AVANCE – El metal perdido: Prólogo. Caps. 1 & 2

El tiempo vuela… Parece que fue ayer cuando publicamos aquel avance del primer borrador del prólogo que tradujo Manu, y por aquel entonces, 2022 nos quedaba muy lejos. Pero aquí estamos, a pocas semanas de poder leer El metal perdido, el libro que cerrará la Era 2 de Nacidos de la Bruma. Y así, acompañaremos a Wax, Wayne, Steris y Marasi en su última aventura. Aprenderemos cosas del Cosmere, y podemos estar seguros de que cuando cerremos la tapa tendremos más preguntas que respuestas porque si algo caracteriza el Cosmere es que siempre hay otro secreto.

Seguramente seguiremos explorando el mundo, y desentrañando más misterios. Os invitamos a dar los primeros pasos de vuelta a Scadrial gracias una vez más a Manu Viciano y a Nova, a disfrutar de la lectura, y a empezar a elucubrar todas esas teorías locas que tanto nos caracterizan como fandom.

¡Y mañana volveremos con una nueva tanda de avances, para ponernos al día con los compartidos por Tor! ¡Estad atentos! :)

avance del metal perdido: prólogo. capítulos 1 & 2. traducción de manu viciano.

publicado originalmente en la web de tor , el 19 de septiembre de 2022

Prólogo

Wayne sabía lo que eran las camas. Había niños en el asentamiento Pesoestaño que las tenían. Sonaban mucho mejor que una estera en el suelo, sobre todo si tenía que compartirla con su madre cuando hacía frío de noche porque no tenían carbón.

Además, bajo las camas había monstruos.

Sí, Wayne había oído historias sobre espectros de la bruma. Se escondían bajo tu cama y robaban las caras de gente a la que conocías. Por lo que las camas eran suaves y mullidas por arriba y tenían a alguien debajo con quien hablar. Tenían que ser el herrumbroso paraíso.

A los demás chicos les daban miedo los espectros de la bruma, pero Wayne suponía que era porque no sabían negociar como era debido. Él podía hacerse amigo de algo que viviese bajo una cama. Solo había que darle algo que quisiera, como otra persona a la que comerse.

De todos modos, Wayne no tenía cama. Ni tampoco sillas de verdad. En casa había una mesa, que había hecho el tío Gregr. Antes de que lo aplastara el millón de rocas de un desprendimiento y lo dejara hecho una papilla que ya no podría dar palizas a nadie. A veces Wayne daba una patada a la mesa, por si el espíritu de Gregr estaba mirando y le tenía cariño. Bien sabía la herrumbre que en aquella casucha de una sola ventana no había nada más que hubiera importado nunca al tío Gregr.

Lo mejor que Wayne tenía para sentarse era un taburete, así que se había sentado y jugaba a las cartas, repartiendo manos y escondiéndose naipes en la manga mientras esperaba. Era un momento nervioso del día. Todas las noches tenía que ella no regresara a casa. No porque no quisiera a Wayne: su madre era un estallido de flores primaverales en aquella fosa séptica que era el mundo. Sino porque un día su padre ya no había vuelto. Un día el tío Gregr —Wayne dio un puntapié a la mesa— ya no había vuelto. Así que su madre…

«No pienses en eso —se dijo Wayne mientras fallaba al barajar y esparcía las cartas por toda la mesa y el suelo—. Y no mires. No hasta que veas la luz».

Podía sentir la mina allí fuera. Nadie quería vivir al lado, así que Wayne y su madre lo hacían.

Se obligó a pensar en otra cosa. En la pila de la colada que había terminado de lavar antes y estaba junto a la pared. Era el antiguo trabajo de su madre, que no daba mucho dinero, la verdad. Así que lo hacía él mientras su madre empujaba carros en la mina.

A Wayne no le importaba hacer el trabajo. Así podía probarse todas las prendas, ya fuesen de abuelos o de mujeres jóvenes, y fingir que era ellos. Su madre lo había pillado unas cuantas veces y se había enfadado. Wayne seguía sin comprender que se irritara. ¿Por qué no iba a querer probarse toda la ropa? ¡Para eso estaba! No era nada raro.

Además, a veces la gente se dejaba cosas en los bolsillos. Como barajas de cartas.

Volvió a barajar mal y, mientras recogía de nuevo las cartas, no miró por la ventana, aunque pudiera sentir la mina, aquella arteria abierta como un agujero en el cuello de alguien, roja por dentro y escupiendo luz como sangre y fuego. Su madre tenía que entrar a excavar en las entrañas de la bestia, buscando metales, y luego escapar de su ira. Y la buena suerte no podía durar para siempre.

Entonces la vio. Luz. Lleno de alivio, Wayne miró por la ventana y vio que llegaba alguien por el camino, sosteniendo en alto una lámpara para iluminarse. Se apresuró a esconder las cartas bajo la estera y luego se tumbó encima y se hizo el dormido mientras la puerta se abría. Ella habría visto cómo se apagaba la luz de dentro, claro, pero siempre agradecía que Wayne se esforzara en fingir.

Su madre se sentó en el taburete y Wayne entreabrió un ojo. Iba vestida con pantalones y una camisa abotonada, con el pelo recogido, la ropa y la cara manchadas. Se quedó allí sentada mirando la llama de la lámpara, contemplando cómo titilaba y danzaba, y parecía tener la cara más demacrada que antes, como si alguien se estuviera dedicando a darle con un pico en las mejillas.

«Esa mina se la está comiendo —pensó—. No se la ha zampado entera como hizo con papá, pero le va dando mordiscos».

Su madre parpadeó y enfocó la mirada en algo. En una carta que Wayne se había dejado en la mesa. Vaya, hombre.

La recogió y entonces lo miró a los ojos. Wayne dejó de fingir que dormía. Su madre era más que capaz de echarle agua encima.

—Wayne —dijo—, ¿de dónde has sacado las cartas?

—No me acuerdo.

—Wayne…

—Me las encontré —dijo él.

Ella extendió la mano y Wayne, a regañadientes, sacó la baraja y se la entregó. Su madre metió la carta que había encontrado en la caja. Vaya, hombre. Ahora se pasaría un día entero buscando por todo Pesoestaño a quien la hubiera «perdido». Wayne no quería que durmiera incluso menos horas por su culpa.

—Es de Tark Vestingdow —murmuró—. Estaba en un bolsillo de su mono.

—Gracias —dijo ella en voz baja.

—Mamá, tengo que aprender a jugar a las cartas. Así podré sacarme un buen dinero y cuidar de nosotros.

—¿Un buen dinero? —preguntó ella—. ¿De las cartas?

—No te preocupes —se apresuró a decir él—. ¡Haré trampas! No sacas dinero si no ganas, ¿verdad?

Ella suspiró, frotándose las sienes. Wayne echó un vistazo a la baraja guardada en su caja.

—Tark es terrisano —dijo—. Como papá.

—Sí.

—Los terrisanos siempre hacen lo que se les dice. ¿Qué me pasa a mí?

—A ti no te pasa nada, cariño —repuso ella—. Es que no has tenido ningún padre bueno que te guiara.

—Mamá. —Wayne se levantó de la estera y le cogió el brazo—. No digas esas cosas. ¡Tú eres una madre estupenda!

Su madre lo abrazó de lado, pero Wayne la notaba tensa.

—Wayne —dijo ella—, ¿le quitaste la navaja a Demmy?

—¿Se ha chivado? —exclamó Wayne—. ¡A la herrumbre con ese mamón herrumbroso!

—¡Wayne! No hables así.

—¡A la herrumbre con ese mamón herrumbroso! —repitió él, pero con acento de ferroviario.

La miró con cara de inocente y ella lo recompensó con una sonrisa que no fue capaz de ocultar. Las voces tontas siempre la hacían sonreír. Al padre de Wayne se le habían dado bien, pero él era mejor. Sobre todo desde que su padre había muerto y ya no podía poner voces.

Pero entonces la sonrisa de su madre se evaporó.

—No puedes quedarte con lo que no es tuyo, Wayne. Eso es de ladrones.

—No quiero ser un ladrón —dijo Wayne en voz baja mientras dejaba la navaja en la mesa al lado de la baraja—. Quiero ser buen chico. Es que… pasa y ya está.

Ella lo abrazó más fuerte.

—Ya eres un buen chico. Siempre has sido buen chico.

Cuando lo decía ella, Wayne se lo creía.

—¿Quieres que te cuente un cuento, cariño?

—Ya soy mayor para cuentos —mintió él, pero deseando con todas sus fuerzas que se lo contara de todos modos—. Tengo once años. Uno más y ya podré beber en la taberna.

—¿Qué? ¿A ti quién te ha dicho eso?

—Dug.

—¡Pero si Dug tiene nueve años!

—Sabe muchas cosas.

—Dug. Tiene. Nueve. Años.

—¿Estás diciéndome que tendré que sacarle yo la bebida el año que viene, porque él aún no podrá pedirla?

La miró a los ojos y soltó una risita. Luego la ayudó a sacar la cena: gachas frías con unas pocas alubias. Pero al menos no eran solo alubias. Wayne se acomodó entre las mantas sobre la estera, fingiendo que volvía a ser un niño que se disponía a escuchar. Eso era fácil de fingir. Aún llevaba la misma ropa, a fin de cuentas.

—Voy a contarte la historia —empezó ella— de Descarado Barm, el Bandolero Cochino.

—¡Uuuh! —exclamó Wayne—. ¿Un bandolero nuevo?

Su madre se inclinó hacia él y meneó la cuchara mientras seguía hablando.

—Este era el peor de todos, Wayne. El bandido más malo, más canalla y más apestoso. Nunca se bañaba.

—¿Porque ensuciarse bien da demasiado trabajo? —preguntó Wayne.

—No, porque… Un momento, ¿cómo que ensuciarse da trabajo?

—Tienes que revolcarte a conciencia.

—En nombre de Armonía, ¿por qué querrías hacer eso?

—Para pensar como el suelo —respondió Wayne.

—¿Para…? —Su madre sonrió—. Ay, Wayne, qué bonito eres.

—Gracias —dijo él—. ¿Por qué no me habías hablado nunca de ese tal Descarado Barm? Si tan malo era, ¿no tendría que ser el primero del que me contaras historias?

—Eras muy pequeño —respondió ella, apoyando la espalda—, y esta historia da demasiado miedo.

Vaya, vaya, iba a ser de las buenas. Wayne dio unos saltitos sentado en la estera.

—¿Quién lo pilló? ¿Fue un vigilante de la ley?

—Fue Alomante Jak.

—¿Tenía que ser él? —dijo Wayne con un gemido.

—Creía que te gustaba.

Bueno, a todos los niños les caía bien. Jak era nuevo, interesante y no había parado de resolver todo tipo de crímenes graves durante el último año. Por lo menos, según decía Dug.

—Pero es que Jak siempre detiene a los malos —protestó Wayne—. Nunca dispara a ninguno.

—Esta vez sí —dijo su madre mientras daba una cucharada a las gachas—. Sabía que Descarado Barm era el peor de todos. Un asesino infame. Hasta sus dos compinches, Gud el Matón y Venga-Ya Joe, eran diez veces peores que cualquier otro forajido que haya pisado jamás los Áridos.

—¿Diez veces? —se sorprendió Wayne.

—Sí.

—¡Pero eso es muchísimo! ¡Casi el doble!

Su madre frunció el ceño un momento y luego se inclinó de nuevo hacia delante.

—Habían robado un cargamento de nóminas, llevándose no solo el dinero de los gordinflones de Elendel, sino también los salarios de la gente normal.

—¡Menudos mamones! —exclamó Wayne.

—¡Wayne!

—Vale. ¡Menudos mojones normales y corrientes, entonces!

Su madre titubeó de nuevo.

—Wayne, ¿tú… sabes lo que significa la palabra «mamón»?

—Es un mas-mon, un mojón de los gordos, de los que de verdad tienes que soltar pero te los aguantas demasiado.

—Y eso lo sabes porque…

—Me lo dijo Dug.

—Claro, cómo no. Bueno, el caso es que Jak no iba a permitir que nadie robara a la gente humilde de los Áridos. Una cosa es ser bandolero, pero todo el mundo sabe que tienes que quedarte solo con el dinero que va hacia la ciudad. El problema era que Descarado Barm se conocía muy bien la zona, así que huyó a la parte más inaccesible de los Áridos y dejó a sus dos compinches vigilando los puntos clave del camino. Menos mal que Jak era el hombre más valiente del mundo. Y el más fuerte.

—Si era el más valiente y el más fuerte —dijo Wayne—, ¿por qué se hizo alguacil? ¡Podría ser bandido y no habría nadie que lo detuviera!

—¿Qué es más difícil, cariño? —replicó ella—. ¿Hacer el bien o hacer el mal?

—Hacer el bien.

—Y entonces, ¿quién se vuelve más fuerte? —preguntó la madre de Wayne—. ¿Alguien que hace lo fácil o alguien que hace lo difícil?

Anda. Wayne asintió. Pues sí. Sí, tenía lógica.

Ella se acercó la lámpara a la cara para que le brillara mientras hablaba.

—La primera prueba que tuvo que superar Jak fue el río Humano, la enorme corriente que delimitaba lo que antes había sido territorio koloss. El agua se movía a la velocidad de un tren. Era el río más rápido de todo el mundo, y estaba lleno de rocas. Gud el Matón se había apostado en la otra orilla y vigilaba por si llegaba algún alguacil. Tenía tan buen ojo y la mano tan firme que podía hacer saltar un brasero a quinientos pasos de distancia.

—¿Por qué querría hacer eso? —preguntó Wayne—. Es mejor disparar a alguien en el brasero, ¿verdad? ¡Eso tiene que doler cosa mala!

—Tú estás pensando en el braguero, cariño —dijo su madre.

—Bueno, ¿y qué hizo Jak? ¿Se acercó a hurtadillas? Eso no es muy de alguacil. Seguro que no lo hacen nunca. No fue a hurtadillas, ¿a que no?

—Pues… —dijo su madre. Wayne se agarró a la manta, ansioso—. Jak era incluso mejor tirador —susurró ella—. Cuando Gud el Matón le apuntó, Jak le disparó desde el otro lado del río.

—¿Cómo murió Gud? —preguntó Wayne con un hilo de voz.

—Por una bala, cariño.

—¿En todo el ojo?

—Supongo.

—Así que Gud apuntó y Jak apuntó también, ¡pero Jak disparó primero y acertó a Gud a través de la mira en todo el ojo! ¿Verdad, mamá?

—Ajá.

—Y le explotó la cabeza —dijo Wayne—. Como una fruta, pero de las crujientes, las que tienen la corteza toda dura pero son pringosas por dentro. ¿Pasó así, pasó así?

—Exactamente.

—Caray, mamá —dijo Wayne—, qué horror. ¿Seguro que deberías estar contándome este cuento?

—¿Quieres que pare?

—¡Claro que no! ¿Cómo cruzó Jak el agua?

—Voló —respondió su madre. Apartó el cuenco ya vacío e hizo una floritura con ambas manos—. Utilizando sus poderes alománticos. Jak puede volar, y hablar con los pájaros, y comer piedras.

—¡Hala! ¿Comer piedras?

—Ajá. Así que voló por encima del río, pero su siguiente prueba fue todavía peor. El Cañón de la Muerte.

—Uuuh. Seguro que era un sitio bonito.

—¿Por qué lo dices?

—Porque nadie va a visitar un sitio llamado el Cañón de la Muerte si no es bonito. Pero alguien tuvo que visitarlo, o no sabríamos cómo se llama. Así que tiene que ser bonito.

—Precioso —dijo su madre—. Era un cañón que atravesaba un puñado de agujas de roca a medio derrumbar, con franjas de colores en sus picos partidos, como si alguien los hubiera pintado así. Pero era un lugar tan letal como hermoso.

—Ya —respondió Wayne—. Eso me lo imaginaba.

—Y Jak no podía pasar al otro lado volando, porque en el cañón estaba escondido el segundo bandolero, Venga-Ya Joe. Era un maestro con las pistolas y también podía volar, y convertirse en dragón, y comer piedras. Así que si Jak intentaba escabullirse, Joe le dispararía por la espalda.

—Es la mejor manera de disparar a alguien —dijo Wayne—, porque así no puede dispararte a ti.

—Cierto —convino su madre—. Y Jak no quería que le pasara eso. Tenía que recorrer el cañón… pero estaba lleno de serpientes.

—¡Menuda mamonada!

—Wayne…

—Menudo mojón normal y corriente, pues. ¿Cuántas serpientes había?

—Un millón de serpientes.

—¡Menuda mamonada!

—Pero Jak era listo —dijo la madre de Wayne—. Así que se le había ocurrido llevar comida para serpientes.

—¿Un millón de trozos de comida para serpientes?

—Qué va, solo uno —respondió ella—. Pero hizo que las serpientes se pelearan por él y casi todas se mataron entre ellas. Aunque la que sobrevivió era la más fuerte, claro.

—Claro.

—Así que Jak la convenció de que mordiera a Venga-Ya Joe.

—Y entonces Joe se puso morado —dijo Wayne—. ¡Y sangró por las orejas! ¡Y los huesos se le fundieron y el tuétano derretido le salió por la nariz! ¡Y se derrumbó convertido en un charco de piel deshinchada, mientras siseaba y burbujeaba porque los dientes también se le derretían!

—Exacto.

—Caray, mamá, tus cuentos son los mejores.

—Pues espera —dijo ella en voz baja, agachándose más desde el taburete mientras la lámpara empezaba a agotarse—, porque el final tiene sorpresa.

—¿Qué sorpresa?

—Cuando Jak hubo superado el cañón, que olía a serpientes muertas y huesos fundidos, divisó el último desafío: la Meseta Solitaria. Un enorme altiplano en el centro de una extensa llanura.

—Tampoco parece mucho desafío —dijo Wayne—. Podía volar hasta arriba.

—Y lo intentó —susurró ella—. Pero la meseta era Descarado Barm.

¿Cómo?

—Lo que oyes —asintió su madre—. Barm se había juntado con los koloss, pero con los que pueden transformarse en monstruos grandísimos, no los normales como la anciana señora Nock. Le habían enseñado a convertirse en un monstruo gigantesco, así que cuando Jak intentó aterrizar, la meseta lo engulló entero.

Wayne dio un respingo.

—Y entonces —dijo—, lo machacó entre sus dientes y le destrozó los huesos como…

—No —lo interrumpió su madre—. Intentó tragárselo. Pero Jak no solo era listo y tenía buena puntería. También era otra cosa.

—¿Qué era?

—Una mosca cojonera de mucho cuidado.

—¡Mamá, eso es una palabrota!

—Si sale en un cuento, no pasa nada —respondió su madre—. Escucha, Jak era un incordio. Siempre se dedicaba a hacer el bien. A ayudar a la gente. A complicar la vida a los malos. A hacer preguntas. Sabía exactamente cómo arruinarle el día a un bandido. Así que, mientras la meseta se lo tragaba, estiró los brazos y las piernas y empujó, bloqueando la garganta de Descarado Barm para que el monstruo no pudiera respirar. Porque los monstruos como ese necesitan mucho aire, ¿sabes? Así que Alomante Jak lo asfixió desde dentro. Y después, cuando el monstruo cayó muerto al suelo, Jak salió pavoneándose por su lengua como si fuese una alfombrilla cara de esas que ponen para que los ricachones bajen de sus carruajes.

«¡Hala!».

—Qué cuento más bueno, mamá.

Ella sonrió.

—Mamá —dijo él—, ¿esto era una historia… sobre la mina?

—Bueno —respondió ella—, supongo que todos tenemos que meternos en la boca del monstruo de vez en cuando. Así que… podría ser, supongo.

—Y tú eres como el alguacil, entonces.

—Todo el mundo puede serlo —dijo ella, y apagó la lámpara de un soplido.

—¿Hasta yo?

—Tú más que nadie. —Le dio un beso en la frente—. Tú eres todo lo que quieras ser, Wayne. Eres el viento. Eres las estrellas. Eres todo lo interminable.

Estaba recitando un poema que le gustaba. A Wayne también le gustaba. Porque, cuando lo decía ella, Wayne la creía. ¿Cómo iba a no creerla? Su madre nunca mentía. Así que Wayne se acurrucó en las mantas y dejó que el sueño empezara a llevárselo. Había muchas cosas malas en el mundo, pero unas pocas eran buenas. Y mientras ella estuviera con él, las historias significaban algo. Eran reales.

Hasta el día siguiente, cuando hubo otro derrumbamiento en la mina. Esa noche su madre no volvió a casa.

capítulo 1

Veintinueve años después

Marasi no había estado nunca en una alcantarilla, pero era exactamente tan horrible como lo había imaginado. El hedor resultaba casi insoportable, por supuesto. Pero era incluso peor que de vez en cuando las botas le resbalaran durante un instante de infarto, amenazando con precipitarla al «fango» de abajo.

Por lo menos había sido previsora y ese día llevaba el uniforme con pantalones, además de resistentes botas de cuero hasta las rodillas. Pero no había nada que la protegiera del olor, de la sensación ni, por desgracia, del sonido. Con cada paso que daba, mapa en una mano y rifle en la otra, las botas se liberaban del suelo con un sorbido de proporciones míticas. Podría haber sido el peor sonido imaginable, si no lo superasen las quejas de Wayne.

—Wax nunca me trajo a una herrumbrosa cloaca —murmuró, levantando la lámpara.

—¿Hay cloacas en los Áridos?

—Bueno, no —reconoció él—. Los pastos huelen casi igual de mal, y sí que me hacía cruzarlos. Pero Marasi, al menos no había arañas.

—Seguro que las había —dijo ella, poniendo el mapa en ángulo hacia la lámpara de Wayne—. Solo que no os dabais cuenta.

—Será eso —rezongó él—, pero es mucho peor si ves las telarañas. Y luego está… bueno, el agua de cloaca propiamente dicha.

Marasi señaló con la cabeza hacia un túnel lateral y echaron a andar en esa dirección.

—¿Quieres hablar de ello?

—¿De qué? —replicó él con voz brusca.

—Del humor que traes.

—A mi herrumbroso humor no le pasa nada —dijo él—. Es justo el humor que uno tiene cuando su compañera lo obliga a meter la parte delantera en un montón de pringue que sale por la de atrás.

—¿Y la semana pasada? —insistió Marasi—. ¿Cuando investigábamos una perfumería?

—Herrumbrosos perfumeros —dijo Wayne, entornando los ojos—. Nunca se sabe lo que esconden con esos olores tan repipis. No te puedes fiar de un hombre que no huele como debería.

—¿A sudor y bebida?

—A sudor y bebida barata.

—Wayne, ¿cómo puedes quejarte de que alguien se eche aires? Tú te echas encima una personalidad distinta cada vez que cambias de sombrero.

—¿Mi olor cambia?

—Supongo que no.

—Discusión ganada. Mi argumento no tiene ni el menor fallo, así que fin de la conversación.

Se miraron.

—Debería hacerme con unos pocos perfumes, ¿no? —dijo Wayne—. Alguien podría descubrir que voy disfrazado si siempre huelo a sudor y bebida barata.

—No tienes remedio.

—Lo que no tiene remedio —repuso él— son mis pobres zapatos.

—Haberte puesto botas, como te sugerí.

—No tengo botas —dijo Wayne—. Me las robó Wax.

—¿Wax te robó las botas? ¿En serio?

—Bueno, están en su armario —respondió él—. En lugar de tres pares de sus zapatos más caros, que terminaron en mi armario no sé cómo, por pura casualidad. —Le lanzó una mirada—. Fue un trato justo, ¿eh? Esas botas me gustaban.

Marasi sonrió. Llevaban casi seis años ya trabajando juntos, desde que Wax se retiró tras el descubrimiento de los Brazales de Duelo. Wayne era alguacil de pleno derecho, no un ciudadano ejerciendo sus funciones en una extraña situación apenas legal. Hasta se ponía uniforme de vez en cuando. Y además…

Marasi resbaló otra vez. Por todos los herrumbrosos infiernos. Como se cayera, Wayne no dejaría de reírse en la vida. Pero lo cierto era que aquel parecía el mejor camino. La construcción de los túneles para trenes subterráneos estaba en marcha por toda la ciudad, y solo dos días antes un demoledor había presentado un informe curioso. Prefería no hacer estallar la siguiente sección, ya que las lecturas sísmicas indicaban que estaba cerca de una caverna no cartografiada.

Aquella zona por debajo de la ciudad de Elendel estaba salpicada de cuevas antiguas. Y el informe apuntaba al mismo sector donde un grupo de matones de una banda local no dejaban de esfumarse y reaparecer. Casi como si dispusieran de un acceso oculto a una guarida ignota e inadvertida.

Marasi consultó de nuevo el mapa, marcado con anotaciones de la construcción… y otras más antiguas, que señalaban una rareza cercana en la que habían reparado los obreros de las alcantarillas años atrás pero que nunca se había investigado en condiciones.

—Creo que MeLaan va a dejarlo conmigo —dijo Wayne en voz baja—. A lo mejor es por eso que mi ánimo general muestra una negatividad tan poco característica en los últimos tiempos.

—¿Por qué crees que va a hacerlo?

—Porque me dijo: «Wayne, lo más seguro es que vaya a dejarlo contigo dentro de unas semanas».

—Vaya, qué educado por su parte.

—Creo que el jefazo le ha asignado un trabajo nuevo —dijo Wayne—. Pero no está bien que la cosa vaya tan lenta. Esa no es manera de romper con alguien.

—¿Y cómo debe hacerse?

—Tirándole algo a la cabeza —respondió Wayne—, vendiendo sus cosas y diciendo a sus amigos que es tonto del culo.

—Veo que has tenido unas relaciones interesantes.

—Qué va, sobre todo malas —dijo él—. Pregunté a Jammi Walls qué pensaba ella que debía hacer. ¿La conoces? Está casi todas las noches en la taberna.

—La conozco —dijo Marasi—. Es una mujer… de mala reputación.

—¿Cómo? —exclamó Wayne—. ¿Quién va por ahí diciendo esas chorradas? ¡Jammi tiene una reputación estupenda! De todas las rameras del edificio, es quien hace las mejores…

—No me hace falta oír el final de esa frase, gracias.

—Mala reputación —rio él—. Voy a contarle a Jammi eso que has dicho, Marasi. Le costó muchísimo ganarse su reputación. ¡Por eso cobra cuatro veces lo que las demás! ¡Mala reputación, dice!

—¿Y qué te aconsejó?

—Me dijo que lo que quiere MeLaan es que me implique más en la relación —respondió Wayne—. Pero creo que esta vez Jammi se equivoca, porque MeLaan no se anda con tonterías. Cuando quiere decir algo, lo dice. Así que… en fin…

—Lo siento, Wayne —dijo Marasi, guardándose el mapa bajo el brazo y poniéndole una mano en el hombro.

—Ya sabía que no podía durar. ¡Herrumbre, es que lo sabía! ¿Cuántos años debe de tener, como unos mil?

—Más o menos dos terceras partes de eso —respondió Marasi.

—Y yo aún no tengo los cuarenta —dijo Wayne—. Son más bien dieciséis, teniendo en cuenta mi físico ágil y juvenil.

—Y tu sentido del humor.

—Exacto —asintió él, y entonces suspiró—. Llevo una temporada… bastante mala, con Wax yendo de sofisticado y MeLaan desapareciendo meses seguidos. Me da la sensación de que… nadie me quiere cerca. A lo mejor mi sitio está en la alcantarilla, ¿sabes?

—No lo está —dijo ella—. Eres el mejor compañero que he tenido jamás.

—Y el único.

—¿Cómo que el único? ¿Gorglen no cuenta?

—No, porque no es humano. Tengo papeles que demuestran que es una jirafa disfrazada. —Entonces Wayne sonrió—. Pero… gracias por preguntar. Gracias por preocuparte.

Marasi asintió y abrió de nuevo la marcha. Al imaginar su vida como experta detective y agente de la ley, no había visualizado aquella parte. Pero al menos el olor iba mejorando, o quizá era que ella empezaba a acostumbrarse.

Fue muy gratificante encontrar, en el lugar exacto marcado en el mapa, una antigua puerta metálica incrustada en la pared de la alcantarilla. Wayne levantó la lámpara, y a Marasi no le hizo falta el ojo aguzado de una detective para darse cuenta de que la puerta se había usado hacía poco. Raspones plateados en un lado del marco, la manija libre de la omnipresente mugre y las telarañas.

Los constructores de las alcantarillas la habían descubierto y la habían señalado como un posible lugar de importancia histórica. Pero su anotación se había perdido por las típicas sandeces burocráticas.

—Bien hecho —dijo Wayne, acercándose e inclinándose junto a ella—. Un detectivismo de primera, Marasi. ¿Cuántos viejos sondeos has tenido que leerte para encontrar esto?

—Demasiados —respondió ella—. La gente no tiene ni idea de la cantidad de tiempo que paso en la biblioteca de documentos.

—Esa parte de la investigación nunca la cuentan en las historias.

—¿Hacíais estas cosas allá en los Áridos?

—Bueno, era la versión de los Áridos —dijo Wayne—. Solía consistir más bien en aguantar a un tipo bocabajo en un abrevadero hasta que recordaba qué vieja escritura de prospección había afanado, pero la idea es la misma. Solo que con más palabrotas.

Marasi le pasó su rifle y estudió la puerta. A Wayne no le gustaba que Marasi le diera mucha importancia, pero ya podía sostener armas de fuego sin que le temblaran las manos. Ella nunca lo había visto disparar, pero Wayne decía que podría hacerlo si era necesario.

La puerta estaba cerrada a cal y canto y no tenía cerradura por aquel lado. Pero al parecer la gente a la que perseguían también la había encontrado cerrada, porque había marcas en el metal a un lado. Encontró un hueco lo bastante ancho para deslizar algo entre la puerta y el marco.

—Necesito un cuchillo para forzarla —dijo.

—Usa mi aguzado ingenio.

—Por desgracia, Wayne, no eres la clase de trasto que necesito ahora mismo.

—¡Ja! —exclamó él—. Esa me ha gustado.

Wayne le pasó un cuchillo del macuto, donde llevaban material como cuerda y metales de reserva, por si se enfrentaban a algún nacido del metal. Lo normal sería que una banda callejera como aquella no tuviese ningún alomante: ofrecían los típicos servicios obligatorios de protección a los tenderos de la zona. Sin embargo, Marasi tenía informes que la hacían recelar, y estaba cada vez más convencida de que a la banda la financiaba el Grupo.

Años más tarde, Marasi seguía buscando respuestas a las preguntas que la habían acosado desde el mismísimo principio de su carrera como alguacil. Sobre el colectivo conocido como el Grupo, antaño dirigido por Edwarn, el tío de Wax, y en el que luego habían descubierto que también estaba involucrada su hermana Telsin. Un colectivo que seguía, o adoraba, o de algún modo colaboraba en las maquinaciones de una figura sombría conocida como Trell. Un dios, pensaba Marasi. De los tiempos antiguos.

Si atrapaba a las personas adecuadas, quizá por fin obtendría sus respuestas. Pero siempre se quedaba corta. Lo más cerca que había estado de llegar a ellas fue seis años antes, pero entonces toda la gente a la que habían capturado, el tío de Wax incluido, había muerto en una explosión. Lo cual dejó a Marasi persiguiendo sombras de nuevo y al resto de la élite de Elendel decidida a hacer caso omiso de la amenaza. Sin pruebas tangibles, Wax y ella no habían sido capaces de demostrar que el Grupo existiese siquiera al margen de los lacayos de Edwarn.

Moviendo el cuchillo, logró levantar el pestillo que mantenía cerrada la puerta desde el otro lado. El pasador se soltó con un leve tintineo y Marasi abrió poco a poco la puerta, que reveló un túnel descendente e irregular tallado en la piedra. Uno de los muchos que existían en aquella zona, procedentes de los tiempos antiguos antes del Catacendro. De la época de mitos y héroes, lluvias de ceniza y tiranos.

Pasó al otro lado con Wayne y dejaron la puerta como la habían encontrado. Atenuaron la luz de la lámpara por precaución y luego se internaron en las profundidades.

capítulo 2

—¿Pañuelo? —preguntó Steris, leyendo de la lista.

—Anudado y sujeto con alfileres —dijo Wax, ciñéndoselo.

—¿Zapatos?

—Abrillantados.

—¿Prueba número uno?

Wax lanzó un medallón de plata al aire y lo atrapó.

—¿Prueba número dos? —preguntó Steris, haciendo una marca en su lista.

Él se sacó del bolsillo un pequeño fajo de papeles doblados.

—Aquí mismo.

—¿Prueba número tres?

Wax echó mano a su otro bolsillo, se detuvo y miró alrededor por la pequeña estancia, su despacho de senador en la Cámara de Procedimientos. La había dejado…

—¡En la mesa de casa! —exclamó, dándose una palmada en la frente.

—He traído copia —dijo Steris, buscando en su bolso.

Wax sonrió.

—Por supuesto que sí.

—Dos copias, en realidad —dijo ella, pasándole un papel doblado, que Wax se guardó.

Steris consultó su lista de nuevo.

El pequeño Maxillium llegó junto a su madre, con el semblante muy serio mientras repasaba su propia lista de garabatos. A los cinco años se sabía las letras, pero prefería inventárselas.

—Dibujo de perro —dijo Max, como si leyera el papel.

—Puede que me haga falta —respondió Wax—. Muy útil.

Max se lo entregó con toda solemnidad antes de decir:

—Dibujo de gato.

—También me hará falta.

—No me salen bien los gatos —dijo Max pasándole otro papel—, así que parece una ardilla.

Wax abrazó a su hijo antes de doblar los papeles con cuidado y guardárselos con los otros. La hermanita de Max, Tindwyl —a Steris le gustaban los nombres tradicionales—, balbuceaba en el rincón atendida por la niñera, Kath.

Por último, Steris entregó a Wax sus pistolas, una tras otra. Eran dos armas pesadas y de cañón largo, diseñadas por Ranette para tener un aspecto amenazador, pero llevaban doble seguro y estaban descargadas. Ya hacía tiempo que Wax no tenía que disparar a nadie, pero seguía aprovechando bien su reputación como el «senador alguacil de los Áridos». La gente de ciudad, y en particular los políticos, tendían a sentirse intimidados por los revólveres. Preferían matar con armas más modernas, como la pobreza y la desesperación.

—¿En esa lista viene un beso de mi esposa? —preguntó Wax.

—La verdad es que no —dijo ella, sorprendida.

—Qué descuido más raro. —Wax le dio un beso, que prolongó un poco—. Deberías ser tú quien subiera hoy a la tribuna, Steris. Has trabajado más que yo preparando todo esto.

—Tú eres el señor de la casa.

—Podría designarte como representante para hablar en nuestro nombre.

—No, por favor —dijo ella—. Ya sabes cómo soy con la gente.

—Eres muy buena con la gente adecuada.

—¿Y los políticos han sido alguna vez adecuados para algo?

—Espero que sí —dijo él, alisándose el chaleco y volviéndose hacia la puerta—. Porque soy uno de ellos.

Salió de su despacho y fue hacia la cámara del senado. Steris subiría a mirar desde su asiento en el palco de invitados. A esas alturas, todo el mundo sabía lo quisquillosa que era con ocupar siempre el mismo.

Wax entró en la espaciosa cámara, ajetreada con los senadores regresando de un breve receso, pero no se dirigió a su escaño. Llevaban unos días debatiendo el proyecto de ley y le correspondía a él la última intervención. Le había costado muchos favores y promesas conseguir ese puesto en el debate, con el que esperaba que sus argumentos se recibieran mejor e incrementaran sus posibilidades de impedir una decisión desastrosa.

Se quedó a un lado de la tribuna de oradores esperando a que los demás se sentaran, con el pulgar metido en el cinturón de la pistolera, intimidante. En los Áridos se aprendía a impresionar con la postura cuando se interrogaba a los prisioneros, y Wax no dejaba de sorprenderse de cuántas de aquellas habilidades funcionaban igual de bien allí.

El gobernador Varlance ni siquiera lo miró. Se limitó a ajustarse el pañuelo en el cuello y comprobar los polvos de la cara. Por algún motivo inescrutable, se había puesto de moda la piel pálida, casi fantasmagórica. Al terminar, Varlance dejó sus insignias en la mesa, una tras otra.

«Herrumbres, cómo echo de menos a Aradel», pensó Wax. Había sido toda una novedad tener a un gobernador competente, para variar. Era como… como probar la comida de hotel y que no fuera espantosa, o como pasar un rato con Wayne y luego descubrir que aún tenías el reloj de bolsillo.

Pero el puesto de gobernador era de los que devoraban a la buena gente y dejaban flotar feliz por su superficie a la mala. Aradel había dimitido dos años antes, y tenía cierto sentido que el nuevo gobernador electo fuese militar, considerando las tensiones que había con el continente sureño. En los países recién descubiertos, con sus aeronaves y sus máscaras extrañas, había muchas personas molestas con cómo se habían desarrollado las cosas seis años antes. En particular, con que la Cuenca de Elendel se hubiera quedado con los Brazales de Duelo.

En aquellos momentos, Elendel se enfrentaba a dos problemas principales. El primero era aquel continente en el sur, los habitantes de cuya principal nación se conocían como los malwish. No dejaban de armar jaleo sobre lo pequeña y débil que era la Cuenca. Se mostraban agresivos, belicosos. Varlance había puesto cerco a todo aquello, aunque Wax no dejaba de preguntarse de dónde habría sacado todas aquellas medallas. Que él supiera, el ejército, constituido hacía poco, no había entrado en verdadero combate.

El segundo problema estaba mucho más cerca de casa. Era el resto de la Cuenca fuera de la capital, los habitantes de lo que se conocía como las ciudades exteriores. Durante años, quizá durante décadas, las tensiones entre Elendel y todos los demás no habían dejado de crecer.

Ya era bastante malo estar amenazados por otro continente. Pero a ojos de Wax, ese peligro aún quedaba lejos. El riesgo más inmediato, el que más tenso lo tenía, era la posibilidad de una guerra civil entre su propia gente. Steris y él llevaban años trabajando para evitarla.

Varlance por fin hizo un gesto con la cabeza a su vicegobernadora, una terrisana. La mujer tenía el cabello rizado y oscuro y vestía una túnica tradicional. A Wax le sonaba haberla conocido en la Aldea, pero quizá no fuese ella sino su hermana, y nunca había sabido muy bien cómo preguntárselo. En todo caso, siempre quedaba respetable tener a algún terrisano entre el personal. La mayoría de los gobernadores nombraba a uno en algún puesto elevado de su gabinete, casi como si los terrisanos fueran otra medalla que lucir.

Adawathwyn se levantó y se dirigió a la cámara.

—El gobernador concede la palabra al senador de la Casa Ladrian.

Aunque Wax llevaba ya un tiempo esperando, subió con parsimonia a la tribuna, iluminada desde arriba por un enorme foco eléctrico. Dio una lenta vuelta completa, estudiando la cámara circular. A un lado se sentaban los cargos electos, senadores que representaban a un gremio, oficio o grupo histórico. En el otro estaban los lores, senadores que ostentaban su puesto por derecho de nacimiento.

—Este proyecto de ley —proclamó Wax, en una voz alta y firme que resonó por toda la cámara— es una soberana estupidez.

En otros tiempos, al principio de su carrera política, hablar tan a bocajarro le había granjeado la ira de los presentes. En esos momentos vio que muchos senadores sonreían. Esperaban aquello de él, y hasta lo agradecían. Eran conscientes de los muchos problemas que tenía la Cuenca, y se alegraban de que hubiera alguien entre ellos dispuesto a señalarlos.

—Nunca ha habido tanta tensión con los malwish —dijo Wax—. ¡Es el momento de que la Cuenca se una, no de sembrar la discordia entre nuestras ciudades!

—¡Y lo que buscamos es la unidad! —replicó una voz. Era el senador de los estibadores, Melstrom, a grandes rasgos un títere de las Casas Hasting y Erikell, de nobles que llevaban mucho tiempo siendo una dolorosa púa en el costado de Wax—. Necesitamos un único líder para toda la Cuenca. ¡Oficialmente!

—En eso estoy de acuerdo —dijo Wax—. Pero ¿cómo va a unir a la gente que asignemos ese puesto al gobernador de Elendel, un cargo que no vota nadie de fuera de la ciudad?

—Les dará alguien a quien admirar. Un líder fuerte y capaz.

«¿Y esto es un líder fuerte y capaz? —pensó Wax mirando a Varlance—. Suerte tenemos de que preste atención a estas sesiones, en vez de estar revisando su agenda de apariciones públicas.» Durante los dos años que llevaba en el cargo, Varlance había inaugurado diecisiete parques a lo largo y ancho de la ciudad. Le gustaban las flores.

Wax se se ciñó al plan, sacó su medallón y lo lanzó al aire hacia arriba.

—Hace seis años —dijo— tuve una pequeña aventura. Todos están al tanto de ella. Encontré una aeronave malwish derribada y frustré los planes de las ciudades exteriores, que pretendían utilizar sus secretos contra Elendel. Detuve esa conspiración y traje aquí los Brazales de Duelo para guardarlos en un lugar seguro.

—Y casi provocó una guerra —murmuró alguien al fondo de la cámara.

—¿Habría preferido usted que dejara seguir adelante la conspiración? —replicó Wax. Al no obtener respuesta, volvió a lanzar al aire el medallón y lo atrapó. Era uno de los medallones que afectaban al peso y hacían las naves malwish lo bastante ligeras como para volar—. Reto a cualquiera de esta cámara a poner en duda mi lealtad a Elendel. Podemos librar un pequeño duelo cuando quieran. Hasta dejaré que disparen primero.

Se hizo el silencio. Wax se había ganado aquello. A muchos de los presentes en la cámara no les caía bien, pero sí lo respetaban. Y sabían que no era un agente de las ciudades exteriores.

Lanzó el medallón y le dio un empujón de acero hacia arriba que lo envió hasta casi el elevado techo de la cámara. El medallón descendió cayendo a plomo, destellando a la luz del foco. Mientras Wax lo atrapaba, miró a la almirante Jonnes, actual embajadora de la nación de Malwish. Ocupaba un asiento especial en el senado, entre los que se asignaban a los alcaldes de las ciudades exteriores cuando visitaban Elendel. No había ninguno presente en ese debate. Una evidente muestra de su ira.

Si aquel proyecto de ley se aprobaba, situaría al gobernador de Elendel por encima de todos los alcaldes de las ciudades exteriores y le concedería poderes para intervenir en las disputas locales. Poderes que incluían el de destituir a un alcalde y convocar elecciones especiales, en las que podría vetar a candidatos. Aunque Wax estaba de acuerdo en que tener un líder central sería un paso importante para unir toda la Cuenca, aquel proyecto de ley era un insulto a la cara de toda la gente que vivía fuera de la capital.

—Sé mejor que nadie la posición en la que estamos —dijo Wax, dando la vuelta al medallón en la mano—. Ustedes pretenden hacer una demostración de fuerza a los malwish. Demostrarles que somos capaces de hacer que nuestras propias ciudades se plieguen a nuestras normas. Y por eso presentan este proyecto de ley.

»¡Pero lo único que consiguen con él es subrayar por qué, fuera de Elendel, todo el mundo está tan frustrado con nosotros! ¡Los revolucionarios de las demás ciudades exteriores no habrían llegado tan lejos sin el apoyo de su gente! Si el ciudadano de a pie que vive fuera de Elendel no estuviera tan cabreado con nosotros por nuestra política comercial y nuestra arrogancia generalizada, no habríamos llegado donde estamos.

»¡Y esta ley no conseguirá aplacarlos! No es una “demostración de fuerza”. Es una maniobra pensada con el objetivo explícito de enfurecer a la gente. Aprobar esta ley sería como exigir una guerra civil.

Dejó que los senadores lo asimilaran. Los demás estaban empecinados en aparentar fuerza ante los enemigos externos. Pero, si nadie lo impedía, se forzarían a sí mismos a entrar en guerra por las disputas internas. Los problemas con los malwish eran reales, pero no tan acuciantes. En cambio, una guerra civil sería devastadora.

Lo peor de todo era que alguien estaba maniobrando en secreto para que se produjera. Wax estaba seguro de que el Grupo estaba interfiriendo de nuevo en la política de Elendel. Y su… hermana estaba implicada. Wax no estaba seguro de por qué el Grupo quería una guerra civil, pero llevaban años ya intentando desatarla. Y si dejaba que aquello siguiera adelante, si se metía en la trampa tendida por sus verdaderos enemigos, tanto la élite que tenía alrededor como los revolucionarios de las ciudades exteriores terminarían lamentándolo.

Wax sacó el fajo de papeles del bolsillo izquierdo. Volvió a guardarse el dibujo del perro y el del gato que había al final y sostuvo en alto los demás.

—Tengo aquí sesenta cartas enviadas por políticos de las ciudades exteriores. Representan a una facción importante que no busca el conflicto. Son personas razonables. Están dispuestas a negociar con Elendel, incluso ansiosas por hacerlo. Pero también están asustadas por lo que hará su gente si seguimos imponiéndoles unas medidas tiránicas e imperialistas.

»Propongo que no aprobemos esta ley absurda y trabajemos en algo mejor. Algo que de verdad favorezca la paz y la unidad. Una asamblea nacional en la que estén representadas todas las ciudades exteriores y que sea la encargada de elegir un cargo presidencial.

Wax esperaba abucheos, y en efecto recibió algunos. Pero la mayoría de la cámara guardó silencio y se lo quedó mirando mientras sostenía en alto las cartas. Tenían miedo a permitir que el poder abandonara la capital. Miedo a que las particularidades políticas de las ciudades exteriores cambiaran su manera de hacer las cosas. Eran unos cobardes.

Y quizá él también lo fuese, porque la idea de que el Grupo estuviera moviendo los hilos lo aterrorizaba. ¿Cuántos de quienes lo estaban mirando eran agentes infiltrados? Herrumbres, Wax ni siquiera comprendía sus motivos. Buscaban la guerra, como medio para obtener poder, eso sin duda. Pero había algo más.

Cumplían órdenes de algo conocido como Trell.

Wax giró sobre sí mismo despacio, sin bajar las cartas, y sintió una leve punzada de alarma cuando dio la espalda a Melstrom. «Va a disparar», pensó.

—Con el debido respeto, lord Ladrian —intervino el senador Melstrom—, usted es padre desde hace poco y salta a la vista que no sabe cómo deben educarse los niños. No se puede ceder a sus exigencias. Hay que mantenerse firme, sabiendo que las decisiones que se toman son las mejores para ellos. En algún momento entrarán en razón. Lo que un padre es para su hijo, Elendel es para las ciudades exteriores.

«En toda la espalda», pensó Wax mientras se volvía hacia él.

No respondió de inmediato. Había que apuntar bien antes de devolver el fuego. Wax ya había defendido los argumentos que acababa de exponer, sobre todo en privado, discutiendo con muchos de los senadores presentes. Estaba haciendo avances, pero necesitaba más tiempo. Teniendo aquellas cartas, necesitaría volver a hablar con cada senador indeciso y compartir las palabras. Compartir las ideas. Convencerlos.

Tenía la sensación visceral de que, si el proyecto de ley se votaba ese mismo día, iban a aprobarlo. Y por tanto, no había subido a la tribuna para repetir los mismos razonamientos. Había subido con una bala cargada en la recámara, lista para disparar.

Volvió a doblar las cartas y se las guardó de nuevo. Entonces sacó el fajo más fino, las dos hojas que llevaba en el otro bolsillo, las copias que había hecho Steris por si Wax las olvidaba. Lo más probable era que también hubiera sacado copias del primer fajo. Y de otras siete cosas que sabía que Wax no iba a necesitar, pero que se quedaba más tranquilla llevando en el bolso, por si acaso. Herrumbres, era una mujer encantadora.

Wax levantó los folios y fingió buscar la mejor luz para leerlos en voz alta.

—«Querido Melstrom, nos complace su disposición a actuar con lógica y seguir defendiendo la supremacía comercial de Elendel en la Cuenca. Sabia elección. Le entregaremos la mitad del uno por ciento sobre los ingresos de nuestras transacciones durante los próximos tres años, a cambio de su apoyo explícito a esta propuesta de ley. Atentamente, las Casas Hasting y Erikell.»

El caos se apoderó de la cámara. Wax se apoyó en la barandilla, metió el pulgar en el cinto de la pistolera y esperó a que remitieran las voces indignadas. Miró a Melstrom a los ojos mientras el hombre se hundía en su escaño. El herrumbroso idiota acababa de aprender una lección importante: nunca hay que dejar pruebas documentales que demuestren que uno es corrupto cuando su adversario político es un detective bien entrenado. Zopenco.

Cuando los gritos cesaron por fin, Wax habló de nuevo, en voz más alta.

—Exijo que celebremos una vista para investigar la aparente venta de su voto del senador Melstrom, en flagrante incumplimiento de nuestras leyes anticorrupción.

—Y con ello —respondió el gobernador—, ¿retrasar la votación de la Ley de la Supremacía de Elendel?

—¿Cómo vamos a votarla sin estar seguros de que se hace de buena fe? —preguntó Wax.

Más indignación. Wax la capeó mientras el gobernador consultaba con su vicegobernadora. Era una mujer lista. Todo logro de Varlance que no supusiera cortar una cinta o besar a un bebé era, con toda probabilidad, otra de Adawathwyn.

Mientras la cámara se tranquilizaba, el gobernador miró a Wax.

—Confío en que tenga usted pruebas de la autenticidad de esa carta, Ladrian.

—Tengo declaraciones juradas de tres expertos independientes en caligrafía que demuestran que no es una falsificación —respondió Wax—. Y encontrará usted que el detallado informe de mi esposa sobre el proceso de adquisición de la carta es tan exhaustivo como irrebatible.

—En ese caso, sugiero que se celebre esa vista de investigación —dijo el gobernador—, después de votar la Ley de la Supremacía.

—Pero… —empezó a protestar Wax.

—Exigiremos —lo interrumpió el gobernador— que Melstrom, Hasting y Erikell se abstengan de emitir voto alguno, asegurando de ese modo que la votación no está corrompida.

Maldición.

Maldición, maldición, maldición.

Antes de que pudiera oponerse a aquello, la vicegobernadora estampó su mazo en la mesa.

—¿Votos a favor de continuar?

Casi todas las manos de la cámara del senado se alzaron. Para una decisión simple como aquella no era necesario ni contar las manos alzadas, a menos que las dos opciones parecieran estar muy igualadas. No lo estaban.

La verdadera votación, la de la ley, seguiría adelante.

—¿Tiene usted alguna otra explosión que detonar, Ladrian? —le preguntó el gobernador—. ¿O podemos proceder?

—No hay más explosiones, señoría —dijo Wax, y suspiró—. En realidad, el especialista en ellas era mi antiguo compañero. Pero sí tengo una última súplica que hacer a la cámara.

Su maniobra había fracasado. Ya solo le quedaba una última carta que jugar. Una petición que no haría Waxillium Ladrian.

La haría Disparo al Amanecer, el alguacil.

—Todos me conocéis —dijo, rodando sobre sí mismo, mirándolos a los ojos—. Soy un hombre sencillo de los Áridos. No soy bueno en política, pero sí que comprendo a la gente enfadada, y lo duras que son las vidas de las mujeres y los hombres que trabajan.

»Si vamos a adoptar el papel de padres, deberíamos tratar bien a nuestros hijos. Darles la oportunidad de hablar por sí mismos. Si seguimos fingiendo que son solo unos bebés, lo que conseguiremos es que empiecen a no hacernos ningún caso, eso como mucho. ¿Queréis hacerles llegar un mensaje? Pues enviadles el de que nos importan y estamos dispuestos a escuchar sus palabras.

Por fin ocupó su asiento, al lado de Yancey Yaceczko, un hombre amable y paciente, y uno de los senadores que de verdad habían escuchado a Wax.

—Buen espectáculo —le susurró Yancey al oído—. Muy buen espectáculo, Wax. Siempre es un placer.

Yancey votaría igual que él. De hecho, había una cantidad decente de nobles que empatizaban con Wax. A pesar de que muchas cosas que le había dicho Marasi en los últimos tiempos hacían que Wax estuviera incómodo con su puesto hereditario, en aquel caso quizá resultara que los nobles eran un pelín menos corruptos que los demás senadores. Los cargos electos querrían conservar el escaño, y era probable que votar a favor de aquella ley mejorase la vida de sus electores.

Ahí estaba el problema. Según el último censo, ya vivía más gente fuera de la ciudad que en ella. Casi todas las leyes que tenían databan de cuando había solo una ciudad y cuatro puñados de granjas aquí y allá. Pero esas aldeas se habían ido convirtiendo en ciudades, y su gente quería tener más voz en la política de la Cuenca.

Elendel ya no era un asentamiento peleón que se reconstruía después de un apocalipsis. Era una nación. Hasta los Áridos estaban cambiando, creciendo, modernizándose. Herrumbres, con lo extensos que eran los Áridos, a Wax no le costaba imaginar un futuro en el que viviera más gente allí que en la propia Cuenca.

Tenían que proveer de derechos a todas aquellas personas, no hacerles caso omiso. Wax aún tenía esperanza. Steris y él, y sus aliados, llevaban meses enteros trabajando para erosionar el apoyo al proyecto de ley. Habían celebrado innumerables cenas, fiestas e incluso sesiones de entrenamiento en el campo de tiro, que Wax ofrecía de vez en cuando a parte de los ciudadanos más destacados.

Todo ello en nombre de cambiar el mundo. De voto en voto.

El gobernador declaró abierto el voto y lady Mi’chelle Yomen fue la primera en emitir el suyo, contra el proyecto de ley. Mientras el senado iba votando, Wax se descubrió igual de ansioso que había estado antes de enfrentarse a un grupo de bandidos. Herrumbres, aquello era incluso peor, de algún modo. Cada voto era el estallido de una bala. «Lady Faula y el senador Vindel. ¿Hacia dónde se decantarán? ¿Y Maraya? ¿Logré convencerla o…?».

Dos de ellos votaron a favor de la ley, junto con muchos otros de los que Wax no había estado muy seguro. Wax tuvo un mal presentimiento creciente, peor que el de ir a recibir un disparo, a medida que procedía la votación, que concluyó con 122 senadores a favor y 118 en contra.

La ley estaba aprobada. A Wax se le cayó el alma a los pies. Si quería impedir una guerra civil, tendría que buscar otro modo de hacerlo.

Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.

ESTA WEB UTILIZA COOKIES PARA OFRECERTE LA MEJOR EXPERIENCIA