras la gente hablaba en bisbiseos con los estibadores más espabilados, ansiosos por acabar de descargar el barco para ir a la fiesta. A todos les daban respuestas parecidas. SÃ, habÃan enviado a Charlie al mar de Medianoche. SÃ, el rey lo sabÃa: el duque y él habÃan tomado juntos la decisión. Asà que, bueno, sin duda debÃa de tener sentido, si se le habÃa ocurrido al rey. Alguien tenÃa que impedir las incursiones de la hechicera. Y Charlie, más que nadie, era… estooo… la opción más evidente… por… motivos que…
Lo que sugerÃa aquello horrorizó a Mecha. El duque y el rey se habÃan dado cuenta de que Charlie estaba poniéndoselo difÃcil y su manera de resolver el problema habÃa consistido en librarse de él sin más. HabÃan nombrado heredero a Dirk a las pocas horas de que se supiera que el barco de Charlie habÃa desaparecido.
A ojos de la nobleza, era una solución elegante. El duque recibÃa un heredero del que por fin podrÃa estar orgulloso. El rey obtenÃa una alianza ventajosa por el matrimonio de Dirk con una princesa de otro reino. Y todo el mundo culparÃa de una muerte más a la hechicera, decantando la opinión pública a favor de una nueva guerra.
El cabo de tres dÃas, Mecha por fin se atrevió a presionar a Brunswick, el mayordomo del duque, rogándole que le diera más información. Como al hombre le gustaban sus pasteles, reconoció que habÃan recibido carta de la hechicera pidiendo un rescate por Charlie. Pero el duque, en su infinita sabidurÃa, habÃa declarado que era un truco para que enviaran más barcos al mar de la Medianoche. El rey habÃa declarado a Charlie oficialmente muerto.
Pasaron más dÃas. Mecha vivÃa aturdida, consciente de que a todo el mundo le daba igual. DecÃan que aquello era «polÃtica» y seguÃan a lo suyo. Aunque el nuevo heredero tenÃa el intelecto de un pedazo de pan mojado, era popular, guapo y muy bueno haciendo que mataran a otra gente. En cambio, Charlie habÃa sido… bueno, Charlie.
Mecha pasó semanas haciendo acopio de valor para ir a suplicar al duque que por favor pagara el rescate. Una decisión tan audaz como aquella le resultó difÃcil. No era que Mecha fuese cobarde en ningún sentido de la palabra, pero molestar a la gente… bueno, ella no lo hacÃa y punto. Pero, animada por sus padres, emprendió el largo camino e hizo su petición en voz baja.
El duque respondió llamándola «meretriz con pelo de caramelo» y le prohibió limpiar ventanas en ninguna casa del pueblo. Mecha se vio obligada a coser calcetines con sus padres, lo que les suponÃa mucho menos dinero.
Con el paso de las semanas, Mecha cayó en una especie de letargo. Se sentÃa menos un mero ser humano que una humana que meramente intentaba ser.
La vida en la roca volvió a la normalidad para todos los demás, como si no hubiera pasado nada. A nadie le importaba. Nadie iba a mover ni un dedo.
Hasta que, dos meses tras el regreso del duque, Mecha tomó la decisión. Sà que habÃa alguien a quien le importaba. Y en consecuencia, correspondÃa a esa persona hacer algo al respecto. Mecha no iba a molestar a nadie más para ello.
TendrÃa que rescatar a Charlie ella misma.
Explicación e influencias
Como habréis deducido ya, Mecha del mar Esmeralda está escrita con la voz de Hoid/Sagaz. Es una historia narrada por Hoid pero con longitud de novela, como El perro y el dragón o Vela Errante, solo que de cien mil palabras.
Me gustarÃa señalar algunas cosas.
- SÃ, Hoid está contando la historia a alguien dentro del Cosmere. Quizá por el contexto podáis intuir con quién habla, pero la intención es que no sea evidente. Tampoco hace falta que le deis muchas vueltas, porque no es relevante para la historia. Simplemente sabed que no está escrita para vosotros (ya que no existÃs en el Cosmere), sino que Hoid cuenta la historia y alguien del Cosmere la escucha.
- En este caso, al contrario que en otras historias, Hoid está narrando la crónica de unos acontecimientos reales en el Cosmere. En otras palabras, Mecha es una persona real del Cosmere y su mundo existe; ninguno de los dos son invenciones de Hoid. Se toma algunas libertades con la narrativa, pero en su mayorÃa, lo que sucede en esta novela es canon y puede considerarse como tal. Aunque la historia no trata de él, Hoid tiene un papel en ella, que descubriréis a lo largo del libro.
- Por tanto, el leve tono de cuento de hadas es intencionado. Sin embargo, yo no considerarÃa esta novela como una historia para niños. La idea es algo más similar a La princesa prometida. A medida que la historia avanza, ese tono de cuento de hadas se pierde un poco (aunque no del todo) y se transforma en fantasÃa épica, aunque filtrada a través de la prosa y la voz de un narrador que se sienta a relatar una de sus aventuras.
Y hablando de La princesa prometida… en realidad fue una inspiración directa para esta novela. El libro se me ocurrió cuando puse por primera vez la pelÃcula a mis hijos. A mà siempre me ha encantado, y aún me encanta, como a mi esposa. Pero después de ver la peli, estábamos charlando y ella observó que la princesa no es demasiado… activa, por decirlo con suavidad. Es de quien la historia recibe su tÃtulo, pero ella en realidad no hace nada.
Ni siquiera es capaz de golpear con efectividad a una rata gigante con un palo. Este libro nació cuando mi esposa se preguntó en voz alta: «¿Por qué se queda sentada Buttercup después de saber que a su amado se lo llevan los piratas? ¿No hay nada que pudiera haber hecho?».
Asà fue como empezó, en combinación con que estaba buscando cómo introducir en algún libro los éteres (que tendrán gran relevancia más adelante en el Cosmere) y con que me encanta el proceso de fluidización, por el que un material granulado como la arena se comporta un poco como un lÃquido cuando se hace pasar aire por él. Unà todas esas cosas. Un mundo en que la gente navega sobre polvo en vez de agua. La presentación de los éteres como una magia del Cosmere. Y la premisa básica: ¿qué pasarÃa si Buttercup fuese una persona más activa?
El resultado es Mecha del mar Esmeralda, un relato de piratas, peligrosas esporas y, dado que Hoid está involucrado, algún monólogo pretencioso de vez en cuando. Será el primero de cuatro libros en nuestro Kickstarter «Un año de Sanderson», y os lo enviaremos en enero de 2023.
La semana que viene tendréis los primeros capÃtulos del Proyecto Secreto Número Dos, que es algo diferente por completo.
Brandon.