Avance: El Ritmo de la Guerra – Capítulo 12

La semana pasada dejamos un poco de lado a nuestros (hasta ahora) personajes habituales, para disfrutar por primera vez de un capítulo de Venli, algo que nos ha servido para descubrir bastantes nuevos detalles sobre la sociedad de cantores y Fusionados, así como la intención de la Última Oyente para liberar lo que pueda de su pueblo.

Personalmente, me ha resultado muy interesante tener este punto de vista gracias al cual comprendemos lo especial que resulta Leshwi dentro de los de su clase, con una mentalidad más abierta y flexible en su relación con las diferentes razas. 

Y por si necesitáis un pequeño repaso, os dejamos por aquí el CosmereCast debatiendo el capítulo anterior, que también podéis disfrutar del CosmereCast en su formato de audio en: iVoox, Spotify y PocketCasts.

Pero esta semana, gracias a Nova y a Manu Viciano, volvemos nuestros ojos a Urithiru, a Kaladin, a Shallan, y a dos personajes con los que todavía no habíamos entrado en contacto. ¡Espero que os guste el capítulo tanto como a nosotros, porque tiene detalles de lo más interesantes!

Como siempre, podéis compartir vuestras impresiones y comentarios en nuestro Discord o en el foro.

El juramento roto de Lunamor, por Tobal-gz

 

AVANCE: EL RITMO DE LA GUERRA – CAPÍTULO 12

AVANCE DE LA TRADUCCIÓN DEL RITMO DE LA GUERRA, TRADUCIDA POR MANU VICIANO Y CEDIDA POR NOVA

 

12. Una forma de ayudar

 

Una de mis súplicas es que los artifabrianos dejen de ocultar las técnicas de sus fabriales envolviéndolas con tanto misterio. En las jaulas se emplean muchos metales a modo de señuelo, y los alambres a menudo se bañan para asemejar otro metal, con la intención expresa de confundir a todo aquel que trate de aprender el proceso mediante el estudio personal. Eso quizá enriquezca al artifabriano, pero nos empobrece a todos.

Lección sobre mecánica de fabriales impartida por Navani Kholin a la coalición de monarcas, Urithiru, jesevan de 1175.

 

Mientras llegaban a Urithiru, lo que más deseaba Kaladin en el mundo era esfumarse. Ir a algún lugar donde no tuviera que oír cómo reían todos los demás. Eran unas cien personas en total, sobre todo escuderos de los diversos Corredores del Viento que una vez habían sido su equipo.

Al propio Kaladin ya no le quedaban muchos escuderos. Ninguno, a menos que se contara a Dabbid y a Rlain. Roca tampoco tenía spren, pero el comecuernos… había pasado a alguna otra cosa. Kaladin no estaba seguro de a cuál, pero no se hacía llamar escudero.

Rlain no tardaría en tener un spren y por fin podría avanzar también. Y Dabbid había participado en la misión ayudando a Renarin a repartir agua y provisiones a los habitantes del pueblo. Pero nunca se había recuperado de la conmoción de batalla que sufría y no tenía poderes Radiantes. No era tanto un escudero como alguien a quien Kaladin y los suyos cuidaban.

Todos los demás habían ascendido por lo menos hasta el Segundo Ideal. Eso los convertía en algo más que escuderos, aunque aún no fuesen Radiantes de pleno derecho. Habían vinculado un spren, pero aún no habían obtenido su hoja esquirlada. Qué joviales estaban todos, caminando juntos por la plataforma de la Puerta Jurada, y Kaladin no les reprochaba su alegría. Los apreciaba mucho y quería que rieran.

Pero en esos momentos, no podía imaginar nada más doloroso que la forma en que todos intentaban animarlo a él. Podían sentir que estaba bajo de ánimos, aunque Kaladin todavía no les había contado lo de su… ¿degradación? ¿Retiro?

Se ponía enfermo solo de pensar en ello.

Mientras andaban, Lopen contó un chiste particularmente malo. Cikatriz pidió a Kaladin una sesión de entrenamiento con él, lo cual era su forma de ofrecerle ayuda. En otro momento, Kaladin habría aceptado. Pero ese día, un lance le recordaría lo que había perdido.

Sigzil, mostrando una admirable templanza, le dijo que los informes de batalla podían esperar al día siguiente. Tormentas. ¿Tan mal aspecto tenía? Kaladin hizo lo que pudo para evitarlos a todos y disfrazó su cara con una sonrisa tan amplia que sintió que le agrietaba la piel.

Roca mantuvo la distancia y se preocupó de no hacer caso a Kaladin. El comecuernos acostumbraba a intuir su verdadero estado de ánimo con más exactitud que la mayoría. Y Roca podía ver a Syl, que revoloteaba inquieta en torno a Kaladin y por fin se marchó volando. Se incorporó a una corriente cercana y salió disparada al aire. Syl encontraba el vuelo igual de reconfortante que él.

«Tengo que ir con cuidado para que esto no la hunda —pensó Kaladin—. Mantener una fachada fuerte por ella, por todos ellos. No deberían sufrir por cómo me siento yo.» Podía hacer aquello con dignidad. Podía librar esa última batalla.

Cruzaron el campo abierto de piedra que se extendía ante la ciudad-torre. Kaladin casi logró seguir andando sin quedarse boquiabierto al mirar hacia arriba. Ya apenas sentía ningún impacto disociativo por la inmensidad del edificio. Se quedaba solo una fracción de segundo negándose a creer que pudiera existir algo tan grandioso. Sí, la torre había pasado a ser algo casi ordinario.

—Oye —dijo Leyten cuando llegaron a la entrada de la torre—. ¡Roca! No tendrás algo de estofado para nosotros, ¿verdad? ¿Por los viejos tiempos?

Kaladin se volvió. La palabra «estofado» logró penetrar la nube.

—¡Ah, subir hasta este precioso aire liviano hace que de pronto pienses bien! —exclamó Roca—. ¡Recuerdas las glorias de la buena cocina! Pero… esa cosa no puede ser hoy. Tengo cita.

—No será con los cirujanos, ¿verdad? —intervino Kara—. ¡Porque no creo que puedan hacer nada con tu aliento, Roca!

—¡Ja! —bramó Roca, y profirió una risotada que llegó al extremo de secarse una lágrima de un ojo. Kara sonrió, pero entonces Roca extendió la mano con la palma hacia fuera—. No, no, ¿crees que río de lo que has dicho? ¡Tarada por el aire! Río porque crees que esa broma tiene gracia, Kara. ¡Ja! ¡Ja!

Kaladin sonrió. Una sonrisa auténtica, por un momento.

Entonces empezaron a disgregarse en grupitos, en general formados por un caballero y su equipo de escuderos. Cada uno de los amigos de Kaladin tenía ya su propia cuadrilla. Incluso Teft acabó apartado con un grupo, aunque sus escuderos habían pertenecido al Puente Trece y se habían quedado atrás protegiendo la nave. En realidad, muchos de ellos habían llegado a Radiantes ya. Kaladin no estaba seguro de cuántos escuderos le quedaban a Teft.

¿Podría Kaladin hacer lo que Dalinar quería? ¿Podría soportar seguir siendo el alto mariscal de los Corredores del Viento sin salir al campo de batalla? ¿Formar parte de sus vidas pero no ser capaz de ayudarlos, de luchar junto a ellos?

Sería mejor cortar por lo sano.

Unos cuantos grupos lo invitaron a unirse a ellos, pero Kaladin se descubrió rechazándolos a todos. Se irguió como debía hacerlo un comandante y les hizo el asentimiento. El asentimiento del capitán, que decía: «Sigue a lo tuyo, soldado. Me ocupan asuntos importantes y no tengo tiempo que perder con frivolidades».

Nadie le insistió, aunque Kaladin habría deseado que alguien lo hiciera. Pero los demás tenían sus propias vidas. Muchos tenían familia y todos ellos tenían deberes. Quienes habían servido con él en los primeros tiempos aún llevaban con orgullo sus parches del Puente Cuatro, pero el Puente Cuatro era algo a lo que habían pertenecido. Un equipo legendario que ya se había convertido en mito.

Kaladin mantuvo la espalda erguida, la barbilla alta, mientras se separaba de ellos para recorrer los ya familiares pasillos de la ciudad-torre. Sus paredes presentaban fascinantes pautas de estratos de distintos tonos y en los más importantes había lámparas de esferas, cerradas con llave, por supuesto, pero cambiadas con regularidad. El lugar ya empezaba a parecer habitado de verdad. Kaladin se cruzó con familias, trabajadores y refugiados. Gente de todo tipo, variada como una copa llena de esferas.

Le hacían el saludo militar o se apartaban para dejarlo pasar o, en el caso de muchos niños, lo saludaban con la mano. Era el alto mariscal. Kaladin Bendito por la Tormenta. Mantuvo la expresión adecuada hasta llegar a sus aposentos y se enorgulleció de ello.

Entonces entró y encontró la nada, el vacío.

Gozaba del alojamiento de un alto señor, en teoría lujoso y amplio. Pero tenía pocos muebles y eso le daba una sensación desocupada. Oscura, ya que la única luz procedía de la terraza.

Todos los honores que le habían concedido parecían resaltar lo hueca que era su existencia en realidad. Los títulos no podían llenar de vida una estancia. Aun así, Kaladin se volvió y cerró la puerta con un firme empujón.

Solo entonces se vino abajo. Ni siquiera llegó hasta la silla. Se hundió con la espalda contra la pared de al lado de la puerta. Intentó desabrocharse la casaca, pero terminó inclinándose hacia delante con los nudillos apretados contra la frente, hundidos en la piel mientras hiperventilaba, inhalando profundas bocanadas de aire, temblando y sacudiéndose. A su alrededor se congregaron agotaspren como chorros de polvo, casi regodeándose. Y también agonispren, como rostros bocabajo tallados en piedra que aparecían y desaparecían retorcidos.

No podía llorar. No salía nada. Él quería sollozar, porque al menos supondría una liberación. Pero en vez de eso se quedó acurrucado, los nudillos apretados contra las cicatrices de su frente, deseando poder marchitarse y desaparecer. Como los ojos de la víctima de una hoja esquirlada.

En momentos como aquel, solo y hecho un ovillo en el suelo de una habitación oscura, atormentado por los agonispren, le llegaban las palabras de Moash. La verdad que encerraban se volvía innegable. Fuera, a la cegadora luz del sol, era fácil fingir que todo iba bien. Pero allí dentro, Kaladin veía las cosas claras.

«Solo vas a seguir sufriendo.»

La vida entera de Kaladin había sido solo un vano esfuerzo de detener una tormenta gritándole. A la tormenta le daba igual.

«Van a morir. No puedes hacer nada para evitarlo.»

Era imposible construir algo duradero, así que ¿para qué intentarlo? Todo terminaría pudriéndose y desmoronándose. Nada era permanente. Ni siquiera el amor.

«Solo hay una respuesta.»

Llamaron a la puerta. Kaladin hizo caso omiso del sonido hasta que se hizo más insistente. Tormentas, iban a entrar sin permiso, ¿verdad? Con un pánico repentino por si alguien lo descubría como estaba, Kaladin se levantó y se alisó la casaca. Respiró hondo y los agonispren desaparecieron.

Adolin entró sin permiso, con una traicionera Syl al hombro. ¿Para eso se había marchado? ¿Para traerle al tormentoso Adolin Kholin?

El joven llevaba un uniforme de color azul Kholin, pero no era el reglamentario. Había adoptado la costumbre de añadirle embellecimientos, pensara lo que pensase su padre. Aunque era un traje robusto —un poco rígido, almidonado para resaltar las líneas—, tenía las mangas bordadas a juego con sus botas. La casaca era más larga que la mayoría, recordando un poco a la de capitán que llevaba Kaladin, pero más a la moda.

De algún modo, Adolin llevaba el uniforme, mientras que el uniforme siempre había llevado a Kaladin. Para Kaladin, el uniforme era una herramienta. Para Adolin, formaba parte de todo un conjunto. ¿Cómo lograba que su pelo, rubio salpicado de oscuro, le quedara tan perfectamente revuelto? Era accidental y deliberado al mismo tiempo.

Y sonreía, por supuesto, el muy tormentoso.

—¡Conque estabas aquí! —exclamó Adolin—. Roca me ha dicho que creía haberte visto venir hacia tu habitación.

—Porque quería estar solo —replicó Kaladin.

—Pasas demasiadas tardes a solas, muchacho del puente —dijo Adolin, echando un vistazo a los agotaspren que había cerca.

Cogió a Kaladin del brazo, algo a lo que poca otra gente se habría atrevido.

—Me gusta estar sin compañía —dijo Kaladin.

—Estupendo. Suena horrible. Pues hoy vas a venirte conmigo. Nada de excusas. Ya dejé que te me escaparas la semana pasada, y también la anterior.

—A lo mejor es que no quiero pasar tiempo contigo, Adolin —ladró Kaladin.

El alto príncipe titubeó, pero luego se inclinó hacia delante, entornó los ojos y acercó la cara a la de Kaladin. Syl seguía sentada en el hombro de Adolin, cruzada de brazos, y ni siquiera tuvo la decencia de aparentar vergüenza cuando Kaladin la fulminó con la mirada.

—Dime la verdad —pidió Adolin—. Júramelo, Kaladin. Dime que esta noche deberíamos dejarte solo. Quiero que me lo jures.

Adolin le sostuvo la mirada. Kaladin intentó formar las palabras y se sintió como uno de los diez locos al constatar que no lograba sacarlas.

Era evidente que no debería quedarse solo en esos momentos.

—A la tormenta contigo —espetó Kaladin.

—¡Ja! —exclamó Adolin, tirando de su brazo—. Vamos, brillante señor maese alto mariscal Caratormenta. Quítate esa casaca, ponte una que no huela a humo y ven conmigo. No hace falta que sonrías. No hace falta que hables. Pero si vas a sentirte desgraciado, por lo menos que sea con amigos.

Kaladin se zafó del agarre de Adolin, pero dejó de resistirse. Tiró a un lado la ropa con la que había luchado y cogió un uniforme limpio. Pero sí que miró ceñudo a Syl cuando ella voló hacia él.

—¿Adolin? —le siseó Kaladin mientras se cambiaba—. ¿Lo primero que se te ha ocurrido es ir a buscar a Adolin?

—Necesitaba alguien a quien no pudieras intimidar —respondió ella—. En esa lista hay como mucho tres personas. Y era probable que la reina se hartara y acabara convirtiéndote en una copa de cristal o algo.

Kaladin suspiró y salió de la habitación para reunirse con Adolin, no fuese que el alto príncipe creyera que estaba remoloneando. Syl miró a Kaladin mientras caminaba en el aire a su lado, manteniéndole el ritmo a pesar de los minúsculos pasitos que daba.

—Gracias —dijo Kaladin con suavidad, y miró hacia delante.

 

 

Adolin cumplió su promesa. No obligó a Kaladin a decir gran cosa. Llegaron juntos a los Diez Anillos, una zona del mercado central de la torre donde los comerciantes habían accedido a disponer sus establecimientos siguiendo el plan de Navani. A cambio, obtenían una rebaja de impuestos y la seguridad de que las patrullas de guardia serían frecuentes y corteses.

Allí las hileras de fachadas de madera delimitaban unas calles pulcras y ordenadas. Los comercios tenían dimensiones similares entre ellos, con espacio para almacenaje y vivienda en la planta superior. El lugar daba una sensación pintoresca, la de una isla de orden que contrastaba con el caos más orgánico del resto del mercado del Apartado, donde, habiendo pasado un año, mucha gente seguía usando carpas en vez de estructuras permanentes.

Había que reconocer que se hacía raro ver filas de estructuras permanentes construidas en medio de una estancia interior de varios pisos de altura. Pero para Kaladin lo más extraño de todo era que las tiendas más exclusivas, las visitadas por las familias de ojos claros más ricas, habían rechazado la invitación de Navani, exactamente lo mismo que habían hecho los establecimientos más sórdidos. Ni unos ni otros querían aceptar la supervisión de Navani. Los comercios para las personas más pudientes estaban fuera del mercado, en una serie de habitaciones de un pasillo cercano.

El resultado era que, aunque los Diez Anillos no eran terriblemente exclusivos, sí gozaban de buena reputación, dos conceptos que no tenían por qué ser equivalentes. La cantina favorita de Adolin se llamaba El Deber de Jez. Había obligado a Kaladin a acompañarlo allí en más de una ocasión, por lo que su interior le era conocido. El local estaba decorado como un refugio para tormentas aunque tales construcciones no fuesen necesarias dentro de la torre, tenía relojes fabriales en las paredes que indicaban cuando llegaba una tormenta a Alezkar y celebraba una vigilia diaria por el reino. Hasta acudía un fervoroso para quemar glifoguardas.

Al margen de eso, podía ser un lugar muy ruidoso, más parecido a una taberna que a una cantina. Adolin tenía un reservado al fondo siempre disponible para él. El local se enorgullecía de que el alto príncipe lo frecuentara en vez de ir a cantinas más elegantes.

Esa era la clase de cosas que hacía siempre Adolin. La gente no se inclinó cuando entraron. En vez de eso, lo aclamaron y alzaron sus copas. Adolin Kholin no era un brillante señor o un general distante que se quedaba en su fortaleza y dictaba decretos, tiránicos o sabios. Era el tipo de general que bebía con sus hombres y se aprendía los nombres de todos sus soldados.

Dalinar no lo aprobaba. Y en la mayoría de los casos, Kaladin tampoco lo habría hecho. Pero… era Adolin. Se habría vuelto loco si lo obligaran a mostrarse estirado. Su actitud era la opuesta a todos los protocolos tradicionales alezi de liderazgo, pero a él le funcionaban, así que ¿quién era Kaladin para censurarlo?

Mientras Adolin saludaba a la gente, Kaladin rodeó la sala y se fijó en que había más clientela de la habitual. ¿Aquellos de allí no eran Roca y su familia, bebiendo jarras de cerveza terrosa comecuernos?

«Decía que esta noche tenía un compromiso», recordó Kaladin. Y en efecto, parecía haber alguna clase de celebración. Kaladin distinguió a algunos otros Corredores del Viento y Radiantes a los que conocía, pero no a muchos. Sobre todo, la clientela parecía estar compuesta de gente corriente. Quizá con una proporción de soldados algo más alta de la normal.

Syl se separó de él para empezar a curiosear por la sala, mirando todas las mesas. Aunque al principio Kaladin había considerado infantil esa fascinación de la spren, su juicio había evolucionado. Syl era una persona curiosa, deseosa de aprender. Si eso era una característica infantil, a todo el mundo le vendría bien tenerla un poco más.

Syl estaba fascinada por los seres humanos. En un local como aquel, lo normal sería que Kaladin la viese de pie en una mesa abarrotada, invisible para sus ocupantes, con la cabeza ladeada mientras intentaba imitar las maneras o las expresiones de una u otra persona.

El reservado de Adolin estaba ocupado por una joven de largo cabello oscuro, vestida con pantalones y una camisa abotonada, que había colgado su largo abrigo blanco en un perchero cercano. Llevaba puesto su sombrero, el de ala ancha con el frontal en pico.

—Velo —dijo Kaladin, sentándose en el reservado—. ¿Te quedarás tú toda la noche o aparecerá Shallan?

—Creo que seré solo yo —respondió Velo, apurando lo que le quedaba en la copa—. Shallan ha tenido un día muy ajetreado y aún seguimos con el horario de las Llanuras Quebradas, no el de Urithiru. Quiere descansar.

«Tiene que estar bien eso de poder retirarte y convertirte en otra persona cuando te cansas», pensó Kaladin.

A veces le costaba esfuerzo tratar a las personalidades de Shallan como a tres personas distintas, pero era lo que ella parecía preferir. Por suerte, tendía a cambiar el color de su cabello para dar indicaciones a los demás. Lo hacía negro para Velo y había empezado a ponerlo rubio para Radiante.

Una joven cantinera llegó para rellenar la copa de Velo con algo muy rojo.

—¿Y tú? —preguntó la camarera a Kaladin.

—Naranja —pidió él sin levantar la voz—. Muy frío, si lo tienes.

—¿Naranja? —se sorprendió la chica—. Un hombre como tú puede con algo más fuerte. ¡Esto es una fiesta! Tenemos un amarillo muy bueno infundido con peca, una fruta azishiana. Voy a…

—Eh —dijo Velo mientras subía las botas a la mesa con un golpe sordo—. Te ha pedido naranja.

—Es que pensaba…

—Tráele lo que ha pedido. Es lo único que tienes que pensar.

La chica, sofocada, se marchó deprisa. Kaladin agradeció la intervención a Velo con un asentimiento, aunque preferiría que la gente no se lanzara a defenderlo con tanto celo. Podía hablar por sí mismo. Mientras Dalinar siguiera adhiriéndose a la interpretación más estricta de los Códigos de la Guerra, lo mismo haría Kaladin. Pero aunque no fuera ese el caso… en fin, sus amigos lo sabían. Cuando Kaladin tenía el día malo, el alcohol no le ayudaba a olvidar el dolor, sino que empeoraba la oscuridad. Podía utilizar la luz tormentosa para anular sus efectos, pero cuando había tomado una copa o dos, muchas veces… no quería. O creía no merecerlo. Venía a ser lo mismo.

—Bueno —dijo Velo—, he oído que vuestra misión ha ido bien, ¿verdad? ¿Un pueblo entero robado en sus mismas tormentosas narices? ¿El Visón en persona rescatado? Rodarán cabezas en Kholinar cuando Odium se entere de esto.

—Dudo que le preocupe mucho un solo pueblo —repuso Kaladin—. Y no saben que tenemos al Visón.

—Aun así, muy bien —dijo Velo, alzando su copa.

—¿Y tú? —preguntó Kaladin.

Ella bajó los pies de la mesa y se inclinó hacia delante.

—Tendrías que haberlo visto. Ialai era como un esqueleto, estaba toda chupada. Ya la habíamos derrotado antes de llegar. Pero desde luego, fue satisfactorio derribarla.

—Seguro que sí.

—Lástima que alguien la asesinara —añadió Velo—. Me habría encantado verla retorcerse ante Dalinar.

—¿Cómo? —dijo Kaladin—. ¿La han asesinado?

—Sí, alguien se la cargó. Alguno de los nuestros, por desgracia. Debió de sobornarlo alguien que quería verla muerta. Es un secreto, por cierto. Estamos diciendo a todo el mundo que se suicidó.

Kaladin miró alrededor.

—Nadie de aquí nos oye —dijo Velo—. Esta mesa está aislada.

—De todas formas, no hables de secretos militares en público.

Velo puso los ojos en blanco, pero entonces sacudió la cabeza y su pelo fue volviéndose rubio mientras se sentaba más recta.

—Pídele el informe completo a Dalinar en algún momento, Kaladin. Hubo algunos detalles raros en el suceso que me preocupan.

—Eh… ya veremos —respondió Kaladin—. ¿Coincides con Velo en que Shallan está bien? ¿En que solo necesita un descanso?

—Está bastante bien —dijo Radiante—. Hemos encontrado un equilibrio. Ha pasado ya un año sin que se formen más personalidades. Excepto…

Kaladin enarcó una ceja.

—Sí que hay algunas, a medio formar —explicó Radiante, apartando la mirada—. Esperan a comprobar si de verdad las tres podemos funcionar bien. O si nos vendremos abajo y las liberaremos. No son reales. No tan reales como yo. Y aun así… aun así… —Miró a Kaladin a los ojos—. Shallan no querría que te contara tanto. Pero como amigo suyo, deberías saberlo.

—No sé si podré ayudar en algo —dijo Kaladin—. Últimamente apenas puedo con mis propios problemas.

—Que estés aquí ya ayuda —dijo Radiante.

¿De verdad ayudaba? Cuando Kaladin estaba de ese humor, sentía que solo era capaz de llevar oscuridad a quienes lo rodeaban. ¿Por qué querrían estar en su compañía? Ni siquiera él querría estar en su propia compañía. Pero supuso que era la clase de cosa que debía decir Radiante; era lo que la distinguía de las demás.

Radiante sonrió al ver regresar a Adolin y entonces sacudió la cabeza y su pelo volvió a hacerse negro. Se reclinó con aire relajado. Qué bien debía de sentar poder transformarse en Velo, con su actitud despreocupada.

Mientras Adolin se sentaba, la camarera volvió con la bebida.

—Si luego decides que quieres probar ese amarillo… —dijo la joven a Kaladin.

—Gracias, Mel —se apresuró a intervenir Adolin—, pero hoy no le conviene nada fuerte.

La cantinera le dedicó la radiante sonrisa con la que todo el mundo trataba a Adolin, casado o no, y se marchó, en apariencia animada porque el alto príncipe le hubiera dirigido la palabra. Aunque en esencia, hubiera sido para reprenderla.

—¿Cómo ves al novio? —preguntó Velo, sacando su daga y equilibrándola en la yema de un dedo.

—Desconcertado —dijo Adolin.

—¿Novio? —preguntó Kaladin.

—Se celebra una boda —señaló Adolin, haciendo un gesto hacia la sala llena de gente de fiesta—. La de Jor, ¿recuerdas?

—¿Quién?

—Kaladin —dijo Adolin—, menos mal que solo llevamos ocho meses viniendo a este sitio.

—No te molestes, Adolin —dijo Velo—. Kaladin no se fija en la gente a menos que vayan a atacarle con un arma.

—Sí que se fija —replicó Adolin—. Y le importan. Pero Kaladin es soldado y piensa como tal. ¿Verdad, muchacho del puente?

—No sé a qué te refieres —gruñó Kaladin, y dio un sorbo a su bebida.

—Has aprendido a preocuparte de tu pelotón —dijo Adolin—. Y a renunciar a la información superflua. Seguro que Kaladin podría recitarte la edad, el color de ojos y la comida favorita de todos sus subordinados. Pero no va a molestarse en recordar cómo se llaman los empleados de la cantina. Mi padre es igual.

—Bueno —dijo Velo—, me lo estoy pasando muy bien y tal, pero ¿no deberíamos pasar a un tema más importante?

—¿Como cuál? —preguntó Adolin.

—Como con quién vamos a emparejar a Kaladin ahora.

Kaladin estuvo a punto de escupir la bebida.

—No necesita que lo emparejen con nadie —protestó.

—Syl no opina lo mismo —replicó Velo.

—Syl antes pensaba que los niños humanos salían por la nariz en un estornudo particularmente violento —dijo Kaladin—. No es ninguna autoridad en la materia.

—Mmm —intervino la mesa a la que se sentaban, vibrando con un leve zumbido—. ¿Y cómo salen en realidad? Me lo he preguntado siempre.

Kaladin se sobresaltó, reparando solo entonces en que Patrón estaba arrugando una parte de la superficie de la mesa de madera. Patrón no iba por ahí invisible como Syl, sino que de algún modo se fundía con la materia de los objetos cercanos. Al fijarse, Kaladin vio una zona de la mesa que parecía tallada en una pauta circular, que de algún modo se movía y fluía, como las ondulaciones de un aljibe.

—Luego te explico lo de los bebés, Patrón —le respondió Velo—. Es más complicado de lo que supongo que estarás imaginando. Aunque ahora que lo pienso… no, mejor pídele a Shallan que te lo explique. Seguro que le encantará.

—Mmm —dijo la mesa—. Ella cambia de colores. Como una puesta de sol. O una herida infectada. Mmm.

Adolin se relajó y apoyó el brazo en el respaldo del banco del reservado, pero sin rodear con él a Velo. Mantenían una relación extraña cuando Shallan llevaba a Radiante o a Velo. Pero al menos, parecían haber superado la etapa en la que se comportaban como lelos enamoriscados a todas horas.

—Las damas llevan razón, muchacho del puente —dijo Adolin—. Es verdad que estás más taciturno desde que Lyn rompió contigo.

—No es por eso.

—Aun así, una aventurilla no te hará daño, ¿verdad? —dijo Velo. Señaló con el mentón hacia una camarera que pasaba, una joven alta con el pelo inusualmente claro—. ¿Qué opinas de Hem, esa de ahí? Es alta.

—Genial. Es alta —repuso Kaladin—. Como los dos tenemos más o menos la misma estatura en centímetros, seguro que nos llevamos de maravilla. Caramba, la de temas de personas altas sobre los que podríamos hablar. Por ejemplo… esto…

—Venga, no seas agrio —dijo Velo, dándole un puñetazo amistoso en el hombro—. ¡Pero si ni la has mirado! Es mona. Fíjate qué piernas. Apóyame, Adolin.

—Es atractiva —convino él—. Pero esa blusa le queda espantosa. Tengo que decirle a Marni que los uniformes de aquí son un horror. Deberían tener como mínimo dos colores distintos para que queden bien a varios tonos de piel.

—¿Y qué me dices de la hermana de Ka? —propuso Velo a Kaladin—. La conoces, ¿verdad? Es lista. A ti te gustan las listas.

—¿Es que hay alguien a quien no le gusten las listas? —replicó Kaladin.

—A mí —dijo Velo, levantando la mano—. A mí tráemelas tontas, por favor. Son facilísimas de impresionar.

—Chicas listas… —repitió Adolin, rascándose la barbilla—. Lástima que Cikatriz se quedara con Ristina. Habría hecho buena pareja con Kaladin.

—Adolin —dijo Velo—, Ristina mide como un metro y poco.

—¿Y qué? —repuso Adolin—. Ya has oído a Kaladin. Le da igual la altura.

—Ya, bueno, pero a la mayoría de las mujeres no. Tenemos que encontrar a alguien que encaje con él. Lástima que echara a perder su oportunidad con Lyn.

—Yo no eché… —empezó a protestar Kaladin.

—¿Y ella? —dijo Adolin, señalando hacia la entrada de la taberna.

Allí había dos mujeres ojos claros vestidas con havah, aunque no serían de clase muy alta si acudían a una cantina frecuentada por ojos oscuros. Pero por otra parte, el propio Adolin estaba allí. Y las cosas como el nahn y la clase, por extraño que pareciera, habían perdido mucha importancia como factores de división durante el último año, bajo el gobierno de Jasnah.

Una de las recién llegadas era una joven de voluptuosa figura, acentuada por su prieta havah. Tenía la piel oscura y los labios rojos, a todas luces resaltados con pintura.

—Se llama Dakhnah —dijo Adolin—. Es hija de un general de mi padre, Kal. Adora hablar de estrategia, y hace de escriba en sus reuniones de guerra desde que tenía catorce años. Puedo presentaros.

—Por favor, no —pidió Kaladin.

—Dakhnah, Dakhnah… —dijo Velo—. Tú la cortejaste, ¿verdad?

—Sí. ¿Cómo es que lo sabes?

—Adolin, querido, si arrojas a un herdaziano en una sala concurrida, golpearás a seis mujeres a las que has cortejado. —Velo miró con ojos entrecerrados a la recién llegada—. No pueden ser de verdad. Lleva relleno, ¿a que sí?

Adolin negó con la cabeza.

—¿En serio? —casi exclamó ella—. Padre Tormenta. Para que crecieran así las mías tendría que comerme seis chulls. ¿Cómo son al tacto?

—Supones demasiado —dijo Adolin.

Ella le lanzó una mirada y le clavó un dedo en el hombro.

—Venga.

Él volvió los ojos hacia el techo y dio un sorbo significativo a su bebida, aunque sonrió cuando Velo volvió a clavarle el dedo.

—No es un tema del que deban hablar los caballeros educados —dijo Adolin con tono despreocupado .

—No soy ni educada ni un caballero —replicó Velo—. Soy tu esposa.

—Tú no eres mi esposa.

—Comparto cuerpo con tu esposa. Es casi lo mismo.

—Vosotros dos —dijo Kaladin— tenéis una relación rarísima.

Adolin le dedicó un lento asentimiento que parecía decir: «No te haces una idea». Velo se acabó la copa y la sostuvo bocabajo.

—¿Dónde está esa tormentosa camarera?

—¿Seguro que aún no tienes suficiente? —preguntó Adolin.

—¿Estoy sentada recta?

—Una vaga aproximación.

—Pues ahí tienes tu respuesta —dijo ella, y salió del reservado pasando por encima de Adolin en una maniobra que puso mucho de ella en contacto con mucho de él, antes de internarse en la muchedumbre buscando a la camarera.

—Está vigorosa hoy —observó Kaladin.

—Velo llevaba un mes enjaulada, fingiendo ser aquella mujer de los campamentos de guerra —respondió Adolin—. Y Radiante estaba muy tensa por la misión. Las pocas veces que conseguimos reunirnos, Shallan estaba que se subía por las paredes. Esta es su forma de soltarse.

En fin, si a ellos les funcionaba…

—¿Ialai Sadeas ha muerto de verdad?

—Por desgracia. Mi padre ya tiene tropas avanzando hacia los campamentos de guerra. Según los primeros informes, los hombres de Ialai están planteando su rendición. Debían de saber que iba a pasar esto. —Se encogió de hombros—. Aún así, me da la sensación de que he fallado.

—Algo teníais que hacer. Ese grupo estaba volviéndose demasiado poderoso, demasiado peligroso, para dejarlo suelto.

—Lo sé. Pero no me hace ninguna gracia luchar contra los nuestros. Se suponía que debíamos pasar a cosas mejores, más importantes.

«Y lo dice el hombre que mató a Sadeas», pensó Kaladin. Eso aún no era de conocimiento público, por lo que no lo dijo en voz alta, no fuese a estar escuchando alguien.

La conversación cesó. Kaladin jugueteó con su copa, deseando que se la rellenaran pero sin ganas de abrirse paso a codazos para conseguirlo. La gente no dejaba de vitorear a Jor y, cuando el novio pasó cerca, Kaladin cayó en la cuenta de que sí que lo conocía. Era el portero de la cantina, un tipo afable. Syl iba sentada en su hombro.

La búsqueda de Velo se prolongaba. A Kaladin le pareció verla en una esquina, apostando chips en una partida de rompecuello. Se sorprendió de que aún quedara alguien en la ciudad dispuesto a jugar contra Velo.

Al cabo de un tiempo, Adolin se movió para acercarse un poco más a él. Tenía su propia copa, un potente violeta, pero apenas se había bebido la mitad. Ya no seguía los Códigos a rajatabla, pero parecía haber encontrado su propio término medio.

—Bueno, ¿qué está pasando? —preguntó Adolin—. Es verdad que esto no es solo por lo de Lyn.

—¿No habías dicho que no tenía que hablar?

—Y no tienes. —Adolin dio un sorbito y esperó.

Kaladin se quedó mirando la mesa. Shallan tenía la costumbre de tallar partes de ella, así que la madera estaba marcada con pequeños pero complejos proyectos artísticos, muchos de ellos a medio acabar. Pasó el dedo por uno que representaba un sabueso-hacha y a un hombre que tenía un notable parecido con Adolin.

—Tu padre me ha relevado del servicio activo hoy —dijo Kaladin—. Cree que ya… ya no soy apto para la batalla.

Adolin soltó una larga bocanada de aire.

—Tormentas, ¿cómo puede…?

—Tiene razón, Adolin —dijo Kaladin—. Recuerda cómo tuviste que sacarme del palacio el año pasado.

—Todo el mundo se abruma a veces en combate —repuso Adolin—. Yo mismo me he desorientado alguna vez, hasta llevando armadura esquirlada.

—Esto es peor. Y más frecuente. Soy cirujano, Adolin. Estoy entrenado para ver problemas como este, y por eso sé que tiene razón. Lo sé desde hace meses.

—Muy bien —dijo Adolin. Hizo un asentimiento firme—. Aceptado. ¿Y qué vas a hacer al respecto? ¿Cómo se sale de eso?

—No se sale. ¿Sabes quién es Dabbid, ese de mi grupo? ¿El que no habla? Tiene conmoción de batalla, como yo. Está así desde que lo recluté.

Adolin se quedó callado. Kaladin vio cómo probaba en su mente distintas respuestas posibles. Adolin sería muchas cosas, pero impenetrable jamás sería una de ellas.

Por suerte, no hizo ninguno de los comentarios esperados. Ningún intento de reafirmación, ningún ánimo para que Kaladin levantara la moral ni se esforzara más. Se quedaron los dos callados, sentados en la bulliciosa sala, durante un largo tiempo. Luego por fin Adolin habló.

—Mi padre puede equivocarse, ¿sabes?

Kaladin se encogió de hombros.

—Es humano —prosiguió Adolin—. Media ciudad cree que es una especie de Heraldo renacido, pero es solo un hombre. Se ha equivocado otras veces. Se ha equivocado mucho.

«Dalinar mató a la madre de Adolin», pensó Kaladin. Esa información sí que era pública, y muy extendida. Toda la ciudad había leído, escuchado u oído hablar de la extraña autobiografía de Dalinar. Manuscrita por el mismo Espina Negra, aún no estaba terminada, pero ya circulaban borradores. En su autobiografía Dalinar confesaba muchas cosas, entre ellas la muerte accidental de su esposa.

—Yo no soy cirujano —dijo Adolin—, ni tampoco soy la mitad de bueno como general que mi padre. Pero no creo que haya que apartarte del combate, por lo menos no para siempre. Necesitas otra cosa.

—¿Cuál?

—Ojalá lo supiera. Debería haber una forma de ayudar. Algo que te permita pensar bien.

—Me gustaría que fuese tan fácil —dijo Kaladin—. Pero ¿a ti qué más te da? ¿Qué importancia tiene?

—Eres mi único muchacho del puente —respondió Adolin con una sonrisa—. ¿De dónde iba a sacar a otro? Han empezado a volar todos. —La sonrisa decayó—. Además, si existe una forma de ayudarte a ti, quizá… quizá también exista la forma de ayudarla a ella. —Su mirada se perdió por la sala en dirección a Velo.

—Ella está bien —dijo Kaladin—. Ha encontrado un equilibrio. Ya la has oído explicar por qué cree que está bien.

—¿Igual que tú dices a todo el mundo que estás bien? —Adolin lo miró a los ojos—. No es bueno estar como ella. Le hace daño. Este último año la he visto muy apurada, y hay señales de que se está hundiendo, aunque sea más despacio, a profundidades peores. Necesita ayuda, pero de una clase que no sé si puedo darle yo.

La mesa zumbó.

—Es cierto —dijo Patrón—. Ella lo oculta, pero sigue estando mal.

—¿Qué dicen tus conocimientos de cirujano, Kal? —preguntó Adolin—. ¿Qué hago?

—No lo sé —respondió Kaladin—. Nos enseñan a tratar las dolencias físicas, no qué hacer cuando alguien está enfermo de la mente, aparte de enviarlo con los fervorosos.

—Pues eso no está bien.

—No lo está.

Kaladin arrugó la frente. No estaba muy seguro de qué hacían los fervorosos con sus pacientes enfermos de la mente.

—¿Debería hablar con ellos? —preguntó Patrón—. ¿Que los fervorosos ayuden?

—Puede —dijo Kaladin—. A lo mejor Sagaz también conoce alguna manera de ayudar. Parece saber mucho de cosas como esta.

—Seguro que puedes darme algún consejo, Kal —dijo Adolin.

—Hazle saber que te importa —respondió Kaladin—. Escúchala. Dale ánimos, pero no intentes obligarla a ser feliz. Y no dejes que esté sola, si te preocupas por ella, porque…

Dejó la frase en el aire y entonces lanzó a Adolin una mirada furibunda.

Adolin sonrió. Aquella conversación no trataba solo de Shallan. Condenación. ¿Había permitido que Adolin se la jugara? A lo mejor sí que debería pedir alguna bebida más fuerte.

—Me preocupáis los dos —dijo Adolin—. Voy a encontrar la forma de ayudaros. De algún modo.

—Eres un tormentoso idiota —replicó Kaladin—. Tenemos que conseguirte un spren. ¿Por qué no te ha reclutado ninguna orden todavía?

Adolin levantó los hombros.

—No encajo bien, supongo.

—Es por esa espada que tienes —dijo Kaladin—. A los portadores de esquirlada les va mejor si antes renuncian a su esquirla. Deberías librarte de la tuya.

—No pienso «librarme» de Maya.

—Sé que te has encariñado con la espada —insistió Kaladin—. Pero tendrías algo mejor si te convirtieras en Radiante. Piensa en lo bien que te sentirías si…

—No. Pienso. Librarme. De Maya. Déjalo estar, muchacho del puente.

La rotundidad en la voz de Adolin sorprendió a Kaladin, pero, antes de que pudiera insistir, apareció Jor para presentar a Adolin a su flamante esposa, Kryst.

Y que señalaran a Kaladin como el cuarto loco si Adolin no sacó al instante un regalo para la pareja. Adolin no solo se había presentado en su cantina favorita la noche de una celebración de boda, sino que había preparado un regalo.

Velo acabó cansándose de su partida y volvió a la mesa, más que un poco achispada. Cuando Adolin hizo una broma al respecto, ella respondió con una ocurrencia sobre que menos mal que era Velo, «porque de verdad que Shallan no sabe beber».

Avanzó la velada y Syl regresó para proclamar que quería empezar a apostar. Kaladin estaba cada vez más agradecido por lo que había hecho Adolin. No porque Kaladin se sintiera mejor, dado que seguía abatido. Pero la tristeza remitía un poco en compañía, y así Kaladin se veía obligado a guardar las formas. A fingir. Quizá fuese solo una fachada, pero había descubierto que a veces esa fachada funcionaba incluso consigo mismo.

El equilibrio duró más de dos horas, hasta que, cuando la fiesta empezaba a declinar, Roca se acercó a la mesa. Debía de haber hablado antes con Adolin y Velo, porque los dos se marcharon del reservado nada más verlo para dejar que el comecuernos hablara con Kaladin en privado.

La expresión de Roca hizo que a Kaladin se le revolviera el estómago. Conque había llegado el momento, ¿verdad? ¿Y cómo no iba a ocurrir precisamente ese día?

—Llanero —dijo Roca—. Mi capitán.

—¿Tenemos que hacer esto hoy, Roca? —preguntó Kaladin—. No estoy con todas mis facultades.

—Es mismo que dijiste otra vez —repuso Roca—. Y vez antes de esa.

Kaladin hizo acopio de fuerzas y asintió.

—He esperado, como pediste, aunque las esquirlas de Amaram para mi pueblo están cogiendo polvo en una caja —dijo Roca, sus grandes manos apretadas contra la mesa—. Fue buen consejo. Mi familia estaba cansada del viaje. Mejor estar aquí tiempo, que conozcan a mis amigos. Y Cuerda quería entrenar. ¡Ja! Dice que tradiciones comecuernos son tonterías y tradiciones alezi también. El primer portador de esquirlada de mi pueblo no fue nuatoma, sino mujer joven.

—Podrías haber sido tú, Roca —dijo Kaladin—. O bien con esas esquirlas que ganaste, o como Radiante con tu propio spren. Te necesitamos. Yo te necesito.

—Me has tenido. Ahora yo me necesito. Es hora de volver, mi ula’makai. Mi capitán.

—Acabas de decir que vuestras tradiciones son tonterías.

—Para mi hija. —Roca se señaló el corazón—. No para mí, Kaladin. Levanté el arco.

—Me salvaste la vida.

—Lo elegí porque vales pena ese sacrificio. —Extendió el brazo por encima de la mesa y apoyó la mano en el hombro de Kaladin—. Pero no es sacrificio si ahora no voy, como es correcto, a buscar justicia de mi pueblo. Prefiero marchar con tu bendición. Pero marcharé de todas formas.

—¿Solo?

—¡Ja! ¡No tendría nadie para hablar! Canción irá conmigo, y niños más pequeños. Cuerda y Don quieren quedarse. Don no debería luchar, pero temo que lo hará. Es su decisión. Igual que esto es mi decisión.

—Moash está ahí fuera, Roca. Podría atacarte. Si te niegas a pelear, tu familia podría estar en peligro.

Roca guardó silencio un momento y luego sonrió.

—Cikatriz y Drehy dicen que quieren ver mis picos. Igual dejo que lleven volando mi familia, para no tener que recorrer todas las estúpidas tierras bajas. Así tendremos protección, ¿sí?

Kaladin asintió. Era lo más que podía hacer, enviar una escolta. Roca parecía esperar algo, y Kaladin comprendió que podía ser que él se ofreciera a acompañarlos. Para ver los Picos Comecuernos de los que tanto fanfarroneaba siempre Roca. El corpulento cocinero nunca parecía aclararse con las historias que contaba. ¿El lugar era un páramo gélido o un paraíso cálido y exuberante?

Fuera como fuese… Kaladin sí que podría ir. Quizá pudiese salir volando en busca de aventuras. Llevar a Roca a su hogar y luego quedarse allí, o simplemente marcharse en busca de batalla en algún sitio. Dalinar no podría impedírselo.

«No.» Kaladin rechazó la idea al instante. Huir sería un acto infantil. Además, no podía marcharse con Roca. No solo por la tentación de escapar, sino porque dudaba mucho que pudiera contenerse si Roca se entregaba a la justicia. El comecuernos se había cuidado mucho de revelar qué castigo podría imponerle su pueblo como consecuencia de sus actos, pero Kaladin encontraba absurda toda su tradición de roles en la vida basados en el orden de nacimiento. Si Kaladin acompañaba a su amigo, sería solo para socavar la decisión que este había tomado.

—Tienes mi bendición, Roca —dijo—. Tanto para marcharte tú como para quien quiera tomarse un permiso breve y acompañarte. Una guardia de honor de Corredores del Viento: te mereces eso y mucho más. Y si os encontráis a Moash…

—Ja —dijo Roca, levantándose—. Que venga a por mí. Así estará lo bastante cerca para poner manos en su cuello y apretar.

—Tú no peleas.

—¿Eso? No es pelear. Es exterminar. Hasta cocineros pueden matar rata que encuentran en grano. —Sonrió enseñando los dientes, y Kaladin lo conocía lo suficiente para saber que hablaba en broma.

Roca separó las manos para un abrazo.

—Ven. Dame despedida.

Sintiéndose como en trance, Kaladin se levantó.

—¿Volverás? Si puedes, después.

Roca negó con la cabeza.

—Esta cosa que hice aquí con todos vosotros es el fin. Cuando nos encontremos otra vez, sospecho que no será en este mundo. En esta vida.

Kaladin abrazó a su amigo. Un último y aplastante abrazo comecuernos. Cuando se separaron, Roca estaba llorando, pero sonriendo también.

—Tú devolviste mi vida —dijo—. Gracias por eso, Kaladin, jefe de puente. No seas triste porque ahora elijo vivir esa vida.

—Vas a la cárcel, o a algo peor.

—Voy a los dioses —respondió Roca. Levantó un dedo—. Hay uno viviendo aquí. Un afah’liki. Es dios poderoso, pero taimado. No debiste perder su flauta.

—Yo… no creo que Sagaz sea un dios, Roca.

El comecuernos dio un golpecito en la cabeza de Kaladin.

—Tarado por el aire, como siempre.

Sonrió de nuevo e hizo una reverencia fluida y respetuosa que Kaladin no le había visto jamás.

Acto seguido, Roca fue a recoger a Canción en la puerta y se marchó. Para siempre.

Kaladin se hundió en su asiento. Por lo menos, Roca no estaría presente cuando retirasen a Kaladin de su puesto. Podría pasar el resto de sus días, fuesen pocos o muchos, creyendo que su capitán, su ula’makai, se había mantenido fuerte en todo momento.

Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.

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