AVANCE – El metal perdido: Caps. 3 & 4

Tal y como comentábamos ayer, aquí estamos con los dos nuevos capítulos de esta semana, gracias a Nova y a Manu Viciano. Con esto nos ponemos al día con lo que comparte Tor, y esperamos poder seguir compartiendo el resto a la par que los leen nuestros compañeros en inglés, y aunque no tenemos todavía el texto traducido, os dejamos también el primer cuarto de pasquín del impreso en esta novela, ¡traducido!

Si no falla nada, ¡el próximo lunes, más! Mientras tanto, disfrutad de los nuevos capítulos :)

avance del metal perdido: capítulos 3 & 4. traducción de manu viciano.

publicado originalmente en la web de tor , el 26 de septiembre de 2022

capítulo 3

Marasi estudió las pisadas en el polvo. Parecían tener varias semanas de antigüedad, ya que ellas mismas habían acumulado polvo encima. Fue hacia Wayne, que estaba inspeccionando el camino más abajo, mirando hacia las profundidades por un túnel de aspecto trabajoso y mucha pendiente. Alzó los ojos hacia ella.

—Si están entrando y saliendo rápido de la ciudad —dijo—, tienen que haber encontrado otro acceso. Por aquí no pasan mucho.

—Estoy de acuerdo —respondió ella—. Aun así, mejor no hagamos ruido, por si han apostado guardias.

Wayne atenuó la lámpara y bajó la voz.

—¿Quieres que sigamos sin refuerzos?

—De momento, sí. Exploremos, a ver qué encontramos. No quiero movilizar a todo el mundo si esto va a ser un callejón sin salida.

Avanzaron los dos juntos por el túnel. La dificultad del camino y su aparente falta de uso animaron a Marasi. Si el enemigo estaba allí abajo pero entraba y salía por algún otro sitio, llegar recorriendo aquel túnel hacía menos probable que los descubrieran.

Se tomaron el descenso con cautela. Herrumbres, menos mal que llevaba pantalones. Si iba a resbalar y partirse la crisma, al menos lo haría con dignidad. O con toda la dignidad que le quedara a una mujer después de una hora vadeando por las cloacas.

Se distrajo a sí misma pensando en que aquellas cavernas debían de ser de la época de la Guerrera Ascendente, o incluso más antiguas. Los túneles habían dormitado durante la destrucción del mundo, durante el Catacendro, durante el auge y la caída del Imperio Final. ¿Las piedras que dejaban atrás se habrían soltado del techo en los días de los montes de ceniza?

No pudo evitar preguntarse si darían con la mítica Cuna del Superviviente, los Pozos de Hathsin, aunque sabía que era absurdo. Wax decía que los había visitado y no había encontrado ningún metal mágico legendario.

Al cabo de un tiempo el camino los llevó a un profundo hoyo descendente, a grandes rasgos vertical, pero con muchos salientes y hendiduras en la piedra que facilitarían el descenso. Wayne subió de nuevo la luz de la lámpara, con expresión dudosa.

—¿Estamos seguros de que venían por aquí? —preguntó con un susurro.

—¿Quién si no pudo dejar las huellas?

—¿Huellas?

—Las que hay en el polvo. Y las de cerca de la entrada, con su costra de aguas negras dejada por las botas. De verdad, Wayne, para ser detective, a veces no te enteras de nada.

—Wax y tú sois detectives —dijo él—. Yo no.

—¿Y tú qué eres?

—Parador de balas —respondió Wayne—. Machacador de cráneos. El tipo al que a veces hacen explotar.

—Hoy no habrá nada de eso —susurró Marasi—. Echaremos un vistazo, veremos si tengo razón y saldremos a buscar autorización y apoyo.

—Entonces, supongo que tendremos que volver por aquí mismo —dijo él.

Con un suspiro, Wayne sacó la cuerda de escalar de su macuto de lona. Encontró una formación rocosa en torno a la que atarla y arrojó el otro extremo a la oscuridad. Bajó él primero y Marasi fue tras él, con el rifle a la espalda. El descenso resultó ser más fácil de lo que había temido, ya que la cuerda tenía nudos. Pero aun así, al poco tiempo ya le dolían los brazos.

—Bueno —dijo Wayne en voz baja, colgando por debajo de ella, bajando al ritmo de Marasi en vez de adelantarse—, ¿quieres oír mi lista de formas en que las mujeres rompéis las leyes de la física?

—Depende —respondió ella—. ¿Cómo de misógina va a ser? ¿Puedes darme una cifra en algún tipo de escala?

—Eh… ¿Trece?

—¿Trece sobre qué?

—¿Diecisiete?

—¿Qué clase de escala demencial es esa? —susurró ella, deteniéndose encima de un peñasco para mirarlo—. ¿Quién narices elegiría el diecisiete? ¿Por qué no dieciséis, al menos?

—¡Y yo qué sé! La que me ha pedido una escala eres tú. Escucha, que esto es bueno. Mujeres. Rompiendo las leyes de la física. Llevo pensándolo desde hace muchísimo. Lo menos un par de días. Te va a encantar.

—Seguro que sí.

—Primera forma —dijo él, dejándose resbalar por la cuerda hasta otro saliente—. Cuando se quitan la ropa, dan más calor. Es raro, ¿eh? La gente normal está más fría cuando se quita…

—¿La gente normal? —repitió Marasi, siguiéndolo—. ¿Para ti la gente normal son los hombres?

—Estooo… Supongo.

—¿Así que la mitad del mundo no es normal? ¿Las mujeres no somos normales?

—Suena un poco tonto, visto así.

—¡No me digas!

—Mira, solo quería señalar unos datos interesantes. Observacionalizaciones útiles sobre la naturaleza del Cosmere y la relación entre géneros.

—A mí me parece que se te ocurrió una cosa que te hizo gracia y buscabas una excusa para decirla.

Marasi puso los pies en la pequeña plataforma junto a Wayne, y por debajo de ella por fin se veía el fondo. Estaban más o menos a mitad de camino. Él la miró a los ojos.

—Entonces… eh… ¿catorce, pues? —aventuró—. Sobre diecisiete.

—Y subiendo. Además, ni siquiera es cierto, Wayne. Hay muchos hombres que dan calor cuando se quitan la ropa. Depende del hombre.

Wayne sonrió.

—¿Qué me dices de Allik?

—Con Allik es más bien la máscara.

—¡Pero si se aparta ese herrumbroso trasto tan a menudo que hace dudar para qué se lo pone!

—Para los malwish, mover la máscara es una forma de… enfatizar. No es que esté mal que la gente vea lo que hay debajo, aunque vayan por ahí diciendo que es tabú. Quizá lo fuese en otra época, pero ahora les gusta utilizar la máscara para expresarse.

Wayne se dejó caer por el lado y siguió descendiendo agarrado a la cuerda. Marasi le dejó un poco de ventaja antes de seguirlo.

—Bueno —dijo él—, ¿quieres oír la número dos?

—La verdad es que un poco sí.

—¡Ja! Lo sabía. Wax me habría dicho que no.

—Wax tuvo años para acostumbrarse a las simas de tu depravación, Wayne. Para mí todavía es admirable que consigas hundirte aún más todas y cada una de las veces.

—También es verdad. Número dos: pregunta a una mujer cuánto pesa. Luego levántala. Habrá ganado peso. Sois todas feruquimistas.

—Wayne, ese chiste está tan trillado que se escurre entre los dedos.

—¿Cómo? ¿En serio?

—Ya lo creo. Mi padre ya hacía bromas estúpidas sobre mujeres mintiendo en su peso cuando yo era niña.

—Vaya, hombre. ¿El viejo fanfarrón de Harms ya hacía ese chiste? —La miró con los ojos como platos—. ¡Diablos, Marasi! ¿Estoy haciéndome viejo? ¿Eso era un chiste de viejo?

—Sin comentarios.

—Dichosos polis con vuestros dichosos labios sellados.

Wayne llegó al fondo, se dejó caer con un suave raspar de ropa y de sus botas en la piedra y sostuvo la cuerda tensa para ella. Marasi descendió lo poco que le quedaba y terminó a su lado.

—¿Y cuál es la número tres de la lista?

—Aún no he llegado al tres.

—¿Tu lista tiene dos elementos, uno de los cuales es estúpido?

Dos de los cuales son estúpidos —respondió él, abatido—. Por lo visto, uno además es geriátrico. Los mismos chistes que lord Harms. Estoy echándome a perder, ya lo creo que sí. —La miró a los ojos y sonrió—. ¿Esto significa que puedo ser el compañero viejo cascarrabias? Tú serás la joven con agallas que no deja de soltar palabrotas y tomar malas decisiones vitales.

Marasi sonrió también.

—¿Puedo tener un sombrero de la suerte?

—Solo si lo cuidas bien —respondió él con la mano en el corazón—. Y si te lo quitas antes de que pase algo desafortunado, para no cortarle la racha.

—Lo tendré en cuenta —dijo ella, escrutando el túnel que se extendía hacia delante desde el fondo del agujero—. Pero dejémonos de charla. Por mucho que me interese saber lo que ha metastatizado en tu cerebro últimamente, no podemos permitir que nos oigan.

Wayne atenuó de nuevo la luz de la lámpara y siguieron juntos por el túnel. A veces la gente de comisaría lanzaba miradas compasivas a Marasi por tener que soportar a Wayne, pero lo cierto era que podía ser un alguacil buenísimo cuando quería. Y lo normal era que quisiera.

Un buen ejemplo era que, a petición de Marasi, tenía la boca cerrada y estaba concentrándose en el trabajo. Quizá a Wayne le faltase decoro, y podía ser muy inconsciente a veces, pero era buen compañero. Excelente, incluso. Eso siempre que una lograra entrar en su burbuja, no en la alomántica, sino en la personal. Wayne era un fortín, con sus murallas exteriores y sus defensas. Si eras de los pocos a quienes dejaba entrar, tenías un amigo para toda la vida. Un amigo que lucharía a tu lado contra dioses, sin exagerar.

«Te encontraremos, Trell», pensó Marasi mientras avanzaban despacio. Había oído por primera vez el nombre de labios de un moribundo, años antes, y estaba cada vez más convencida de que Trell era un dios de poder inmenso, igual que Armonía. «No puedes esconderte para siempre. No si quieres seguir ejerciendo influencia en el mundo».

Wayne le agarró el brazo para detenerla sin decir nada. Señaló hacia una luz minúscula que brillaba a lo lejos, por delante en el túnel. Recorrieron poco a poco la distancia que los separaba de ella, se asomaron por la esquina y Marasi vio justo lo que había deseado: a dos hombres con chaleco y sombrero, a apenas unos metros, jugando a las cartas sobre un cajón puesto del revés. Una pequeña lámpara titilaba en su mesa improvisada.

Marasi hizo un gesto hacia atrás con la cabeza. Wayne y ella retrocedieron de nuevo, lo suficiente para que no los oyeran susurrar. Miró a Wayne en la oscuridad, meditando sobre el consejo que le había dado. ¿Deberían avanzar un poco más o aquello era confirmación suficiente para ir a por refuerzos?

—Qué tragedia —susurró Wayne.

—¿El qué?

—Ese pobre mamón tiene una mano estupenda —respondió él en voz baja—. Una mano entre un millón. ¿Y está jugándola contra su compañero arruinado mientras montan guardia? Qué desperdicio más herrumbroso de una escalera del Superviviente.

Marasi puso los ojos en blanco y luego señaló hacia un pequeño pasadizo oscuro que salía del túnel principal.

—A ver dónde lleva este.

Tras ellos resonó una maldición exclamada. Parecía que el guardia que llevaba la mano buena acababa de revelarla. Aquel túnel más pequeño bordeaba el puesto de guardia por la derecha, pero al poco tiempo descubrieron por qué no estaba vigilado: porque no tenía salida. Sin embargo, llegaba un poco de luz por un agujero de medio metro de anchura en las rocas del final.

Llegaron con sigilo, miraron por él y vieron una caverna de tamaño medio, más o menos tan grande como un almacén portuario, llena de hombres y mujeres que metían mercancías en cajas o se relajaban en asientos improvisados. El hueco parecía ser una abertura natural en la piedra, a juzgar por el agua que goteaba del techo y había cubierto la pared de extraños salientes y bultos que tapaban lo que en otro tiempo quizá hubiera sido un agujero más grande. Marasi y Wayne estarían a unos cinco metros de altura.

Marasi dejó escapar una larga exhalación y observó el ajetreo de la caverna. Por fin la habían encontrado. Después de meses de trabajo. Meses de prometer a Reddi que sus pistas eran válidas. Meses de relacionar informes de robos, testimonios y rastros de dinero. Y allí la tenían. Una base de contrabando a gran escala, establecida bajo la misma ciudad y financiada, por lo que había deducido Marasi, por una combinación de intereses de las ciudades exteriores y el Grupo.

Estaba allí de verdad. Por el Verdadero Nombre de Armonía… Marasi lo había conseguido.

Wayne la miró con una sonrisa de oreja a oreja y le dio un empujoncito amistoso en el hombro.

—Bien hecho —susurró—. Muy bien hecho.

—Gracias —respondió ella.

—Cuando se lo cuentes al comisario general —dijo él—, sáltate la parte en la que he protestado por la alcantarilla.

—¿Y los chistes malos?

—Qué va, eso díselo. Hay que dar a la gente lo que espera, o luego no se creerán las mentiras que les cuentes.

Marasi hizo recuento de todo. Había treinta y siete personas, incluyendo a los dos guardias, todas ellas armadas. Hasta quienes hacían los trabajos más repetitivos llevaban pistolera. Según las pistas que Marasi había seguido, aquellas cajas estarían llenas de material militar, con una cantidad temible de componentes explosivos. La banda había intentado cubrir sus huellas llevando a cabo algunos robos más prosaicos, pero Marasi estaba bastante segura de saber lo que estaba ocurriendo allí en realidad.

Elendel había estado apretando a las ciudades exteriores al rechazar que ciertas mercancías, las armas entre ellas, salieran de la capital, que era el núcleo de todas las líneas ferroviarias. Aquella banda se comportaba como una pandilla callejera al uso, con sus extorsiones y demás, pero Marasi estaba convencida casi al cien por cien de que su objetivo era enviar armamento a Bilming, el núcleo actual de los intereses de las ciudades exteriores.

No le gustaba que las ciudades exteriores se vieran obligadas a operar de ese modo, pero aquellos pandilleros habían matado a personas inocentes en la calle. Y además, lo más probable era que estuvieran colaborando con una especie de dios maligno que pretendía subyugar y destruir el mundo.

—Escucha —susurró Wayne, señalando—. ¿Ves a ese que está al fondo, el que va bien vestido? Pertenece al Grupo seguro. A lo mejor es el nuevo ciclo.

Marasi asintió. Los ciclos eran los agentes de menor graduación del Grupo. Eran los jefes locales que dirigían bandas de matones a sueldo. Miles Cienvidas había sido un ciclo, a las órdenes de un conjunto. Aquel hombre llevaba ropa de postín, a todas luces más lujosa que la del resto de los presentes. También era delgado, musculoso y alto. Como ciclo, era posible que fuese nacido del metal. Por tanto, más les valía no subestimarlo en un enfrentamiento.

—Si pegas un tiro en la cabeza a ese tipo con el rifle —dijo Wayne—, seguro que los demás se rinden.

—Las cosas no funcionan así en el mundo real, Wayne —susurró Marasi.

—Claro que sí —replicó él—. Si ese hombre es quien les paga, los demás capullos ya no tendrán motivo para seguir peleando.

—Aunque tuvieras razón, cosa que dudo muchísimo, esto no vamos a hacerlo así. Confirmación, coordinación, refuerzos y autorización legal, ¿recuerdas?

—Procuro no recordarlo —rezongó él—. ¿No podemos hacerlo a mi manera, por una vez? No tengo nada contra la gente que solo hace su trabajo, pero preferiría no tener que vadear otra vez por todo ese pringue y, al volver aquí, que no haya nadie. Vamos a detenerlos ya.

—No —dijo ella—. Hacerlo a tu manera sería demasiado caótico.

—¿Y eso es malo porque…?

—Bueno, por todo eso de que somos agentes de la ley.

—Es verdad, es verdad —dijo Wayne.

Metió la mano en la chaqueta y sacó una placa reluciente. En la ciudad se usaban credenciales de papel, no placas metálicas.

—¿Eso es… la antigua placa que llevaba Wax en los Áridos? —preguntó Marasi.

—Me la cambió.

—¿Por?

—Por medio pastel de carne y cerveza. —Wayne sonrió—. En algún momento lo encontrará. Al final, cuesta bastante no darse cuenta de que están ahí.

Marasi negó con la cabeza y le hizo una seña para que retrocediera por el túnel. Pero tenían que llevar la lámpara oscurecida, y les costaba ver. Fue por eso que, a pesar de su cautela, al volver al túnel principal sorprendieron a un guardia que había ido hacia allí para aliviarse.

El guardia los miró en la penumbra y dio un grito. Wayne ya lo tenía derribado e inconsciente medio segundo más tarde, pero llegaron más voces de alarma procedentes de la caverna.

Aún de pie sobre el guardia, Wayne miró a Marasi y sonrió de nuevo.

—¡Tendrá que ser a mi manera!

capítulo 4

No había forma de que Marasi y Wayne escaparan por su trabajosa ruta de entrada, al menos con la banda entera pisándoles los talones. Y además de eso, Marasi quería capturar a aquel ciclo, que sin duda desaparecería después de aquello.

Por desgracia, ambas cosas implicaban que Wayne tenía razón. Adiós al protocolo.

Tendrían que hacer aquello a su manera.

Irrumpieron en el túnel principal y vieron que el otro guardia tenía su revolver apuntado hacia ellos. Wayne lanzó una burbuja de velocidad, dando tiempo a que Marasi y él se apartaran y rodearan al guardia.

Cuando la burbuja de velocidad se deshizo, el matón disparó al espacio que había quedado vacío. Wayne cayó sobre él al momento con sus bastones de duelo en las manos. Marasi dejó que se ocupara del guardia y buscó un lugar donde apostarse. Más allá de la caja donde habían estado jugando a las cartas había un túnel ancho, que seguramente llevaría a la caverna que utilizaban como almacén. Marasi bajó una rodilla al suelo y alzó el rifle, apuntó, se tranquilizó, esperó.

Disparó en el momento en que apareció alguien por allí. Solo su entrenamiento en el campo de tiro impidió que, de inmediato, intentara rodar y amartillar el tambor del arma. Era un nuevo rifle semiautomático modelo Bastión, así que lo mantuvo contra el hombro y derribó a la siguiente persona que llegó trastabillando por encima del cuerpo caído. Los de detrás dieron un grito de advertencia y nadie más se atrevió a llegar corriendo después de eso.

Wayne se secó la frente, dejando a un matón sin sentido en el suelo.

—¿Tienes las cajitas mágicas?

—No son mágicas, Wayne —dijo Marasi—. La tecnología malwish es distinta de la nuestra, pero…

—Cajitas mágicas de tu novio. ¿Cuántas tienes?

—Tengo tres granadas alománticas —respondió ella—. Todas de diseño nuevo. Y dos estalladoras. Wax me ha cargado una granada antes de venir.

—Perfecto —dijo Wayne—. ¿Tienes algún plan?

—Tú defiende el túnel. Yo volveré al mirador de antes, tiraré unas granadas alománticas para pillar a grupos de enemigos y luego cubriré tu avance. Cuando estés fuera de la línea de fuego, te seguiré.

—¡Eso está hecho! —exclamó Wayne.

Se separaron y él fue hacia las dos personas que Marasi había derribado. Recogió el revólver de una y los disparó unas cuantas veces hacia la cámara principal, no para acertar a nadie sino para obligar al enemigo a buscar cobertura. Le tembló un poco la mano y tiró el arma a un lado nada más vaciarla, pero aun así era un gran progreso para él. Aunque Marasi supuso que tampoco le hacía ninguna falta ser más mortífero.

Lo dejó allí y rodeó hasta el mirador, que era un puesto de francotiradora más que decente. Distinguió a varios grupos de matones detrás de unos contenedores que había cerca, mirando mientras Wayne disparaba la munición de una segunda pistola.

Marasi sacó con mucho cuidado una cajita metálica del estuche que llevaba sujeto al cinturón. Llevaba toda la vida padeciendo decepciones y hasta desprecios por su talento alomántico inútil. Era capaz de ralentizar el tiempo en torno a sí misma, lo cual era… bueno, bastante poco práctico. A grandes rasgos, la dejaba paralizada desde el punto de vista de quienes tenía alrededor, inhabilitándola para luchar, concediendo la ventaja a sus enemigos.

De vez en cuando había encontrado algún uso a su alomancia, pero en general tenía asumida la supuesta verdad de que sus capacidades eran débiles.

Y entonces había conocido a Allik.

El pueblo de Allik veneraba a todos los nacidos del metal, ya fuesen alomantes o feruquimistas. Aunque se había quedado asombrado con Wax y sus vistosos poderes, a Allik también lo habían impresionado las capacidades de Marasi. Había afirmado que tenía una de las habilidades alománticas más útiles de todas. A Marasi le había costado aceptarlo, pero resultaba que, teniendo acceso a cierta tecnología especializada, el mundo podía ponerse patas arriba.

La granada alomántica, que tendría unos cuatro centímetros de lado, zumbó cuando Marasi empezó a quemar cadmio… y absorbió la energía. Marasi no quedó engullida por una burbuja de lentitud: con aquel diseño nuevo, todo el poder pasó a la caja. La había traído ya cargada, pero de eso hacía ya unas horas y quería tenerla a rebosar.

Entonces evaluó la distancia con cuidado y arrojó la granada hacia un grupo de enemigos que se habían cubierto tras unos cajones. Sus meses de práctica dieron fruto y logró que el aparato cayera justo en el centro de los matones, que, concentrados en Wayne, apenas se dieron cuenta de que rodaba entre ellos.

La granada empleaba ettmetal, que estaba muy regulado por los malwish, así que no era de extrañar que los matones no supieran qué hacer, ya que incluso entre los malwish su uso era muy infrecuente. Si aquella gente había oído hablar de aquellos dispositivos —y era posible que sí, porque el Grupo también los empleaba—, desde luego no parecía que los hubieran visto nunca.

Un segundo después, una burbuja de tiempo ralentizado estalló en torno al aparato, atrapando a unos diez hombres y mujeres. Marasi se apresuró a cargar del todo y arrojar la segunda de sus tres granadas, en esa ocasión a un grupo de enemigos que estaban más lejos. De nuevo había apuntado bien y atrapó a otros ocho.

Empezaron a resonar gritos de «¡Nacido del metal!» por la caverna a medida que los demás matones reparaban en que la mitad de su banda estaba paralizada. Las víctimas de Marasi se moverían con exagerada lentitud mientras intentaban escapar de la burbuja, pero no podrían salir antes de que se agotara la carga de diez minutos que tenía la granada.

Marasi se sacó el rifle del hombro y abrió fuego de cobertura. Hasta derribó a dos de los matones que quedaban mientras Wayne llegaba a la cámara principal. Wayne se movió como un rápido borrón durante un momento y entonces salió de su burbuja de velocidad y saltó una hendidura de la roca. Le costaba un momento recuperarse al utilizar su talento antes de poder levantar otra burbuja, pero Marasi habría jurado que cada vez era menos tiempo.

Wayne evitó a la gente que estaba atrapada: ya se ocuparían de ellos más tarde los dos juntos. De momento, aprovechó la confusión para acercarse a un par de matones. Lo vieron venir, pero Wayne se emborronó de nuevo y cayó sobre ellos desde arriba, con sus bastones de duelo en alto.

Sus gritos de dolor distrajeron a los demás, lo que permitió a Marasi eliminar a otros dos. Luego echó a correr de vuelta al túnel principal. Desde él, echó un vistazo al almacén y entró corriendo agachada, preocupándose de evitar el tenue resplandor que marcaba el radio de efecto de las granadas. Sabía demasiado bien lo que se sentía estando rodeada de aquel aire que parecía melaza mientras todo a su alrededor se movía como el rayo.

Se cubrió detrás de una máquina de embalaje y, cuando los matones que quedaban recobraron la orientación, sus disparos empezaron a rebotar en la piedra y el metal que tenía alrededor. De niña lo había leído todo sobre las aventuras de Wax en los Áridos y, cuanta más práctica ganaba en su oficio, más imprecisiones detectaba. Por supuesto que en las historias había tiroteos. Pero solían olvidarse de describir lo fuerte que sonaban las balas al impactar. Al acribillar el aparato tras el que estaba, sonaban somo si Marasi hubiera regalado unas baquetas al pequeño Max y lo hubiera dejado suelto en una tienda de cacerolas.

Un segundo más tarde el ruido se volvió más lento, como un gramófono sonando a una fracción de su potencia normal. El aire titiló cerca de ella y Wayne se dejó caer contra el aparato de embalaje, con una sonrisa en la cara… y una herida ensangrentada en el hombro.

—Serás torpe —dijo Marasi, señalando la herida con la barbilla.

—Oye, oye —respondió él—. Cualquiera puede recibir un tiro de vez en cuando. Y más si va por ahí con dos palos en una caverna llena de pistolas.

—¿Cuánto bendaleo te queda?

—Un montón.

—¿Seguro?

—Ajá.

 —Wayne, qué orgullosa estoy de ti —dijo Marasi—. De verdad estás ahorrándolo y siendo frugal como te pedí.

Él le quitó importancia encogiéndose de hombros, pero Marasi de verdad estaba orgullosa. Wayne recibía una asignación del departamento y, en sus primeros tiempos como compañeros, siempre se le terminaba durante las misiones. Ella había pensado hablar con el capitán Reddi para que le aumentara la asignación, pero entonces había descubierto que Wayne usaba el bendaleo para todo tipo de cosas no relacionadas con el combate ni con el trabajo de alguacil. Gastaba bromas, se cambiaba de disfraz para deleitar a los niños, robaba algo de vez en cuando…

Daba gusto ver que estaba mejorando.

—¿Cuántos idiotas quedan? —preguntó él.

—Once —dijo ella.

—No sé contar hasta tan alto.

—A no ser que estés en una competición de beber chupitos —dijo Marasi.

—Exacto —repuso él.

Miraron por un lado del aparato tras el que estaban, que servía para clavar la tapa a los contenedores. Al instante Wayne tiró de ella para ponerla de nuevo a cubierto. Una bala que se movía con gran lentitud llegó al perímetro de la burbuja de velocidad y surcó el aire por encima de ellos como una exhalación antes de llegar al otro lado y ralentizarse de nuevo. Las balas eran imprevisibles cuando llegaban a una burbuja de velocidad, y no había manera de saber hacia dónde girarían al entrar.

—El tipo del traje se escapa por detrás —dijo Wayne—. ¿Quieres ir a por él o prefieres quedarte y acabar con el resto?

Marasi se mordió el labio, pensativa.

—Tendremos que separarnos —respondió—. A ti se te dan mejor los grupos. ¿Crees que podrás con todos estos?

—¿Los cajones no están llenos de cosas que hacen pum?

—Eh… sí.

—¡Suena divertido!

—Aún deberían quedarte unos ocho minutos en las granadas.

—Estupendo —dijo él—. Voy a ver si trinco vivos a estos capullos. Puedo sacarlos de sus burbujas lentas uno por uno, utilizando las mías para contrarrestarlas. He estado practicando a hacer mis burbujas más grandes y más pequeñas. Debería poder llegar al borde de una burbuja tuya, lanzar la mía de forma que envuelva a una persona y sacarla.

—¡Wayne! —exclamó ella—. Es asombroso. ¿Se lo has contado a Wax? Controlar el tamaño de la burbuja es muy difícil.

Él volvió a encogerse de hombros.

—¿Preparada?

Marasi sacó las estalladoras del cinturón y le pasó una. Luego quitó la anilla de la otra para prender la espoleta.

—Preparada —dijo. Aunque Wayne tuviera «un montón», el bendaleo era caro y difícil de conseguir. Tenían que utilizarlo con cuidado.

Wayne deshizo su burbuja y Marasi arrojó la estalladora. Cuando detonó, salieron corriendo por ambos lados de la máquina. Wayne fue a por el último grupo de matones mientras ella corría tras el ciclo, que acababa de desaparecer por una puerta de metal reforzado al fondo de la caverna. Llegó a la puerta y forzó la cerradura con bastante facilidad. Echó un vistazo atrás hacia Wayne, cada vez más rodeado de enemigos. Se había cubierto detrás de una caja con el letrero explosivos. Wayne le guiñó un ojo, quitó la anilla de su estalladora y la dejó caer en la caja.

Maravilloso. Con un poco de suerte, sabría lo que estaba haciendo. La capacidad curativa de Wayne era extraordinaria, pero aún así era posible que se hiciera tanto daño que no pudiera curarse. Si una explosión separaba sus mentes de metal del grueso de su cuerpo, Wayne moriría, igual que el lord Legislador cuando había perdido los Brazales de Duelo siglos antes.

Bueno, tampoco podía estar controlando a Wayne a todas horas. Y desde luego, Marasi no podría sobrevivir a una explosión de… bueno, de ningún tamaño. Cruzó la puerta y la cerró de nuevo con un fuerte golpe. El complejo subterráneo entero se sacudió al cabo de un momento, pero Marasi se concentró en su misión: internarse en el oscuro túnel tras el ciclo, quien, de entre todos los presentes en la caverna, era quien con más probabilidad podría darle respuestas.

Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.

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