Avance: El Ritmo de la Guerra – Capítulo 16

Estamos ya en la recta final antes de la publicación del Ritmo de la Guerra, que nos tiene a todos en vilo, tanto si seguís la lectura conjunta de los capítulos de avance con nosotros, como si estáis esperando para leer el libro completo.

Hoy es un día lleno de buenas noticias. Primero porque es martes, y podremos leer un nuevo capítulo, gracias a Nova, y con la traducción de Manu Viciano, y además, porque Gigamesh ha anunciado que esperan reabrir la preventa de la edición exclusiva con portada doble, que para quien no lo recuerde incluye la ilustración de Michael Whelan, y la de Yasen Stoilov. ¡Os mantendremos informados!

Además, hemos colaborado directamente con el equipo de Brandon Sanderson en un miniproyecto, y Sasori ha creado el fondo animado del Ritmo de la Guerra que están utilizando para los capítulos de muestra del audiolibro en inglés, que podéis ver en acción en este vídeo:

Para nosotros representa todo un hito del que estamos muy, pero que muy contentos. Podéis descargar la versión como fondo de pantalla aquí.

¡Y además, tenemos CosmereCast doble! Al fin hemos conseguido solucionar los problemas técnicos y ya tengo PC nuevo ^^ Por lo que os dejo el episodio en el que debatimos los capítulos 14 y 15.

Como siempre, también tenéis el CosmereCast diposnible en iVoox, Spotify y Pocket Casts.

Reluctant Villain, por Art Demura

AVANCE: EL RITMO DE LA GUERRA – CAPÍTULO 16

AVANCE DE LA TRADUCCIÓN DEL RITMO DE LA GUERRA, TRADUCIDA POR MANU VICIANO Y CEDIDA POR NOVA

 

16. Una canción desconocida

 

El último apartado de esta disertación trata sobre las armas de los Fusionados, que emplean toda una variedad de dispositivos fabriales para combatir a los Radiantes. Resulta evidente, por la celeridad con que han fabricado y empleado estas contramedidas, que ya se habían valido de ellas en el pasado.

Lección sobre mecánica de fabriales impartida por Navani Kholin a la coalición de monarcas, Urithiru, jesevan de 1175

 

Navani sostuvo en alto la esfera oscura y cerró un ojo para inspeccionarla de cerca. Sí que era diferente de la luz del vacío. Levantó también una esfera con luz del vacío para compararlas, un diamante infuso con la extraña luz que se recogía durante la tormenta eterna.

Aún no sabían cómo lo hacía el enemigo para infundir esferas con luz del vacío. Todas las que poseían se las habían robado a los cantores. Por suerte, la luz del vacío se disipaba mucho más despacio que la luz tormentosa. Seguro que aún faltaban unos días para que aquella se volviera opaca.

La esfera de luz del vacío tenía un extraño resplandor. Un particular tono púrpura sobre negro, que Rushu definía como hipervioleta, color que la joven afirmaba que existía en teoría aunque Navani no alcanzara a entender cómo un color podía ser teórico. En todo caso, aquel era púrpura sobre negro, coexistiendo de forma que ambos tonos ocupaban el mismo espacio simultáneamente.

La extraña esfera que les había proporcionado Szeth parecía idéntica a primera vista. Púrpura sobre negro, un color imposible. Al igual que la esfera de luz del vacío normal, la negrura se expandía oscureciendo el aire a su alrededor.

Pero en aquella esfera había un efecto adicional, uno en el que Navani no había reparado al verla por primera vez. Distorsionaba el aire que la rodeaba. Mirar demasiado tiempo la esfera provocaba una clara sensación de desorientación. Evocaba algo erróneo que Navani no se veía capaz de definir.

Gavilar había poseído esferas de luz del vacío, porque Navani recordaba verlas, y solo ese hecho ya era bastante desconcertante. ¿Cómo había podido su marido obtener luz del vacío años antes de la llegada de la tormenta eterna? Pero aquella otra esfera negra… ¿qué podía ser?

—Asesino —dijo Navani—, mírame.

Szeth, el Asesino de Blanco, alzó la vista desde el interior de su celda. Habían pasado dieciséis días desde que Navani y Dalinar regresaran de probar el Cuarto Puente en batalla. Dieciséis días dedicados a ponerse al día con el trabajo cotidiano en la torre, como supervisar las expansiones que planeaban hacer al mercado y ocuparse de los problemas de saneamiento. Solo después de todo eso Navani disponía de la cantidad suficiente de tiempo que dedicar a la luz del vacío y la naturaleza de la torre.

La desconocida que se había puesto en contacto con ella por vinculacaña no había vuelto a dar señales de vida. Navani había decido no prestarle más atención, ya que ni siquiera sabía si se trataba de una persona cuerda. Y ya tenía bastantes preocupaciones, como el hombre que estaba sentado en un calabozo delante de ella.

Szeth tenía en el regazo su extraña hoja esquirlada, esa de la que emanaba humo negro al desenfundarla. Cuando habían cuestionado la decisión de permitir que el preso siguiera armado, Dalinar había respondido: «Creo que el lugar más seguro donde guardar esa cosa es en su poder».

Navani no compartía esa opinión. En la de ella, deberían arrojar aquella rara hoja esquirlada al fondo del océano, como habían hecho con la gema que contenía la Emoción. Szeth no daba la impresión de ser lo bastante estable como para confiarle una esquirla, y mucho menos una tan peligrosa como aquella. De hecho, Navani habría deseado que ejecutaran al asesino como se merecía.

Dalinar no estaba de acuerdo, así que juntos habían decidido dejar a Szeth con vida. Ese día, el shin estaba sentado en el suelo de su celda de piedra, con los ojos cerrados, ataviado con ropa blanca a petición propia. Le habían concedido las pocas comodidades que había solicitado. Una cuchilla para afeitarse, una sola manta y permiso para bañarse todos los días.

Y luz. Muchísima luz. Docenas de esferas que iluminaran su reducida celda de piedra y desterraran hasta el último atisbo de sombra.

Habían puesto barrotes al principio de la estancia, aunque no bastarían para mantener encerrado al asesino si decidiera escapar. Esa hoja esquirlada podía reducir objetos a humo con solo hacerles una muesca.

—Quiero que vuelvas a hablarme de la noche en que mataste a mi marido —le dijo Navani.

—Los parshendi me ordenaron ejecutarlo —respondió Szeth en voz baja.

—¿Y no te preguntabas por qué querrían matar a un hombre la misma noche en que firmaban un tratado de paz con él?

—Creía ser Sinverdad —dijo Szeth—. Esa condición requería de mí hacer lo que mi amo me ordenara. Sin cuestionarlo. —En su voz se detectaba solo una levísima traza de acento.

—Ahora tu amo es Dalinar.

—Sí. He… hallado un camino mejor. Durante mi existencia como Sinverdad, seguí el camino de la piedra jurada. Obedecía a quienquiera que tuviese esa piedra. Ahora me he dado cuenta de que jamás fui Sinverdad. En vez de eso, me he comprometido con un Ideal: el Espina Negra. Todo lo que él desee, lo haré realidad.

—¿Y si Dalinar muere?

—Entonces… buscaré otro Ideal, supongo. No me lo había planteado.

—¿Cómo puede ser que no se te hubiera ocurrido?

—Sencillamente es así.

«Tormentas, qué peligroso es esto», pensó Navani. Dalinar podía hablar sobre redención y reparar espíritus rotos, pero aquel ser era un fuego que ardía descontrolado, dispuesto a escapar de la chimenea y consumir todo combustible que encontrase. Szeth había asesinado a reyes y altos príncipes, a más de una docena de gobernantes por todo Roshar. Sí, la mayoría de la culpa recaía en Taravangian, pero Szeth era la herramienta que había empleado para provocar toda esa destrucción.

—No terminaste tu historia —dijo Navani—. La de la noche que mataste a Gavilar. Vuelve a contarme lo que ocurrió. La parte de esta esfera.

—Caímos —susurró Szeth, abriendo los ojos—. Gavilar quedó roto por el impacto, su cuerpo herido de muerte. En ese momento me trató no como a un enemigo, sino como al último hombre vivo al que vería jamás. Me hizo una petición. Una petición sagrada, al ser las últimas palabras de un moribundo.

»Pronunció varios nombres, que ya no recuerdo, preguntándome si me habían enviado esas personas. Cuando le aseguré que no era así, sintió alivio. Creo que temía que la esfera cayera en sus manos, así que me la entregó a mí. Confiaba más en su propio asesino que en las personas que lo rodeaban.

«Yo incluida», pensó Navani. Tormentas, creía tener superada la ira y la frustración que había sentido hacia Gavilar, pero allí estaban, retorciéndose sobre sí mismas en la boca de su estómago, provocando que se alzaran furiaspren bajo sus pies.

—Me dio un mensaje para que se lo transmitiera a su hermano —siguió diciendo Szeth, con una mirada hacia los furiaspren que se acumulaban—. Apunté sus palabras, ya que era lo más que podía hacer para cumplir con esa petición de un moribundo. Tomé la esfera y la escondí. Hasta que tú me preguntaste si había encontrado algo en su cadáver, momento en el cual la recuperé.

Eso había ocurrido hacía solo un mes, y porque a Navani se le había ocurrido hacerle la pregunta. De no ser así, Szeth habría seguido sin decir ni una palabra sobre aquella esfera, como si su mente fuera demasiado infantil o estuviera demasiado tensa para darse cuenta de que debería haber sacado el tema.

Navani tuvo un escalofrío. Estaba a favor de reconfortar a los enfermos de la mente… una vez estuvieran bien retenidos y que objetos como las malignas hojas esquirladas parlantes fuesen retiradas de su posesión. Navani tenía una lista de datos sobre la hoja esquirlada que había ido redactando a partir de sus conversaciones con Szeth, y pensaba que quizá fuese una hoja de Honor que se hubiera corrompido de algún modo. A Szeth se la había entregado un Heraldo, al fin y al cabo. Pero Navani la encontraba difícil de estudiar, porque estar en presencia de Szeth le provocaba náuseas.

Por lo menos, el spren de la espada había dejado de hablar a las mentes de quienes pasaban junto al calabozo. Habían sido necesarios tres requerimientos de Dalinar para que Szeth por fin refrenara a aquella cosa.

—Y estás seguro de que esta es la misma esfera que él te entregó —dijo Navani.

—Lo es.

—¿No te dijo nada sobre ella?

—Ya respondí a esa pregunta.

—Y volverás a responderla. Hasta que yo esté convencida de que no «olvidas» ningún otro detalle.

Szeth dio un leve suspiro.

—No me habló de la esfera. Estaba muriendo y apenas fue capaz de pronunciar esas últimas palabras. No estoy seguro de que fuesen proféticas, como a veces lo son las voces de los moribundos en mi país. Pero las obedecí de todos modos.

Navani se volvió para marcharse. Tenía más preguntas, pero debía racionar su tiempo con el asesino. Cada momento que pasaba cerca de él la enfermaba físicamente; en esos momentos ya se le empezaba a revolver el estómago y temía perder su desayuno.

—¿Me odias? —preguntó Szeth desde detrás, calmado, casi insensible. Demasiado calmado, demasiado insensible para estar dirigiéndose a la persona a quien había hecho enviudar.

—Sí —dijo Navani.

—Bien —respondió Szeth, y la palabra resonó en la pequeña celda—. Bien. Gracias.

Estremecida y asqueada, Navani huyó de su presencia.

 

 

Menos de una hora después salió al Paseo de las Nubes, una terraza ajardinada que se extendía desde la base del octavo anillo de la torre. Urithiru tenía casi doscientas plantas de altura, diez anillos de dieciocho pisos cada uno, por lo que el octavo anillo estaba cerca de su cima, a una altura vertiginosa.

Casi toda la torre estaba construida contra las montañas, con partes de la estructura incrustadas por completo en la piedra. Era solo allí, cerca de la cúspide, donde la torre se alzaba del todo sobre la roca circundante. El Paseo de las Nubes rodeaba casi el perímetro entero del anillo, una superficie de piedra al aire libre con un parapeto de seguridad a un lado.

Sus vistas eran de las mejores que podía ofrecer Urithiru. Navani había subido allí a menudo en los primeros meses que habían pasado en la torre, pero se había corrido la voz del espectacular panorama que podía contemplarse desde el paseo. Si en otro tiempo Navani había podido recorrer el Paseo de las Nubes entero sin encontrar ni a un alma, ese día vio a decenas de personas dando una vuelta por allí arriba.

Se obligó a verlo como una victoria, no como una intrusión. Una parte de la visión que tenían para aquella torre era la de una ciudad donde pudieran entremezclarse los distintos pueblos de Roshar. Con las Puertas Juradas proporcionando acceso directo a ciudades de todo el continente, Urithiru podía crecer y volverse cosmopolita de formas en las que Kholinar ni siquiera habría soñado.

Mientras caminaba, Navani no solo vio los uniformes de siete principados diferentes, sino también a gente vestida con los diseños de tres gobiernos locales makabaki distintos. Estaban representados los mercaderes thayleños, los soldados emuli, los comerciantes natanos. Había hasta unos pocos aimianos, remanentes de los humanos que habían escapado de Aimia, las barbas de los hombres atadas con cordeles.

La mayor parte del mundo estaba enredada con la guerra, pero Urithiru era un caso aparte. Un lugar de serena calma por encima de las tormentas. Los soldados acudían allí para pasar sus permisos. Los comerciantes compraban allí sus mercancías, asumiendo las tarifas propias de los tiempos de guerra para evitar el coste de intentar entregar bienes cruzando frentes bélicos. Los eruditos iban allí para que sus mentes chispearan contra las que trabajaban en resolver los problemas de una nueva era. Urithiru era en verdad algo grandioso.

Navani deseó que Elhokar viviera para ver lo maravillosa que estaba haciéndose la ciudad. Lo mejor que podía hacer era encargarse de que su hijo creciera para saber apreciarla. Así que separó los brazos cuando llegó al lugar acordado. La niñera dejó a Gavinor en el suelo y el niño echó a correr y saltó al abrazo de Navani.

Lo apretó bien fuerte, agradecida por los progresos que habían hecho. Cuando por fin habían rescatado a Gavinor, estaba tan asustado y huidizo que se había encogido cuando Navani intentó abrazarlo. Ese trauma de hacía un año por fin estaba desapareciendo del chico. A menudo se mostraba solemne, demasiado para tener cinco años, pero había aprendido a reír de nuevo, por lo menos con ella.

—¡Yayi! —exclamó el niño—. ¡Yayi, he montado a caballo!

—¿Tú solito? —preguntó ella, levantándolo del suelo.

—¡Me ha ayudado Adolin! —dijo él—. ¡Pero era un caballo muy grande! ¡Y no me he asustado ni cuando se ha puesto a andar! ¡Mira, mira!

Señaló y Navani lo levantó en brazos mientras miraban hacia los campos que se extendían muy por debajo de ellos. Estaba demasiado lejos para distinguir ningún detalle, pero eso no impidió que el pequeño Gav le explicara con pelos y señales los distintos colores de los caballos que había visto.

Navani le dedicó una sonrisa de ánimo. El entusiasmo del niño no solo era contagioso, sino también un alivio. Durante sus primeros meses en la torre, apenas había hablado. Que ya estuviera dispuesto a hacer más que acercarse un poco a los caballos, que lo fascinaban pero también lo aterrorizaban, era una gran mejoría.

Sostuvo en brazos a Gav, cálido a pesar del aire frío, mientras el chico hablaba. Seguía siendo demasiado pequeño para su edad, y los médicos no estaban seguros de si le habrían hecho algo raro durante su estancia en Kholinar. Navani estaba furiosa con Aesudan por todo lo que había ocurrido allí, pero también igual de furiosa consigo misma. ¿Qué parte de responsabilidad correspondía a Navani por dejar sola a la mujer y que pudiera invitar a una de los Deshechos?

«No podías saberlo —se dijo Navani—. No puedes cargar tú con la culpa de todo.» Había intentado sobreponerse a esos sentimientos, y a otros también irracionales que le susurraban que compartía la culpa por la muerte de Elhokar. Si le hubiera impedido ir a aquella absurda misión…

No, abrazaría a Gav y le dolería, pero seguiría adelante. Se obligó a pensar en los maravillosos momentos que había pasado con Elhokar en brazos cuando era niño y a no obsesionarse con la imagen de ese niño pequeño muriendo por la lanza de un traidor.

—¿Yayi? —dijo Gav mientras contemplaban las montañas—. Quiero que el yayo me enseñe la espada.

—Ah, seguro que podrá hacerlo en algún momento —respondió Navani, y señaló—. ¡Mira esa nube, qué grandota es!

—Los otros chicos de mi edad aprenden la espada —insistió Gav, con voz más suave—, ¿verdad?

Era cierto. En Alezkar las familias, sobre todo las ojos claros, iban juntas a la guerra. Los azishianos lo consideraban antinatural, pero para los alezi era como se hacían las cosas. A los diez años, los niños ya aprendían a servir como ayudantes de oficiales, y a menudo se les daba una espada de entrenamiento en el momento en que empezaban a andar.

—No tienes que preocuparte por eso —le dijo Navani.

—Si tengo una espada —dijo Gav—, nadie podrá hacerme daño. Podré encontrar al hombre que mató a mi padre. Y podría matarlo.

Navani sintió un escalofrío que nada tenía que ver con el aire gélido. Por una parte, era una forma de hablar muy propia de los alezi. Pero aun así, le partió el corazón. Abrazó a Gav con fuerza.

—Tú no te preocupes por eso.

—¿Hablarás con el yayo, por favor?

Navani suspiró.

—Se lo preguntaré.

Gav asintió, sonriente. Por desgracia, Navani no podía pasar mucho tiempo con él. Disponía de una hora antes de reunirse con Dalinar y Jasnah, y antes de eso tenía que hablar con unos científicos allí arriba, en el Paseo de las Nubes. Así que al cabo de un rato devolvió a Gav a la niñera. Se secó los ojos, avergonzándose de estar llorando por algo tan trivial, y siguió su camino deprisa.

Era solo que… Elhokar había aprendido mucho. En los últimos años Navani lo había visto crecer y transformarse en algo imponente, en un hombre mejor que Gavilar, digno de reinar. Una madre jamás debería tener que llorar a sus hijos. Jamás debería tener que pensar en su pobre niñito, yaciendo solo y muerto en el suelo de un palacio abandonado…

Se obligó a seguir avanzando, devolviendo un asentimiento a los soldados que elegían inclinarse o, por sorprendente que le pareciera, hacerle el saludo marcial llevándose las manos a los hombros con los nudillos hacia fuera. Así eran los soldados en los últimos tiempos. Navani supuso que, con algunos de sus comandantes aprendiendo a leer y algunas de sus hermanas uniéndose a los Radiantes, la vida podía hacérseles confusa.

Terminó llegando al puesto de investigación que habían establecido al final del Paseo de las Nubes. El científico jefe al cargo de las mediciones atmosféricas era un fervoroso de cuello particularmente largo. Con la cabeza calva y la piel que colgaba debajo de su barbilla, el hermano Benneh era clavadito a una anguila que se hubiera puesto túnica y hubiera hecho crecer un par de brazos a base de pura determinación. Pero era un tipo alegre y saltó animado hacia ella con sus cuadernos.

—¡Brillante! —exclamó, cuidándose de no hacer caso a Elthebar el predicetormentas, que estaba cerca tomando sus propias medidas con los instrumentos—. ¡Mira aquí, mira aquí! —Benneh señaló el historial de lecturas barométricas que había registrado en su cuaderno—. Esto, esto de aquí.

Dio unos golpecitos al barómetro, que estaba dispuesto sobre una mesa científica con termómetros, algunas plantas, un reloj solar y un pequeño astrolabio. Eso además de las distintas paparruchas astrológicas que los predicetormentas habían montado allí también.

—Se eleva por delante de una tormenta —dijo Benneh, casi sin aliento.

—Un momento, ¿el barómetro sube antes de una tormenta?

—Sí.

—Pero… es lo contrario de lo que debería ocurrir, ¿verdad?

—Sí, ya lo creo, ya lo creo. Y mira, las lecturas de temperatura antes de una tormenta también suben ligeramente. Querías saber cuánto más frío hace aquí arriba, en el Paseo de las Nubes, que abajo en los campos. Pues brillante, resulta que hace más calor.

Navani frunció el ceño y miró hacia la gente que paseaba. No había ni rastro de vaho delante de sus caras. Navani tenía la sensación de que allí arriba hacía más frío, pero ¿podía ser porque era lo que esperaba? Además, siempre llegaba hasta allí desde el interior de la torre, por lo que era imposible no comparar la temperatura con la calidez de dentro en vez de con la que hubiera allá abajo.

—¿A qué temperatura están ahora mismo? —preguntó—. Abajo, digo.

—Lo he preguntado por vinculacaña. Las medidas son concluyentes. Son como mínimo cinco grados menos en la plataforma.

«¿Cinco grados?» Tormentas.

—Calor por delante de una tormenta y un aumento de la presión —resumió Navani—. Contradice nuestros conocimientos, pero ¿alguien había hecho mediciones como estas desde tanta altura? Quizá lo que sea natural al nivel del mar se invierta aquí arriba.

—Sí, sí —respondió el fervoroso—. Quizá podría ser eso, pero mira estos libros. Contradicen esa hipótesis. Medidas tomadas en varias expediciones comerciales comecuernos… a ver si las encuentro…

Empezó a buscar en papeles, aunque a ella no le hacían falta. Tenía su propia sospecha sobre lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué iban a incrementarse la presión y la temperatura antes de una tormenta? Porque la estructura estaba preparándose para ella. La torre era capaz de adaptarse a las tormentas. Era otra prueba sumada a unos datos que seguían creciendo hasta hacerse tan montañosos como aquellos picos. Urithiru podía regular la temperatura, la presión, la humedad. Si lograran hacerla funcional del todo, la vida allí arriba mejoraría drásticamente.

Pero ¿cómo repararla, si el spren que vivía allí había muerto? Navani estaba tan absorta con la cuestión que casi ni se fijó en las inclinaciones. Su subconsciente las registró al principio como más gente haciéndole reverencias, pero eran demasiadas. Y demasiado profundas.

Se volvió para descubrir que Dalinar pasaba por allí, acompañado por Taravangian. La gente se apartaba para dejar pasar a los dos reyes, y Navani se sintió idiota. Ya sabía que iban a reunirse esa tarde y aquel era uno de sus lugares favoritos para pasear. Los demás encontrarían positivo que los dos reyes estuvieran juntos, pero Navani no pasó por alto el hueco que había entre ellos. Sabía cosas que otros no. Por ejemplo, Dalinar ya no recibía a su antaño amigo junto al hogar para pasar horas charlando. Y Taravangian ya no asistía a los encuentros privados del círculo interno de Dalinar.

No habían podido expulsar a Taravangian de la coalición de monarcas, ni tampoco estaban dispuestos a hacerlo todavía. Los crímenes del rey, por terribles que fuesen, no habían sido más sanguinarios que los del propio Dalinar. El hecho de que Taravangian hubiera enviado a Szeth contra los emperadores azishianos desde luego había tensado las relaciones e incrementado los roces en el seno de la coalición. Pero de momento, todos estaban de acuerdo en que los siervos de Odium eran un enemigo mucho más apremiante.

Taravangian, de todos modos, jamás volvería a ser digno de confianza. Por lo menos, las atrocidades de Dalinar habían formado parte de actos oficiales de guerra.

Aunque… Navani tenía que reconocer que se había perdido cierta autoridad moral con la distribución anticipada de las memorias de Dalinar. Las topas Kholin, antaño tan orgullosas que rayaban lo arrogante, caminaban con los hombros un poco más gachos, levantando un poco menos la cabeza. No era que la gente no hubiera sabido las barbaridades que se cometieron en la guerra de unificación de los Kholin. Todo el mundo había oído hablar de la temible reputación del Espina Negra, de ciudades quemadas y saqueadas.

Mientras Dalinar había estado dispuesto a fingir que sus actos habían sido nobles, el reino había podido fingir lo mismo. Cuando dejó de estarlo, los alezi se habían visto obligados a afrontar una verdad que llevaba mucho tiempo escondida tras justificaciones y propaganda política. Ningún ejército, por muy limpia que fuese su reputación, salía de la guerra impoluto. Y ningún líder, por noble que fuera, podía evitar hundirse en el crem cuando entraba en el juego de la conquista.

Navani pasó un rato más repasando las lecturas con Benneh y luego fue a ver a las astrónomas reales, que estaban erigiendo unos nuevos telescopios fabricados con lentes de la mejor calidad, importadas de Thaylenah. Estaban seguras de que desde tan alto tendrían unas vistas espectaculares cuando los telescopios estuvieran calibrados. Navani hizo algunas preguntas a las mujeres mientras trabajaban, pero se marchó cuando empezó a sentirse un incordio. Una verdadera patrocinadora de las ciencias sabía cuándo molestaba en vez de ayudar.

Pero cuando estaba volviéndose para marcharse, Navani se quedó pensando un momento y sacó del bolsillo la extraña esfera de luz del vacío que le había dado Szeth.

—¿Talnah? —dijo a una ingeniera—. Tu eras joyera antes de dedicarte a las lentes, ¿verdad?

—Aún sigo con eso a temporadas —respondió la mujer bajita—. Estuve unas horas en la ceca la semana pasada, comprobando pesos de esferas.

—¿Qué opinas de esto? —preguntó Navani, sosteniendo en alto la esfera.

Talnah se pasó un mechón de pelo detrás de la oreja, cogió la esfera y la sostuvo con su mano enguantada.

—¿Qué es? ¿Luz del vacío?

Buscó en el bolsillo de su chaqueta, sacó una lente de joyera y se la puso en el ojo.

—No lo sabemos seguro —dijo Navani.

—Padre Tormenta —dijo la mujer—, qué buen diamante. ¡Eh, Nem! Ven a echar un vistazo.

Llegó otra ingeniera que cogió la lente y la esfera y dio un suave silbido.

—Tengo más aumentos en mi cartera, ahí al lado —dijo mientras hacía una seña.

Una ingeniera asistente le trajo un dispositivo ampliador más grande, por el que se podía mirar con los dos ojos.

—¿Qué es? —preguntó Navani—. ¿Qué ves?

—Es casi perfecta —afirmó Nem, colocando la esfera en unas tenazas—. No creció como gema corazón, eso puedo asegurarlo. La estructura jamás se alinearía con tanta exactitud. Esta esfera vale miles, brillante. Lo más probable es que pueda contener luz tormentosa durante meses sin ninguna pérdida. Puede que años. Y más todavía si es luz del vacío.

—Estuvo más de seis años en una cueva —dijo Navani—. Y aún brillaba, o como queráis llamar a esa negrura, cuando la encontraron.

—Pues sí que es rara —convino Talnah—. Es una esfera muy extraña, brillante. Eso tiene que ser luz del vacío, pero no termina de encajar. O sea, es negra y violeta como las demás que he visto, pero…

—El aire se distorsiona a su alrededor —dijo Navani.

—¡Exacto! —exclamó Talnah—. Eso es. Qué raro. ¿Podemos quedárnosla para estudiarla?

Navani vaciló. Tenía planeado hacer sus propias pruebas a la esfera, pero tenía que atender las necesidades de la torre y trabajar en nuevas versiones de su máquina voladora. Siendo franca consigo misma, pretendía hacer pruebas a aquella esfera desde que la había recibido, pero nunca tenía tiempo.

—Sí, hacedlo, por favor —dijo Navani—. Hacedle las pruebas de medida habituales para la luz tormentosa, de luminosidad y demás, y mirad a ver si podéis transferir la luz a otras gemas. Si lo lográis, probad a usarla para alimentar distintos fabriales.

—La luz del vacío no funciona en los fabriales —repuso Nem, frunciendo el ceño—, pero tienes razón: a lo mejor esto no es luz del vacío. Sí que es cierto que se ve rara…

Navani hizo que le prometieran que mantendrían oculta la esfera y que solo la informarían a ella de los resultados de las pruebas. Les dio permiso para requisar auténticas esferas de luz del vacío, capturadas en batalla, y usarlas para comparar. Luego dejó la extraña esfera con ellas, nerviosa. No porque no confiara en las dos mujeres, que manejaban equipos muy caros y delicados y siempre habían demostrado ser de fiar. Pero la parte de Navani que había deseado estudiar aquella esfera en persona se sintió decepcionada.

Por desgracia, era un trabajo que correspondía a las eruditas, no a ella. Lo dejó en sus manos capaces y pasó a otra cosa. En consecuencia, fue la primera en llegar a la pequeña cámara sin ventanas cerca de la cima de la torre, donde Jasnah y Dalinar celebraban sus reuniones privadas. Aquellos pisos tan altos eran lo bastante pequeños para poder controlarlos por completo, estableciendo puestos de guardia que restringieran el acceso.

Era muy frecuente que más abajo las salas y los pasillos dieran una sensación agobiante. Como si hubiera alguien observando. Las paredes tenían aberturas que hacían circular el aire entre las estancias, y los conductos seguían unos rumbos estrambóticos que apenas estaban cartografiados por los niños que habían enviado a reptar por ellos. Nunca se podía saber con absoluta certeza que no hubiera nadie escuchando a escondidas una conversación privada desde algún hueco cercano.

En cambio, allí arriba las plantas solían tener menos de una docena de salas, habían trazado planos concienzudos de todas ellas y les habían comprobado la acústica. La mayoría tenían ventanas, lo cual las hacía acogedoras. Navani se notó más relajada incluso en una cámara de piedra sin ventanas como aquella, siempre que su mente supiera que al otro lado de la pared estaba el cielo abierto.

Mientras esperaba, Navani repasó los apuntes de sus cuadernos para teorizar sobre la esfera oscura de Gavilar. Buscó un testimonio que había transcrito de Rlain, el miembro oyente del Puente Cuatro. Rlain juraba que Gavilar había entregado a su general, Eshonai, una esfera de luz del vacío años antes de la llegada de la tormenta eterna. Cuando Navani le había enseñado aquella segunda esfera, la reacción de Rlain había sido muy curiosa.

«No sé lo que es eso, brillante —había dicho—. Pero me da una sensación dolorosa. La luz del vacío es peligrosa y tentadora, como si solo por tocarla mi cuerpo fuera a bebérsela con ansia. Eso de ahí… es distinto. Tiene una canción que no había oído nunca, y vibra mal contra mi alma.»

Navani pasó a otra página y anotó algunas ideas. ¿Qué pasaría si intentaban cultivar plantas con la luz oscura de aquella esfera? ¿Se atrevería Navani a pedir a un Radiante que intentara absorber esa extraña energía?

Seguía escribiendo cosas parecidas cuando llegaron Adolin y Shallan con el Visón. Habían estado entreteniéndolo de vez en cuando durante las anteriores semanas, enseñándole la torre y preparando alojamientos separados para sus tropas cuando llegaran en el Cuarto Puente al cabo de unos pocos días. El menudo general no llevaba uniforme, sino solo unos pantalones corrientes y una camisa abotonada de sencillo corte herdaziano, con tirantes y una casaca suelta. Qué raro. ¿No sabía que ya no era un refugiado?

—¿Crees que podrías enseñarme? —estaba diciendo Shallan. Pelirroja y sin sombrero—. De verdad me gustaría saber cómo te libraste de esos grilletes.

—Tiene su arte —respondió el herdaziano—. No es solo cuestión de práctica, sino sobre todo de instinto. Cada restricción es un acertijo que resolver, y la recompensa es… ir allí donde no deberías. Ser lo que no tendrías que ser. Brillante, no me parece una afición muy propia de una joven con tan buenos contactos.

—Créeme —dijo ella—, mis contactos son todo menos buenos. No dejo de encontrar trozos de mí misma tirados por ahí, olvidados…

Llevó al Visón hasta la otra puerta para señalarle el puesto de guardia que había tras ella. Adolin dio un abrazo a Navani y se sentó en la silla de al lado.

—Ese Visón la tiene fascinada —susurró a Navani—. Tendría que habérmelo esperado.

—¿Qué son esas ropas que lleva? —preguntó ella en voz baja.

—Lo sé, lo sé. —Adolin hizo una mueca—. Le he ofrecido a mis sastres y le he propuesto que le hagan un uniforme herdaziano, pero me ha dicho: «Herdaz ya no existe. Además, un hombre de uniforme no puede llegar a los sitios donde me gusta ir». No entiendo a ese hombre.

Al otro lado de la pequeña sala, el Visón miró una salida de aire en la piedra y fue asintiendo mientras Shallan le explicaba la seguridad de la cámara.

—Está planeando cómo escabullirse —dijo Adolin con un suspiro, y subió los pies a la mesa—. Ya nos ha dado esquinazo cinco veces hoy. No sé si está paranoico, loco o si solo tiene un sentido del humor muy cruel. —Se inclinó hacia Navani—. Sospecho que no sería tan horrible si Shallan no se hubiera quedado tan impresionada la primera vez. Le gusta mucho lucirse.

Navani bajó la mirada a las botas nuevas de Adolin, con ribetes de oro. Eran ya el tercer par que le veía puesto esa semana.

Llegó Dalinar y dejó a dos guardaespaldas fuera de la puerta principal. Siempre insistía en que Navani aceptara llevar también algunos guardias, y ella siempre los aceptaba… cuando tenía que transportar equipo pesado. Y la verdad, Dalinar no era quién para quejarse. ¿Con qué frecuencia dejaba él atrás a sus propios guardias?

En la sala había unas pocas sillas y una sola mesa pequeña, en la que Adolin había apoyado sus botas. ¡Ay, ese chico! Nunca se reclinaba en la silla ni subía los pies a ningún sitio cuando llevaba calzado normal y corriente.

Dalinar pasó al lado y dio un golpecito con los nudillos en las botas.

—Decoro —dijo—. Disciplina. Dedicación.

—Detalle, duelo, delicioso… —Adolin lanzó una mirada a su padre—. Ah, persona, creía que estábamos diciendo palabras al azar que empezaran igual.

Dalinar miró furibundo a Shallan.

—¿Qué pasa? —preguntó ella.

—Él no era así antes de que tú llegaras —dijo Dalinar.

—¡Que el Padre Tormenta nos asista! —exclamó alegre Shallan, sentándose al lado de su marido y poniéndole una mano protectora en la rodilla—. ¿Un Kholin que ha aprendido a relajarse un poco de vez en cuando? Seguro que ahora las lunas se saldrán de órbita y el sol caerá sobre el planeta.

Ni Shallan ni Dalinar reconocerían jamás que se peleaban por Adolin, y de hecho Navani sospechaba que Dalinar hasta insistiría en que aprobaba el matrimonio. Pero lo cierto era que Dalinar nunca había tenido que rendir ningún hijo suyo a la influencia de alguien ajeno. Navani tenía la impresión de que culpaba demasiado a Shallan de cómo había cambiado el chico. Shallan no estaba empujando a Adolin a convertirse en algo que no era; sucedía más bien que Adolin por fin se sentía lo bastante libre para explorar una identidad que no estuviese ligada a ser hijo del Espina Negra.

Adolin había pasado a ser un alto príncipe. Debería tener la oportunidad de definir lo que significaba eso para él.

Por su parte, Adolin se limitó a soltar una carcajada.

—Shallan, ¿de verdad estás quejándote de que alguien sea demasiado intenso? ¿Tú? ¡Pero si a veces parece que hasta tus bromas son un desafío!

Ella lo miró y, en lugar de sentirse provocada, pareció relajarse. Adolin siempre tenía ese efecto en la gente.

—Pues claro que lo son —respondió ella—. Mi vida es un forcejeo constante contra el aburrimiento. Como baje la guardia, me encontrarás cosiendo o haciendo alguna otra cosa horrible.

El Visón observaba la conversación con una sonrisa.

—Ah, me recordáis a mi propio hijo y su esposa.

—Espero que ellos sean un poco menos frívolos —dijo Dalinar.

—Murieron, en la guerra —respondió el Visón en voz baja.

—Lo siento —dijo Dalinar—. La tormenta eterna y Odium nos han arrebatado mucho a todos.

—No en esa guerra, Espina Negra. —El Visón le dirigió una mirada llena de implicaciones antes de volverse hacia Navani—. El alto príncipe ha mencionado unos mapas a los que podría echar un vistazo, ¿verdad? Me ha dicho que estarían esperándome aquí, pero no los veo, como tampoco veo ninguna mesa de buen tamaño para poder desenrollarlos. ¿No deberíamos traerlos? Tengo mucha curiosidad por la disposición de vuestras tropas contra los Portadores del Vacío.

—Ya no los llamamos Portadores del Vacío —dijo Dalinar—. Ha resultado ser un nombre… inexacto. A nuestros enemigos los llamamos los cantores. Y en cuanto al mapa, está aquí mismo.

Miró a Shallan, que asintió e inhaló una bocanada de luz tormentosa de las esferas que llevaba en su cartera. Navani se apresuró a preparar su cuaderno.

Y juntos, Shallan y Dalinar invocaron el mapa.

Apasionada de los comics, amante de los libros de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres ve series, juega a juegos de mesa, al LoL o algún que otro MMO. Incansable planificadora, editora, traductora, y redactora.

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